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Los humanos intentaron desarrollar máquinas inteligentes como sistemas reflejos secundarios, y dejaron en manos de los sirvientes mecánicos las decisiones principales. Poco a poco, los creadores se quedaron con poca cosa que hacer. Empezaron a sentirse alienados, deshumanizados e incluso manipulados. Por fin, los humanos se convirtieron en poco más que robots incapaces de decidir, sin la menor comprensión de su existencia natural.

TLALOC, Las debilidades del Imperio

Agamenón no albergaba el menor deseo de ver a Omnius. Como ya había vivido más de mil años, el general cimek había aprendido a ser paciente.

Tan paciente como una máquina.

Después de la cita secreta en las cercanías de la enana roja, él y los demás titanes habían llegado a Corrin tras un viaje interestelar de casi dos meses. La flota robot había arribado con unos cuantos días de antelación, y entregado las imágenes de la batalla captadas por los ojos espía. La supermente ya estaba enterada de la derrota. Lo único que podía hacer Omnius era distribuir reprimendas y reproches, en especial a Agamenón, que había estado al mando.

Cuando posó su nave bajo el gigantesco sol de Corrin, el general cimek extendió su red sensora y recibió datos. Omnius le estaría esperando, como siempre después de una misión.

Tal vez la supermente ya habría aceptado el fracaso.

Una falsa esperanza, como bien sabía Agamenón. El ordenador no reaccionaba como los humanos.

Antes de salir de la nave, el titán eligió un cuerpo móvil eficaz, poco más que un carrito aerodinámico que transportaba su contenedor cerebral y los sistemas de mantenimiento vital conectados al armazón. El general se deslizó sobre las avenidas pavimentadas bajo el enorme ojo del gigante rojo. Una luz púrpura intensa bañaba las calles embaldosadas y las fachadas blancas.

Milenios antes, la estrella se había expandido, hasta alcanzar tal tamaño que sus capas exteriores habían engullido los planetas interiores del sistema. Corrin había sido un planeta helado, pero el calor imparable del gigante hinchado había hecho el planeta habitable.

Después de que la atmósfera se calentara y los mares se evaporaran, el paisaje de Corrin se convirtió en una pizarra desnuda, sobre la cual estableció el Imperio Antiguo una colonia durante sus años más jóvenes y ambiciosos. Casi todo el ecosistema había sido trasplantado de otras partes, pero incluso después de miles de años Corrin parecía un planeta inconcluso, pues carecía de muchos detalles ecológicos necesarios para un planeta que bullía de vida. A Omnius y su robot independiente, Erasmo, les gustaba el planeta, porque parecía nuevo, sin estar afligido por el peso de la historia.

Agamenón avanzó por las calles, seguido por ojos espía que le vigilaban como perros guardianes electrónicos. Gracias a los monitores y altavoces esparcidos por toda la ciudad, la supermente habría podido conversar con él en cualquier lugar de Corrin. No obstante, Omnius insistía en recibir al general cimek en un lujoso pabellón central construido por esclavos humanos. Este peregrinaje de contrición formaba parte de la penitencia de Agamenón por el fracaso de Salusa. El potente ordenador comprendía bien el concepto de dominación.

Los electrolíquidos que rodeaban su cerebro se tiñeron de azul cuando Agamenón preparó su defensa contra un riguroso interrogatorio. Su cuerpo móvil pasó bajo altas arcadas sostenidas por columnas de metal blanco. El robot Erasmo, un porfiado excéntrico, había copiado ostentosos adornos de grabaciones históricas de imperios humanos. La intención del aterrador portal era que los visitantes temblaran, aunque el titán dudaba de que Omnius se preocupara por tales cosas.

El general se detuvo en el centro de un patio en el que caía agua desde diversas fuentes mediante huecos practicados en los muros. Gorriones domesticados revoloteaban alrededor de los aleros y anidaban sobre las columnas. En el interior de jarrones de terracota, lirios escarlata estallaban en violentas explosiones de pétalos.

—He llegado, lord Omnius —anunció Agamenón por mediación del sintetizador de voz. Una mera formalidad, puesto que no habían dejado de observarle desde que saliera de la nave. Esperó.

No se veía por ninguna parte la cara reflectante de Erasmo. Omnius quería reconvenir a su general sin el curioso escrutinio del independiente e irritante robot. Aunque Erasmo se jactaba de comprender las emociones humanas, Agamenón dudaba de que el excéntrico robot demostrara la menor compasión.

La voz resonó desde una docena de altavoces fijos a las paredes, como una deidad colérica. No cabía duda de que el efecto era intencionado.

—Tú y tus cimeks habéis fracasado, general.

Agamenón ya sabía cómo se desarrollaría la discusión, al igual que Omnius. Estaba seguro de que la supermente había realizado simulacros. Sin embargo, tenía que seguirle la corriente.

—Combatimos con denuedo, pero no pudimos alcanzar la victoria, lord Omnius. Los hrethgir opusieron una resistencia encarnizada, y prefirieron sacrificar su ciudad antes que los generadores de escudo. Como ya he dicho muchas veces, los humanos salvajes son peligrosamente impredecibles.

Omnius replicó sin vacilar.

—Has insistido en repetidas veces que los cimeks son muy superiores a las sabandijas humanas, pues combinan las mejores características de la máquina y el hombre. ¿Cómo es posible, pues, que fuerais rechazados por seres tan incivilizados e inexpertos?

—En este caso, me equivoqué. Los humanos se dieron cuenta de cuál era nuestro verdadero objetivo antes de lo que yo suponía.

—Tus fuerzas no combatieron con suficiente arrojo.

—Seis neocimeks fueron destruidos. El cuerpo de gladiador del titán Jerjes fue aniquilado, y este escapó a duras penas en un módulo.

—Sí, pero el resto de tus cimeks sobrevivieron. Una simple pérdida del veintiuno por ciento no confirma tus palabras. —Los gorriones volaban por el patio, ignorantes de la tensión suscitada entre Omnius y su oficial de mayor rango—. Tendrías que haber sacrificado a todos tus cimeks con tal de destruir los escudos descodificadores.

Agamenón se alegró de no poder componer ya expresiones humanas, que la mente electrónica podría interpretar.

—Lord Omnius, los cimeks son individuos irremplazables, al contrario que tus máquinas pensantes robóticas. En mi opinión, correr el peligro de perder a tus titanes más vitales no valía la pena, a cambio de un insignificante planeta infestado de humanos salvajes.

—¿Insignificante? Antes de la misión, hiciste hincapié en la extrema importancia de Salusa Secundus para la Liga de Nobles. Afirmaste que su conquista precipitaría la debacle de la humanidad libre. Tú estabas al mando.

—Pero ¿merece la pena acabar con la liga a cambio de la destrucción de tus titanes restantes? Nosotros os creamos, establecimos los cimientos de vuestros Planetas Sincronizados. Los titanes deberían ser utilizados para algo más que carne de cañón.

Agamenón sentía curiosidad por la respuesta de la supermente a sus razonamientos. Tal vez si enviaba a los titanes a una muerte segura, Omnius podría burlar las restricciones de la programación de Barbarroja.

—Deja que reflexione sobre eso —dijo Omnius. Las pantallas de las paredes del pabellón proyectaron imágenes de la batalla de Zimia—. Los hrethgir son más listos de lo que imaginas. Comprendieron cuál era tu objetivo. Cometiste un error al suponer que tus cimeks destruirían sus defensas con facilidad.

—Erré mis cálculos —admitió Agamenón—. Los humanos cuentan con un jefe militar inteligente. Sus inesperadas decisiones les permitieron defenderse con éxito. Ahora, al menos, hemos probado sus escudos descodificadores.

Las explicaciones de Agamenón no tardaron en degenerar en una sucesión de racionalizaciones y excusas. Omnius las analizó y desechó, de manera que el titán se sintió desnudo y humillado.

En el plácido patio, las flores de brillantes colores se abrían y los pájaros cantaban. Las fuentes aportaban la banda sonora a la escena…, y Agamenón contenía su rabia. Ni siquiera su sensible cuerpo mecánico mostraba la menor agitación. Un milenio antes, él y los otros titanes habían controlado a estas malditas máquinas pensantes. Nosotros os creamos, Omnius. Un día, también os destruiremos.

Aunque el visionario Tlaloc y su grupo de rebeldes no habían tardado más de unos pocos años en conquistar el dormido Imperio Antiguo, Omnius y sus máquinas pensantes habían demostrado ser un adversario muy superior, que nunca dormía, siempre vigilante. Pero hasta las máquinas cometían errores. Agamenón solo necesitaba aprovecharse de ellos.

—¿Algo más, lord Omnius? —interrumpió. Más discusiones y excusas no servirían de nada. Las máquinas buscaban la eficacia por encima de todo.

—Tan solo mis siguientes instrucciones, Agamenón. —La voz de Omnius se movía de altavoz en altavoz, para dar la impresión de que estaba en todas partes a la vez—. Te envío a ti y a tus titanes de vuelta a la Tierra. Acompañaréis a Erasmo, que pretende continuar sus estudios con los cautivos humanos.

—Como ordenes, lord Omnius. —Si bien sorprendido, Agamenón no lo demostró. La Tierra… Un viaje muy largo—. Encontraremos otras formas de destruir a esta plaga de humanos. Los titanes solo existen para servirte.

Era una de las pocas ventajas de la faceta humana de Agamenón: aunque la supermente estaba cargada con una inmensa cantidad de datos, Omnius era incapaz de reconocer una simple mentira.