¿Es real una religión si no cuesta nada y no comporta riesgos?
IBLIS GINJO, notas al margen de una agenda robada
Lo fundamental era elegir el momento. Durante meses, Iblis había aleccionado a sus cuadrillas y esperado la señal prometida que lanzaría una revuelta violenta y coordinada. Pero había intervenido algo más, un acontecimiento de proporciones incalculables. El asesinato de un niño humano perpetrado por una máquina, y la escena increíble de la madre atacando y destruyendo a un robot.
Si utilizaba este crimen horrible como trampolín, Iblis casi no necesitaría sus capacidades de persuasión innatas. Oyó a su alrededor gritos, el ruido de cristales al romperse, pies que corrían. No era preciso manipular a los enfurecidos esclavos. Ardían en deseos de rebelarse.
La rebelión floreció y se extendió por la villa de Erasmo. Tres hombres arrojaron al suelo la estatua de un águila. Otros se ensañaron con una fuente de piedra. La gente arrancó enredaderas que trepaban por los lados del edificio principal, destrozaron ventanas. Irrumpieron en el vestíbulo, arrollaron a dos confusos centinelas robot que nunca habían presenciado tal reacción procedente de unos prisioneros en teoría acobardados. Arrebataron las armas a los robots destruidos y abrieron fuego de forma indiscriminada.
La rebelión ha de propagarse.
Iblis temía que si los disturbios quedaban demasiado localizados, los centinelas de Omnius intervendrían y exterminarían a todos los insurgentes, pero si podía ponerse en contacto con sus demás grupos y enviar la señal, la revuelta continuaría fortaleciéndose y se extendería de población en población. Por suerte, el pensador y su subordinado les habían ayudado en sus planes secretos.
El verdadero trabajo de la insurrección debía correr como reguero de pólvora. Cuando vio lo que sucedía a su alrededor, los gritos y la destrucción, Iblis decidió que esta gente ya no le necesitaba.
Con la ciudad iluminada por una fantasmal luna amarilla, Iblis dio la orden tan esperada a sus grupos principales. Avisó a los líderes, quienes a su vez enviaron hombres y mujeres a las calles, armados con garrotes, herramientas pesadas, cuchillos, cualquier arma que pudiera ser eficaz contra las máquinas pensantes.
Después de mil años de dominación, Omnius no estaba preparado para esto.
Como una avalancha, los enardecidos rebeldes arrastraron a otros, incluso a los que habían dudado de sumarse al movimiento clandestino. Al vislumbrar una llama de esperanza, los esclavos destruían todos los objetos tecnológicos que encontraban a su paso.
En la oscuridad iluminada por los incendios, Iblis se subió al friso de la Victoria de los titanes, desde el que activó su tosco transmisor. Sistemas ocultos empotrados en la pared tallada cobraron vida. Todas las estatuas del mural se abrieron y revelaron su mortífero arsenal.
En la plaza del museo, vio a varios neocimeks que se desplazaban en sus formas móviles. Guiados por cerebros incorpóreos, los neocimeks se agrupaban para atacar a los humanos rebeldes. No tardarían en llegar otras máquinas híbridas, provistas de cuerpos erizados de armas. Iblis no podía permitir que eso sucediera.
Apuntó las armas. Tubos empotrados en el friso lanzaron contra el enemigo cohetes fabricados a base de explosivos utilizados en la construcción. Segaron las piernas de dos neocimeks. Mientras se retorcían en el suelo y se esforzaban por continuar caminando, Iblis disparó dos cohetes más contra sus contenedores cerebrales.
Aunque los seguidores de Iblis derrotaran a los neocimeks y a los centinelas robot, la revolución debería enfrentarse a la poderosa supermente de Omnius. Iblis, no obstante, experimentó una oleada de confianza y optimismo.
Bañados por la luz de luna irreal, los humanos prorrumpieron en vítores. Las llamas se extendieron por los edificios vacíos de la capital. Cerca del espaciopuerto, un arsenal estalló en una tremenda explosión. Llamas de cientos de metros se alzaron en el aire.
Iblis vio que el número de sus seguidores crecía ante sus ojos y su corazón se hinchió de esperanza. Aún no podía creer lo que estaba ocurriendo. ¿Habían respondido las células rebeldes dispersas a su llamada, o había iniciado la conflagración sin ayuda de nadie?
Como una reacción en cadena imparable, las turbas invadieron las calles, sedientas de venganza.