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Estando ya más allá de Ciudad Real, me quedé pensando en el embrujo de las despedidas radicales, en el encanto de las despedidas radicales de esas personas a las que tanto admiramos cuando nos enteramos de que han sido capaces de mandarlo todo al diablo, han dado un portazo y se han largado sin más, no sin antes decir ahí os quedáis, cabrones.

Cuando oímos contar que alguien dejó a todos plantados, nosotros en silencio, con rabia contenida, aprobamos ese audaz, purificante, elemental impulso. ¿Cómo no lo vamos a aprobar si todos odiamos nuestro domicilio, aborrecemos el hogar, tener que estar en él? Yo, al menos, había comenzado ya a tenérsela jurada a mi domicilio. Era un entusiasta de Teoría de los abandonos, un poema de Philip Larkin: «Todos odiamos nuestra casita, / tener que estar en ella: / yo detesto mi cuarto, / sus trastos especialmente elegidos, / la bondad de los libros y la cama / y mi vida perfectamente en orden.»

Pero sobre todo pensé en el embrujo de aquel fascinante comienzo de Thomas el oscuro, la extraña novela de Maurice Blanchot. Se escribe siempre por afán de aventura. Todavía hoy, cuando miro hacia el abismo desde la gran ventana de este cuarto de hotel, me llega de pronto el recuerdo de la fascinación que un día sentí por ese extraño arranque de la novela de Blanchot, esas primeras páginas en las que Thomas, según se nos cuenta, se atreve con muy mal tiempo a adentrarse en exceso en el mar y está a punto de ahogarse, pero finalmente alcanza la orilla. Lo raro de esas primeras páginas es que el lector no lee en ningún momento las angustias de muerte de alguien que se está ahogando ni su lucha desesperada con las olas, sino una experiencia extraña y radical. El mar se le escapa, y con ello pierde simultáneamente la sensación del propio cuerpo. Él mismo y el mar le parecen ser sólo objeto de un pensamiento que avanza como si fuera un explorador que caminara en el vacío. En lugar de pensar en su salvación, se introduce por completo —como yo acababa de hacer con la sombra— en lo que le amenaza. No puede decirse que esté inactivo, pero toda su acción es interior, y está dirigida a alcanzarse a sí mismo como el muerto que ya es. Lo que Thomas vive en ese arranque de la novela es su transformación en el que piensa, en el que escribe.

Al entregarse al lenguaje, abandona la vida real. Muere y, sin embargo, permanece vivo. Le imaginé en ese momento —y lo sigo imaginando ahora— en un lugar con una gran ventana que se abre a un abismo que se desliza poderosamente hacia una ciudad y un mar. En otro tiempo, cuando vivía en su ciudad natal, odiaba su casita y detestaba su cama y el cuarto donde tenía sus trastos especialmente elegidos, pero ahora —sí, ahora— ha abandonado la vida real y sólo tiene que vérselas con palabras, un mar en el que se pierde y en el que tiene, sin embargo, la sensación de estar en una situación de plenitud. Soledad, locura, silencio, libertad. Su experiencia sólo se puede expresar mediante paradojas y decir de él, por ejemplo, que, al igual que al tren de alta velocidad que va a Sevilla, le domina la sensación de ser empujado hacia delante por su renuncia precisamente a avanzar. Eso le trae una gran sensación de bienestar, digámoslo mejor, de bella infelicidad.