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«Hay episodios de nuestra vida dictados por una discreta ley que se nos escapa.»

Así podía iniciar yo mi intervención esa tarde en Sevilla y pasar a contarle al público de La Cartuja la historia de mi reciente exploración de la rue Vaneau de París. Me pareció que no contaba con una historia personal más adecuada para ilustrar hasta qué punto la ficción y la realidad se fundían en mi vida.

Ensayé mentalmente la forma en que podía contar mi historia de la rue Vaneau. Podía empezar diciendo «Hay episodios…» y luego continuar por la farmacia Dupeyroux, en el número 25 de la rue Vaneau, y explicar cómo entré en ella a comprar aspirinas francesas, porque me habían dicho que eran mejores que las españolas. Yo me estaba hospedando por tres días en el Hotel de Suède, al lado de la farmacia. Había viajado a París para promocionar un libro que me habían traducido al francés, y la editorial de Christian Bourgois me había asignado ese hotel en la rue Vaneau. Nada habría sucedido si la joven farmacéutica no hubiera reaccionado de aquella forma tan espontánea y sorprendente. Desmintiendo que las dependientas de esa ciudad estén siempre en un permanente malhumor, me preguntó si era que daba dolor de cabeza pasear por París. Soy tímido y, además, aquella pregunta me cogió por sorpresa. Precisamente porque soy tímido, a veces reacciono con cierta agresividad verbal. Mi respuesta poco tuvo que ver con lo que ella me había preguntado, pero sí mucho con la verdad. «Vaya con cuidado, porque yo he espiado a fondo esta farmacia en Internet», le dije.

Era cierto. Desde el mismo día en que supe, a través de mi editorial en Francia, que me hospedaría en el Hotel de Suède de la rue Vaneau, me había dedicado en mi ordenador a reunir un poco de información en torno a la calle en la que iba a pasar tres días. Había seleccionado y anotado cinco datos: En el número 1 bis (hay una placa que lo recuerda) vivió durante veinticinco años, hasta su muerte, el escritor André Gide; en el 20 se encuentra la embajada de Siria; en el 24, la bella mansión de Chanaleilles, construida en 1770, habitada por Antoine de Saint-Exupéry en 1931 y adquirida por el multimillonario griego Niarchos en 1951; en el 25, la histórica (histórica porque lo decía Internet) farmacia Dupeyroux; en el 31, el Hotel de Suède.

Había anotado estos cinco datos sólo por tener una noción más amplia de lo que podía encontrarme en aquella breve calle en la que iba a pasar tres días. Pero la verdad era que, cuando en París entré en aquel lugar a comprar aspirinas, ni me acordaba ya de que había estado observando, hasta el último detalle, la fotografía de la fachada de la farmacia. Es más, de no haber hecho la dependienta aquella inesperada pregunta, ni me habría acordado de mis actividades de espionaje desde mi ordenador. Pero, sea como fuere, el hecho es que la pregunta de la farmacéutica puso en marcha el relato que publicaría yo un mes después en un suplemento cultural español: una transcripción fiel, pero sin duda demasiado precipitada, de lo que percibí en la rue Vaneau a lo largo de los tres días que pasé en ella.

Mi relato no empezaba en la farmacia, sino que arrancaba antes de mi entrada en ella, empezaba con la narración de mi llegada al Hotel de Suède y contaba cómo, al entrar en el cuarto que me había reservado la editorial, lo primero que había visto era que la ventana daba a la rue Vaneau y a los jardines de Matignon, la residencia del primer ministro de Francia. Después, el relato narraba cómo había yo salido de mi habitación y paseado largo rato por París y cómo, al regresar a la rue Vaneau, había hecho una incursión en la farmacia Dupeyroux, donde había ocurrido lo que podríamos llamar el incidente de las aspirinas. Contaba esto y cómo a continuación había entrado en el hotel, donde el periodista que allí me esperaba me había dicho que acababa de verse con Daniele del Giudice, escritor y aviador, el autor de Despegando la sombra del suelo, una bella novela en torno a la realidad y la metáfora del vuelo. Yo era amigo de Del Giudice. Pero, más que pensar en él, mi atención se centró en el invisible y tal vez misterioso nexo que parecía de pronto ligar la mansión de Chanaleilles (donde había vivido el escritor y aviador Saint-Exupéry) con la rue Vaneau, donde acababan de hablarme de Del Giudice, también escritor y aviador.

Todo eso conté en el apresurado relato del suplemento cultural español, donde también expliqué que, tras la asociación mental entre los dos escritores-aviadores, me dije enseguida que el Hotel de Suède, la mansión de Chanaleilles y la farmacia ya se habían de alguna forma relacionado conmigo. De los cinco datos de la rue Vaneau que había yo seleccionado, sólo faltaban dos por aparecer, André Gide y la embajada de Siria. ¿Se manifestarían también esos datos?

Por la noche de aquel mismo día, en la puerta del hotel, Christian Bourgois, después de uno de sus legendarios silencios, me habló de pronto de la mansión de Chanaleilles, supongo que para que reparara en la casa más distinguida de aquella calle. Se quedó algo sorprendido cuando le dije que ya había oído hablar de la mansión y que sabía, por ejemplo, que Saint-Exupéry había vivido en ella y que también sabía que la había comprado Niarchos en 1951. Debió de preguntarse cómo era posible que conociera tantos detalles, pero no dijo nada. Al poco rato, para romper de nuevo el silencio, Bourgois desvió su mirada hacia otra de las grandes mansiones de la rue Vaneau, una que estaba a cuatro pasos del hotel. Nadie en París, me dijo, sabía quiénes eran los propietarios de aquella misteriosa casa. Aunque sin duda estaba habitada, no se había visto nunca a nadie entrar o salir de ella. A veces, de noche, se veían unas discretas luces, única y exclusivamente en la planta baja y en tan sólo tres de las doce ventanas de esa planta.

Al día siguiente, al ir a fotografiar la placa recordatoria de la casa de André Gide, había mucha policía por allí (la hay siempre, es la policía que custodia los alrededores de Matignon) y preferí no complicarme la vida, no fuera que se les ocurriera comenzar a preguntarme qué interés tenía yo en fotografiar aquel inmueble. Desayuné en el bar de la esquina y luego regresé al hotel. Sentía cierta frustración, para qué negarlo. Una de las cosas que antes de viajar había decidido hacer cuando estuviera en la rue Vaneau era retratar aquella placa, con destino a mi colección de fotografías de placas recordatorias de todo el mundo. Sentado en uno de los sillones del hall del Suède, me dije que Gide, Chanaleilles, la farmacia y el hotel ya habían, de un modo u otro, entrado directamente en mi vida allí en la rue Vaneau, habían conectado conmigo, faltaba sólo Siria. Me dije que era bastante improbable que este país emitiera alguna señal para mí. ¿Qué sabía de Siria? Nada. Tan sólo que la capital de Siria era Damasco, lo había aprendido en la escuela. ¿Y algo más? Aunque no conocía su nombre, sabía cómo era físicamente el presidente de Siria, había observado en las fotografías que llevaba bigote, era bastante joven y alto y solía vestir al estilo occidental. Pero apenas sabía algo más de Siria.

Unas horas después, vi en la sala de espera de la radio independiente Aligre algo que leí como una señal que, en forma de mensaje del mundo exterior, tal vez estaba tratando de indicarme que insistiera e insistiera en volcar aún más mi atención sobre la rue Vaneau. Y es que al término de la entrevista que me hicieron en esa emisora de radio independiente (en el 42 de la rue Montreuil, a veinte minutos en taxi del Hotel de Suède), me demoré en el vestíbulo de la emisora mirando en unos paneles unos recortes de prensa y descubrí de pronto, entre ellos, una carta de Julien Green con elogios para aquella radio. Era una carta escrita por Green desde su domicilio, desde el 9 de la rue… Vaneau.

No sabía que Green (al que tanto había leído en mis días escolares) había vivido también en la rue Vaneau. Poco después me informé y supe que el Diario de Green abarca un periodo de setenta años (1926-1996) contra los sesenta y dos años del Diario de André Gide (1889-1951), que es el segundo clasificado en el ránking de los records de diarios escritos por franceses. Ya sólo por eso la rue Vaneau debería ser considerada una calle excepcional, pues había tenido como vecinos durante muchos años a los dos máximos recordmen de la escritura de diarios de toda la historia de la literatura francesa.

Cada vez más, la rue Vaneau parecía querer adentrarse en mi vida. Ese mismo día, a la vuelta de Radio Aligre, creí detectar algo tal vez exagerado pero que pensé que, por si acaso, haría bien en tener en cuenta, y es que me pareció que el extraño y profundo silencio de la rue Vaneau ocultaba algo así como el infernal y sordo horror de mundos al borde del grito, mundos muy reprimidos y callados a punto de explotar. Pero luego pensé que era una impresión demasiado literaria y paranoica, y la olvidé. Sin embargo, esa impresión volvió cuando, caminando por la rue Vaneau al atardecer de ese mismo día, al retirarme ya a dormir al hotel, vi como de pasada (pero lo vi perfectamente) las tres ventanas iluminadas de la enigmática mansión de la rue Vaneau y observé que tenían pocos vatios las bombillas, y también vi las tres angustiosas siluetas, muy apretadas e inmóviles en una de esas ventanas. Y fue entonces cuando, al llegar a mi habitación, pensé que hay episodios de nuestra vida dictados por una discreta ley que se nos escapa. Lo pensé sobre todo cuando poco después, tras haber encendido la televisión y encontrándome en la ventana mirando hacia los jardines del primer ministro de Francia, el locutor de los informativos del primer canal dijo que en Siria el presidente Bachar el Asad acababa de cambiar de primer ministro.

Me resultó imposible no pensar que aquello era demasiado casual y tal vez el signo de algo que debía tener muy en cuenta. Y no sabiendo muy bien qué hacer, hice literatura, desvié mi atención de nuevo hacia la casa de las sombras inmóviles y acabé anotando esto con destino al relato que iba a publicar en el suplemento cultural: «Será mejor que por mi propio bien sepulte el recuerdo de unas discretas luces que hay en una mansión de la rue Vaneau. Yo no he visto nada. No es mi trabajo investigar qué clase de callada amenaza surge de lo más hondo de la rue Vaneau.»

Así, haciendo literatura al sugerir que había una discreta e indefinida amenaza en el centro mismo de París, concluía el relato que envié al suplemento cultural. Al hablar de esa amenaza me había basado en las vagas intuiciones que me habían llegado de la muy casual casualidad de lo sucedido con la televisión y el primer ministro sirio y los jardines del primer ministro francés. El hecho es que escribí el relato, lo envié a Madrid, y precisamente el día en que publicaron mi cuento, leí en el mismo periódico que el estado de Israel acababa de bombardear territorio sirio.

Recuerdo que me quedé desconcertado en mi casa de Barcelona, preguntándome si seguirían estando allí, apretadas e inmóviles en la mansión misteriosa de la rue Vaneau, las tres siluetas. ¿O estarían ya en movimiento y la callada amenaza, un poco literaria al principio, se había vuelto realidad? ¿De qué lado provenía esa amenaza? ¿Tenía más sentido del que yo pensaba aquel infernal y sordo horror de mundos al borde del grito que había yo creído detectar en aquella calle?

Y en fin, cuando unos días después los periódicos trajeron la noticia de que los reyes de España se encontraban de visita en Siria, comencé a sospechar que el propio relato, libre ya de su autor, había tomado el relevo de mi escritura y continuaba por su cuenta, a su aire, solo. Me había pasado medio siglo sin saber nada de Siria y de pronto ese país había comenzado a cobrar una importancia inesperada. Pasé a comprar cada día el periódico con la sospecha de que en él me esperaban nuevas noticias sobre Siria que pondrían en evidencia que había colocado demasiado pronto el punto final al relato enviado al suplemento.