Todo ser humano es una máquina temporal.
Poema de campamento zensunni
A salvo en el interior de la estación de experimentos botánicos, que constituía su refugio desde hacía meses, Selim se arrebujó mientras otra feroz tormenta de arena asolaba el desierto. El clima era lo único que cambiaba en esta zona.
La tormenta duró seis días y seis noches, levantó polvo y arena, y oscureció el paisaje hasta dar la impresión de que un ocaso interminable se había posado sobre el planeta. Oyó que azotaba las paredes robustas de los edificios prefabricados.
No estaba asustado. Estaba a salvo y protegido…, aunque un poco aburrido.
Por primera vez en su vida, Selim era autosuficiente, ya no cautivo de los caprichos de los aldeanos que le daban órdenes porque era de padres desconocidos. Apenas comprendía la riqueza que se encontraba a su disposición, y aún no había empezado a descubrir los extraños objetos tecnológicos del Imperio Antiguo.
Recordó cuando su falso amigo Ebrahim y él habían explorado el desierto con otros zensunni, incluido el naib Dhartha y su joven hijo Mahmad. En una ocasión, Selim había descubierto un bulto formado por circuitos fundidos, procedentes sin la menor duda de una nave que había estallado. La arena lo había transformado en un conglomerado de diversos colores. Había querido regalarlo a Glyffa, la anciana que a veces le cuidaba, pero Ebrahim se había apoderado de los componentes fundidos para correr a enseñarlos al naib Dhartha, y preguntarle si podía quedárselos. En cambio, el naib se lo había arrebatado y tirado a una pila que amontonaban para venderla a un mercader de chatarra. Nadie había pensado en Selim…
En cualquier caso, mientras el tiempo se convertía en semanas, descubrió aspectos y dimensiones de la soledad. Día tras día, se sentaba delante de las ventanas arañadas, veía desvanecerse las tormentas, los ocasos rojizos teñidos de otros tonos. Miraba las dunas que se ondulaban hasta perderse en el horizonte. Los inmensos montículos se habían metamorfoseado en algo similar a seres vivos, pero su esencia no se había alterado.
Solo en mitad de aquella enorme extensión, parecía imposible que volviera a ver a otro ser humano, pero Budalá le enviaría una señal. Solo esperaba que fuera pronto.
Selim pasaba la mayor parte del tiempo dentro de la estación desierta, distraído con juegos individuales que había aprendido de pequeño. En el pueblo, aquellos cuyo linaje se remontaba a doce generaciones o más, incluso antes de que los zensunni llegaran a Arrakis, le habían condenado al ostracismo.
Desde muy pequeño, Selim había sido criado por diferentes zensunni, pero ninguno le había adoptado como si fuera de su familia. Siempre había sido un crío impulsivo y activo. Cualquier madre auténtica habría sido paciente con sus travesuras, pero Selim no tenía madre. En Arrakis, donde la supervivencia pendía de un hilo, pocos se preocupaban por un niño que parecía empeñado en no llegar a ningún sitio.
En una ocasión, había derramado agua sin querer (la ración de todo un día), mientras trabajaba en un almacén. Como castigo, el naib Dhartha le negó toda clase de líquidos durante dos días, e insistió en que debía aprender la lección si quería llegar a formar parte de la tribu. Pero Selim nunca había visto que se infligiera tamaño castigo a otros que habían cometido errores semejantes.
Cuando solo tenía ocho años estándar, había ido a explorar riscos y rocas, a cazar lagartos y buscar hierbas de raíces comestibles. Una tormenta de arena le había pillado por sorpresa, y obligado a buscar refugio. Selim recordaba el terror que había experimentado durante los dos días que había pasado solo. Cuando por fin había regresado a la aldea, con la esperanza de ser recibido con alegría, se dio cuenta de que nadie había reparado en su ausencia.
Por el contrario, Ebrahim, el hijo de un respetado padre de la tribu, tenía demasiados hermanos para que nadie le prestara atención. Tal vez a modo de compensación, Ebrahim se metía en muchos líos, y ponía a prueba constantemente las restricciones del naib, al tiempo que procuraba contar siempre con la compañía de Selim, por si había que echar la culpa a alguien.
Por ser un bribón indeseable, Selim nunca había conocido lo que era la verdadera camaradería. Había aceptado las manipulaciones de Ebrahim con ingenuidad, sin pensar en la posibilidad de que el otro muchacho se estuviera aprovechando de él. Selim había tardado en aprender la lección, y solo lo consiguió tras pagar el precio del exilio en el desierto, donde esperaban que muriera.
Pero había sobrevivido. Había montado a Shaitan, y Budalá le había guiado hasta este lugar escondido…
Como las largas tormentas le ponían nervioso, Selim se decidió a explorar el centro de investigaciones. Estudió las hileras de instrumentos sofisticados y registros, pero no llegó a desentrañar las complejidades de la atrasada tecnología. Conocía vagamente la función de los sistemas, pero no comprendía el funcionamiento de las máquinas instaladas por los científicos del Imperio Antiguo. Como la estación se había conservado intacta durante centenares, tal vez miles, de años, las investigaciones de un joven curioso no podrían perjudicarla…
Algunas células de energía todavía estaban activas, y consiguió conectar los sistemas, iluminar los paneles. Por fin, descubrió la forma de activar un archivo, la holograbación de un hombre alto de extrañas facciones, grandes ojos y piel clara. Los huesos de su cara eran peculiares, como si procediera de una raza humana diferente. El científico imperial vestía ropas de colores brillantes, algunas metálicas, otras de diseños inusuales. Él y otros investigadores habían sido enviados al planeta para analizar los recursos de Arrakis y averiguar si era apto para la colonización. Pero no habían encontrado nada interesante.
—Esta será nuestra última grabación —dijo el científico, en un oscuro dialecto del galach que resultó apenas comprensible para Selim. Pasó cinco veces la grabación hasta comprender por entero el mensaje—. Aunque nuestra misión aún no ha terminado, una nueva nave de transporte ha aterrizado en el espaciopuerto local. El capitán nos ha transmitido un mensaje urgente, referente a los disturbios y el caos que se han apoderado del Imperio. Una junta de tiranos se ha hecho con el control de nuestras serviles máquinas pensantes, y las ha utilizado para apoderarse del gobierno galáctico. ¡Nuestra civilización está perdida!
Detrás de él, los compañeros del científico murmuraban en voz baja, nerviosos.
—El capitán de la nave de transporte ha de partir dentro de escasos días. No podremos finalizar nuestro trabajo a tiempo, pero si no nos vamos ahora, los disturbios pueden propagarse por todo el Imperio.
Selim contempló a los investigadores, de expresión preocupada y mirada distante.
—Tal vez los líderes políticos tarden un tiempo en resolver esta disputa y restaurar la normalidad. Ninguno de nosotros desea quedar aislado en este espantoso lugar, así que nos iremos con el transporte después de desconectar todos los sistemas de nuestras estaciones experimentales. En cualquier caso, poco queda por descubrir en el desierto Arrakis, pero si alguna vez volvemos, hemos tomado medidas para que las estaciones permanezcan intactas y operativas, aunque transcurran algunos años.
Cuando la grabación terminó, Selim lanzó una risita.
—¡Han pasado más de algunos años!
Pero las imágenes de los científicos del fenecido Imperio no contestaron, con la mirada perdida en un futuro incierto. Selim tuvo ganas de compartir su deleite con alguien, pero no pudo. El desierto le retenía prisionero. Sin embargo, encontraría una forma de escapar.