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Hagamos sitio aquí a una historia, que diría Montaigne (lo decía a veces cuando quería introducir un relato dentro de sus ensayos). Hagamos sitio al que ha sido siempre mi primer recuerdo de infancia —hay quien lo va variando, yo no—, y para ello digamos, antes que nada, que yo nací en 1948 en Barcelona, en el mismo año en que en Nueva York, a lo largo del East River, a partir de los arrasados mataderos de Turtle Bay, como en una carrera con el espectral vuelo de los aviones, los hombres acababan de construir la sede permanente de las Naciones Unidas. Yo nací en marzo de ese año en Barcelona y, cincuenta años después, en mi primer viaje a Nueva York, entré un sábado por la tarde en el edificio de las Naciones Unidas y, de la mano de Telma Abascal, entonces funcionaria de la ONU, subí de golpe en el fulgurante ascensor hasta el gigantesco y elegante lavabo de señoras que hay en la última planta de aquel rascacielos que, cuando yo nací, era el mayor proyecto urbanístico del mundo.

Desde allí vi una impresionante vista del skyline de la ciudad, y me acordé de la hoy en día cada vez más maltratada Declaración de los Derechos Humanos y me reí angustiado al darme cuenta de cómo había ido pasando veloz el tiempo desde aquella lejana tarde de diciembre del 48 en Barcelona en la que, ni llegando aún al año de vida, me llevaron a la casa de mi abuelo paterno para que le diera una alegría antes de morir. Mi abuelo se hallaba débil, pero sonriente en su lecho de muerte. Le saludé y, al parecer, superé lo que se esperaba de mí, pues pronuncié la primera palabra de mi vida, dije «Adiós». Y mi abuela quedó conmovida. Y yo ya no volví a ver al abuelo. A los pocos días, él murió, desapareció para siempre. Era italiano de nacimiento y hombre de gran coraje, nunca supe muchas más cosas de él.

Mi primer recuerdo, relacionado con la imagen de mi primera aparición en el mundo, ya está ligado pues a una idea de despedida y desaparición. Tal vez ésta haya sido la causa de que siempre yo me haya dicho que quien quiera ir más allá deberá desaparecer. De algo creo estar seguro, me parece que fue precisamente mi afán por dar un paso más allá lo que me llevó a dedicarme a la escritura, llegando mi aparición como escritor acompañada de una fuerte voluntad de ocultamiento y de desaparición en el texto. Empecé pues a escribir sólo para mí mismo, sin ánimo de publicar (tal como estoy haciendo ahora, pues) y sabiendo perfectamente que la literatura, como el nacimiento a la vida, contenía en sí misma su propia esencia, que no era otra que la desaparición. Pero más tarde publiqué un libro, y eso arruinó el enfoque radical de mis comienzos. Me había iniciado en el mundo de las letras considerando que escribir era un desposeerse sin fin, un morir sin detención posible. Publicar lo complicó todo. Me convirtió a la larga en un escritor relativamente conocido en mi país y eso me puso en contacto con el horror de la gloria literaria. «Si uno busca el éxito, sólo tiene dos caminos, o lo consigue o no lo consigue, y ambos son igualmente ignominiosos», dice Imre Kértesz.

Me convertí en un escritor del que espero estar ahora librándome en este cuarto de hotel, escribiendo sólo para mí mismo. Encerrado aquí, cuento la historia de mi viaje en tren a Sevilla y simultáneamente voy ensayando ideas que me sirven para estudiarme a mí mismo y a mis soledades. Creo que quien está escribiendo todo esto, con su frágil lápiz y rodeado de otros lápices y un buen número de afilalápices, ya no es exactamente el escritor de antes, el que había conseguido un nombre, una cierta fama, y que había comenzado a sentirse muy agobiado por haber atraído la atención de algunos lectores. Ahora soy un más que discreto literato escondido, un narrador de escritura privada que mira desde una ventana al vacío y al mar y sabe que si uno mira largo rato al abismo, el abismo acabará observándole a él también.