No es mi problema.
Dicho de la Vieja Tierra
En las paredes de granito del estrecho cañón fluvial, los esclavos (en su mayoría niños, como Ishmael y Aliid) colgaban de arneses sobre el abismo. Los muchachos trabajaban lejos de los supervisores, sin posibilidad de escape. Solo podían descender por la pared rosa hasta las aguas espumeantes del fondo.
El cuchillo abrasivo del Isana había abierto una empinada garganta, dejando las paredes de piedra tan pulidas y lisas que ninguna hierba o arbusto podía arraigar. Aunque el río era rápido y las aguas traicioneras, este cuello de botella formaba parte de la ruta comercial del río. Las barcazas procedentes de las llanuras continentales (cargadas de grano, zumos de hierbas fermentados, flores y especias locales) pasaban por la garganta.
Lord Bludd había decidido colocar un gigantesco mosaico en una pared del cañón, un mural colosal que conmemoraría los triunfos de su noble familia. El extremo norte de la obra empezaba con el retrato idealizado de su antepasado Sajak Bludd, en tanto la parte sur quedaría virgen para los logros de los futuros señores de Poritrin.
Ishmael, Aliid y sus compañeros fueron obligados a construir mosaico. Los artistas de la corte ya habían grabado con láser en pared el dibujo, y los muchachos colocaban metódicamente los mosaicos sobre la ilustración, cada pieza como un diminuto pixel de lo que, a la larga, sería la obra definitiva. Los andamios colgaban cargados de baldosas geométricas, cortadas de arcilla del río cocida y vidriada con tintes importados de Hagal.
Visto desde la cubierta de los barcos, el mural sería impresionante. Pero suspendido de un arnés y desde tan cerca, Ishmael no podía distinguir detalles. Solo veía un panal de baldosas borroso, un color tras otro pegado con resinas epoxi malolientes.
Aliid, que colgaba a su lado, fijaba ruidosamente las baldosas en su sitio. El ruido de las herramientas resonaba en el cañón: sierras, martillos puntiagudos, escoplos eléctricos. Aliid, que añoraba su vida robada, cantó una canción de Anbus IV mientras trabajaba. Ishmael le secundó con una balada similar de Harmonthep.
Diez metros más abajo, colgado de su arnés, un niño llamado Ebbin compuso una melodía improvisada que describía su hogar de Souci, una luna habitada tan aislada que ni Aliid ni Ishmael, habían oído hablar de ella. Por lo visto, los negreros de Tlulaxa eran expertos en localizar refugios budislámicos, y perseguían a zensunni y zenshiítas por igual.
Los niños hacían gala de más agilidad y energía que hombres o mujeres adultos. Eran capaces de gatear sobre el granito para colocar las baldosas de colores, mientras fríos vientos silbaban en el cañón. Los supervisores no esperaban problemas.
Se equivocaban.
Aliid solía repetir con frecuencia las palabras desafiantes de Bel Moulay. El vehemente líder zenshiíta soñaba con una época en que los esclavos se desprenderían de sus cadenas y volverían a ser libres, regresarían a Anbus IV, Harmonthep, o incluso al misterioso Souci. Ishmael escuchaba aquellas tonterías, pero no quería azuzar más a Aliid.
Ishmael recordaba a su abuelo, y continuaba siendo un paciente pacifista. Sabía que tal vez no vería nunca la caída de los negreros. Aliid no quería esperar. Creía que los esclavos merecían vengarse, tal como Bel Moulay había prometido en sus soflamas incendiarias…
El ostentoso lord Bludd llegó a la plataforma de observación con su séquito. Los artistas de la corte habían adaptado las ideas y bocetos del lord a la pared del cañón, y venía con frecuencia a inspeccionar los trabajos. Cada semana, la plataforma de observación descendía un poco más, a medida que el inmenso mosaico crecía con lentitud sobre los riscos de granito. Flanqueado por sus dragones, el noble felicitó a los encargados del proyecto.
En esta fase, el mural plasmaba la forma en que su bisabuelo, Favo Bludd, había creado una obra de arte única en las grandes praderas, diseños geométricos de flores y malas hierbas que brotaban en estaciones diferentes. Vistas desde el aire, estas obras de arte efímeras cambiaban como imágenes caleidoscópicas. Cada estación, las flores crecían formando dibujos, después granaban, y poco a poco formaban más grupos fortuitos, cuando los vientos alteraban la paleta del plantador.
Desde donde Bludd miraba, rodeado por mezquinos aduladores, los esclavos parecían insectos que gatearan sobre la pared opuesta. Oyó el ruido de los aparatos y el tono agudo de las jóvenes voces.
Los trabajos progresaban de manera satisfactoria. Figuras, rostros y naves gigantes cubrían el granito: una épica descripción de la colonización de Poritrin y la destrucción intencionada de todos los ordenadores, lo cual devolvió el planeta a una existencia bucólica, dependiente de la mano de obra esclava.
Bludd, un hombre muy orgulloso, conocía bien los rostros de sus antepasados. Por desgracia, mientras estudiaba el juego de la luz y los colores sobre el mosaico inacabado, descubrió que no le satisfacía la cara del viejo Favo. Aunque el dibujo del mosaico seguía con precisión la imagen grabada a láser en el granito, ahora que veía el resultado, no le gustó.
—Fijaos en la cara de lord Favo. ¿No os parece poco acertada?
Todo el séquito se apresuró a darle la razón. Llamó al supervisor del proyecto, explicó el problema y ordenó que retiraran las baldosas de la cara de Favo Bludd, hasta que modelaran de nuevo sus rasgos.
El capataz vaciló un instante, y luego asintió.
Ishmael y Aliid gruñeron al unísono cuando les llegaron las insultantes instrucciones. Se acercaron a la superficie ya terminada. Ishmael colgaba ante el inmenso dibujo geométrico que formaba el ojo del noble.
Aliid, enfurecido, se puso sus gafas protectoras, y después utilizó un martillo de roca para destrozar las baldosas, tal como les habían ordenado. Ishmael le imitó. No dejaba de ser irónico que quitar las baldosas fuera más difícil que colocarlas. La resina epoxi era más dura que el granito, de modo que no tenían otra alternativa que destrozar el mosaico y dejar que los pedazos cayeran al río.
Aliid estaba furioso por lo absurdo de sus tareas. Ser esclavo ya era bastante malo, pero le encolerizaba repetir un trabajo abrumador porque algún amo arrogante había cambiado de opinión. Descargó su martillo con más fuerza de la necesaria, como si imaginara las cabezas de sus enemigos, y el rebote bastó para que la herramienta se soltara de su presa. El martillo cayó.
—¡Cuidado ahí abajo! —gritó.
El pequeño Ebbin intentó apartarse. Sus pies y manos resbalaron cuando se desplazó sobre la roca pulida. El martillo le alcanzó en el hombro y cortó la correa del torso.
Ebbin resbaló, sin la mitad de su apoyo y con la clavícula rota. Gritó y agarró el lazo del arnés restante, que se clavaba en su brazo derecho.
Ishmael intentó desplazarse de costado para alcanzar el cable que sujetaba a Ebbin. Aliid se esforzaba por descender hasta el muchacho de Souci.
Ebbin sacudía los brazos y las piernas. Dejó caer el martillo. Ishmael aferró la cuerda restante del muchacho y la sujetó, pero no sabía qué hacer.
Los esclavos que se hallaban al borde del cañón empezaron a tirar del cable para subir al muchacho, pero el brazo izquierdo de Ebbin colgaba inerte, y con una clavícula rota poco podía hacer para ayudarse. El cable se atoró con una roca. Ishmael tiró de la cuerda con la intención de soltarla, con los dientes apretados. El chico se encontraba a muy poca distancia por debajo de él.
Ebbin, desesperado, extendió una mano y arañó el aire. Ishmael, sin dejar de asir el cable, intentó alargar su brazo libre para apoderarse de la mano del niño.
De pronto, los trabajadores del borde lanzaron gritos de decepción. Ishmael oyó el chasquido de la cuerda al romperse.
Ishmael se agarró a su arnés. La cuerda fibrosa que sujetaba a Ebbin se deslizó en su mano cerrada y le abrasó la piel. Pese a su fractura, Ebbin extendió la mano hacia arriba, y sus dedos rozaron los de Ishmael. Después, el niño se precipitó al abismo, con la boca abierta de par en par, los ojos brillantes de incredulidad. El extremo deshilachado del cable de sujeción resbaló por las manos abrasadas de Ishmael.
Ebbin caía dando vueltas hacia el Isana. El agua estaba tan lejos que Ishmael ni siquiera vio al niño hundirse en el río…
Aliid e Ishmael fueron izados hasta el borde del acantilado, donde el responsable del proyecto curó de mala gana sus quemaduras y contusiones.
Ishmael estuvo a punto de vomitar. Aliid estaba silencioso y taciturno, y se echaba la culpa de lo ocurrido. Pero el responsable del proyecto no demostró la menor compasión y gritó a los demás muchachos que volvieran a trabajar.