Cualquier hombre que exija más autoridad no la merece.
TERCERO XAVIER HARKONNEN,
discurso a la milicia salusana
—La flota robot acaba de atacar a nuestra guardia espacial —anunció Xavier Harkonnen desde su puesto—. El intercambio de fuego es intenso.
—¡Primero Meach! —gritó la cuarto Steff Young desde las pantallas orbitales. Xavier percibió el olor salado y metálico del sudor nervioso de Young—. Señor, un pequeño destacamento de naves mecánicas se ha separado de la flota principal robot en órbita. Configuración desconocida, pero se están preparando para un descenso atmosférico.
Señaló las imágenes e hizo hincapié en las luces brillantes que indicaban un grupo de proyectiles inactivos.
Xavier echó un vistazo a los lectores del perímetro, información en tiempo real transmitida desde los satélites defensivos situados por encima de los campos descodificadores de Tio Holtzman. En la resolución más alta vio un escuadrón de naves piramidales que se adentraban en la atmósfera, en dirección a los campos chisporroteantes.
—Se van a llevar una desagradable sorpresa —dijo Young con una sonrisa desprovista de alegría—. Ninguna máquina pensante puede sobrevivir a ese envite.
—Nuestra principal preocupación será esquivar los restos de las naves destruidas —intervino el primero Meach—. No descuidéis la vigilancia.
Pero los blindados atravesaron los campos descodificadores y siguieron avanzando. No aparecieron señales electrónicas de que hubieran penetrado en el límite.
—¿Cómo han pasado?
El quinto Wilby se secó la frente y apartó el pelo castaño de sus ojos.
—Ningún ordenador podría. —De repente, Xavier comprendió lo que estaba sucediendo—. ¡Son blindados ciegos, señor!
Young levantó la vista de sus pantallas, con la respiración entrecortada.
—Impacto en menos de un minuto, primero. La segunda oleada les pisa los talones. Cuento veintiocho proyectiles. —Meneó la cabeza—. No producen señales electrónicas.
—Rico, Powder —gritó Xavier—, trabajad con equipos de respuesta media y escuadrones de bomberos. Daos prisa. ¡Ánimo, lo hemos ensayado cientos de veces! Quiero que todos los vehículos y equipos de rescate móviles y aéreos estén preparados para intervenir antes de que la primera nave se estrelle.
—Destinad defensas a repeler a los invasores en cuanto aterricen. —El primero Meach bajó la voz y miró a sus camaradas—. Tercero Harkonnen, tome una estación de comunicaciones portátil y diríjase al punto de aterrizaje. Quiero que sea mis ojos en el escenario de los hechos. Presiento que esos blindados contienen algo desagradable.
El caos se había apoderado de las calles, bajo un cielo sembrado de nubes. Xavier, en medio de la confusión, oyó el aullido metálico de la atmósfera torturada cuando los proyectiles inactivos cayeron como balas disparadas desde el espacio.
Una lluvia de blindados piramidales golpearon el suelo. Con un estruendo ensordecedor, las cuatro primeras naves ciegas derribaron edificios, arrasaron manzanas enteras con la dispersión explosiva de la energía cinética, pero sofisticados sistemas de desplazamiento de choque protegieron el cargamento mortal que contenían.
Xavier corrió por la calle con el uniforme arrugado, el cabello sudado pegado a la cabeza. Se detuvo ante el gigantesco edificio del Parlamento. Aunque era el lugarteniente de las defensas salusanas, se encontraba en una posición insegura, pues debía dar órdenes desde tierra. No era exactamente lo que le habían enseñado en los cursos de la academia de la Armada, pero el primero Meach confiaba en su buen juicio y capacidad de actuar con independencia.
Tocó el comunicador fijo a su barbilla.
—Estoy en posición, señor.
Cinco proyectiles más se estrellaron en las afueras de la ciudad, dejando cráteres humeantes. Explosiones. Humo. Bolas de fuego.
En los puntos de impacto, los módulos inactivos se abrieron y revelaron un enorme objeto que cobraba vida dentro de cada uno. Unidades mecánicas reactivadas apartaron los restos de los escudoscarbonizados. Xavier adivinó, aterrorizado, lo que iba a ver, comprendió por qué las máquinas enemigas habían logrado atravesar los escudos descodificadores. No eran mentes electrónicas, sino…
Cimeks.
Horribles monstruosidades mecánicas surgieron de las pirámides destrozadas, impulsadas por cerebros humanos extraídos quirúrgicamente. Sistemas de movilidad cobraron vida. Piernas articuladas y armas potenciadas se pusieron en movimiento.
Los cuerpos cimek emergieron de los cráteres humeantes, gladiadores en forma de cangrejo casi tan altos como los edificios derrumbados. Sus piernas eran tan gruesas como vigas maestras, erizadas de cañones lanzallamas, lanzacohetes y surtidores de gas venenoso.
—¡Soldados cimek, primero Meach! —gritó Xavier por el comunicador—. ¡Han descubierto la forma de atravesar nuestras defensas orbitales!
A lo largo y ancho de Salusa, desde las afueras de Zimia hasta el continente más alejado, las milicias planetarias habían recibido órdenes de actuar. Ya habían despegado naves defensivas diseñadas para combatir en las capas atmosféricas inferiores (kindjals), cargadas con proyectiles capaces de atravesar cualquier blindaje.
La gente huía por las calles, presa del pánico. Algunos ciudadanos estaban paralizados a causa del terror, y se limitaban a mirar lo que ocurría a su alrededor. Xavier describió a gritos lo que estaba presenciando. Oyó la voz de Vannibal Meach.
—Cuarto Young, dé órdenes de distribuir los aparatos de respiración. Encárguese de la distribución de mascarillas filtradoras entre la población. Cualquier persona que no se halle dentro de un refugio ha de llevar un respirador.
Las mascarillas no protegían de los lanzallamas ni de las detonaciones de alta energía, pero la gente podía librarse de las nubes venenosas. Mientras se colocaba el respirador, Xavier se sintió invadido por el temor de que las precauciones de la milicia no fueran suficientes.
Los soldados cimek abandonaron sus blindados y avanzaron sobre sus monstruosos pies. Arrojaron proyectiles explosivos, que abrasaron edificios y a personas aterrorizadas. Brotaron llamas de las boquillas de sus miembros delanteros, que prendieron fuego a la ciudad de Zimia. Seguían cayendo blindados del cielo, preparados para abrirse nada más tocar tierra. Veintiocho en total.
El joven tercero vio una columna de fuego y humo que caía dando vueltas con un rugido ensordecedor, tan veloz y brillante que estuvo a punto de quemar sus retinas. El blindado se estrelló en el recinto militar situado a un kilómetro de distancia, desintegró el centro de control y el cuartel general de la milicia planetaria. La onda de choque derribó a Xavier y destruyó las ventanas de docenas de manzanas.
—¡Primero! —gritó Xavier por el comunicador—. ¡Primero Meach! ¡Centro de mando! ¡Quien sea!
Pero al ver las ruinas, supo que no iba a obtener ninguna respuesta del complejo.
Mientras recorrían las calles, los cimeks escupían un humo verdinegro, una neblina aceitosa que, al asentarse, producía una película tóxica que cubría el suelo y los edificios. Entonces, llegó el primer escuadrón de bombarderos kindjal. Lanzaron una andanada de explosivos alrededor de los soldados mecánicos, que derribó tanto a cimeks como a edificios.
Xavier jadeaba, incapaz de dar crédito a sus ojos. Llamó de nuevo al comandante, pero no obtuvo respuesta. Por fin, los centros subtácticos que rodeaban la ciudad se pusieron en contacto con él para preguntar qué había pasado y pedir que se identificara.
—Tercero Harkonnen al habla —dijo. Entonces, comprendió la enormidad de lo ocurrido. Con un supremo esfuerzo, hizo acopio de valor y serenó su voz—. Soy… soy el actual jefe de la milicia salusana.
Corrió hacia el núcleo de humo grasiento. Los civiles se desplomaban a su alrededor, presos de náuseas. Echó un vistazo a los atacantes aéreos, y ardió en deseos de detentar el mando supremo.
—Es posible destruir a los cimeks —transmitió a los pilotos kindjal. Después, tosió. La mascarilla no funcionaba bien. El pecho y la garganta le escocían como si hubiera inhalado ácido, pero siguió gritando órdenes.
Mientras el ataque continuaba, las naves de emergencia salusanas sobrevolaron la zona de batalla, y arrojaron contenedores de polvos y espuma antiincendios. Escuadrones médicos provistos de mascarillas avanzaban sin vacilar.
Indiferentes a los insignificantes esfuerzos de los humanos por defenderse, los cimek continuaban su avance, no como un ejército, sino como individuos: perros mecánicos enloquecidos que sembraban la destrucción por doquier. Un soldado mecánico flexionó sus piernas de cangrejo y desintegró dos naves de rescate que descendían, para seguir su camino a continuación con movimientos siniestros.
La vanguardia de bombarderos salusanos arrojaron proyectiles explosivos contra uno de los primeros cimeks. Dos proyectiles alcanzaron el cuerpo blindado, y el tercero hizo impacto en un edificio cercano, el cual se derrumbó, sepultando bajo los cascotes el cuerpo mecánico del invasor.
Pero después de que las llamas y el humo se despejaran, el cimek volvió a la carga. La máquina asesina se liberó de los cascotes y lanzó un contraataque contra los kindjals que llegaban del cielo.
Xavier estudiaba los movimientos de los atacantes desde lejos, para lo cual utilizaba una pantalla táctica portátil. Era preciso que descubriera el plan global de las máquinas pensantes. Daba la impresión de que los cimeks tenían un objetivo definido.
No podía vacilar o perder el tiempo lamentando la muerte de sus camaradas. No podía preguntar al primero Meach qué debía hacer. Tenía que pensar con la mente despejada y tomar decisiones instantáneas. Si conseguía descubrir el objetivo del enemigo…
La flota robótica seguía disparando en órbita sobre la guardia espacial salusana, aunque el enemigo dotado de inteligencia artificial no podía atravesar los campos Holtzman. Tal vez serían capaces de derrotar a las naves de vigilancia y bloquear la capital de la liga…, pero el primero Meach ya había llamado a los grupos de batalla periféricos, y pronto toda la potencia de fuego de la Armada opondría una seria resistencia a las naves de guerra robóticas.
Vio en la pantalla que la flota enemiga mantenía sus posiciones…, como si esperara alguna señal de las tropas de asalto cimek. Las ideas se agolparon en su mente. ¿Qué estaban haciendo?
Un trío de gladiadores mecánicos arrojó explosivos contra el ala oeste del Parlamento. La hermosa fachada se derrumbó sobre la calle como una avalancha de finales de primavera. Algunos despachos gubernamentales, ya evacuados, quedaron al descubierto.
Xavier tosió a causa del humo, forzó la vista y miró a los ojos del médico que colocaba una nueva mascarilla sobre su rostro. Los pulmones de Xavier ardían, como si los hubieran empapado de combustible al que luego hubieran prendido fuego.
—Te pondrás bien —prometió el médico en tono poco convincente, mientras ponía una inyección en el cuello de Xavier.
—Más te vale. —El tercero volvió a toser y vio manchas negras delante de sus ojos—. Ahora no tengo tiempo para morir.
Xavier se olvidó de sí mismo y sintió una profunda preocupación por Serena. Menos de una hora antes, tenía que pronunciar un discurso ante la cámara de representantes. Rezó para que estuviera a salvo.
Se puso en pie y alejó al médico con un ademán, mientras la inyección obraba efecto. Conectó su pantalla táctica portátil y solicitó una vista del cielo, tomada desde las defensas kindjal. Estudió los senderos ennegrecidos de los gráciles y titánicos cimeks en la pantalla.
¿Adónde van?
En su mente, reprodujo el camino seguido por los monstruos mecánicos desde los cráteres humeantes y las ruinas del cuartel general de la milicia.
Entonces, comprendió lo que habría tenido que ver desde el principio, y maldijo por lo bajo.
Omnius sabía que los escudos descodificadores Holtzman destruirían los circuitos gelificados de las máquinas pensantes. Por eso, el grueso de la flota robótica se mantenía alejada de la órbita salusana. Si los cimeks se apoderaban de los generadores de campo, el planeta quedaría expuesto a una invasión a gran escala.
Xavier se enfrentaba a una decisión crítica, pero ya la había tomado. Le gustara o no, ahora estaba al mando. Al aniquilar al primero Meach y la estructura de mando de la milicia, los cimeks le habían puesto al frente de la situación, siquiera de forma temporal. Y sabía lo que debía hacer.
Ordenó a la milicia salusana que retrocediera y concentrara todos sus esfuerzos en defender el objetivo más vital, dejando el resto de Zimia a merced de los cimeks. Aunque tuviera que sacrificar una parte de esta importante ciudad, debía impedir que las máquinas lograran su objetivo.
A toda costa.