Dune es el planeta natal del gusano.
De La leyenda de Selim Montagusanos,
poesía de acampada zensunni
Durante todo un día, hasta bien entrada la noche, el monstruoso gusano de arena atravesó a toda velocidad el desierto, obligado a traspasar el límite de sus territorios.
Cuando las dos lunas se alzaron e iluminaron con su luz peculiar a Selim, este se aferró al bastón metálico, agotado. Aunque había logrado no ser devorado por el salvaje y confuso animal, no tardaría en perecer a causa del interminable viaje. Budalá le había salvado, pero ahora daba la impresión de que estaba jugando con él.
Al tiempo que hundía el oxidado bastón, el joven se había encajado en el hueco situado entre los segmentos del gusano, con la esperanza de que no quedaría sepultado vivo si el demonio se zambullía bajo las dunas. Se acurrucó contra la carne, que olía a podrido con un toque de canela. No sabía qué hacer, pero rezó y meditó, en busca de una explicación.
Tal vez sea una especie de prueba.
El gusano continuaba cruzando el desierto, como si su pequeño cerebro se hubiera resignado a no volver a encontrar paz o seguridad. La bestia deseaba sumergirse en las dunas y esconderse de aquel bribonzuelo, pero Selim movía el bastón como si fuera una palanca, ahondando en la herida.
El gusano solo podía continuar adelante. Hora tras hora. Selim tenía la garganta seca, los ojos incrustados de polvo. Ya debía de haber atravesado la mitad del desierto, y no reconocía el menor accidente geográfico en la monótona aridez. Nunca había estado tan lejos de la cueva comunal, ni él ni nadie, por lo que sabía. Aunque lograra escapar del gigantesco monstruo, estaría condenado en el implacable desierto de Arrakis por culpa de una sentencia injusta.
Estaba seguro de que su traidor amigo Ebrahim se delataría un día, y la verdad saldría a la luz. El infame violaría alguna otra norma de la tribu, y descubrirían que era un ladrón y un mentiroso. Si Selim volvía a verle algún día, retaría a Ebrahim a un duelo a muerte, y el honor se impondría.
Tal vez la tribu le aplaudiría, pues nadie, ni siquiera en los poemas más heroicos, había domado a un gusano de arena y vivido para contarlo. Tal vez las desvergonzadas jóvenes zensunni de ojos oscuros le mirarían con una sonrisa brillante. Cubierto de polvo, pero con la cabeza bien alta, se plantaría ante el severo naib Dhartha y exigiría que le readmitiera en la comunidad. ¡Haber cabalgado en un demonio del desierto y sobrevivido!
Pero, aunque Selim había conseguido sobrevivir más de lo que esperaba, el desenlace era incierto. ¿Qué iba a hacer ahora?
Bajo su cuerpo, el gusano emitía ruidos peculiares, un sonido débil que se imponía al susurro de la arena. El cansado animal se estremeció, y un temblor recorrió su cuerpo sinuoso. Selim percibió el olor a pedernal y el poderoso aroma de la especia. Hornos inducidos por la fricción ardían en la garganta del gusano, como las profundidades de Sheol.
Cuando una aurora amarillenta tiñó el cielo, el gusano dio muestras de mayor desesperación. Intentó hundirse en la arena, pero Selim no lo permitió. El monstruo golpeó una duna con la cabeza, y un chorro de arena saltó por los aires. El joven tuvo que apoyar todo su peso contra el bastón, hundiéndolo en el segmento expuesto del gusano.
—Estás tan dolorido y exhausto como yo, ¿verdad, Shaitan? —preguntó con una voz tan fina y seca como papel. Casi muerto de cansancio.
Selim no osaba soltarse. En cuanto saltara a las dunas, el gusano daría media vuelta y le devoraría. No tenía otra alternativa que seguir azuzando al animal. La odisea parecía interminable.
Cuando la luz se intensificó, distinguió una leve neblina en el horizonte, una tormenta que arrastraba granos de arena y polvo. Pero estaba muy lejos, y otras preocupaciones turbaban a Selim.
Por fin, el demonio se detuvo no lejos de un promontorio rocoso, y se negó a continuar. Con una convulsión final, su cabeza de reptil se desplomó sobre una duna, se agitó unos segundos… y quedó inmóvil.
Selim temblaba de cansancio, temeroso de que fuera un truco. Tal vez el monstruo estaba esperando a que bajara la guardia para devorarle. ¿Podía ser tan astuto un gusano? ¿Era en verdad Shaitan? ¿O le he montado hasta acabar con su vida?
Selim sacó fuerzas de flaqueza y se enderezó. Sus músculos entumecidos temblaron. Apenas podía moverse. Sintió un hormigueo cuando sus miembros recuperaron la circulación. Por fin, arrancó el bastón metálico de la piel rosada.
El gusano ni siquiera se movió.
Selim se deslizó por el lomo y empezó a correr en cuanto sus pies tocaron la arena. Sus botas levantaron pequeñas nubes de polvo cuando atravesó el paisaje ondulado. Las rocas lejanas eran como montículos de salvación negros que sobresalían de las dunas doradas.
Se negó a mirar atrás y continuó corriendo. Cada aliento era como fuego seco en su garganta. Sus oídos hormigueaban, como si anticipara el siseo de la arena, la proximidad del vengativo animal. Pero el gusano de arena seguía inmóvil.
Selim corrió medio kilómetro a toda la velocidad de sus piernas, impelido por una energía desesperada. Cuando llegó a la barrera rocosa, trepó a la cima y se derrumbó por fin. Apoyó las rodillas contra el pecho y observó al gusano.
No se movía. ¿Me estará engañando Shaitan? ¿Me está poniendo aprueba Budalá?
Selim tenía un hambre feroz.
—Si me has salvado por algún motivo —gritó al cielo—, ¿por qué no me ofreces un poco de comida?
Muerto de agotamiento, se puso a reír.
A Dios no se le exige nada.
Entonces, cayó en la cuenta de que había comida a su alcance, en cierto modo. Mientras huía hacia el refugio de roca, Selim había cruzado una gruesa capa ocre de especia, venas de melange como las que los zensunni encontraban a veces cuando se aventuraban en la arena. Recogían la sustancia, que utilizaban como aditivo alimentario y estimulante. El naib Dhartha guardaba una pequeña reserva en la cueva, y de vez en cuando destilaban con ella una potente cerveza, que los miembros de la tribu consumían en ocasiones especiales y trocaban en el espaciopuerto de Arrakis City.
Estuvo sentado a la sombra durante casi una hora, al acecho de cualquier movimiento del gusano. Nada. El calor aumentó, y el desierto se sumió en un perezoso silencio. Daba la impresión de que la tormenta lejana no se acercaba. Selim tenía la sensación de que el planeta estaba conteniendo el aliento.
Después, osado de nuevo (¡al fin y al cabo, había montado a Shaitan!), Selim bajó de las rocas y corrió hacia la mancha de melange. Lanzó una mirada temerosa al ominoso bulto del gusano.
Arañó la arena y recogió el polvillo rojo. Lo engulló, escupió unos granos de arena y experimentó de inmediato el estímulo de la especia, una cantidad excesiva para tomarla de una vez. Le aturdió, pero también le provocó una explosión de energía.
Saciado por fin, se mantuvo a una prudente distancia del gusano, los brazos en jarras. Luego, agitó las manos y gritó en el silencio absoluto:
—¡Te he derrotado, Shaitan! ¡Querías comerme, vieja oruga, pero yo te he dominado! —Movió los brazos de nuevo—. ¿Me oyes?
Pero no detectó el menor movimiento. Eufórico debido a la melange, caminó con osadía hacia el cuerpo largo y sinuoso derrumbado sobre la duna. A tan solo unos pasos de distancia, contempló la cara, la boca cavernosa erizada de púas centelleantes. Los largos colmillos semejaban pelos minúsculos en comparación con el tamaño inmenso del ser.
La tormenta de arena se acercaba, acompañada de brisas calientes. El viento levantaba granos de arena y fragmentos de roca, los arrojaba contra su rostro como dardos diminutos. Ráfagas de viento silbaban alrededor del cuerpo del gusano. Era como si el fantasma de la bestia le estuviera desafiando, le empujara hacia delante. La especia corría en las venas de Selim.
Se acercó a las fauces del gusano y escudriñó la infinita negrura de su boca. Los fuegos internos estaban apagados. No quedaba ni una brasa.
—Te he matado, vieja oruga —gritó de nuevo—. Soy el asesino de gusanos.
El gusano no respondió ni tan solo a esta provocación.
Selim contempló los colmillos similares a dagas que flanqueaban la boca maloliente, Daba la impresión de que Budalá le estaba animando a continuar, o tal vez era su propio deseo. Sin hacer caso del sentido común, Selim trepó al labio inferior del gusano y agarró el diente más cercano.
El joven exiliado lo aferró con ambas manos y sintió su dureza, un material aún más fuerte que el metal. Lo retorció y movió de un lado a otro. El cuerpo del animal era blando, como si los tejidos de la garganta se estuvieran desmoronando. Selim arrancó el colmillo con un sonoro gruñido. Era tan largo como su antebrazo, curvo, de un blanco puro. Sería un cuchillo excelente.
Retrocedió sin soltar su botín, aterrorizado por la enormidad de lo que había hecho. Un acto sin precedentes, por lo que él sabía. ¿Quién más habría corrido el riesgo, no solo de montar a Shaitan, sino de entrar en sus fauces? Un pavoroso temblor sacudió su cuerpo. No daba crédito a su proeza. Ninguna otra persona de Arrakis poseía un tesoro semejante a aquel cuchillo-diente.
Si bien los restantes colmillos cristalinos colgaban como estalactitas, a cientos, que habría podido vender en el espaciopuerto de Arrakis City (si alguna vez conseguía regresar), sintió una debilidad repentina. El efecto de la melange empezaba a desvanecerse.
Bajó a la arena. Tenía la tormenta casi encima, lo cual le recordó su entrenamiento para sobrevivir en el desierto. Debía volver a las rocas y encontrar algún refugio, o de lo contrario pronto estaría muerto sobre las dunas, víctima de los elementos.
Pero ya no creía que eso fuera a sucederle. Ahora tengo un destino, una misión de Budalá…, si consigo captar su significado.
Corrió hacia la línea de rocas, con el colmillo en las manos. El viento le empujaba hacia delante, como ansioso por alejarle de la carcasa.