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Nosotros no somos como Moisés… No podemos extraer agua de las piedras…, al menos a un coste económico.

Exploración ecológica imperial de Arrakis,
antiguos archivos (investigador no acreditado)

Bajo el calor de la tarde de Arrakis, los nómadas zensunni vendaron los ojos a Aurelius Venport con un trapo manchado.

La gente del desierto tampoco confiaba en Keedair, y le depararon el mismo trato indigno. Venport consideró la circunstancia parte de su inversión. Le había costado casi cinco meses de tedioso viaje hasta llegar aquí, con varias escalas en planetas alejados. Les seguiría la corriente.

—Nos vamos —dijo el naib Dhartha—. Podéis hablar entre sí, pero sería mejor que redujerais vuestra conversación al mínimo. Desperdiciar palabras es desperdiciar agua.

Venport notaba la presencia de gente a su alrededor, que le guiaba hacia delante. Tardó un poco en acostumbrarse, y tropezaba con frecuencia porque levantaba los pies más de lo normal, con el fin de tantear la superficie arenosa. El terreno era irregular, pero poco a poco se fue acostumbrando.

—¿Qué me dices de los gusanos de arena? —preguntó Keedair—. ¿No hemos de preocuparnos de…?

—Las cordilleras nos separan de la Gran Extensión, donde habitan los demonios.

—No estoy convencido de que esto sea absolutamente necesario —dijo Venport mientras avanzaba.

Dhartha replicó con firmeza, pues no estaba acostumbrado a que discutieran sus órdenes.

—Es necesario porque yo lo digo. Nunca un forastero, ni siquiera de este planeta, ha visto nuestras comunidades ocultas. No repartimos planos.

—Por supuesto. Me plegaré a vuestras normas —murmuró Venport—. Siempre que estéis dispuestos a ofrecernos especia.

Aunque en las selvas de Rossak abundaban fármacos misteriosos y alucinógenos exóticos, ninguno parecía provocar los notables efectos de la melange. Venport intuía que valía la pena investigar la sustancia, pese a la distancia que había recorrido y las incomodidades padecidas.

Durante los últimos meses, Venport había vendido con suma facilidad el cargamento de Keedair a buscadores de curiosidades a los que no importaba pagar un precio exorbitante. Aunque Venport se había quedado con la mitad de los beneficios, Tuk Keedair había obtenido una suma sustancial, más de la que habría conseguido por un cargamento de esclavos en buenas condiciones. Puesto que no había perdido dinero, no se había visto obligado a cortarse su querida trenza.

Venport tropezó con algo duro. Maldijo y casi cayó de rodillas, pero alguien le agarró del brazo y le sostuvo.

—Cuando tu gente me trajo melange de paquete en paquete, tardé una eternidad en llenar mi bodega —se quejó Keedair, cuya voz sonó a varios pasos de distancia por delante de él.

—Naib Dhartha —dijo Venport—, espero que se nos ocurra otro sistema de cara al futuro.

Si no, tendría que aumentar los precios, pero estaba seguro de que el mercado lo aceptaría.

Después de caminar durante horas a paso de ciego, los zensunni se detuvieron. A juzgar por los ruidos metálicos, Venport dedujo que estaban destapando un vehículo terrestre camuflado.

—Sentaos —dijo el naib Dhartha—, pero no os quitéis las vendas.

Keedair y él subieron al vehículo, que se puso en marcha a paso traqueteante. Después de muchos kilómetros, Venport supuso que se estaban acercando a una cordillera, pues hacía más fresco a la sombra. Habría formas de localizar esta aldea aislada, en el caso de que deseara tomarse la molestia. Habría podido coser un rastreador en la tela de su chaleco o en la suela de la bota.

Pero en aquel momento, Venport tenía otras prioridades. Albergaba la sospecha de que no había forma de burlar los deseos de aquella gente endurecida, de que controlaban por completo a sus visitantes, e incluso decidían quién salía vivo del desierto.

Cuando empezaron a ascender un camino empinado, el vehículo disminuyó la velocidad. Los zensunni volvieron a esconderlo y obligaron a caminar a sus invitados vendados. Los nómadas les guiaron entre peñascos y piedras rotas. Por fin, Dhartha les quitó las vendas, y vieron la entrada de una cueva, apenas iluminada. El grupo se encontraba al principio de un túnel. Venport parpadeó para adaptar su vista a la escasa luz proyectada por lámparas llameantes montadas en las paredes.

Después de tanto rato vendado, tuvo la impresión de que su oído y olfato se habían vuelto más precisos y delicados. Cuando paseó la vista a su alrededor, detectó señales de muchos habitantes, el hedor de cuerpos sin lavar, el sonido de gente que se movía.

Dhartha les condujo a unos aposentos situados en lo alto de una pared, y les dieron de comer pan crujiente con un poco de miel, y delgadas láminas de carne seca marinada en una salsa especiada. Después, escucharon música zensunni sentados alrededor de hogueras, así como relatos contados en un idioma que Venport desconocía.

Más tarde, el naib guió a los dos impacientes visitantes hasta un reborde rocoso que dominaba un mar interminable de dunas.

—Quiero enseñaros algo —dijo, con su rostro enjuto envuelto en las sombras, el tatuaje geométrico de su mejilla más oscuro que nunca. Los hombres estaban sentados con los pies colgando sobre el borde. Keedair paseó la vista entre Dhartha y Venport, ansioso por iniciar las negociaciones.

El naib tocó una campanilla, y un anciano apareció al cabo de poco, nervudo y de piel correosa. Tenía el pelo largo y blanco, y aún conservaba casi todos sus dientes. Como toda la gente del desierto, sus ojos eran de un azul intenso. Venport creía que era debido a la adicción a la melange. Los ojos de Keedair ya habían adquirido un tono anormal.

El anciano sostenía una bandeja con obleas oscuras, perfectamente cuadradas y cubiertas de un jarabe pegajoso. Ofreció las pastas a Venport, que tomó una. Keedair cogió otra, y el naib Dhartha una tercera. El hombre de pelo gris siguió de pie a su lado, observando.

Por lo que Venport había visto, en esta cultura las mujeres siempre servían a los hombres, al contrario que en Rossak. Tal vez los ancianos eran relegados a tareas domésticas.

Venport estudió la galleta, y después mordió una esquina. La comida que habían tomado antes había estado aderezada con cantidades significativas de melange, pero la galleta fue como una explosión de canela en su boca. Dio un buen mordisco, sintió que la energía y el bienestar se propagaban por todo su cuerpo.

—¡Delicioso!

Sin darse cuenta, devoró casi toda la galleta.

—Especia recogida en la arena esta misma tarde —explicó Dhartha—. Más potente que cualquier cosa que hayas tomado en cerveza o comida especiada.

—Excelente —dijo Venport. Las posibilidades desfilaron por su mente como regalos sin abrir. Keedair también consumió su galleta y exhaló un suspiro de satisfacción.

Venport intuía que el comercio de especia produciría pingües beneficios, y esperaba vender cantidades importantes a los nobles de la liga. Para lanzar la empresa, tenía previsto acompañar a Zufa Cenva en su siguiente viaje a Salusa Secundus. Mientras ella pronunciaba ardientes discursos en el Parlamento reconstruido, Venport haría contactos, dejaría caer insinuaciones y distribuiría pequeñas muestras. Exigiría tiempo, pero la demanda aumentaría. Alzó su último trozo de galleta.

—¿Es esto lo que querías enseñarnos, naib Dhartha?

El líder aferró el brazo delgado pero musculoso del anciano.

—Este hombre es lo que quiero que veáis. Se llama Abdel. —El naib hizo una breve reverencia, que el anciano le devolvió a su vez, y luego se inclinó ante los dos invitados, ahora que había sido presentado—. Abdel, dile tu edad a los visitantes.

El hombre habló con voz tenue pero fuerte.

—He visto la constelación del escarabajo cruzar la Roca del Centinela trescientas catorce veces.

Venport, confuso, miró a Keedair, que se encogió de hombros.

—Un diminuto asteroide de nuestro cielo —explicó el naib—. Va y viene con las estaciones y cruza una delgada aguja de roca cercana al horizonte. Lo utilizamos como calendario.

—Va y viene —dijo Keedair—. ¿Quieres decir dos veces al año? El naib asintió.

Venport efectuó un rápido cálculo mental.

—Está diciendo que tiene ciento cincuenta y siete años de edad.

—Casi —dijo Dhartha—. Los niños no empiezan a contar hasta después de los tres años, de modo que en teoría tiene ciento sesenta años. Abdel ha consumido melange toda su vida. Observad lo sano que está…, con ojos brillantes y la mente despierta. Es muy probable que viva unas cuantas décadas más, siempre que siga consumiendo especia con regularidad.

Venport estaba asombrado. Todo el mundo había oído historias sobre drogas que prolongaban la vida, de tratamientos desarrollados en el Imperio Antiguo, para luego caer en el olvido cuando el régimen se derrumbó. Casi todas las historias no eran más que leyendas. Pero si el viejo estaba diciendo la verdad…

—¿Tienes alguna prueba de esto? —preguntó Keedair.

Un destello de ira alumbró en los ojos del naib.

—Os ofrezco mi palabra. No hacen falta más pruebas.

Venport indicó con un gesto a Keedair que no insistiera. Por el efecto que le había causado la melange, estaba dispuesto a creerlo todo.

—Realizaremos análisis para asegurarnos de que no hay más secuelas que el cambio de color en los ojos. Puede que añada la melange a mi catálogo de productos. ¿Podríais proporcionar cantidades suficientes para usos comerciales?

—Las reservas son inmensas —contestó el naib.

Ya solo quedaba negociar los detalles de la transacción comercial. En parte, Venport tenía la intención de ofrecer algo inusual como pago. ¿Agua? ¿O tal vez estos nómadas querrían algunos globos de luz de Norma, para iluminar sus túneles y cuevas? De hecho, los globos tal vez serían más útiles a los zensunni que créditos de la liga. Tenía algunas muestras en el transporte que le esperaba en Arrakis City.

Cogió la última galleta de la bandeja. Venport observó que el anciano sostenía la bandeja inmóvil, sin el menor temblor en los dedos. Otra buena señal, de la que Tuk Keedair también tomó buena nota. Los socios asintieron.