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No todos los hombres son creados iguales, y esa es la raíz de los disturbios sociales.

TLALOC, La Era de los Titanes

La banda de negreros tlulaxa cayó sobre Harmonthep como un convoy fatigado, en lugar de un escuadrón militar. Tuk Keedair iba en la nave capitana, pero había permitido que el novato Ryx Hannem se encargara de pilotar y disparar. El joven Hannem, que aún no estaba acostumbrado a este tipo de operaciones, estaría ansioso por complacer a Keedair, y el veterano mercader de carne quería ver de qué estaba hecho el novato.

Keedair tenía la nariz aplastada, que se había roto dos veces en su juventud. Le gustaba el aspecto rudo que aportaba a su rostro feroz. Llevaba en la oreja derecha un pendiente de oro triangular, con un símbolo jeroglífico grabado que se negaba a traducir a nadie. Una gruesa trenza negra, veteada de gris, colgaba entre sus hombros desde la parte izquierda de su cara: un rasgo de orgullo, pues la tradición comercial exigía que un mercader de carne se cortara la trenza después de un año de pérdidas. Y la de Keedair era muy larga.

—¿Ya tenemos las coordenadas? —preguntó Hannem, y paseó sus ojos nerviosos entre el panel de control y el parabrisas de la cabina—. ¿Por dónde vamos a empezar, señor?

—Harmonthep es un planeta no aliado, muchacho, y los budislámicos no publican mapas. Buscaremos un pueblo, y luego capturaremos a sus habitantes. Nadie lleva el censo.

Hannem miró por el visor, a la busca de aldeas. Las naves de Tlulaxa sobrevolaban un continente verde anegado de agua. Ni montañas ni colinas se elevaban sobre el paisaje de lagos, pantanos y canales fluviales. Daba la impresión de que Harmonthep tenía aversión a alzar sus masas de tierra sobre el nivel del agua. Hasta los océanos eran poco profundos.

Después de unas cuantas redadas más, tal vez Keedair podría tomarse unas largas vacaciones en Tlulax, el planeta aislado de su pueblo. Era un magnífico lugar para relajarse, aunque estaba seguro de que no tardaría en sentirse inquieto de nuevo. Como proveedor de recursos humanos, Keedair no gozaba de un hogar fijo.

La industria biológica tlulaxa exigía sin cesar material de primera mano, a partir de nuevos sujetos, líneas genéticas desaprovechadas. Gracias a rodear de un impenetrable secreto sus actividades, los tlulaxa habían conseguido engañar a sus inocentes clientes de la liga. Cuando el precio era justo y grande la necesidad, los nobles se tragaban con facilidad historias de biotanques sofisticados en los que se cultivaban órganos viables. Incluso, los dedicados investigadores confiaban en modificar sus tanques de clonación con el fin de producir tales productos, pero aún no contaban con la tecnología adecuada.

Era mucho más fácil capturar humanos olvidados que vivían en planetas remotos. Nadie se enteraba de los secuestros, y se catalogaba a los cautivos según sus características genéticas.

De momento, la repentina carencia de esclavos aptos en Poritrin había cambiado el objetivo de Keedair. Mientras la plaga no fuera erradicada, era más beneficioso proporcionar cautivos vivos, cuerpos calientes que no era necesario procesar…

Cuando los negreros se acercaron a los pantanos, Keedair dio unos golpecitos sobre el mapa topográfico que aparecía en la pantalla.

—Vuela a baja altura sobre ese río ancho y síguelo. Por mi experiencia, es probable que encuentres una aldea en la confluencia de los canales navegables.

Cuando la nave descendió, distinguió grandes formas oscuras que se movían en las aguas, animales similares a serpientes que reptaban entre las cañas. Enormes flores anaranjadas brotaban en el extremo de los tallos, se abrían y cerraban como bocas carnosas. Keetair se alegró de no estar obligado a prolongar su estancia en este desagradable planeta.

—¡Veo algo, señor!

Hannem proyectó una imagen ampliada en la pantalla, y señaló un grupo de cabañas alzadas sobre postes en los pantanos.

—Estupendo, muchacho. —Keedair llamó a las otras naves—. Será como robar fruta en el jardín de un noble.

La aldea no parecía muy extensa. Las cabañas redondas estaban hechas de cañas y barro, solidificadas con una especie de cemento plástico. Entre ellas colgaban unas cuantas antenas, espejos y recolectores de viento, aunque los budislámicos utilizaban muy poca tecnología sofisticada. Dudó de poder llenar las bodegas de todas las naves con los ejemplares de esta única aldea, pero siempre era optimista. Los negocios marchaban viento en popa.

Tres naves de combate flanquearon a la nave capitana de Keedair, mientras las de carga se rezagaban. Ryx Hannem compuso una expresión inquieta cuando se acercaron al pueblo.

—¿Estáis seguro de que contamos con bastantes armas, señor? Nunca he participado en un ataque de estas características.

Keedair enarcó una ceja.

—Son zensunnis, muchacho, pacifistas hasta la médula. Cuando llegaron las máquinas pensantes, no tuvieron cojones para luchar. Dudo que nos hagamos ni un rasguño. Confía en mí, nunca verás más llanto y rechinar de dientes. Son patéticos.

Abrió el canal de comunicaciones y habló a sus hombres.

—Derribad los postes de tres cabañas y arrojadlas al agua. La gente saldrá corriendo. Después, utilizaremos aturdidores. —Su voz era serena, incluso un poco aburrida—. Tendremos mucho tiempo para capturar a los que valgan la pena. Si alguno resulta herido de gravedad, recogedlo para las reservas de órganos, pero prefiero cuerpos intactos.

Hannem le miró con aire de adoración. Keedair volvió a hablar por el canal de comunicaciones.

—Habrá beneficios para todos, y una recompensa por cada macho y hembra fértiles que capturéis ilesos.

Los pilotos prorrumpieron en vítores, y después las cuatro naves de combate se lanzaron sobre la aldea indefensa. El joven Hannem dio un respingo cuando los negreros atacaron. Cortaron los postes con rayos desintegradores, y las cabañas desvencijadas se hundieron en las aguas turbias.

—Bien… ¡Abre fuego, muchacho! —ordenó Keedair.

Hannem disparó sus armas, desintegró uno de los postes, derrumbó la pared lateral de una cabaña y prendió fuego a las cañas.

—No tanta destrucción —dijo Keedair, imponiendo algo de calma a su impaciencia—. No hace falta que aniquiles a los aldeanos. Aún no hemos podido echarles un vistazo.

Tal como había anticipado, los patéticos zensunni salieron a toda prisa de sus cabañas. Algunos portaban escalerillas y postes para subirse a las barcas atadas a sus cabañas.

Las dos naves de carga aterrizaron junto al pueblo. Se abrieron pontones para mantener a flote las naves, y rampas de carga se extendieron hasta lomas de aspecto sólido cubiertas de hierba.

Keedair indicó a Hannem que tomara tierra cerca de los grupos de gente que huía. Algunos se hundían hasta la cintura en el agua, mientras las mujeres arrastraban a los niños hasta las cañas y los jóvenes blandían lanzas, que parecían más adecuadas para pescar que para combatir.

Los primeros invasores tlulaxa ya habían salido de sus naves. Cuando Keedair pisó un montículo de hierba aplastada con el aturdidor en sus manos, sus camaradas ya estaban abriendo fuego, eligiendo sus blancos con precisión.

Los adultos sanos fueron los primeros, porque eran los que se cotizaban más en el mercado de Poritrin, y porque podían causar más problemas, si se les concedía la oportunidad.

Keedair entregó el arma a un sonriente pero intimidado Ryx Hannem.

—Será mejor que empieces a disparar, muchacho, si quieres tu parte del botín.

El pequeño Ishmael guiaba su barca por las vías fluviales, entre el laberinto de arroyos y canales. Las cañas se alzaban por encima de su cabeza, incluso cuando se ponía de pie. Las flores naranja se abrían y cerraban con un chasquido, cada vez que atrapaban a un mosquito.

Ishmael, de ocho años, hacía mucho tiempo que iba de caza solo. Su abuela materna, que le había criado tras la muerte de sus padres, le había enseñado bien. Ishmael sabía localizar escondrijos de huevos de qaraa, que ni siquiera las águilas gigantes eran capaces de descubrir.

Había encontrado una buena cantidad de hojas para preparar ensalada y capturado dos peces, de una especie que nunca había visto. Su cesta se agitaba, mientras los seres venenosos encerrados en su interior subían y bajaban por las paredes, y proyectaban diminutas patas negras por los huecos. Hoy había capturado dieciocho chinches de leche, grandes como su mano. ¡Esta noche, la familia comería bien!

Pero cuando se acercó a la aldea, Ishmael oyó gritos, además de extraños zumbidos. Descargas de estática. Remó con celeridad, pero sin descuidar la prudencia. Las cañas eran demasiado altas para que viera algo.

Cuando dobló un recodo, vio las naves de los negreros, uno de los mayores temores de su tribu y el motivo de que hubieran construido la aldea en un lugar tan aislado. Varias cabañas habían caído al agua, mientras otras ardían en llamas. ¡Imposible!

El niño quiso gritar y correr a luchar, pero su razón le aconsejó que huyera. Ishmael vio que los negreros apuntaban sus aturdidores, abatiendo a un aldeano tras otro. Algunas personas intentaban esconderse en sus viviendas, pero los atacantes se abrían paso a través de ellas.

Los zensunni no tenían cerraduras en sus puertas, ni lugares protegidos donde esconderse. Como seguidores de Budalá, eran gente pacífica. Nunca habían estallado guerras entre los pueblos de Harmonthep. Al menos, Ishmael no tenía noticia de ello.

Su corazón latía acelerado. Tal alboroto atraería a las anguilas gigantes, aunque los depredadores eran bastante perezosos a esta hora del día. Si los negreros no se llevaban a los aldeanos inconscientes caídos en el agua, las anguilas se darían un festín…

Ishmael acercó la barca a una de las naves. Vio a su prima Taina caer a causa de un disparo, y después, unos hombres de aspecto sucio cargaron su cuerpo inmóvil sobre una balsa metálica.

Ishmael no sabía qué hacer. Oyó un rugido en sus oídos: la sangre que corría en sus venas, su aliento jadeante.

Entonces, su abuelo, Weyop, avanzó hacia el centro de las cabañas y plantó cara al caos. El anciano líder portaba un delgado gong de bronce que colgaba de un palo, símbolo de su cargo de portavoz de la tribu. El abuelo de Ishmael no parecía asustado, y el niño experimentó un gran alivio al instante. Tenía fe en el hombre sabio, que siempre encontraba una forma de resolver las disputas. Weyop salvaría a los aldeanos.

Pero en el fondo de su corazón, Ishmael sentía un miedo terrible, pues sabía que la situación no se solucionaría con tanta facilidad.

Ryx Hannem demostró ser un buen elemento. Después de derribar a su primer cautivo, siguió disparando con entusiasmo. Keedair iba contando mentalmente el botín, aunque no lo sabría con seguridad hasta que los cuerpos inconscientes fueran depositados en ataúdes de éxtasis para ser transportados.

Keedair apretó las mandíbulas cuando los zensunni suplicaron y gimieron, tal vez del mismo modo que la población de Giedi Prime tras la conquista de las máquinas pensantes. Keedair tenía socios comerciales en Giedi City, pero no confiaba en verles vivos de nuevo.

No albergaba la menor compasión por aquellos bastardos zensunni.

Hannem señaló a un anciano que avanzaba imperturbable.

—¿Qué se cree que está haciendo, señor? —El viejo no cesaba de golpear un gong metálico que pendía de un palo largo. Hannem levantó su aturdidor—. ¿Lo capturamos?

Keedair negó con la cabeza.

—Demasiado viejo. No desperdicies una descarga con él.

Dos negreros avezados pensaron lo mismo. Rompieron el palo del líder y le arrojaron al agua, y luego rieron cuando maldijo en una mezcla de su jerga natal y galach, el idioma universal de los planetas humanos. El humillado anciano nadó hasta la orilla.

Los restantes aldeanos gemían y sollozaban, pero la mayoría de los jóvenes sanos ya estaban en las barcas, inconscientes. Las ancianas y los niños lloraban, pero sin efectuar el menor intento de resistencia. Keedair miró a Ryx Hannem.

De pronto, un niño salió corriendo de entre las cañas detrás de ellos. Arrojó palos contra Hannem y Keedair, chillando algo acerca de su abuelo. Keedair se agachó. Una piedra pasó rozándole la cabeza.

Entonces, el niño agarró una cesta que llevaba en su barca y la lanzó contra Hannem. El frágil mimbre se rompió y dejó en libertad a un enjambre de enormes insectos de patas delgadas, que se abalanzaron sobre el pecho y la cara de Hannem. El copiloto emitió un débil chillido mientras aplastaba a multitud de atacantes, pero siguieron trepando por sus brazos y ropa. Los cuerpos aplastados segregaban una sustancia lechosa que parecía pus.

Keedar se apoderó del aturdidor de Hannem y apuntó al niño. Cuando el niño se derrumbó, Keedair también roció a su copiloto con el rayo paralizante. No era el mejor método, pero al menos incapacitaba a los insectos venenosos, además de a Hannem. Una vez a bordo de la nave de carga, introducirían al negrero herido en un ataúd de éxtasis, junto con los nuevos cautivos. Keedair ignoraba si el muchacho viviría, o solo sufriría pesadillas durante el resto de su vida.

Gritó a los demás tlulaxa que recogieran los cuerpos inconscientes. Daba la impresión de que iban a necesitar la segunda nave de carga. No ha ido nada mal, pensó. Estudió la forma inmóvil del niño nativo. No cabía duda de que el pequeño zensunni era imprudente e impetuoso. No serviría de gran cosa para el amo que le comprara.

Pero eso no preocupaba a Keedair. Poritrin ya se encargaría del problema. Aún aturdido y sucio, el niño parecía sano y fuerte, aunque tal vez un poco joven para acompañar a los demás esclavos. Aunque solo fuera por lo irritado que se sentía, Keedair decidió incluirlo en el lote. Le había causado problemas y merecía un castigo, sobre todo si Hannem terminaba muriendo.

El anciano de la tribu se hallaba en la orilla, empapado, gritaban sutras budislámicos a los atacantes, describía los errores de sus costumbres. Había cuerpos flotando de bruces en el agua. Algunos de los desesperados aldeanos utilizaban palos para acercar los cadáveres a la orilla, sin dejar de gimotear y sollozar.

Keedair vio grandes formas sinuosas que se acercaban por los canales, atraídas por el estrépito. Una de ellas alzó la cabeza del agua y exhibió unas fauces erizadas de colmillos. Cuando vio al animal, un escalofrío recorrió la espina dorsal de Keedair. ¿Quién sabía qué otras criaturas vivían aquí?

Ansioso por alejarse de los pantanos, ordenó a sus hombres que se dieran prisa. Vio cómo cargaban a los nuevos esclavos en las naves. Tenía ganas de subir a su pulcra nave. Sin embargo, los beneficios que obtendría de la operación compensarían los inconvenientes y la incomodidad.

Una vez todo dispuesto, entró en su nave, puso en marcha los motores y alzó los estabilizadores incrustados de barro. Cuando se elevó en el cielo neblinoso, Tuk Keedair miró hacia abajo y vio que las anguilas gigantes empezaban a devorar los cadáveres.