¡Ay, la rue Vaneau! No sé si todo el mundo sabe que cuando uno se queda solo durante mucho tiempo, donde para los demás no hay nada se descubren cada vez más cosas por todas partes.
Unos días después (me dije que continuaría contando esa misma tarde en La Cartuja de Sevilla), estaba tan tranquilo en mi casa de Barcelona, a la hora de la siesta, cuando me llamaron por teléfono desde la editorial francesa y me dijeron que, por unos asuntos que habían quedado pendientes de la promoción de mi libro, debía regresar a París. Habían vuelto a reservarme una habitación en la rue Vaneau. Viajé un jueves por la tarde y, al llegar al Hotel de Suède, vi que me habían asignado una habitación completamente distinta de la de mi estancia anterior. En esta ocasión, para llegar a mi cuarto había que atravesar un pequeño jardín interior y subir a pie unas escaleras. Mi habitación no daba a los jardines de Matignon, sino a la parte trasera del edificio. Mi cuarto era el número 7, lo recuerdo bien. La gran sorpresa me esperaba al día siguiente cuando llamé por teléfono a la editorial y pregunté por Christian Bourgois. Se puso Eve, su sobrina. Tras un breve silencio, reconoció mi voz y me dijo que Bourgois no se encontraba en París, pues a última hora había tenido que salir de viaje. Pregunté adónde había ido. «Está en Siria», dijo Eve Bourgois, y yo creí que era una broma o que había entendido mal. Pero no, era verdad. Por motivos familiares, Bourgois había tenido que viajar a Damasco y sentía no poder verme en esta ocasión.
Aquel mismo día, compré Le Monde y ahí, entre las noticias, volvía a estar Siria: «Los reformistas sirios creen que Estados Unidos potencia el inmovilismo.» Y, claro está, regresaron entonces a mi memoria las sombras inmóviles de la extraña mansión de la rue Vaneau. Y, en fin, a lo largo de dos días hice mi trabajo bajo la cariñosa mirada de Eve, relaciones públicas de la editorial. Fui a varias entrevistas y a dos librerías, y cuando todo hubo terminado, regresé a Barcelona. Allí seguí comprando los periódicos y viendo cada día cómo continuaba mi cuento por su cuenta. Los titulares que día tras día encontraba («Bush ha hecho saber a Siria que confía en que refuerce la vigilancia en su frontera», por ejemplo) parecían empeñados en que mi relato de la rue Vaneau no se acabara nunca.
Un día, decidí retomar mi cuento sirio y añadirle todas esas historias de última hora, incluida la del sorprendente viaje de mi editor francés a Damasco, Siria. Amplié mi relato con los nuevos acontecimientos y lo envié a un suplemento cultural mexicano. Con el relato ya enviado pero aún no publicado, volví a viajar a París, esta vez por mi cuenta. Fui para asistir a la inauguración de una exposición de fotografías de Daniel Mordzinski, al que dos semanas antes había conocido en Barcelona. Como viajaba con una agencia, fui a parar a un hotel distinto del Suède, a uno de la rue Littré. En la fiesta de presentación de las fotografías, Fernando Carvallo, un amigo de Mordzinski, me habló de pronto de la callada amenaza de la rue Vaneau. Comprendí que había leído mi relato en el suplemento cultural español y le comenté que no había inventado nada, que había yo percibido de verdad esa amenaza. «Si te compras un libro que se llama Paris Ouvrier», me dijo enigmático, «verás que la amenaza lleva en la rue Vaneau más tiempo del que imaginas.»
Intrigadísimo, compré al día siguiente Paris Ouvrier, de Alain Rustenholz, y no tardé en encontrar allí más información sobre la rue Vaneau. En el número 38, en octubre de 1843, se había instalado allí Karl Marx con su familia. Y allí, el 1 de mayo (curioso día para nacer) del año siguiente, había venido al mundo Jenny Marx, su primera hija. Y en esa casa, un 26 de agosto de ese mismo año, había nacido la gran amistad entre Marx y Engels. Incluso hay una pintura de 1953 de Hans Mocznay (que hoy en día se encuentra en el Deutsches Historisches Museum de Berlín) donde se ve a los dos intelectuales en el apartamento del 38 de la rue Vaneau, a finales de agosto de 1844, entre libros y papeles, conspirando —nacía el comunismo— junto a una mesa con tapete blanco.
Comprendí que no me quedaba otro remedio que dar un nuevo vistazo a la rue Vaneau, la calle donde había nacido el comunismo. Era domingo y la farmacia estaba cerrada. Seguía habiendo mucha policía en la calle, pero, como siempre, se encontraba toda concentrada junto a la antigua casa de André Gide. Apenas se veían transeúntes. La enigmática mansión, a la luz del día, carecía de misterio alguno. La de Chanaleilles, por su parte, lucía más esplendorosa que nunca. La mansión misteriosa se intuía habitada, pero eso era todo. Había que esperar a la noche para que aparecieran las inmóviles y apretadas siluetas en la ventana de la luz de pocos vatios. Fotografié el 38 de la rue Vaneau, el edificio de apartamentos de lujo en el que no había reparado en anteriores estancias y cuya fachada vi que había sido restaurada recientemente.
El lunes, al volver a Barcelona, envié un e-mail a la redacción del suplemento mexicano esperando poder llegar a tiempo para incluir en mi texto el dato crucial del apartamento de Karl Marx, pero me contestaron que nada se podía añadir ni cambiar, pues el relato ya había sido publicado. Lo busqué en Internet y allí estaba. Era lamentable ver que faltaban precisamente los datos tal vez más interesantes, los que inesperadamente cuadraban toda la historia de mi exploración de aquella calle.
Seguí navegando por Internet y en Google busqué de nuevo la rue Vaneau y encontré una fotografía del living room de un apartamento perfectamente amueblado en un edificio que llamaban, con léxico capitalista, Jardín del Edén y que estaba situado en el número 38 de la calle. El apartamento tenía lavaplatos, jardín interior, microondas y televisor con DVD. Había visto aquel anuncio en mi primera inspección digital, pero no había considerado relevante anotar la dirección de una agencia norteamericana que alquilaba en el centro de París un apartamento amueblado. Lo alquilaban por noches, pero el anuncio no decía que allí había vivido Karl Marx, ni advertía, por supuesto, del fantasma que, en forma de difusa amenaza, recorre toda la rue Vaneau. Y evidentemente no había alusión alguna en el anuncio a las siluetas apretadas e inmóviles de la ventana de los pocos vatios, ni tampoco se decía nada de los jardines de Matignon ni de Siria ni de la histórica farmacia Dupeyroux. El apartamento salía muy caro, a 540 dólares la noche.