No he abandonado el AVE. El tren en el que vamos (en el que iba) sigue avanzando, marcha sigilosamente mientras, en la soledad radical de este cuarto de hotel con una ventana ante el abismo, yo recuerdo cómo no tardé en descartar la historia de la rue Vaneau a la hora de decidir sobre qué disertaría en la isla de La Cartuja. La descarté porque de pronto me resultó más atractiva la idea de, por la tarde en Sevilla, desarrollar una historia a partir de la primera imagen que el azar me trajera a la mente en el momento mismo de comenzar mi intervención. Una especie de pequeño relato improvisado sobre la marcha, totalmente improvisado en directo ante el público de La Cartuja. Una especie de triple salto sin red, una manera de demostrar en directo cómo espontáneamente trabaja la imaginación creadora, cómo azarosamente se va construyendo una historia. Una manera de demostrarme a mí mismo que era capaz de correr este tipo de riesgos ante el público.
Fuera llueve. Fuera de dónde, podría preguntarse alguien que se asomara ahora casualmente a este cuaderno en el que escribo estas notas. Pues fuera de este cuarto de hotel en el que me encuentro. Tengo una habitación con una gran ventana que se abre a un abismo que se desliza poderosamente hacia la ciudad y el mar. Desde aquí veo la hermosa, bellísima ciudad. Y también veo una hoja que cae en el filo del horizonte. Fuera, en efecto, llueve. Y yo aún no sé muy bien cómo enfocaré las líneas que siguen, pero sospecho que podrían dar paso al enigma del habitante del cuarto contiguo al mío.
Mi vecino de al lado tiene la misma vista (el mismo mar, lluvia, abismo y horizonte que veo yo), pero tiene terraza, algo que yo no tengo. Por la noche, si el tiempo es bueno, fuma puros habanos, en silencio, mirando al mar. A veces, cuando me asomo a la ventana, me mira y se limita a sonreír. En otras, me habla brevemente del tiempo o del estado de la mar. Es italiano, «italiano del Norte», me ha dicho, y habla bien el español, llegó el mismo día que yo, hace dos noches. Como le veo en la terraza trabajar por las tardes con un ordenador portátil, a veces me digo si no será un escritor. Adopta poses muy propias de alguien que está escribiendo una novela. No quiero preguntarle si escribe, no quiero que se rompa el misterio y el hechizo. A veces me digo que nosotros dos somos como Gide y Green, la pareja de vecinos en lucha por el diario personal más largo de la historia de Francia. Él no sabe que escribo, por suerte no lo sabe. No puede verme escribir porque escribo a mano en este cuaderno Moleskine, y lo hago con un lápiz, sintiendo que éste me acerca más cálidamente que una pluma a la idea de desaparición, de eclipse. Escribo como un poseso, en el interior de mi cuarto. No quiero que el vecino me vea, pues pienso que dos escritores, uno tan cerca del otro, suponiendo que el italiano también sea escritor, a veces son una bomba de relojería.
Mi vecino, en cualquier caso, trabaja con hábitos distintos de los míos, lo digo sobre todo por lo del ordenador portátil. Yo escribo aquí a mano porque me siento más cercano a cualquier idea de desaparición, pero también por motivos más prosaicos, porque dejé en mi domicilio el armatoste moderno con el que trabajo. A medida que el lápiz va trenzando las letras de este texto, noto que cada vez más detesto ese aspecto tan mecanizado de la escritura en ordenador, me encanta, me exalta haber regresado al lápiz. A veces mi vecino me recuerda físicamente al escritor italiano Angelo Scorcelletti, pero sólo a veces. Si alguien hubiera conseguido localizarme en este escondite y hubiera deseado inquietarme, no lo habría podido hacer mejor colocándome en el cuarto de al lado de un escritor. A veces, tengo ganas de salir de dudas y estoy a punto de preguntarle a bocajarro si sabe quién es Scorcelletti. O decirle simplemente: «Es usted Scorcelletti, ¿verdad?»
¿Y yo a quién me parezco? Pues seguramente tengo algo de equilibrista que, en una alameda del fin del mundo, está paseando por la línea del abismo. Y creo que me muevo como un explorador que avanza en el vacío. No sé, trabajo en tinieblas y todo es misterioso. Sólo sé que me fascina escribir sobre el misterio de que exista el misterio de la existencia del mundo, porque adoro la aventura que hay en todo texto que uno pone en marcha, porque adoro el abismo, el misterio mismo, y adoro, además, esa línea de sombra que, al cruzarla, va a parar al territorio de lo desconocido, un espacio en el que de pronto todo nos resulta muy extraño, sobre todo cuando vemos que, como si estuviéramos en el estadio infantil del lenguaje, nos toca volver a aprenderlo todo, aunque con la diferencia de que, de niños, todo nos parecía que podíamos estudiarlo y entenderlo, mientras que en la edad de la línea de sombra vemos que el bosque de nuestras dudas no se aclarará nunca y que, además, lo que a partir de entonces vamos a encontrar sólo serán sombras y tiniebla y muchas preguntas.
Entonces, cuando nos pasa algo así, yo creo que lo mejor que podemos hacer es seguir adelante, aunque sólo sea para tener la impresión de ser empujados hacia delante por nuestra propia renuncia a avanzar. Miro a mi vecino y le veo, ahora que ya no llueve, en plena acción en la caída de la tarde, y me divierto y al mismo tiempo me angustio imaginando que en su página está introduciendo cambios, cortando aquí y allá, alterando el orden de lo escrito, una tarea casi infinita, el misterio de la creación. Miro de nuevo a mi vecino y me da la impresión de que sabe muy bien lo que se lleva entre manos, no parece afectado por la línea de sombra y tiniebla. Mi vecino parece un escritor que lo tiene todo muy claro. Diría yo que escribe sin problema ni oscuridad alguna. No se parece nada a aquel poeta inglés del que Chesterton decía que era oscuro porque tenía siempre tan claro lo que iba a decir que no veía razones para explicarlo.
Yo soy amigo de la tenebrosa línea de sombra de estos años de ahora en los que todo por fin se nos ha vuelto incomprensible y, cuando nos hablan del mundo, no sabemos ya de qué se trata y sentimos que precisamente todo eso podría ser el comienzo de algo que podría tenernos muy entretenidos, tal vez obsesionados, por un largo periodo de tiempo, aunque, eso sí, siempre con nosotros estupefactos, sin entender nada, sin saber de qué trata todo este maldito embrollo de la vida, la muerte y otras zarandajas, sin una sola idea válida para comprender el mundo, y ya no digamos para comprender Siria.