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El hogar puede estar en cualquier sitio, porque forma parte de uno mismo.

Dicho zensunni

Incluso en pleno desierto, azotado por el viento, la suerte no abandonaba a Selim. La supervivencia se convirtió en un juego prodigioso.

Dejó tras de sí al gusano muerto y trató de encontrar una gruta o una hondonada entre las rocas, donde poder refugiarse de la tormenta inminente. Selim, muerto de sed, buscó a su alrededor señales de habitáculos humanos, aunque dudaba que ningún hombre hubiera pisado parajes tan alejados.

Desde luego, ninguno había vivido para contarlo.

Después de vagar de planeta en planeta, los zensunni habían llegado a Arrakis, donde se dispersaron y fundaron diversos poblados, muy alejados entre sí.

Durante varias generaciones, habían vivido a duras penas del desierto, pero solo muy de vez en cuando se aventuraban fuera de sus zonas protegidas, temerosos de los gusanos gigantes.

El gusano de arena había arrastrado a Selim muy lejos del espaciopuerto, muy lejos de los recursos vitales que hasta los zensunni más avezados necesitaban. Sus perspectivas de sobrevivir parecían muy limitadas.

Por ello, cuando se topó con una antigua estación de experimentos botánicos, no dio crédito a su buena suerte. Sin duda, era signo de Budalá. ¡Un milagro!

Se quedó inmóvil ante el recinto abovedado erigido por ecologistas olvidados que habían estudiado Arrakis. Tal vez científicos del Imperio Antiguo habían vivido aquí y recogido datos durante la estación de las tormentas. La tosca estructura consistía en varios edificios bajos construidos en la roca, medio ocultos por el tiempo y la arena impulsada por el viento.

Mientras la tormenta le aguijoneaba con granos de arena, Selim paseó alrededor de la estación abandonada. Vio veletas inclinadas, recolectores de viento mellados y otros instrumentos destinados a recoger datos que parecían averiados. Lo más importante, descubrió una puerta de entrada.

Selim buscó una forma de entrar con sus manos y brazos doloridos por el largo viaje a lomos del gusano. Apartó polvo y arena, en busca de una especie de mecanismo manual, pues las baterías ya habrían perecido. Necesitaba entrar en el refugio antes de que la tormenta cayera sobre él con toda su intensidad.

Selim había oído hablar de lugares semejantes. Aventureros zensunni habían encontrado y saqueado algunos. Estas estaciones autónomas habían sido construidas en Arrakis en los días de gloria de la humanidad, antes de que las máquinas pensantes tomaran el poder, antes de que los refugiados budislámicos huyeran para salvarse. Esta instalación automatizada debía contar mil años, y tal vez más. Pero en el desierto, donde el entorno no cambiaba durante milenios, el tiempo discurría a una velocidad diferente.

Selim localizó por fin el mecanismo que controlaba la puerta. Tal como temía, las células de energía habían perecido, y tan solo proporcionaron una chispa que abrió la puerta unos centímetros.

El viento aullaba. La arena levantada por el viento colgaba como niebla en el horizonte y ocultaba el sol. El polvo aguijoneaba sus orejas y cara, y Selim sabía que pronto se convertiría en una lluvia mortal.

Cada vez más desesperado, hincó el colmillo en la hendidura y lo utilizó como palanca. La abertura se ensanchó un poco, pero no lo suficiente. Surgió un chorro de aire frío del interior. Utilizó los músculos doloridos de sus brazos, apoyó los pies contra la roca para aplicar todo el peso de su cuerpo y empujó la palanca improvisada.

La puerta se abrió con un postrer gruñido de resistencia. Selim rió y tiró el colmillo curvo dentro, que chocó contra el suelo con un ruido metálico. Entró en la estación, al tiempo que oía el rugido de la tormenta cada vez más fuerte. Estaba encima de él.

Estorbado por el viento y la arena proyectada, Selim agarró el borde de la puerta y empujó con fuerza. La arena que penetraba cayó por una rejilla del suelo a un receptáculo. Tenía que darse prisa. El viento se calmó apenas un segundo, pero fue suficiente. Cerró la puerta y se encontró a salvo de la tormenta.

A salvo…, algo increíble. Rió de su buena suerte, y después rezó una oración de agradecimiento, más sincera que ninguna otra de su vida. ¿Cómo podía dudar de semejante bendición?

Selim aprovechó el rayo de luz para mirar a su alrededor. Por suerte, la estación abandonada tenía ventanas de plaz. Pese a estar arañadas y agrietadas por la larga exposición a la intemperie, permitían entrar algo de luz.

El lugar era como la cueva del tesoro. Guiado por la luz de las ventanas, encontró unas tiras luminosas que le permitieron ver mejor. Después registró cajones y cámaras de almacenaje. Gran parte de lo que quedaba no servía de nada: placas de datos ilegibles, sistemas de grabación electrónicos inutilizados, extraños instrumentos que llevaban el nombre de empresas arcaicas. No obstante, encontró cápsulas de comida bien conservadas que no se habían deteriorado, pese al tiempo transcurrido.

Abrió una cápsula y comió el contenido. Aunque los sabores eran raros, la comida le supo a gloria, y notó que su carne agotada se llenaba de energía. Otros contenedores albergaban zumos concentrados, que se le antojaron ambrosía. Pero lo más valioso de todo fue descubrir agua destilada, cientos de litrojones. Sin duda había sido recogida a lo largo de los siglos por extractores de humedad automáticos, abandonados por la expedición científica.

Constituía una riqueza personal inimaginable. Podría devolver mil veces el agua salobre que le habían acusado de robar a la tribu. Podría volver con los zensunni como un héroe. El naib Dhartha tendría que perdonarle. Pero para empezar, Selim no era culpable e ese delito.

Descansado y satisfecho, Selim juró que nunca daría a Dhartha la satisfacción de verle regresar. Ebrahim había traicionado su amistad, y el corrupto naib le había condenado falsamente. Su propio pueblo le había exiliado, convencido de que no sobreviviría.

Ahora que había descubierto una manera de vivir por sus propios medios, ¿para qué iba a volver y entregarlo todo?

El joven durmió durante dos noches seguidas. Al amanecer del segundo día, despertó y abrió más cajas y armaritos. Descubrió herramientas, cuerda, tela resistente, material de construcción. Las posibilidades le llenaron de alegría, y Selim se descubrió riendo solo en el interior de la estación botánica.

¡Estoy vivo!

La tormenta había pasado de largo mientras dormía, había arañado sin éxito las paredes del refugio como un monstruo que intentara entrar. Casi toda la arena se había desviado, de modo que había muy poca amontonada alrededor del recinto. Desde la ventana más grande de la estación, Selim contempló el océano desierto que había cruzado a lomos del gusano. Las dunas eran recientes, sin señales distintivas. Todo rastro del animal muerto había sido borrado. Solo quedaba este joven solitario.

Imaginó el largo viaje que le esperaba, y pensó que debía aguardarle una misión especial. ¿Por qué, si no, se habría tomado tantas molestias Budalá para permitir que el pobre Selim viviera?

¿Qué quieres que haga?

El exiliado miró el desierto, sonriente, y se preguntó cómo podría cruzar de nuevo aquella infinita extensión. El panorama le deparó una sensación de suprema soledad. Distinguió algunas rocas en la distancia, erosionadas por vientos eternos. Vio unas pocas plantas resistentes. Pequeños animales corrían a esconderse en sus madrigueras. Las dunas se fundían con las dunas, el desierto con el desierto.

Embelesado por sus recuerdos, con la sensación de ser invulnerable, Selim decidió lo que debería hacer, tarde o temprano. La primera vez había sido una suerte increíble, pero ahora sabía mejor cómo hacerlo.

Debía montar de nuevo en un gusano de arena. Y la próxima vez no sería por accidente.