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Dije que escribir es un desposeerse sin fin, un morir sin detención posible. Y ahora creo que me corresponde decir que aquel día quien sí iba a detenerse era el AVE, que avanzaba a toda velocidad hacia Ciudad Real, donde tenía una breve parada. Creo que me corresponde decir esto y también que se me ocurrió volver a colocarme de nuevo los auriculares, pero no hallé el mismo placer de un rato antes con la música andaluza y decidí pasar a otra emisora. Escuchando Underground de Tom Waits, pensé que si bien había sido siempre grande la atracción que yo había sentido por esa clase de viajes que hacemos sin una idea de retorno y que nos abren puertas y pueden cambiar nuestras vidas, más grande aún había sido siempre mi atracción por ese otro tipo de viajes o excursiones breves, sin aventura ni imprevistos, que nos conducen en pocas horas de nuevo a nuestro puerto, todos esos viajes que antaño nos llevaban al cercado de la casa familiar en los veranos de la infancia y ahora a nuestra casa de los días actuales.

Pero como, en aquellos momentos al menos, el que yo llevaba a cabo no me parecía un viaje sin retorno ni tampoco un viaje pensado para volver pronto a casa (nadie me esperaba en ella), acabé preguntándome qué clase de viaje era exactamente el que estaba haciendo aquel día. Y no supe qué contestarme. Tal vez lo descubriría a medida que fuera avanzando y desvelándose la historia que todo viaje, importante o insignificante, lleva dentro. Pensé en esto y en lo curioso que era ver cómo cambiaba para mí el paisaje según la música que escuchara. Ahora, con Tom Waits, los campos de Castilla se me habían vuelto melancólicos y urbanos, hasta el punto de que un olmo en el horizonte podía llegar a parecerme la luz verde de un semáforo de la Quinta Avenida de Nueva York. Ya se sabe, fortis imaginatio generat casum.

¿Podía comentar todo esto por la tarde en Sevilla cuando me encontrara con Atxaga y me tocara hablar en público acerca de las relaciones de la realidad con la ficción? Podía, evidentemente. Pero me dije que por el momento sería mejor descansar después de haber dado tantas vueltas en torno a cómo debía enfocar mi intervención de aquel día en la isla de La Cartuja y haber descartado ya algunas ideas. Y es que todas las que se me ocurrían, a pesar de reunir las mejores condiciones para analizar las relaciones entre realidad y ficción, desaparecían con la misma facilidad con la que aparecían, como si la Desaparición estuviera queriendo indicarme que era sólo de ella de quien tenía que hablar aquella tarde en Sevilla, pues en el fondo era ella el único tema, el único y verdadero centro de mis obsesiones aquel día.

Buscando otra forma de ocupar el tiempo, volví a abrir el periódico que había comprado en la estación de Atocha y que apenas había leído, y fue allí donde encontré la noticia de que al día siguiente se cumplían cien años del primer vuelo, en una playa de Carolina del Norte, de los hermanos Wright, el primer vuelo de la historia. Me concentré en la lectura de la historia que contaban allí acerca de aquel día en el que comenzó la era de la aviación y el mundo jamás volvió a ser el mismo. Y leí que para aquellos que tienen miedo a volar probablemente haya de resultarles perturbador saber que los físicos y los ingenieros aeronáuticos aún debaten apasionadamente sobre la pregunta fundamental: ¿qué mantiene a los aviones en el aire? Por lo visto, no existe una respuesta válida sencilla. Aunque la explicación más común dice que el aire viaja más rápido sobre la superficie más curvada de la parte superior del ala que sobre la parte inferior mucho más plana, lo cierto es que esa explicación, aunque veraz, no explica realmente por qué el aire que fluye sobre el ala se mueve más rápidamente. Y el no saber esto causa una gran confusión. En realidad, nadie entiende, pues, por qué podemos volar. Pero muchos volamos, aunque no entendamos nada.

Leí esto y me pregunté qué habría sucedido si lo hubiera leído en un avión. Tal vez me habría asustado. Por suerte, iba en tren y la canción de Tom Waits, Underground, me remitía más bien a viaje subterráneo, a un escasamente arriesgado viaje en metro. Metro, tren, avión. Me pareció que faltaba el automóvil para completar el cuadro de honor de los transportes que yo más utilizaba. De golpe, una noticia sobre Siria que encontré en el periódico me recordó de nuevo la rue Vaneau y eso me llevó a acordarme de la guerra de Irak y de los bombardeos de las tropas norteamericanas, y éstos a su vez me trajeron la memoria de las conferencias que W. G. Sebald había pronunciado en Zurich, a finales de otoño de 1997, con el título de Guerra aérea y literatura, conferencias sobre el silencio culpable que ha envuelto siempre la barbarie de las bombas de los Aliados sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.

De pronto, mirando la fecha en el periódico, caí en la cuenta. ¿No había muerto W. G. Sebald en una carretera de Norwich en accidente de coche un 14 de diciembre de 2001 y el día 16 se había difundido la triste noticia? Pensé que el automóvil que le mató merecía el calificativo de fúnebre, y me acordé de Erraba por París un coche fúnebre, uno de los títulos de aquellas dos novelas de España que un día yo había imaginado. Y ese recuerdo me llevó de nuevo a Robert Walser, y recordé que existía un hilo de conexión entre los dos escritores. W. G. Sebald había pasado toda su infancia junto a su abuelo materno, que no sólo tenía la costumbre de las largas caminatas como Walser sino que, además, se parecía mucho físicamente a éste y, por si no fueran pocas las coincidencias, murió en la nieve mientras paseaba, parece ser que el mismo día en que murió Walser.

Si Walser escribió elegantes fantasías poéticas y conocía a fondo el arte de desvanecerse, la literatura de W. G. Sebald remite a veces a una especie de poética de la extinción, de la consternación del escritor al ver que todo a su alrededor se deshumaniza o desaparece y que incluso la Historia misma se desvanece. «Esto no es un lamento general», dice W. G. Sebald, «porque siempre ha existido la desaparición, pero nunca a este ritmo. Es aterrador mirar cuánto daño y extinción se ha causado en los últimos veinte años, y el proceso de aceleración parece imparable. Conviene que la literatura se haga cargo de esta consternación.» W. G. Sebald era consciente de la necesidad de una literatura que denunciara el ritmo mortal de las desapariciones y albergaba algunas dudas pero también ciertas esperanzas acerca de la capacidad de resistencia de la escritura y del papel fundamental que ésta podía jugar en la supervivencia de la historia de la memoria humana. Tal vez por eso comentó un día, muy deliberadamente, lo mucho que le asombraba que un rastro desaparecido en el aire o el agua durante años pudiera permanecer visible a través de la palabra escrita. Lo comentó en su libro Los anillos de Saturno, donde, tras decirnos que en el Sailor’s Reading Room de Southwold ha estado examinando las anotaciones del cuaderno de bitácora de una patrulla marina anclada en el muelle en el remoto otoño de 1914, reflexiona sobre las huellas que se han desvanecido y dice: «Siempre que descifro una de estas notas me asombra que una estela ya hace tiempo extinguida en el aire o el agua pueda seguir siendo visible aquí, en el papel.»

Una estela de muertos. «A todos esos muertos a nuestro alrededor, ¿dónde sepultarlos sino en el lenguaje?», pregunta Adonis, el poeta siriolibanés que comencé a leer días después del fin de mi experiencia en la rue Vaneau. Como todo lo que me sucede con Siria, supe un buen día, por azar, de la existencia de este poeta y me puse a leerlo. Nacido en 1930 en Qassabine, en el norte de su país, habla, en uno de sus mejores poemas, de gente que se viste con las ropas del mañana y las encuentra estrechas. También yo encuentro estrechas mis ropas del mañana, me dije mientras el tren de alta velocidad entraba lentamente en la estación de Ciudad Real y yo constataba que, tras haber logrado huir de mis especulaciones sobre qué decir por la tarde en la isla de La Cartuja, había terminado, sin embargo, enredado en la densa madeja del mundo de W. G. Sebald, el mundo de la extinción y la escritura. Parecía como si cada vez más el tema de la desaparición tirara mucho más de mí que el de las relaciones entre realidad y ficción. Y entonces, aunque podía equivocarme, decidí dar ya por sentado que en el fondo era ella, la Desaparición, el único tema y el verdadero centro de mis obsesiones de aquel día y que sobre ella debería girar mi intervención por la tarde en Sevilla.

Pero ¿qué podía decir de la desaparición? Pues que ya estaba harto, como el poeta sirio Adonis, de «la estrechez de mis ropas del mañana» y de no poder disponer nunca de nada a la hora de expresar mi vida, salvo mi muerte y desaparición. Pero eso eran sólo palabras, literatura. De pronto, decidí que debía dejarme de rodeos y desaparecer yo mismo. Desaparecer, ése era el gran reto. Se trataba de no olvidar que yo siempre había pensado que hay que intentar ser infinitamente pequeño, que seguramente es la perfección misma. Pero ¿cómo conseguir ser tan infinitamente pequeño que uno desapareciera del todo? No parecía sencillo. Bastaba con acordarse del cuaderno de bitácora del Sailor’s Reading Room. Nadie se va del todo, me dije. Me pareció que una desaparición absoluta era imposible y que, si esto era así, estaba claro que aquello que para W. G. Sebald había sido motivo de alegría o de esperanza, para mí no podía ser más angustioso.