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En el desierto, la línea que separa la vida de la muerte es afilada y veloz.

Poesía de acampada zensunni en Arrakis

Lejos de las máquinas pensantes y la Liga de Nobles, el desierto nunca cambiaba. Los descendientes de los zensunni huidos a Arrakis vivían en cuevas aisladas, formando comunidades que apenas lograban subsistir en el hostil entorno. Disfrutaban de escasos placeres, pero luchaban ferozmente por sobrevivir un día más.

El sol abrasaba el desierto de arena, calentaba las dunas que ondulaban como olas que rompieran en una orilla imaginaria. Algunas rocas negras sobresalían de las islas de polvo, pero no ofrecían el menor refugio del calor o los demoníacos gusanos.

Este paisaje desolado era lo último que vería. La gente había acusado al joven, que recibiría su castigo. Su inocencia carecía de importancia.

—¡Largo de aquí, Selim! —gritaron desde las cavernas—. ¡Aléjate de nosotros!

Reconoció la voz de su joven amigo (ex amigo) Ebrahim. Tal vez el otro muchacho se sentía aliviado, porque habría tenido que ser él quien afrontara el exilio y la muerte, en lugar de Selim. Pero nadie lloraría por la pérdida de un huérfano, y la versión zensunni de la justicia había expulsado a Selim.

—Que los gusanos escupan tu pellejo —dijo una voz rasposa. Era la anciana Glyffa, que en otro tiempo había sido como una madre para él—. ¡Ladrón de agua!

La tribu empezó a arrojar piedras desde las cuevas. Una piedra afilada golpeó la tela que había arrollado alrededor de su pelo oscuro para protegerse del sol. Selim se agachó, pero no les proporcionó la satisfacción de verle encogerse. Le habían despojado de casi todo, pero mientras respirara no renunciaría a su orgullo.

El naib Dhartha, el líder de la tribu, se asomó.

—La tribu ha hablado.

Afirmar su inocencia no le serviría de nada, ni tampoco excusas o explicaciones. El joven descendió por el empinado sendero sin perder el equilibrio y se inclinó para coger una piedra de bordes afilados. La sostuvo en la palma y miró a la gente.

Selim siempre había tenido habilidad para tirar piedras. Cazaba cuervos, ratones canguro o lagartos para contribuir a la olla de la comunidad. Si hubiera apuntado con cuidado, habría podido dejar sin un ojo al naib. Selim había visto a Dhartha hablar entre susurros con el padre de Ebrahim, les había visto forjar el plan para echarle las culpas a él, en lugar de al muchacho culpable. Habían preferido culpar a Selim antes que defender la verdad.

El naib Dhartha tenía las cejas oscuras y el cabello negro, ceñido en una cola de caballo que sujetaba un aro metálico. Un tatuaje geométrico púrpura de ángulos oscuros y líneas rectas se destacaba en su mejilla izquierda. Su esposa se lo había dibujado en la cara con la ayuda de una aguja de acero y el zumo de una tintaparra que los zensunni cultivaban en sus jardines. El naib miró a Selim como si le desafiara a arrojar la piedra, porque los zensunni responderían con una lluvia de piedras grandes.

Pero ese castigo le mataría con excesiva rapidez. La tribu había optado por expulsar a Selim de su cerrada comunidad. Y en Arrakis nadie sobrevivía sin ayuda. La existencia en el desierto exigía colaboración, y cada persona contribuía. Los zensunni consideraban el robo (sobre todo el robo de agua) como el peor delito imaginable.

Selim guardó la piedra. Sin hacer caso de los insultos y los vituperios, continuó su tedioso descenso hacia el desierto.

—Selim, que no tiene padre ni madre —entonó Dhartha con una voz que recordaba el aullido grave del viento enfurecido—, Selim, que fuiste aceptado como miembro de nuestra tribu, has sido considerado culpable de robar agua de la tribu. Por consiguiente, has de atravesar la arena. —Dhartha alzó la voz y gritó para que el condenado le oyera—. Que Shaitan estruje tus huesos.

Durante toda su vida, Selim no había hecho otra cosa que trabajar para los demás. Como era de padres desconocidos, la tribu se lo exigía. Nadie le ayudaba cuando estaba enfermo, salvo tal vez la anciana Glyffa. Nadie le echaba una mano. Había visto a algunos de sus compañeros saciarse con las reservas de agua familiares, incluso a Ebrahim. Y aun así, el otro muchacho, al ver medio litrojón de agua nauseabunda sin vigilancia, lo había bebido, con la vana esperanza de que nadie le viera. Qué fácil había sido para Ebrahim culpar a su amigo cuando descubrieron el robo…

Después de expulsar a Selim de las cuevas, Dhartha se había negado a darle ni una gota de agua para el viaje, porque se consideraba un despilfarro de los recursos de la tribu. Nadie esperaba que Selim sobreviviera más de un día, aunque lograra escapar de los temidos monstruos del desierto.

Masculló para sí, a sabiendas de que no podían oírle.

—Que tu boca se llene de polvo, naib Dhartha.

Selim se alejó de los riscos, mientras su pueblo le continuaba maldiciendo desde lo alto. Un guijarro casi le rozó.

Cuando llegó a la base de la muralla rocosa, que se alzaba como un escudo contra el desierto y los gusanos de arena, caminó en línea recta, con la intención de alejarse lo antes posible. El calor seco arremetía contra su cabeza. Los que le observaban se sorprenderían sin duda al ver que se alejaba de las dunas, en lugar de refugiarse en una cueva.

¿Qué puedo perder?

Selim tomó la decisión de que nunca volvería para suplicar ayuda. Caminaría entre las dunas con la cabeza bien erguida, hasta alejarse lo máximo posible. Moriría antes que mendigar el perdón a sus iguales. Ebrahim había mentido para proteger su vida, pero el naib Dhartha había cometido un crimen mucho peor a los ojos de Selim, cuando había condenado a muerte a un huérfano inocente solo porque simplificaba la política tribal.

Selim poseía notables aptitudes para sobrevivir en el desierto, pero Arrakis constituía un entorno muy duro. Durante las diversas generaciones transcurridas desde la llegada de los zensunni, nadie había regresado del exilio. El desierto los había engullido sin dejar rastro. Se aventuraba en lo desconocido con tan solo una cuerda colgada de su hombro, un cuchillo romo al cinto y un bastón afilado, un objeto que había obtenido en el depósito de chatarra del espaciopuerto de Arrakis City.

Tal vez Selim lograría llegar a la ciudad y encontrar empleo con los comerciantes extraplanetarios, bajando el cargamento de las naves que aterrizaban o colándose de polizón en una de las naves que viajaban de planeta en planeta, y que con frecuencia tardaban años en completar su periplo. Sin embargo, muy pocas naves hacían escala en Arrakis, pues el planeta estaba alejado de las rutas comerciales principales. Por otra parte, convivir con los extraños habitantes de otros planetas tal vez exigiera demasiado a Selim. Lo mejor sería habitar solo en el desierto…, si conseguía sobrevivir.

Recogió otra piedra afilada que le habían arrojado desde arriba. Cuando los contrafuertes montañosos se perdieron en la lejanía, encontró una tercera piedra que le pareció adecuada para lanzar. A la larga, se vería obligado a cazar. Podría chupar la carne húmeda de un lagarto y vivir un poco más.

Cuando se adentró en el desierto, Selim distinguió una larga península rocosa, lejos de las cavernas zensunni. Allí estaría lejos de la tribu, pero aún podría reírse de ellos cada día que sobreviviera en su exilio. Se mofaría de aquellos aldeanos y gritaría sarcasmos que el naib Dhartha no podría oír.

Selim hundió el bastón en las blandas dunas, como si azuzara a un enemigo imaginario. Dibujó en la arena un símbolo budislámico despreciativo, con una flecha que apuntaba a las viviendas de la montaña. Su desafío le deparó una satisfacción especial, aunque el viento borraría el insulto antes de que pasara un día. Ascendió una duna con paso más vivo y bajó patinando.

Empezó a canturrear una canción tradicional y aceleró el paso. La península rocosa distante rielaba a la luz de la tarde, e intentó convencerse de que su aspecto era invitador. Sus ánimos aumentaban a medida que se alejaba de sus torturadores.

Pero cuando se encontraba a un kilómetro de la roca negra, Selim notó que la arena suelta temblaba bajo sus pies. Alzó la vista, comprendió que se hallaba en peligro y vio las ondulaciones que indicaban el paso de un animal grande bajo las dunas.

Selim corrió. Resbaló y gateó pendiente arriba, procurando no caer, a sabiendas de que esta duna alta no significaría ningún obstáculo para el gusano de arena que se acercaba. La península rocosa estaba demasiado lejos, y el demonio continuaba acercándose.

Selim se obligó a parar, aunque su corazón estrujado por el pánico le animaba a continuar corriendo. Los gusanos seguían el rastro de cualquier vibración, y él había corrido como un niño aterrorizado en lugar de quedarse petrificado como la astuta liebre del desierto. El gigantesco animal ya le habría localizado a estas alturas. ¿Cuántos antes que él habían caído de rodillas para rezar una última plegaria, aterrados, antes de ser devorados? Nadie había sobrevivido a un encuentro con los monstruos del desierto.

A menos que pudiera engañarlo…, distraerlo.

Selim obligó a sus piernas y pies a adoptar una inmovilidad absoluta. Sacó la primera piedra que había cogido y la lanzó lo más lejos posible, entre las dunas. Aterrizó con un ruido sordo, y la senda ominosa del gusano se desvió apenas.

Arrojó otra piedra, y una tercera, con la intención de alejar al gusano. Selim lanzó el resto de las piedras, pero la bestia se alzó muy cerca de él.

Con las manos vacías, ya no contaba con más posibilidades de desorientar al animal.

El gusano engulló arena y piedras, en busca de un bocado de carne. La arena que pisaba Selim se desmoronó en el borde del sendero de la bestia, y comprendió que el monstruo le devoraría. Percibió un ominoso hedor a canela procedente del aliento del gusano, vio destellos de fuego en sus fauces.

Sin duda, el naib Dhartha se reiría de la suerte del joven ladrón. Selim gritó una maldición. Y en lugar de rendirse, decidió atacar.

El olor a especia se intensificaba cerca de la boca cavernosa. El joven aferró el bastón metálico y susurró una oración. Cuando el gusano se irguió desde debajo de la duna, Selim saltó sobre su lomo curvo. Levantó el bastón como si fuera una lanza y hundió la punta en la piel, que sospechaba dura y coriácea. En cambio, la punta resbaló entre dos segmentos y perforó carne blanda y sonrosada.

La bestia reaccionó como si le hubieran disparado con un cañón maula. Se elevó hacia atrás, se agitó y retorció.

Selim, sorprendido, hundió más el bastón y lo sujetó con todas sus fuerzas. Cerró los ojos, apretó los dientes y se preparó para conservar el equilibrio. Si se soltaba, todo habría acabado.

Pese a la violenta reacción del gusano, era imposible que el pequeño bastón le hubiera herido. Se trataba de un simple gesto de desafío humano, el ansia de ver una gota de sangre. En cualquier momento, el gusano se hundiría bajo la arena y arrastraría a Selim con él.

Sin embargo, el animal corrió hacia delante, erguido sobre las dunas, para que la arena no rozara el delicado tejido expuesto.

Selim, aterrorizado, se aferró al bastón, y después rió, al caer en la cuenta de que estaba montando a Shaitan. ¿Alguien había obrado alguna vez tamaña hazaña? En cualquier caso, ningún hombre había vivido para contarlo.

Selim selló un pacto entre él y Budalá: nunca sería derrotado, ni por el naib Dhartha ni por este demonio del desierto. Hizo presión sobre su lanza improvisada y abrió aún más el segmento carnoso, de modo que el gusano saltó sobre la arena, como si pudiera correr más que el molesto parásito clavado en su lomo…

El joven exiliado nunca llegó a la franja rocosa donde había pensado establecer su campamento. El gusano le arrastró hacia las profundidades del desierto, lejos de su antigua vida.