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Es fácil aplastar a los humanos, puesto que son formas físicas frágiles. ¿Representa algún reto en especial dañarlos o lisiarlos?

ERASMO, expedientes de laboratorio no cotejados

Erasmo no se sentía satisfecho, mientras contemplaba una vez más el cielo de la Tierra mediante cientos de fibras ópticas. El robot se encontraba en un elevado campanario de su villa, tras un ventanal curvo blindado. El paisaje de este planeta, con sus océanos, bosques y ciudades construidas sobre los huesos de otras ciudades, ya había sido testigo del auge y decadencia de incontables civilizaciones. Sus logros se le antojaban mínimos y humildes comparados con la amplitud de la historia.

Por consiguiente, tendría que redoblar sus esfuerzos.

Ni Omnius ni ninguno de sus arquitectos robot comprendían la auténtica belleza. Para Erasmo, los edificios y el trazado de la ciudad reconstruida parecían componentes de ángulos agudos y bruscas discontinuidades. Una ciudad debía ser algo más que un diagrama de circuitos práctico. Sometido a su escrutinio multifásico, la metrópoli semejaba un complejo mecanismo, diseñado y construido con fuerza utilitaria. Poseía sus propias líneas armónicas y eficacia sistemática, lo cual daba como resultado una belleza casual…, pero carente de la menor delicadeza.

Era decepcionante que la supermente se negara a vivir de acuerdo con sus infinitas posibilidades. A veces, las irreales ambiciones humanas poseían cierto valor.

Omnius despreciaba, o rechazaba de manera consciente, la belleza elegante de la arquitectura humana de la Edad de Oro. Pero esa superioridad fría y petulante no era lógica. Erasmo reconocía cierta belleza en máquinas y componentes aerodinámicos. Le gustaba su piel de platino bruñida, la delicadeza de su cara reflectante con la que formaba expresiones faciales, pero consideraba absurdo preservar la fealdad con el fin de despreciar el concepto de belleza de un enemigo.

¿Cómo podía una supermente distribuida entre cientos de planetas exhibir siquiera una pizca de intolerancia? Para Erasmo, debido a su imparcial y madura comprensión, desarrollada gracias a prolongadas meditaciones, la actitud de Omnius revelaba una carencia absoluta de flexibilidad.

Emitió el sonido de un suspiro exagerado, que había copiado de los humanos, y transmitió una orden mental que proyectó imágenes bucólicas de otros planetas sobre los ventanales. Algo relajante y plácido.

Se detuvo ante un sintetizador de prendas de vestir, eligió el diseño que deseaba y esperó a que le confeccionaran la pieza. Un blusón tradicional de pintor. Cuando estuvo preparado, se lo puso sobre su cuerpo esbelto y se encaminó hacia un caballete donde ya había dispuesto un lienzo en blanco, una paleta y pinceles de la mejor calidad.

Al mover una mano, se proyectaron en la pared imágenes ampliadas de obras maestras de la pintura, cada una perteneciente a un genio diferente. Eligió Casas de Cordeville, de un antiguo artista de la Tierra, Vincent Van Gogh. Era un cuadro osado y lleno de colorido, pero tosco en su ejecución, con trazos ineptos y aplicaciones infantiles de pigmento, en el que destacaban manchurrones de pintura y gruesas pinceladas de color. No obstante, el conjunto poseía una energía salvaje, un dinamismo primitivo indefinible.

Tras un rato de intensa concentración, Erasmo pensó que había llegado a asimilar cierta comprensión de la técnica desarrollada por Van Gogh, pero no conseguía entender por qué alguien había deseado crear aquella obra.

Aunque nunca había pintado, copió el cuadro con exactitud. Pincelada a pincelada, pigmento a pigmento. Cuando hubo terminado, Erasmo examinó su obra.

—La alabanza en su estado más puro.

Un brillo gris pálido apareció en la pared más cercana. Omnius había estado observando, como siempre. Erasmo tendría que justificar sus actividades, puesto que la supermente nunca entendía qué estaba haciendo el robot independiente.

Estudió la pintura de nuevo. ¿Por qué costaba tanto comprender la creatividad? ¿Debía cambiar al azar alguno de los componentes, para luego calificar la obra de original? Cuando el robot terminó su escrutinio, satisfecho de no haber cometido errores, de no haberse desviado de las pautas que discernía en la imagen del cuadro, esperó la llamarada de comprensión que iluminaría su esfuerzo.

Poco a poco, se dio cuenta de que no había creado arte, del mismo modo que una imprenta no engendraba literatura. Se había limitado a recrear la obra hasta el último detalle. No había añadido nada nuevo. Y ardía en deseos de comprender la diferencia.

Erasmo, frustrado, se concentró en otro proyecto. Llamó con voz implacable a tres criados y les ordenó que trasladaran sus útiles de pintura a uno de los laboratorios.

—Tengo la intención de dar a luz una nueva obra de arte, absolutamente personal. Una especie de naturaleza muerta. Vosotros tres participaréis de manera muy directa en ella. Regocijaos de vuestra buena suerte.

En el ambiente esterilizado del laboratorio, con la fría colaboración de sus guardias robot personales, Erasmo procedió a viviseccionar al trío de víctimas, indiferente a sus chillidos.

—Quiero llegar al corazón del asunto —bromeó—, al meollo de la cuestión.

Estudió los órganos chorreantes con sus manos metálicas, los estrujó, vio fluir los líquidos y derrumbarse las estructuras celulares. Llevó a cabo un análisis superficial, descubrió mecanismos torpes y sistemas circulatorios ineficaces, innecesariamente complejos y proclives al deterioro.

Después, al experimentar una energía vibrante, una impulsividad, Erasmo se dispuso a pintar. ¡Una obra nueva, única en su género! Utilizaría filtros diferentes, y cometería errores a propósito para imitar mejor la imperfección y la inseguridad humanas.

Por fin, debía estar en la senda correcta.

A una orden de Erasmo, robots centinela trajeron una cuba llena de sangre humana fresca, todavía sin coagular. Empezó a extraer los órganos internos de sus víctimas, todavía calientes al tacto, e indicó a dos lacayos que rasparan el interior de los cadáveres. Mientras contemplaba la disposición de los órganos, los dejó caer uno tras otro en la sangre y vio que se agitaban en el líquido, ojos, hígados, riñones, corazones.

Analizó con detenimiento cada fase del proceso y obedeció a sus urgencias creativas. Un capricho tras otro. Erasmo añadió más ingredientes a la siniestra receta. Imitando algo que había descubierto en Van Gogh, cortó la oreja de un cadáver y la arrojó también a la cuba.

Por fin, con las manos metálicas chorreando sangre, retrocedió. Una hermosa disposición, fruto de su originalidad. No pudo pensar en ningún artista humano que hubiera trabajado en un lienzo semejante. Nadie más había hecho algo parecido a esto.

Erasmo se secó las manos y empezó a pintar en un lienzo en blanco. Dibujó en el centro uno de los tres corazones, reproduciendo con sumo detalle los ventrículos, las aurículas y la aorta. Pero no deseaba que fuera la imagen realista de una disección. Decepcionado, emborronó algunas líneas para aportar un toque artístico. El verdadero arte exigía la cantidad exacta de incertidumbre, del mismo modo que un cocinero exquisito necesitaba las especias y sabores adecuados.

De este modo debía funcionar la creatividad. Mientras pintaba, Erasmo intentó imaginar la relación cinética entre su cerebro y sus dedos mecánicos, los impulsos mentales que ponían los dedos en acción.

—¿Es eso lo que los humanos definen como arte? —preguntó Omnius desde una pantalla mural.

Por una vez, Erasmo no quiso discutir con la supermente. Omnius tenía razón al mostrarse escéptico. Erasmo no había alcanzado la verdadera creatividad. Sí, había logrado una disposición original y gráfica, pero en el arte humano, la suma de los componentes daba como resultado algo más que los componentes individuales. El simple hecho de arrancar órganos de las víctimas, sumergirlos en sangre y pintarlos no le acercaba más a la comprensión de la inspiración humana. Incluso aunque manipulara los detalles, seguía siendo un artista impreciso y carente de inspiración.

De todos modos, tal vez había avanzado un paso en la dirección correcta.

Erasmo fue incapaz de llevar este pensamiento al siguiente paso lógico, y consiguió comprender el motivo. El proceso no era racional. La creatividad y la precisión de análisis se excluían mutuamente.

El robot, frustrado, aferró el macabro cuadro entre sus poderosas manos, rompió el marco y redujo a jirones el lienzo. Tendría que mejorar, y mucho. Erasmo compuso una expresión pensativa en su rostro de polímero metálico. No había avanzando ni un milímetro en la comprensión de los humanos, pese a un siglo de investigaciones y meditaciones intensas.

Erasmo caminó con parsimonia hacia su refugio privado, un jardín botánico donde escuchaba música clásica emitida a través de las estructuras celulares de las plantas. Rapsodia en azul, un clásico de la Vieja Tierra.

En el jardín, el preocupado robot se sentó bajo el sol rojizo y sintió calor sobre su piel metálica. Era otra cosa que parecía gustar a los humanos, pero no entendía por qué. Pese a su módulo de potenciación sensorial, solo le parecía calor.

Y las máquinas recalentadas se averiaban.