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Nuestro apetito lo abarca todo.

PENSADOR EKLO, Más allá de la razón humana

Con tanto odio agazapado en su mente, Agamenón tomaba precauciones especiales cuando Omnius estaba en condiciones de espiarle. Esto significaba casi siempre, y en casi todas partes, incluso cuando Agamenón y Juno practicaban el sexo con apasionamiento. Al menos, lo que pasaba por sexo entre los titanes.

Para consumar su cita, cuerpos móviles transportaban a los dos cimeks hasta una cámara de mantenimiento situada en el pabellón de control de la Tierra. Estaban rodeados de tubos llenos de líquidos nutritivos, que serpenteaban hasta depósitos de almacenamiento colgados del techo. Servidores robot se trasladaban desde generadores de mantenimiento vital hasta bancos de análisis, obtenían datos de los mentrodos, vigilaban que todos los sistemas se mantuvieran dentro de los parámetros normales.

Agamenón y Juno conversaban en una banda de onda corta privada, giraban sus respectivos sensores y enviaban descargas a los mutuos mentrodos mediante el electrolíquido. Una especie de estimulación erótica previa al acto sexual. Aun sin cuerpo físico, las mentes cimek podían experimentar un intenso placer.

Elevadores automáticos desengancharon el contenedor cerebral del cuerpo móvil de Agamenón, y después depositaron el núcleo pensante sobre un pedestal de cromo, al lado del contenedor que albergaba el cerebro de Juno. Gracias a las fibras ópticas y las pautas comparativas electrónicas, reconoció los pliegues y lóbulos de la mente de su amante. Todavía hermosa después de tantos siglos.

Agamenón recordó su pasada belleza física: pelo color obsidiana con reflejos azulinos, nariz puntiaguda, cara estrecha, cejas que se arqueaban de una manera misteriosa. Siempre le recordaba a Cleopatra, otro genio militar perdido en la bruma de la historia, como el primer Agamenón de la guerra de Troya.

Mucho tiempo antes, durante el destello de tiempo en que había llevado un frágil cuerpo humano, Agamenón se había enamorado de esta mujer. Aunque Juno era muy deseable desde el punto de vista sexual, le había atraído su mente antes de conocerla en persona. Primero, había reparado en ella en una compleja red virtual, gracias a simulacros tácticos y juegos de guerra que había practicado con él con los dóciles ordenadores del Imperio Antiguo. En aquella época los dos eran adolescentes, cuando la edad importaba.

Agamenón se había criado en la mimada Tierra, con el nombre de Andrew Skouros. Sus padres habían abrazado un estilo de vida hedonista pero desapasionado, como tantos otros ciudadanos. Existían, vegetaban, pero ninguno vivía realmente. Después de transcurrido tanto tiempo, apenas recordaba el rostro de sus padres. Ahora, todos los humanos se le antojaban iguales.

Andrew Skouros siempre había sido inquieto. Formulaba preguntas incómodas que nadie sabía contestar. Mientras los demás se absorbían en juegos de salón frívolos, el joven investigaba en bases de datos, donde descubrió historias y leyendas. Encontró proezas heroicas de gente que había existido en un pasado tan remoto, que parecían míticos como la raza de los titanes, los primitivos dioses destronados por Zeus y un panteón de deidades griegas. Analizó las conquistas militares y llegó a comprender las tácticas, en un momento en que se trataba de una habilidad obsoleta para el pacífico Imperio.

Bajo el alias de Agamenón, se interesó en juegos de estrategia practicados en la red informática que controlaba las actividades de la humanidad esclavizada por el tedio. En ella había encontrado una persona tan experta y dotada como él, un alma gemela compartía sus intereses. Las ideas innovadoras e inesperadas del misterioso jugador provocaron que éxitos y fracasos se equilibraran en las campañas de la joven, pero sus sorprendentes éxitos más que compensaban sus espectaculares fracasos. Su intrigante alias Juno, tomado de la reina de los dioses romanos, esposa de Júpiter.

Atraídos mutuamente por su ambición compartida, su relación fue tempestuosa y desafiante, mucho más que sexo. Se procuraban placer desarrollando experimentos mentales. Al principio, fue un juego, pero luego algo más ambicioso.

Sus vidas dieron un giro radical cuando oyeron hablar a Tlaloc.

El visionario de otro planeta, con sus duras acusaciones contra la humanidad complaciente de la Tierra, reveló a los dos intrigantes que sus planes podían convertirse en algo más que aventuras fantaseadas.

Juno, cuyo nombre auténtico era Julianna Parhi, había reunido a los tres. Andrew Skouros y ella concertaron una cita con Tlaloc, el cual se entusiasmó al descubrir que compartían sus sueños. Tal vez seamos pocos —había dicho Tlaloc—, pero en los bosques de la Tierra llenos de leña seca, tres cerillas bastan para provocar un incendio.

El trío rebelde se reunía en secreto para derribar el Imperio adormecido. Gracias a la experiencia militar de Andrew, se dieron cuenta de que una modesta inversión en maquinaria electrónica y mano de obra bastaría para conquistar muchos planetas caídos en un estupor apático. Con un poco de suerte y una táctica aceptable, líderes de la misma mentalidad podrían cerrar una mano de hierro alrededor del Imperio Antiguo. De hecho, si los planes se llevaban a la práctica de la forma correcta, los conquistadores lograrían la victoria antes de que nadie se diera cuenta.

—Es por el bien de la humanidad —dijo Tlaloc con ojos centelleantes.

—Y por el nuestro —añadió Juno—. Un poco, al menos. Juno aportó el plan innovador de utilizar la red de máquinas pensantes y sus serviles robots. Se había concedido inteligencia artificial a los dóciles ordenadores para que supervisaran todos los aspectos de la sociedad humana, pero Julianna los consideraba una invasión ya en marcha, siempre que fueran capaces de volverlos a programar para insuflarles ambición humana. Fue entonces cuando sumaron a sus fuerzas un especialista en informática llamado Vilhelm Jayther (autodenominado Barbarroja en las redes informáticas), con el fin de que se ocupara de los detalles técnicos.

Así empezó la Era de los Titanes, durante la cual un puñado de humanos entusiastas controló al populacho dormido. Tenían trabajo que hacer, un imperio que gobernar.

Durante las fases de planificación, Julianna Parhi pidió opinión con frecuencia a un reticente pensador, Eklo. Durante estas consultas con el anciano, una de las numerosas mentes espirituales que respondían a preguntas esotéricas, había comprendido las posibilidades de vivir como un cerebro incorpóreo. No solo en vistas a la introspección, sino a la acción. Se dio cuenta de las ventajas que un tirano cimek tendría sobre los humanos, capaz de cambiar de cuerpo cuando las circunstancias lo aconsejaran… Como cimeks, los titanes vivirían y gobernarían durante miles de años.

Tal vez sería suficiente.

Agamenón había apoyado de inmediato la idea de Juno, si bien alimentaba un temor primitivo hacia la cirugía. Juno y él sabían que, cuando los titanes experimentaran los peligros del universo y la fragilidad de sus cuerpos humanos, todos accederían.

Para demostrar la fe que depositaba en su amante, Agamenón fue el primero en someterse a la transformación en cimek. Juno y él pasaron una última tórrida noche juntos, con el fin de almacenar recuerdos de sensaciones nerviosas que deberían perdurar durante milenios. Juno se echó hacia atrás su pelo negro como ala da cuervo, le dio un postrer beso de despedida y le condujo hasta el quirófano. Aparatos médicos electrónicos, cirujanos robot y docenas de sistemas de mantenimiento vital le esperaban.

El pensador Eklo había aportado los consejos necesarios, como instrucciones precisas para los cirujanos robot. Juno había seguido el proceso de transformación de su amante. Agamenón temía que ella se arrepintiera y renegara de sus planes, pero en cuanto el cerebro de Agamenón flotó en un electrolíquido dinámico, en cuanto activaron los mentrodos y pudo ver de nuevo mediante una galaxia de fibras ópticas, descubrió a Juno ante él admirando el contenedor cerebral.

Ella tocó la caja transparente con sus dedos. Agamenón lo veía todo, al tiempo que enfocaba y adaptaba sus nuevos sensores, entusiasmado por la posibilidad de observar todo a la vez.

Una semana después, cuando se hubo acostumbrado a sus nuevos sistemas mecánicos, Agamenón le devolvió el favor, y no perdió de vista a Juno mientras los cirujanos robot le abrían el cráneo y extraían su brillante cerebro, desechando para siempre el cuerpo frágil de Julianna Parhi…

Siglos más tarde, pero sin cuerpos biológicos, Juno y él seguían juntos sobre pedestales de cromo, conectados mediante receptores y ajustes estimuladores.

Agamenón sabía muy bien qué partes del cerebro de Juno debía pulsar para activar los centros del placer, y el tiempo de estimulación necesario. Ella respondió del mismo modo, reprodujo los recuerdos almacenados que guardaba Agamenón de cuando hacían el amor como humanos, y luego amplificó las sensaciones recuperadas, hasta asombrarle con nuevas cimas de euforia. El titán replicó con una descarga inesperada, y el cerebro de Juno se estremeció.

Durante todo el rato, los ojos espía de Omnius observaron el intercambio, como un mirón mecánico. Incluso en momentos como este, Agamenón y Juno nunca estaban solos.

Ella le complació dos veces más. Agamenón quería que parara para poder descansar, pero también anhelaba que continuara. Agamenón la correspondió, hasta el extremo de arrancar una leve vibración de los altavoces sujetos a los contenedores, una extraña música que simbolizaba su orgasmo conjunto. El placer apenas le permitía pensar.

Pero su ira continuaba alimentándose. Aunque Omnius permitía que Juno y él alcanzaran el éxtasis tantas veces como desearan, Agamenón obtendría un placer mucho mayor si podían escapar por fin del dominio de las malditas máquinas pensantes.