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Unas semanas después, soñé que alguien a quien llamaban dottore Pasavento había desaparecido, en lo alto de la torre de Montaigne, cerca de Burdeos, sin dejar rastro, ni una sola huella. El dottore se parecía al escritor vasco Bernardo Atxaga, un buen amigo desde hacía muchos años. Pensé en lo mucho que los escritores aparecían en mi vida, en mis sueños, en mis textos. Aunque la gran mayoría de ellos suele ser gente engreída y cicatera, hay una extraña sección minoritaria de escritores que tienen ángel y que son mucho más fascinantes que el resto de los mortales, pues son capaces de llevarte con asombrosa facilidad a otra realidad, a un mundo con un lenguaje distinto.

¿Quién dijo que la palabra escritor olía a pipa apagada, dedos manchados de tinta y pantuflas rancias? No, señor. Casi todas las escritoras y escritores de la sección con ángel son adorables seres que fuman y piensan frente a Olympias portátiles muy antiguas, seres atormentados que parecen estar viviendo en un lugar aparte. Suelen estar angustiados y ser muy inteligentes y, de no estarlo o de no serlo, se las apañan para parecerlo. Recuerdo muy especialmente a un escritor de esa sección angélica que en una película que se titulaba En un lugar aparte vivía en un hotel con una gran ventana frente a un abismo y un mar en una ciudad sin nombre. Y también recuerdo que siempre deseé ser algún día como el protagonista de aquella película y vivir en algún lugar que tuviera el mismo duende que aquel hotel frente al abismo. ¿Quién dijo que todos los grandes escritores decepcionaban si uno los conocía de cerca? No, señor. Los de la extraña sección angélica son encantadores y viven en lugares siempre muy abismales.

Imaginé de pronto que yo subía a un tren en la estación de Atocha de Madrid porque había quedado esa tarde en Sevilla con Bernardo Atxaga. En el quiosco de revistas de la estación me compraba dos novelas de las que se hablaba mucho en aquellos días. Una de ellas llevaba este epígrafe: «Al final todo pierde su sentido, pero la máquina de escribir sigue conmigo.» Las dos novelas eran españolas y de ellas se decía que estaban cambiando la historia de la literatura. Me pareció incluso aterradora la posibilidad de que España pudiera volver a intervenir en el curso de la historia. Compré, no obstante, las dos novelas y me dispuse a viajar con ellas, camino de Sevilla, donde esa tarde me encontraría con Atxaga. No le veía desde hacía cuatro años, desde que se había encerrado a escribir en su casa de Zalduondo y casi había desaparecido como el dottore Pasavento en lo alto de la torre de Montaigne. Debíamos participar en un acto cultural en Sevilla, hablar los dos de un tema general que no recordaba en aquel momento. Por encima de todo y después del largo tiempo que habíamos pasado sin vernos, tenía ganas de abrazarle, de contarle historias de los últimos cuatro años, repetir y tal vez mejorar gestos y risas de otros encuentros anteriores.

Subí al tren con aquellos dos libros y me pregunté si me sentaría bien confirmar que, en efecto, no se equivocaban quienes decían que las dos novelas acababan de revolucionar la historia de la literatura. Una se llamaba Fantasía poética, y la otra Erraba por París un coche fúnebre. El título de la primera, aunque de dudoso gusto, me hizo pensar inmediatamente en el escritor Robert Walser, que en cierta ocasión calificó de «fantasía poética» su novela Jakob von Gunten, uno de mis libros preferidos. En Walser pensaba yo a menudo. Me gustaba la ironía secreta de su estilo y su premonitoria intuición de que la estupidez iba a avanzar ya imparable en el mundo occidental. Me intrigaba la gran originalidad de sus relaciones con el mundo de la conciencia. Y siempre había encontrado infelices pero muy bellos sus melancólicos paseos alrededor del manicomio de Herisau, donde, remedando el destino de Hölderlin, estuvo internado durante veintitrés años, hasta el final de sus días. Desde que entrara en el manicomio de Herisau hasta que murió, no había escrito una sola línea, se había apartado radicalmente de la literatura. Murió en la nieve, un día de Navidad, mientras caminaba por los alrededores de aquel sanatorio mental. Se ha dicho de él que es el poeta más secreto de todos, y seguramente esto se aproxima a la verdad, pues para Walser todo se convertía por entero en el exterior de la naturaleza y lo que le era propio, más íntimo, lo estuvo negando a lo largo de toda su vida. Negaba lo esencial, lo más hondo: su angustia. Tal como él mismo decía en su novela Jakob von Gunten, disimulaba su desasosiego «en lo más profundo de las tinieblas ínfimas e insignificantes».

En Walser, el discreto príncipe de la sección angélica de los escritores, pensaba yo a menudo. Y hacía ya años que era mi héroe moral. Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza. Admiraba su extraña decisión de querer ser como todo el mundo cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo. Admiraba y envidiaba esa caligrafía suya que, en el último periodo de su actividad literaria (cuando se volcó en esos textos de letra minúscula conocidos como microgramas), se había ido haciendo cada vez más pequeña y le había llevado a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz, porque sentía que éste se encontraba «más cerca de la desaparición, del eclipse». Admiraba y envidiaba su lento pero firme deslizamiento hacia el silencio. El escritor mexicano Christopher Domínguez Michael había llegado a decir que en mis libros la aparición rutinaria de Robert Walser era tan necesaria como la de Sandokán en el ciclo salgariano.

Al tomar asiento en el tren, volví a decirme que si realmente aquellas dos novelas españolas eran tan buenas, difícilmente iba yo a poder soportarlo. Sería mejor que no pasara de la lectura de los títulos. Miré largo rato las portadas y decidí que, para ocupar mi tiempo durante el viaje, iría escribiendo mentalmente las dos novelas. Sobre todo la que me traía el recuerdo de mis lecturas de Walser. Con la otra trataría de hacer un esfuerzo hasta conseguir que el bello y tenebroso título acabara por tener algún sentido. De este modo, cuando me encontrara con Atxaga en Sevilla, si por casualidad él deseaba saber de qué trataban las dos exitosas novelas de España, siempre tendría algo que contarle, sobre todo acerca de la primera, la que yo relacionaba con Walser y que me parecía que me resultaría más fácil de inventar.

Lo más curioso de todo fue que, unas semanas después de haber imaginado este viaje a Sevilla, me invitaron realmente a esa ciudad para que dialogara con Bernardo Atxaga en torno a las relaciones entre realidad y ficción. Una casualidad bien grande. No puede ser, pensé en un primer momento. No, no puede ser. Pero sí que podía ser, claro. No era la primera vez que aparecía la ficción en mi vida y, sin casi mediar palabra, pretendía configurar la realidad.

La voz del hombre que me habló por teléfono y me invitó a Sevilla tenía un timbre muy metálico. En un momento determinado de la conversación, la voz se extravió algo cuando dijo: «En definitiva, queremos que usted y el señor Atxaga nos hablen de cómo la realidad baila con la ficción en la frontera.» Durante unos segundos, permanecí callado, irritado. ¡La realidad bailando con la ficción en la frontera! ¿Cuántas veces había oído decir eso? Decidí aceptar la invitación, pero dejando mi impronta personal, soltándole una rareza a quien me había invitado, sólo para que supiera quién estaba al otro lado del teléfono. «Está bien», le dije, «acepto la invitación. Después de todo, llevaba tiempo deseando reunirme con el dottore Pasavento.» Hubo un silencio. «Llevaré mi librea de hogareño», añadí tratando de decir algo aún más raro, y en este caso ya casi totalmente incoherente. «No comprendo», dijo entonces el que había llamado. «Tampoco yo entiendo eso del baile en la frontera», le contesté.

La invitación tenía fecha y hora. Las ocho de la tarde del 16 de diciembre de 2003. Para que lo imaginado unas semanas antes coincidiera lo máximo posible con la realidad, me las arreglé de forma que el 16 de diciembre por la mañana, el día en que debía reunirme con Atxaga, yo, en lugar de estar en Barcelona, donde tenía mi domicilio, me encontrara en Madrid y de la estación de Atocha fuera desde donde saliera para participar en el diálogo sobre realidad y ficción que por la tarde tenía lugar en el Monasterio de la isla de La Cartuja de Sevilla.

A la una del mediodía del 16 de diciembre, nada más salir el AVE que une Madrid con Sevilla, eché en falta —pues todo entonces habría sido aún más redondo— las dos novelas de España. Y es que en todo lo demás la realidad era casi idéntica a lo que había imaginado unas semanas antes. Pero estaba claro que esas dos novelas no existían, pertenecían exclusivamente al mundo de mi imaginación. Era lo único que impedía que la ficción y la realidad encajaran a la perfección, lo cual, si lo pensaba bien, no dejaba de ser un alivio, no estaba nada mal saber que las dos novelas de España habían desaparecido a la misma velocidad con que un día yo las había imaginado. Y, por unos momentos, disfruté como un loco conjeturando la desaparición de las dos novelas geniales y no escritas precisamente por mí. Alguien las depositaba sobre la cumbre del Everest, junto a las toneladas de basura, de desperdicios envenenados que allí hay, y una tempestad de nieve las borraba de un golpe certero.

Arrancó el tren de alta velocidad y, mientras por los auriculares que me había dado la azafata oía yo a todo volumen música de flamenco, abrí pausadamente el periódico y encontré en él una entrevista con el escritor argentino Alan Pauls, que el día anterior había presentado en Madrid su novela El pasado. Yo había asistido a la rueda de prensa que él había dado y me habían llamado la atención unas palabras suyas en torno a la lentitud en el arte: «Es una experiencia única quedarte dormido en una película de Tarkovski y despertarte de repente con una de sus imágenes.»

Comencé a preguntarme cómo enfocaría mi intervención por la tarde en Sevilla, qué era lo que diría allí en la isla de La Cartuja sobre las relaciones entre la realidad y la ficción. Se me ocurrió que podía contar que, no hacía mucho, había imaginado que me citaba en Sevilla con Atxaga y cómo, unas semanas después, la ficción había terminado por hacerse realidad. Pero mientras pensaba qué tono elegiría para hablar de todo esto, de pronto me asaltó una duda importante. ¿Iría Bernardo Atxaga a Sevilla? Hacía cuatro años que no le veía, llevaba él cuatro años de radical retiro casi monacal y, teniendo en cuenta que se comentaba que últimamente le habían esperado en lugares a los que no había ido, no veía yo muy claro que él acabara acudiendo a la cita de Sevilla.

¿Y si mi trayecto en tren al final se convertía en un viaje parecido al del protagonista de Le Roi Cophétua, de Julien Gracq, una narración que me había impresionado en otros días? En esa novela corta se contaba la historia de un joven que, a comienzos de la Primera Guerra Mundial, se citaba con un amigo en la propiedad que éste tenía en la villa de Bray. Viajaba largas horas en tren, siempre expectante ante el acontecimiento que le esperaba, el reencuentro con el amigo. Pero, cuando llegaba a la casa, sólo encontraba a una criada que le preparaba una cena a la espera de que llegara el propietario de la casa, que no llegaba nunca. A la mañana siguiente, la criada había desaparecido, el amigo no había llegado, y el protagonista iniciaba, con cierto estupor y perplejidad, el viaje de regreso. ¿No había pasado nada o tal vez, bajo la apariencia de que no había ocurrido nada, había pasado mucho?

Me dije que en Julien Gracq las narraciones adoptaban siempre la forma de un itinerario, eran recorridos de carácter iniciático, animados constantemente por la búsqueda del conocimiento y la espera del acontecimiento. Y también me dije que si me pasaba a mí lo que le sucedía al viajero de Bray, es decir, si Atxaga no se presentaba y, por tanto, no tenía lugar el acontecimiento, podía yo comentar en el Monasterio de La Cartuja la ausencia de mi amigo vasco y desplazar todo el tema de mi intervención hacia el tema general de la Ausencia. Si Atxaga no acudía, supliría yo mismo la media hora que a él le tocaba hablar y disertaría acerca de un tema que me obsesionaba desde hacía tiempo. Porque más que Ausencia, la palabra exacta, el tema sobre el que podía hablar si Atxaga faltaba, era el que más venía persiguiéndome en los últimos tiempos, el tema de la Desaparición.

Podía hablar de Maurice Blanchot, por ejemplo, que era amigo de Julien Gracq y que, al escribir sobre Le Roi Cophétua, había reflexionado ampliamente sobre las desapariciones. De hecho, el tema recorría toda su obra ensayística. En cierta ocasión, por ejemplo, le habían preguntado por la dirección que estaba tomando la literatura. «¿Hacia dónde va la literatura?, le habían preguntado. «Va hacía sí misma, hacia su esencia, que es la desaparición», había contestado impertérrito.

Si Atxaga no acudía a la cita, me explayaría en torno al tema de la Desaparición. Pero era preferible que él acudiera. Mientras me decía todo esto y el tren iba dejando atrás la ciudad de Madrid, mi mente se fue desviando del camino emprendido y me vi a mí mismo andando por una alameda en el fin del mundo. Me di cuenta de que era el lugar ideal para escribir de verdad, tal como yo entendía que había que hacerlo, pero también para despedirse de la literatura, que era otra forma de escribir de verdad: un lugar ideal para plantarse en el abismo y tratar de ir más allá y, por tanto, desaparecer. Pero para la desaparición era necesaria cierta valentía y que el miedo —siempre he pensado que el miedo es nuestro único maestro— me ayudara.

Me vi caminando por aquella alameda, cuyo nombre parecía indicarme que paseaba próximo al más allá, y volví a escuchar la pregunta:

—¿De dónde viene tu pasión por desaparecer?

Entré en una breve ensoñación y casi palpé una especie de sentimiento de bella infelicidad, un estado de ánimo al que yo aspiraba. Hasta que de pronto, abandonando aquellas sensaciones, miré por la ventanilla del tren y, al ver las tierras secas y tristes de Castilla, consideré una experiencia única haber regresado a la realidad de aquella manera, tan de golpe, con aquella súbita y feroz imagen de Castilla que parecía surgida de las profundidades de una película de Tarkovski.

Cuando, recuperado del choque que había tenido con aquella imagen, regresé a mi anterior posición de explorador de abismos allá en el fin del mundo, pensé en la tan socorrida figura literaria de la fugacidad de los paisajes de ventanilla de tren. Y también en la literatura misma y en que precisamente la característica más notable de ésta consistía en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que la estabilizara, pues uno nunca podía fijarla en un punto cierto, siempre había que encontrarla o inventarla de nuevo. Pensé en esto mientras el tren avanzaba con velocidad de ave rápida dejando atrás estaciones con nombres de pueblos imposibles —Balagón fue el que anoté en aquel momento—, apenas entrevistos. Retomé los auriculares y vi que la música seguía siendo andaluza, pero había evolucionado hacia la bosanova, la rumba y el pop de Rosario Flores. Una música que parecía con exagerada antelación anunciar ya Sevilla, aunque el paisaje de ventanilla y de película de Tarkovski decía la verdad y era sobrio y castellano. Era como si Andalucía quisiera hacerse presente allí, antes de hora, para luego desaparecer cuando llegara a ella. Recuerdo que miré con tanta intensidad hacia la lejanía que hasta creí presenciar el momento en que una hoja caía y, sin hacer ruido alguno, tocaba la línea del horizonte.