Defiende a tu hermano, tanto si es justo como si no.
Dicho zensunni
Pese al inmenso odio que sentía hacia el naib Dhartha, Selim tenía curiosidad por saber cómo vivía la gente de su antigua aldea. Se preguntó si ya le habrían borrado de su memoria. A veces, recordaba sus actos y se enfurecía, pero luego sonreía. Budalá había preservado la vida de Selim, le había concedido una visión misteriosa y un sagrado propósito.
Generaciones anteriores de zensunni habían adaptado su vida al desierto. En un entorno tan hostil había poco espacio para el cambio o la flexibilidad, de modo que la existencia cotidiana de los nómadas no cambiaba mucho de año en año.
Sin embargo, mientras Selim observaba a sus antiguos camaradas, reparó en que el naib Dhartha había encontrado una nueva prioridad en su vida. El rígido líder había forjado un plan extraño que exigía la presencia de grandes cuadrillas de obreros en el desierto. Ya no peinaban las dunas en busca de chatarra o aparatos abandonados. Ahora, los zensunni se adentraban en la arena con un único propósito: ¡recoger especia!
¡Igual que en su visión! La pesadilla empezó a cobrar sentido: misteriosos forasteros se llevaban la especia, lo cual provocaría una tormenta que acabaría con la serenidad del gran desierto. Selim miró y comprendió…, y después decidió lo que debía hacerse.
Los aldeanos se adentraban entre las dunas con paso cauteloso, efectuaban veloces incursiones en las manchas rojizas de melange, salpicadas de ocasionales explosiones de especia. Hundieron estacas metálicas en la arena, y erigieron tiendas con toldos para protegerse de la arena levantada por el viento y el ardiente sol. Apostaron un vigía para que avisara en el caso de que se acercara algún gusano.
Después, empezaron a recoger la especia, en grandes cantidades, más de las necesarias para el consumo de la tribu. Si la visión de Selim era cierta, el naib Dhartha estaba transportando la melange a Arrakis City para su exportación a otros planetas.
En su visión, las compuertas se abrían, y la arena se derramaba como una ola que ahogaba a los zensunni y se llevaba los restos de los gusanos de arena. ¡Shai-Hulud! El ambicioso naib Dhartha no comprendía las consecuencias de sus actos para su pueblo, para todo el planeta.
Selim se acercó con sigilo para observarle con un visor de alta intensidad que se había llevado de la estación botánica. Forzó la vista, reconoció gente con la que había crecido, aldeanos que le habían brindado su amistad, para luego rechazarle.
Selim no vio a Ebrahim entre ellos. Tal vez había sido encarcelado por sus delitos, ahora que ya no podía echar las culpas a Selim… Shai-Hulud haría justicia, de una manera u otra.
El malvado naib gritaba órdenes a su gente. Los trabajadores apenas podían cargar las cantidades que recogían. Dhartha habría encontrado un cliente.
Al principio, Selim se sintió fascinado, y después furioso. Por fin, decidió obedecer a su visión, al tiempo que se vengaba.
Llamó a Shai-Hulud con su martillo sónico. La bestia que acudió era relativamente pequeña, pero a Selim no le importó. Los animales más pequeños también eran más manejables.
Selim montó sobre la cabeza gacha del monstruo, para que todo el mundo le viera. Azuzó con la lanza al gusano para que corriera a mayor velocidad, y atravesó el océano de arena con un siseo constante.
Los zensunni habían sido muy cautos a la hora de montar el campamento, con el fin de que los gusanos no repararan en ellos. Al anochecer, la gente salía de sus refugios provisionales, donde se había guarecido del calor del día, y marchaba a recoger especia.
Mientras recordaba su visión y contestaba a la llamada, que ahora consideraba muy clara, Selim guió al gusano hacia el campamento.
Los zensunni siempre estaban en estado de alerta. Los vigías dieron la alarma en cuanto vieron acercarse al gusano, pero no pudieron hacer nada. El naib Dhartha ordenó con su voz profunda a los trabajadores que se dispersaran y pusieran a salvo. Corrieron sobre las dunas, abandonando sus tiendas y los contenedores de especia amontonados.
Selim controlaba el rumbo de Shai-Hulud con bastones y lanzas. El gusano se retorcía, frustrado por estar montado, con ganas de atacar algo. Selim tuvo que aguijonear su carne expuesta para impedir que devorara a todos los aldeanos.
No quería matar a ninguno…, aunque habría sido agradable ver al naib Dhartha devorado por un monstruo. Esto era más que suficiente. Selim cumpliría los deseos de Budalá, y frustraría los planes del naib de exportar enormes cantidades de especia.
Los aldeanos se dispersaron con paso sigiloso, para que el gusano no captara el ritmo de sus pasos. El monstruo atacó el campamento, levantando una nube de arena. Las tiendas desaparecieron o fueron engullidas en un abrir y cerrar de ojos.
Después, el gusano volvió su cabeza redonda y se acercó a devorar la melange recolectada. Destrozó los contenedores, tragó paquetes enteros, destruyó toda señal del trabajo realizado.
Desde lejos, los aterrorizados aldeanos, tal vez incluido el propio naib Dhartha, miraban desde las dunas, dispuestos a salir corriendo pero hipnotizados por el espectáculo. Selim, vestido con un manto blanco, cabalgaba a lomos del gusano. Tenían que distinguir forzosamente la silueta humana erguida sobre el demonio del desierto.
Selim rió con tanta fuerza que estuvo a punto de perder el equilibrio, y luego alzó las manos en un gesto de desafío. Había cumplido la voluntad de Budalá. La especia estaba a salvo, de momento.
Después, azuzó al gusano en otra dirección, lejos de los zensunni y los restos de su campamento.
De regreso, Selim dejó dos litrojones de agua entre los restos del campamento. Ya los sustituiría en su estación botánica, y bastarían para que los zensunni sobrevivieran. Podrían volver a su ciudad de las cavernas, si caminaban de noche y conservaban la humedad.
Como si fuera una profecía, encontró un saco de melange intacto. Lo aceptó como un regalo de Shai-Hulud. Había más especia de la que había transportado de una sola vez, pero no la consumiría, ni la vendería. Escribiría un mensaje con el polvo rojizo sobre la arena. Cuando regresó a la estación, hizo planes durante dos días, y después volvió a marchar.
Selim viajó a lomos de un gusano toda la noche, en dirección al pueblo del naib Dhartha. Durmió todo el día siguiente a la sombra de una escarpa rocosa, y luego continuó su viaje a pie, sin alejarse de las rocas. Conocía bien estos senderos y atajos, pues los había explorado de niño. Se ocultó en una hondonada y esperó en la oscuridad, cargado con su saco de melange…
Cuando se hizo de noche y las estrellas brillaron en el firmamento como millones de ojos helados, salió corriendo a la arena. Lo haría a gran escala, lo mejor que supiera. Corrió con pasos irregulares sobre la arena, derramó la melange formando líneas, enormes letras que parecerían sangre seca sobre las dunas.
La vieja Glyffa le había enseñado a leer y escribir en una época en que se sintió benévola con él, sin hacer caso de los demás aldeanos, incluyendo al padre de Ebrahim y al propio naib Dhartha, el cual se preguntaba de qué servía educarle tan bien.
Selim tomó la precaución de terminar antes de que se alzara la segunda luna. Tardó más de una hora en escribir aquellas sencillas dos palabras, y al final casi no le quedaba especia. Una vez terminado el mensaje, volvió corriendo a su refugio. En lugar de llamar a un gusano para regresar a casa, esperó al amanecer.
Al alba, vio docenas de rostros boquiabiertos y ojos desorbitados que miraban desde la entrada de las cuevas. Contemplaban el desierto con incredulidad y se llamaban entre sí. Oyó sus gritos ahogados de sorpresa y no pudo reprimir una sonrisa. Una pizca de melange en sus labios le hizo sentir todavía mejor.
Entre los nerviosos observadores, apenas pudo distinguir la silueta del naib Dhartha, que miraba con ojos rabiosos las dos palabras escritas por el exiliado en la arena.
SOY SELIM.
Podría haber dicho más, explicado más, pero Selim prefería el misterio. El naib sabría que era él la persona que había montado el gusano, tanto la primera vez, cuando había demostrado su habilidad, como cuando había destrozado el campamento. Budalá le había elegido, y ahora el naib tendría que vivir atemorizado. El joven se aplastó contra la roca, rió para sí y paladeó el sabor de la melange.
Después de hoy, todos sabrían que estaba vivo…, y el naib Dhartha comprendería que se había ganado un enemigo para toda la vida.