EL BEBÉ DE BUTTERCUPUNA EXPLICACIÓN

Probablemente os preguntaréis por qué sólo abrevié el primer capítulo. La respuesta es sencilla: no tenía permiso para hacer más. La explicación que os ofrezco a continuación es más bien personal y lamento que tengáis que escucharla. Parte de todo esto —más que parte, mucho— me resultó doloroso cuando sucedió, y todavía me lo resulta mientras lo escribo para vosotros. Muchas veces no resuelvo bien las situaciones, pero eso no tiene remedio. Morgenstern se comportó siempre con honestidad con su público. No creo que yo deba hacer menos por vosotros…

Mis problemas empezaron hace veinticinco años, con la escena de la reunión.

¿Recordáis, en mi resumen de La princesa prometida, cuando Buttercup y Westley se habían vuelto a reunir justo antes del Pantano de Fuego, me aventuré y dije que pensaba que Morgenstern había engañado a sus lectores al no incluir una escena de reunión de los amantes, de modo que yo había escrito mi propia versión y os la podía mandar si queríais un ejemplar?

Mi último gran editor, Hiram Haydn, tuvo la sensación de que eso había sido un error, que si estás abreviando la obra de alguien no puedes, de pronto, empezar a usar tus propias palabras. Pero a mí me gustaba mucho mi escena de la reunión. De modo que, para complacerme, me dejó incluir esa nota en el libro sobre la posibilidad de mandarla a los lectores.

Nadie —y por favor, creedme—, nadie pensó que alguien pediría realmente mi versión. Pero Harcourt, el editor original en tapa dura, quedó desbordado; y más tarde Ballantine, el editor en rústica, quedó todavía más desbordado por las peticiones. Me encantó. Eso de que los editores tuvieran que gastar dinero. Mi escena de la reunión quedó destinada al mailing… pero no se llegó a mandar ni una.

Lo que sigue a continuación es la carta de explicación que redacté y que sí fue enviada a las decenas de miles de personas que habían escrito a lo largo de los años solicitando la escena.

Estimado lector:

Gracias por mandar tu solicitud y no, ésta no es la escena de la reunión, debido a una barricada llamada Kermit Shog.

Tan pronto como los libros estuvieron listos y encuadernados, recibí una llamada de mi abogado, Charley —puede que no lo recordéis, pero Charley es a quien llamé desde California para que saliera en medio de la nevada y comprara un ejemplar de La princesa prometida en una librería de segunda mano. En cualquier caso, él siempre empieza con un poco de humor talmúdico, con bromas ingeniosas, pero en esta ocasión se limitó a decirme: «Bill, creo que es mejor que vengas», e incluso antes de darme la oportunidad de preguntar por qué, añadió: «Ahora mismo, si puede ser».

Aterrorizado, salí zumbando, preguntándome quién podía haber muerto, o si los de Hacienda venían por mí. Su secretaria me dejó entrar en la oficina y Charley me dijo: «Bill, éste es Mr. Shog».

Y ahí está él, sentado en la esquina, agarrado a su cartera, con un aspecto como de Peter Lorre grasiento. Realmente esperaba que me dijera: «Dame el halcón. Hazlo o tendré que matarte».

—El señor Shog es abogado —me dice Charley.

Y entonces añade lo siguiente, subrayado:

—Representa al legado de Morgenstern.

¿Quién lo hubiera dicho? ¿Quién hubiera podido imaginar que tal cosa existía, un legado de un hombre muerto hace al menos un millón de años de quien, en cualquier caso, nadie había oído hablar aquí? «Tal vez ahora me querrá entregar el halcón», añadió Shog. No, eso no es cierto. Lo que dijo fue:

—Quizá desee hablar un momento a solas con nuestro cliente.

Y Charley hizo un gesto con la cabeza y salió del despacho, y una vez hubo acabado le dije:

—Charley, Dios mío, jamás imaginé…

Y él dijo:

—¿Y los de Harcourt?

Y yo dije:

—Nunca mencionaron nada.

Y él dijo:

—¡Uuuf! —el clásico gruñido que hacen los abogados cuando se dan cuenta de que han defendido a un perdedor.

—¿Qué quiere? —dije.

—Una reunión con el señor Jovanovich —contestó Charley.

Resultó que Kermit Shog no sólo quería una reunión con William Jovanovich, el brillante ejecutivo que dirigía la empresa. También quería enormes sumas de dinero y quería además que la versión no abreviada de La princesa prometida fuera publicada con una primera edición descomunal de 100.000 ejemplares. Y, por supuesto, la idea de que yo, pobre de mí, me dedicara a enviar la escena de la reunión a sus lectores por correo murió ese mismo día.

Pero las demandas judiciales empezaron a llover. A lo largo de los años, un total de treinta, de las cuales sólo once me afectaban a mí directamente. Fue horrible, pero lo bueno del caso es que los derechos de autor de Morgenstern caducaban en 1978. De modo que les dije a todos los lectores que solicitaban la escena de la reunión que se estaba confeccionando una lista con sus nombres y que esperaríamos a que pasara el año 1978 y entonces, voilà! Pero volví a equivocarme. He aquí parte de la siguiente nota que mandé a toda la gente que solicitaba la escena de la reunión:

Lamento de verdad todo esto, pero ya conocéis la historia que acaba con «no tenga en cuenta el último comunicado, le mandaremos otra carta». Pues bueno, olvidad el hecho de que los derechos de Morgenstern caducaban en el 78. Se trata de un error injustificable, pero el señor Shog, por el hecho de ser florinés, como es natural, tiene problemas con nuestro sistema numérico. Y los derechos caducan, en realidad, en el 87, no en el 78.

Lo peor es que está muerto. El señor Shog, quiero decir. (No me preguntéis cómo lo sé. Fue fácil. Una mañana, sencillamente, dejó de sudar y ya está.) Y lo que empeora todavía más las cosas es que todo el asunto está ahora en manos de su hijo, llamado (no os lo perdáis) Mandrake[2] Shog. Mandrake se mueve con toda la verborrea y la velocidad de una lagartija escamada paseando por la orilla de un río.

Lo único bueno que he sacado de todo este embrollo es que finalmente tuve la oportunidad de leer parte de El bebé de Buttercup. En la Universidad de Columbia opinan que, por su contenido satírico, es definitivamente superior a La princesa prometida. Personalmente, no tengo ningún lazo afectivo con el texto, pero es una gran historia, sin lugar a dudas.

Es curioso, echando la vista atrás, pero en aquellos tiempos no tenía realmente ningún interés en El bebé de Buttercup.

Por muchas razones, pero entre ellas ésta: entonces yo escribía mis propias novelas. Para darle sentido a la frase, supongo que debo deciros lo que hice con La princesa prometida. Sé que en la cubeta sólo dice «abreviada por» y es cierto, yo pasé de un «buen episodio» a otro «buen episodio». Pero, en realidad, mi trabajo fue mucho más laborioso.

La princesa prometida de Morgenstern es un manuscrito de mil páginas. Yo lo dejé en trescientas. Pero no me limité a cortar sus interludios satíricos, sino que hice constantes elisiones. Y había todo tipo de pasajes, algunos de ellos maravillosos, de los que me deshice. Por ejemplo: la terrible infancia de Westley y cómo llegó a convertirse en granjero. Otro ejemplo: cómo el rey y la reina acudieron al taumaturgo Max porque sabían que de alguna manera habían concebido un monstruo (Humperdinck) y se preguntaban si Max lo podía cambiar. El fracaso de Max es lo que motivó su despido, lo cual, a su vez, le provocó una crisis de inseguridad. (Su esposa, Valerie, se refiere a ello cuando le dice a Íñigo: «Tiene miedo de estar acabado, de que los milagros hayan abandonado esos dedos que una vez fueron majestuosos…».)

Consideré que todo esto, por emocionante y conmovedor que sea, está fuera de la trama central de la historia. Hice hincapié en el amor verdadero y el espíritu aventurero, y creo que hice bien. Y creo que los resultados lo demuestran. Morgenstern nunca tuvo un público para su libro; excepto en Florin, por supuesto. Yo lo acerqué a gentes de todo el mundo y, con la película, a una audiencia todavía más grande. Así que, obviamente, yo lo abrevié.

Lo siento, pero también le di forma. También le di vida. No sé cómo querréis llamarlo, pero sea lo que sea lo que hice, obviamente es algo.

De modo que, en aquel momento, El bebé de Buttercup no era para mí. La carga de trabajo era una cosa; hubiera significado miles de horas de trabajo. Pero eso no era nada comparado con los ataques constantes de los Shog. Una demanda tras otra terrible demanda, y cada vez tener que defenderme, hacer declaraciones juradas… lo cual, francamente, me parecía terrible, puesto que todas eran ataques a mi honestidad.

Por aquel entonces ya había tenido bastante del señor Morgenstern.

Tampoco había llegado a leer El bebé de Buttercup. Una tarde estaba casualmente en la Universidad de Columbia —entregué mis documentos a Columbia— y un chaval florinés me paró y me entregó el borrador de una traducción para que le echara una ojeada. El título entero del libro es éste: El bebé de Buttercup: El glorioso análisis del coraje hecho por S. Morgenstern, comparado con la muerte del corazón. Tenía una gran página inicial, algo realmente sorprendente, pero eso es básicamente lo que recuerdo. Entonces ya era para mí un libro más. No me había llegado a tocar el corazón. Todavía.

¿Y qué es lo que hizo cambiar las cosas?

A decir verdad, y por qué no hacerlo, durante la última docena de años mi vida ha sido, cómo podría decirlo, ¿cuál es el contrario de vertiginoso? Bueno, he escrito un montón de guiones de cine y algunos ensayos, pero no he escrito ninguna novela, y por favor, recordad que eso me resulta doloroso, porque en mi corazón eso es lo que soy: un novelista, un novelista que resulta que escribe guiones (Odio cuando a veces me encuentro a alguien y me dice: «Bueno, ¿y cuándo va a salir tu próximo libro?», y entonces yo sonrío y miento y les digo que ahora estoy en la recta final.) Y todas las películas en las que me he metido —excepto Misery— me han aportado cierta dosis de decepción.

Vivo solo aquí en Nueva York, en un hotel agradable, con servicio de habitaciones veinticuatro horas al día, y está muy bien, pero a veces tengo la sensación de que, sea lo que fuere que escribí anteriormente y que quizá fuera de cierta calidad, bueno, que esa etapa ya pasó.

Pero, para compensar lo malo, estaba siempre mi hijo, Jason.

¿Recordáis que cuando tenía diez años era ese chico fofo y sin gracia, más bien patosillo? Pues bien, esa fue su fase delgada. Helen y yo solíamos pelearnos por eso todo el tiempo.

Para cuando cumplió quince años pesaba ya casi ciento cincuenta kilos. Un día volví pronto del trabajo, anuncié mi presencia a voces y me dirigía al armario del vino cuando, de pronto, oí un sonido sobrecogedor…

… un llanto…

… que procedía de la habitación del chico. Respiré profundamente, me dirigí a su puerta, llamé. En aquella época Jason y yo no estábamos muy unidos. El apenas reconocía mi existencia, le importaban un bledo las películas que escribía, ni siquiera se le pasaba por la cabeza abrir ninguno de mis libros. Por supuesto, a mí esto me mataba, pero yo nunca lo reconocí.

—¿Jason? —dije desde el otro lado de la puerta.

El horrible llanto persistía.

—¿Qué ocurre?

—No puedes hacer nada; nadie puede hacer nada; nada puede hacer nada —y luego soltó un terrible buaaaaa…

Sabía que la última persona a la que quería ver era a mí, pero tenía que entrar.

—Prometo que no se lo contaré a nadie.

Vino a echarse en mis brazos, con las mejillas ardiendo, el rostro desfigurado.

—Oh, papá, soy feo y no tengo amigos, y las chicas se ríen de mí y se burlan de mi gordura.

Tuve que reprimir mis propias lágrimas… porque, veréis, todo aquello era verdad. Y yo estaba ahí atrapado en el momento. No sabía si quería escuchar la verdad de mí o no. Al final tuve que decirle:

—¿Y qué más da? Yo te quiero.

Me abrazó tan fuerte:

—Papi —alcanzó a decir—, papi —y era la primera bendita vez que me llamaba así, con sus lágrimas calientes mojándome la piel.

Ese fue un punto de inflexión.

Durante los últimos veinte años, nadie podría haber pedido un hijo mejor. Más que esto, Jason es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero el auténtico argumento decisivo sucedió al día siguiente.

Lo llevé a la librería Strand, en la esquina de Broadway y la calle 12, un sitio al que voy a menudo para hacer mis consultas, y estábamos a punto de entrar cuando se detuvo y señaló una foto que había en el escaparate, la cubierta de un libro de fotografías.

—¿Quién será?

—Es un culturista austríaco que está intentando hacerse una carrera como actor. Lo conocí la última vez que estuve en Los Ángeles. Quiere ser Fezzik si algún día se hace La princesa prometida. (Eso ocurría a finales de los años 1970, hace veinte. Entonces Schwarzenegger no era nadie, pero cuando La princesa prometida se rodó finalmente él ya era tan famoso que no teníamos presupuesto para pagarle.) Me gustó, era un joven muy brillante.

Jason no podía apartar la vista del retrato.

Entonces pronuncié las que creo que resultaron ser las palabras mágicas:

—Él también ha sido fofo.

Jason me miró:

—No lo creo.

Yo tampoco lo creía, pero diciéndolo no hacía ningún daño.

—Salió en la conversación —dije—. Me dijo que creía que había llegado todo lo lejos que podía en el mundo del culturismo. Lo que le llevó hasta allí fue el hecho de que de adolescente no le gustaba su aspecto.

Una cosa que juraría que no sabéis de Arnold es que era amigo de André el Gigante. (Creo que todos los fortachones se conocen.) A continuación va una historia que me contó él. La utilicé en la necrológica que escribí cuando André, por desgracia, murió.

André invitó una vez a Schwarzenegger a un combate en México en el que él luchaba ante un público de 25.000 exaltados fans. Después de noquear a su oponente, le hizo un gesto a Schwarzenegger para que subiera al ring.

De modo que, en medio de los gritos, Schwarzenegger sube. André le dice: «Quítate la camisa, están todos locos por que te quites la camisa; yo entiendo el español». Así que Schwarzenegger, avergonzado, va y hace lo que André le dice. Se quita la americana, la camisa, la camiseta y empieza a hacer poses con el torso desnudo. Y entonces André se marcha al vestuario y lo deja que vuelva a reunirse con sus amigos.

Todo había sido una broma. No sabía lo que el público estaba pidiendo a gritos, pero desde luego no era que Schwarzenegger se quedara medio desnudo y posara: «A nadie le importaba un carajo si me quitaba o no la camisa, pero caí de cuatro patas. André era capaz de hacerte ese tipo de cosas».

—¿Cuánto valdrá este libro? —dijo entonces Jason. (Seguimos frente a la librería Strand, recordadlo, y entonces no lo sabíamos, pero la tierra ya se había movido.)

¿Os sorprende saber que se lo compré?

Esto es lo que le sucedió a Jason en los dos años siguientes: bajó de 140 a 105 kilos; creció de 1,71 a 1,92 m. Siempre había sido uno de los más grandes en su clase de Dalton, pero ahora, maduro y guapo, también era un chico querido.

Esto es lo que le sucedió a Jason en los años siguientes: la universidad, la facultad de Medicina, la decisión de especializarse en Psiquiatría como su madre (excepto que Jason se ha especializado en terapia sexual).

La revista New York lo calificó como uno de los mejores de la ciudad y también conoció a su amada, Peggy Henderson, una profesional de Wall Street, y se casaron y fueron felices.

Y también tuvieron un hijo.

Y yo fui al hospital tan pronto me enteré de que había nacido:

—Se va a llamar Arnold —me dijo Peggy, con el bebé en brazos.

—Perfecto —dije. Lo cierto es que, obviamente, esperaba que me hubieran recordado también a mí, de alguna forma. Pero veía que no.

—Así es —dijo Jason—, William Arnold. —Y tomó a y Willy me lo puso entre los brazos.

Gran momento de mi vida.

Para aquellos de vosotros que todavía no habéis tirado el libro a la papelera por frustración, dejad que os explique que todo eso tiene de verdad relación con el por qué sólo se incluye el primer capítulo de El bebé de Buttercup. Y prometo contarlo tan rápido que no os lo vais a creer.

Bien. Willy el Niño. Jason y Peggy viven a tan sólo dos manzanas y yo tengo cuidado de no volverlos locos, pero es que nunca había tenido un nieto antes. Ni uno de los juguetes que vendían en Zitomes se me escapó. Ni una tos del niño me impidió pasarme la noche en vela consultando todas las enciclopedias médicas a mi alcance.

No le podía negar absolutamente nada.

Eso explica que mi comportamiento en el parque fuera tan extraño. Día fantástico de primavera, Peggy y Jason cogidos de la mano, el pequeño Willy y yo rezagados pasándonos una pelota. Incluso lo llevo algún fin de semana a ver un partido de los Knicks. (Tengo pase de temporada desde que Hubie Brown fue enviado a la Tierra para destruirme.)

—Tenemos una petición —empezó Jason.

—Adivina qué acabamos anoche —siguió Peggy—. La princesa prometida. Lo hemos leído en voz alta por turnos.

Fingiendo que no me importaba, le pregunté al chico qué le había parecido la aventura.

—Es muy buena —me contestó—, excepto el final.

—A mí tampoco me gusta mucho el final —dije—. Es culpa del señor Morgenstern.

—No, no —explicó Peggy—. No es que no le gustara el final. No le gustó el hecho de que acabara.

Pausa. Seguimos andando en silencio.

—Le hablé de la continuación, papi —dijo entonces Jason.

Peggy asintió:

—Se puso muy contento.

Y entonces mi pequeño Willy dijo las palabras:

—¿Me la leerás?

En aquel momento supe que estaba perdiendo el control de las cosas. Recuerdo exactamente cuál era mi miedo: ¿Y si esta vez no era capaz de darle vida? ¿Y si fallaba? ¿Y si nos fallaba a los dos?

—Esta es la petición, papá. Willy quiere que le leas El bebé de Buttercup. Todos queremos que lo hagas.

—Mira, es una lástima que «todos» lo queramos, ¿no? —empecé, con un tono de voz demasiado alto—, es realmente una lástima que «todos» no podamos tener siempre lo que queremos, ¿no? Será mejor que os vayáis acostumbrando a las decepciones.

Y, antes de empeorar todavía más las cosas, miré el reloj, dije que tenía que irme, me marché, llegué a casa, me quedé allí, no contesté al teléfono, me hice mandar pronto la cena del restaurante chino, me puse a beber y me quedé dormido hacia la medianoche.

Y me desperté antes del amanecer con un sueño muy real: salí a la terraza y me puse a andar arriba y abajo, intentando descifrar el sueño y, más que eso, creo, descifrar mi vida y cómo la había jodido.

Era un recuerdo de aquella segunda neumonía, y Helen me leía el guión de la película… sólo que esta vez era joven y maravillosa, también lloraba.

En la terraza supe por qué —todos somos los guionistas de nuestros propios sueños: ella era yo, lloraba por mí, por aquello en lo que me había convertido—. Y luego recordé que no estaba leyendo La princesa prometida, estaba leyendo sobre Fezzik y el loco de la montaña, el principio de El bebé de Buttercup, y me di cuenta de que había estado dos veces a punto de morir y que Morgenstern había venido a salvarme y que ahora volvía a estar ahí, salvándome de nuevo, porque yo lo sabía, ahí de pie, mirando la ciudad mientras amanecía: volvería a ser un escritor de verdad, no un simple bobo con una Underwood como todavía muchos se imaginan a los guionistas.

No creía que estuviera preparado para ir de cero a cien, para empezar una novela de la nada. No me sentía seguro como para inventármelo todo, como lo había hecho durante mis treinta años de novelista.

Dejad que os explique lo que no estaba preparado para hacer.

Imaginad a Szell, el dentista nazi de Marathón Man (interpretado por Olivier en la película, ¿y no estaba espléndido? ¿Recordáis la escena «¿es peligroso?» con los instrumentos de dentista?). Hay una calle en Manhattan, la 47, entre las avenidas Quinta y Sexta, y un día estaba yo andando por ahí, hace décadas, de camino a algún sitio, no importa, pero a esta manzana se la llama «el distrito de los diamantes». Está atiborrada de joyerías en las que venden diamantes, la mayoría regentadas por judíos, y muchos de ellos podías ver que todavía llevaban el número del campo de concentración. Aquel día pensé en la gran escena que podría rodar si pudiera poner a un nazi paseando por aquella calle.

Qué nazi, no lo sabía, pero probablemente empecé a hacer mis pequeñas indagaciones, leyendo y preguntando, y finalmente di con el más brillante de todos, Mengele: el doble doctor, por médico y por haberse doctorado, que entonces se suponía que vivía en la Argentina; el tipo que hizo los experimentos con gemelos.

Bien, perfecto, tengo al tipo; pero, ¿iba él a arriesgarlo todo para venir a la calle 47? Hasta ahí sí lo sabía: no lo haría para asistir a una fiesta de graduación. El hombre más buscado del planeta precisaba una razón indiscutible.

Pasan los años, con Mengele siempre en un rinconcito de mi cabeza, y poco a poco Babe empieza a aparecer, el marathón man del título. Y entonces se me hizo la luz: leí sobre un cirujano que había inventado un nuevo tipo de operación de corazón en algún lugar, tal vez en Cleveland, pero yo lo podría poner en Nueva York.

Sííí. Mengele vino a América, a Nueva York, porque tenía que hacerlo, para salvar su vida.

Fantástico.

Me paso un momento volando porque ya he solucionado mi problema más difícil y entonces me ilumino: ¡tonto! ¿Qué clase de villano sería, tan débil que necesita operarse del corazón? Dios mío, si alguien le persiguiera podría caerse por el esfuerzo.

Obviamente, un par de años más tarde me inventé algunas cosas, y escribí el libro y la película, y la escena que sigue funcionando mejor de todas, además de la escena del dentista, es la de Szell paseándose entre los judíos.

Aquella mañana en la terraza sabía que no estaba listo para embarcarme en aquel tipo de viaje. Pero esta elaboración de El bebé de Buttercup era un paso intermedio perfecto para mí. Darle vida como lo hice con La princesa prometida me daría la confianza para finalmente volver a lo que había sido en el pasado.

Así que escribiría el resumen de la continuación y luego mi propia novela y entonces proseguiría mi camino hacia el maldito anochecer, gracias por todo. Una vez iniciado el horario laboral llamé a Charley (que seguía siendo mi abogado) y le dije que quería más que nada en el mundo resumir la secuela y si pensaba que había alguna manera de que los herederos de Morgenstern pusieran punto y final a las hostilidades.

Me dio la respuesta más asombrosa:

—Precisamente se han puesto en contacto conmigo hoy. Los Shog. La hija de Kermit. Es una joven abogada que trabaja para el bufete; parecía agradable e inteligente, y según sus propias palabras, «queremos firmar la paz con su señor Goldman».

Tennesse lo dijo mejor: «A veces Dios aparece tan rápido».

Me encontré con Karloff Shog a la mañana siguiente para desayunar en el salón del Hotel Carlyle, el más bonito de Nueva York.

Charley lo arregló y decidió no estar presente. Su presencia no hacía falta: esta reunión era una primera toma de contacto en que ambos pondríamos a prueba nuestro encanto y veríamos si podíamos entendernos.

De modo que me senté a esperar que apareciera. Con un nombre como Karloff Shog, me imaginé que bigote era lo mínimo que tendría, por no imaginarme sus sobacos. (Por si no lo sabíais —y no lo sabéis; nadie sabe cosas como ésa— Karloff es el nombre de chica más popular en Florin. Haced con esto lo que os plazca.)

Y de pronto aparece ese sueño de mujer: entre treinta y cuarenta años, vestida para matar, melena larga y rubia, maravillosa. Viene directa hacia mí y me ofrece la mano:

—Hola, soy Carly Shog, es un placer conocerlo. Es usted igual que en las fotos de sus libros, sólo que, si me permite decirlo, más joven.

—Puede usted repetirlo tan alto y tantas veces como quiera.

Tengo tendencia a la lengua ágil cuando dulzuras como esta me rodean, de modo que esto me salió bastante rápido. Lo más surrealista fue que, en aquel momento, cuando llevábamos sólo diez segundos juntos, pensé que me quería. Querer en el sentido de «desear». Y si me conocéis sólo un poquito, sabréis que yo casi siempre pienso que nadie me quiere. No en el sentido de desearme, al menos.

—¿Qué la trae a Estados Unidos?

—Tenemos muchos asuntos legales aquí en estos momentos. Acabo de instalarme. —Ahora una pausa.

—Gracias a Dios.

Ella me miró:

—Se nota que no ha estado usted nunca en Florin.

Le dije que no.

—Es un lugar un poco endogámico. Quiero decir que, en Florin, si te casas con tu primo hermano, todo el mundo piensa que haces bien.

Otra pausa.

—Intentaba ser ocurrente. Disculpe.

Desde que Helen me dejó hace una década he salido con algunas mujeres estupendas. Pero ésta, esta abogada de ojos azules, con cuerpo y con cabeza, en cualquier caso, era especial. Entonces se acercó un poco y me tomó la mano.

Dejadme insistir en este detalle: ella tomó mi mano.

Y me miró a los ojos y dijo:

—Me alegro tanto de que nuestros problemas legales hayan terminado.

—Ha sido terrible —asentí—. Sólo había sido demandado una vez en toda mi vida (era cierto), y lo hizo un actor, de modo que, en realidad, no cuenta.

¿Debo deciros que su risa sonaba como las campanillas? Entonces, tan sólo para mejorar lo que ya tenía a su favor, me soltó esto:

—No me va a creer, pero he leído todas sus novelas. Incluso la de Harry Longbaugh. (No es manera de tratar a una dama fue publicada por primera vez con un seudónimo, Harry Longbaugh, el nombre real de Sundance Kid.)

A estas alturas del desayuno estaba ya tan enamorado de ella que la situación era ridícula:

—Las demandas que pusieron sus abogados, ¿van a retirarlas?

—Por supuesto. Las trece. Eso es lo que vamos a hacer por usted, y todo lo que queremos a cambio es su buena voluntad.

—¿Buena voluntad?

(Si llego a llevar una alianza en el bolsillo, se la hubiera puesto en aquel mismo instante.)

—Sí, es importante que El bebé de Buttercup sea publicado. Aquí en América.

Le hice un gesto al camarero y nos puso más café. Nos distrajimos un momento con la sacarina y la leche descremada y todas estas delicias que nos metemos hoy día en el estómago. Bebimos en silencio. Y nos miramos. Y entonces dije una tontería:

—¿Qué edad tienes, Carly?

—¿Qué edad quieres que tenga? Lo sé todo sobre ti. Sé que naciste en el hospital Michael Reese de Chicago, el 12 de agosto de 1931. ¿No es cierto?

Asentí con la cabeza.

Entonces abrió su bolso:

—Todo lo que has de saber es esto, Bill. Rompí con mi novio y me marché de Florin City. Y él tenía cincuenta y cinco años. Tengo una debilidad por los… —y aquí hizo una pausa y sonrió con tanta dulzura—, por los hombres maduros y vigorosos.

Marco Antonio no fue nunca tan hiriente.

Buscó en su bolso y me acercó un papel:

—Esto es sólo papeleo legal. Pídele a tu abogado que le eche una ojeada, luego fírmalo y mándamelo.

—¿Qué es?

—Se llama hacer las paces. Nosotros accedemos a retirar todas las demandas. Tú admites que no te hemos causado ningún perjuicio y nos deseas lo mejor en todos nuestros proyectos futuros.

—Haré mucho más que desearos lo mejor. Voy a matarme haciendo el guión de El bebé de Buttercup.

—Por supuesto que lo harías —dijo ella entonces, ¿y saben cuál es la frase más importante de los últimos treinta años para la cultura mundial? Peter Benchley se la inventó mientras paseaba por la playa, y las palabras fueron éstas: «¿Y si el tiburón quiere defender su territorio?». Porque de aquí salió la novela Tiburón, luego la película Tiburón, y desde entonces ya nada ha vuelto a ser lo mismo.

Bueno, la siguiente frase de Carly Shog no fue tan importante excepto, por supuesto, para mí. Antes de que la dijera le pregunté:

—¿Por qué has dicho «por supuesto que lo harías»? Querías decir «por supuesto que lo harás». Voy a hacer El bebé de Buttercup.

Ese momento, mientras esperaba que ella hablara, mirando a aquella estupenda dama, a sus ojos azul claro, recuerdo que pensé que algo raro estaba ocurriendo, incluso algo malo. Pero ni en la pesadilla más paranoica me podía haber imaginado lo que declaró a continuación:

—Stephen King va a hacer el resumen.

He aquí lo que no le dije: «¿Dónde está la gracia?». Ni tampoco: «Me acabas de matar». Ni: «Se va a reír en tu cara». ¿O qué tal «bruja de mierda»? Mientras yo me mantenía ocupado imaginando mi respuesta, Carly siguió hablando habilidosamente:

—He aquí lo que nosotros ganamos cuando nos firmes la carta: seguridad. Mira, no te puedes comparar a King en cuanto a ventas, nadie puede, no tenemos por qué entrar en esto. Pero hay mucha gente que te relaciona con Morgenstern a causa de la película, y lo que no queremos es que la gente se pregunte por qué decidiste no hacer la secuela. La buena voluntad es importante, y no nos podemos arriesgar a que vayas por ahí diciendo que te traicionamos. He redactado esto. Creo que puedes aceptarlo.

He aquí lo que puso: «Estoy tan contento de que Stephen King se incorpore a nuestro proyecto. Francamente, estoy cansado de todo el tema Morgenstern, de modo que les deseo a todos lo mejor. Y no sé cómo se sienten, pero yo tengo muchas ganas de leer El bebé de Buttercup».

La miré un instante antes de hablar. Ahora me parecía como Bela Lugosi.

—No va a hacerlo. Stephen King. Lo conozco un poco y no hay ningún motivo en el mundo que le pueda arrastrar a hacer algo así.

—Stephen no tiene la sensación de «ser arrastrado» a hacer nada. Está realmente contento. Hablo cada día con él. Y seguiré haciéndolo hasta que haya acabado todo.

—No te creo. No sé qué estás buscando, pero búscate otro comprador.

Y con estas palabras me levanté.

—No siempre se llamó King —dijo entonces Carly—. Tiene ancestros que vivieron en Florin City hace muchos años. Todavía vuelve a pasar el verano.

Volví a sentarme.

—¿Sabe algo de mí?

—Bill, claro que sí. Y le dije exactamente lo que decía el acuerdo de paz: que estás agotado. Es bastante fácil de creer. Dios mío, no has vuelto a escribir una novela en más de una década.

Ahora se parecía muchísimo a la Leatherface de La matanza de Texas.

—Te veré en los tribunales —le dije, mientras dejaba dinero sobre la mesa y me disponía a salir. Una frase bien vacía y tonta. Ella podía seguir presionándome con las demandas. Sin duda, tenía todas las cartas.

Todas menos una.

Al final de la mañana siguiente me encontraba sentado en el aeropuerto de Bangor, en Maine. Conocía a King básicamente de Misery, un guión que escribí a partir de una de sus mejores novelas, y una de sus favoritas. Había venido a Bangor sólo un par de veces, los típicos viajes para documentarte, charlar con él, hacerle un par de preguntas que pensé que era mejor que me contestara en persona que por teléfono. Tuvimos otro encuentro con él una vez hecha la película, cuando Rob Reiner, el director, y yo nos paseábamos por el vestíbulo del cine mientras duraba el pase, esperando que le estuviera gustando. Para nosotros, gustarle significaba mucho. La carrera de Rob despegó realmente con Stand by Me, otra obra de King (basada en su novela The Body).

Tan pronto como le vimos salir de la sala pudimos ver que estaba encantado con lo que habíamos hecho con su bebé. Le gustaba especialmente Kathy Bates. (No era el único. Ganó el Oscar a la Mejor Actriz.) Es curioso, pero lo que recuerdo todavía mejor son los momentos inmediatamente anteriores a que empezara el pase, cuando nos dejó para ir a sentarse en su butaca: su expresión era tan esperanzada. Como la de un niño. Se lo comenté a Rob y me dijo: «Creo que es tan vulnerable ahora como cuando empezó; así es como ha conseguido seguir siendo Stephen King».

No creo que nadie se dé cuenta del fenómeno que es. No se trata sólo de los cientos de millones de libros vendidos, sino que se haya mantenido como el número uno mundial durante tanto tiempo: Carrie salió en 1974… lleva un cuarto de siglo siendo el que está más cerca del fuego.

Ahora le veía acercarse a través de la ventana. Vaqueros, camisa de leñador, arrastrando los pies. King es mucho más grande de lo que te imaginas. Y asombrosamente modesto.

Nos sentamos en un rincón alejado de la sala de espera. Yo llevaba sin comer desde el legendario almuerzo del día anterior con el Diablo de Florin. Y me había pasado media noche en vela preparándolo todo, pensando en cómo plantear las cosas racionalmente, de novelista a novelista, de narrador a narrador, y tal como lo imaginaba en mi cabeza, yo no iba ni por la mitad cuando él me respondía: «Bill, esa bruja me mintió, me dijo que tú no querías hacerlo. Yo sólo dije que me iba a incorporar a su equipo porque habló con un puñado de parientes que todavía tengo allí y me presionaron, pero me sentí arrastrado hacia el maldito proyecto desde el principio».

El silencio continuó. King me miraba. Esperando. Yo sabía que le estaba poniendo nervioso, ahí sentado, pero no sabía cómo empezar. Lo único que sabía era que no quería que se sintiera incómodo. Ni, lo que hubiera sido peor, sentirme yo humillado.

Finalmente me preguntó:

—¿Cómo está Kathy? Me gustó mucho en Titanic.

Te está ayudando a empezar, me dije a mí mismo. Háblale de Kathy Bates. Tienes una estupenda anécdota de Kathy Bates; cuéntasela.

—No la veo muy a menudo, pero ¿te he contado cómo consiguió el papel de Misery? Es una historia divertida.

King sacudió la cabeza.

—Escribí el papel para ella. La había visto en el teatro durante años; es una de las mejores actrices, pero nunca había tenido su gran oportunidad en el cine, y antes de empezar estuve hablando con Rob y le dije: «Voy a escribir este papel para Kathy Bates». Y Rob me dijo: «Ah, qué bien. Es magnífica. La contrataremos».

—¿Y luego? —preguntó King.

—La cosa quedó así. El papel femenino más buscado de aquel año y fue a esta desconocida. Me encantó participar en esto; cambiar una vida.

—Buena anécdota, es cierto —dijo King, intentando parecer entusiasmado. Pero yo sabía que no lo decía de corazón.

—¡No! —dije, demasiado alto, pero es que no estaba en mi mejor momento, como los lectores de estas páginas ya habrán advertido—. No —repetí, en un tono más dialogante—, ésa no era la anécdota. Ahí va mi gran anécdota.

King esperó.

—Bueno. Así que Rob la cita. Están ellos dos solos en la sala y Kathy nunca ha estado cerca de hacer un papel protagonista en una película, y Rob se limita a soltárselo: «El papel es tuyo». Kathy se queda en silencio un momento antes de decir: «El papel. Es mío». Rob asiente, le repite la noticia. «Todo tuyo». Se hace una nueva pausa hasta que Kathy sale con esto: «El papel de Annie. Annie Wilkes. ¿Ese papel?». Rob vuelve a asentir. «Annie Wilkes; el papel protagonista». Y ahora un poco más rápido, Kathy dice: «Y es para mí y ya está todo organizado y decidido». «Todo organizado y decidido», dice Rob. Ahora ella se inclina un poco hacia delante: «Déjame que me aclare del todo: ¿voy a interpretar a Annie Wilkes, el papel protagonista, en Misery?». «Eso es», contesta Reiner. Y Kathy continúa: «Está hecho y decidido. Quiero decir que, definitivamente, ¿seré yo quien interprete a Annie, y ya está organizado, no hay ningún error ni nada?». Y Rob le dice: «Está tan decidido que ni tú te lo creerías». Y entonces se hace un momento de silencio en la sala. Y entonces ella suelta: «¿Se lo puedo contar ya a mi madre?».

A King le encantó. (A mí también. Es una de mis historias dulces de Hollywood favoritas de todos los tiempos.) Se rió y luego sonrió y me miró con curiosidad, y yo levanté la mano derecha y dije: «Todo cierto, palabra de honor», y finalmente me pude sentir relajado. Ahora me sentía capaz de hacerlo, de hablar con él, de convencerle de que no hiciera la secuela porque, al fin y al cabo, yo había hecho La princesa prometida y, hasta en este planeta, la justicia era a veces justa, y él dijo: «Me gustó mucho la película». Y yo dije: «A mí también, y no sólo Kathy; ¿qué te pareció Jimmy Caan?». Entonces él dijo: «Quise decir La princesa prometida».

—Gracias. A mí también —y estaba a punto de continuar cuando me di cuenta de algo. Algo terrible. No había mencionado la novela, sólo la película. Pero, Dios mío, tenía que haberle gustado: simplemente me estaba volviendo un poco paranoico.

—Ojalá pudiera decir lo mismo de la novela —afirmó, y pude percibir cómo le dolía decirlo.

El narrador más popular del siglo te dice que como narrador dejas mucho que desear. Me gustaría poder contar que me enfrenté a la situación con madurez, pero, por desgracia, lo que dije, como un auténtico gilipollas, fue:

—¿Ah, sí? Pues a mucha gente le encantó, gracias.

De pronto se inclinó hacia mí:

—Bill, la manera en que le pillaste el estilo es correcta, pero el hecho es que no me gusta mucho lo que hiciste a la hora de resumir. Por ejemplo, en el capítulo 4: cortaste setenta páginas sobre la formación de Buttercup. ¿Cómo pudiste hacerlo? Había cosas maravillosas en aquel fragmento. Deberías haber estado en la Royalty School. Es uno de los edificios más magníficos de los que quedan en toda Europa. El currículum de Buttercup es asombroso. ¿Cómo pudiste eliminarlo?

—Yo estaba interesado principalmente en la historia, ya sabes, el argumento.

Y entonces fue cuando se lo dije:

—Nunca he estado allí. En Florin. ¿Qué importancia tiene haber estado o no?

—¿Me preguntas qué importancia tiene? Viniste hasta aquí tan sólo para comprobar detalles de la adaptación de un guión.

En aquel momento no dije nada porque presentía que se avecinaba una terrible tormenta y sabía que me podía derribar.

—Por eso quiero encargarme de El bebé de Buttercup —dijo—. Para que ahora se hagan las cosas bien.

Era hombre muerto. Me levanté, le di las gracias por el tiempo que me había dedicado y me dispuse a marcharme, destrozado.

—Lo lamento de veras —dijo.

Esbocé una sonrisa. No era lo que más fácil me resultaba en aquel momento, pero King me caía bien y no quería que precisamente él me viera hundido.

Entonces me llamó:

—Bill… espera. Se me acaba de ocurrir una idea. Escucha: yo haré el resumen, y tú puedes hacer el guión de la película. Pactaré que sea una cláusula de mi contrato.

King estaba tratando de ayudarme, eso lo comprendí, pero allí mismo, en el aeropuerto, me puse a contarle que mi padre me leía y que luego a Jason no le gustaba, y que luego yo me di cuenta de que mi padre me había estado leyendo sólo las partes buenas y que ahora Jason era yo y que tenía un hijo, Willy, ese chaval estupendo que llevaba mi nombre, y que Willy ahora quería que yo le leyera, y que nada de este tema de los resúmenes hubiera existido si no hubiera sido por mí, y le pregunté qué haría él si algún día lo acababa perdiendo, su poder, el poder de la narración, como yo había perdido el mío, y si le gustaría pasarse el resto de su vida escribiendo papeles perfectos para gente perfectamente horrible que resultaban ser la estrella de cine de la semana en curso, con todo ese poder…

… y me sentí lo que menos quería sentirme en el mundo, humillado, de modo que lo dejé allí, esforzándome por no salir corriendo por la puerta, por desaparecer…

El avión de regreso a Nueva York despegaba al cabo de tres horas, de modo que tomé un taxi, me escondí en Bangor hasta la hora del vuelo, y luego tomé otro taxi hasta el aeropuerto.

Retraso. Problemas climáticos.

Me senté en un banco del aeropuerto, me recliné y cerré los ojos hasta que oí a King preguntándome:

—¿Tuviste que venir hasta Maine para sufrir una crisis nerviosa? —Estaba sentado a mi lado—. Dijiste algo muy cierto, y he pensado mucho en ello: todo ese asunto de los resúmenes no hubiera empezado si no hubiera sido porque tu padre se dedicó a saltarse pasajes. Así que, de algún modo, tienes toda la razón; es tu hijo, tú lo creaste.

Pausa.

Entonces lo dijo.

—Prueba con el primer capítulo.

Podía deducir por mi expresión que yo no entendía del todo lo que me estaba diciendo. Creo que tuve la misma reacción que Kathy cuando Rob hablaba con ella.

—Mira, estamos en el veinticinco aniversario de La princesa prometida, ¿no? De tu versión. —Así era—. Probablemente tu editor querrá hacer algo, quizá reeditarlo en tapa dura.

Yo asentí. Ya habíamos hablado de eso.

—Bueno, pues resume el primer capítulo de El bebé de Buttercup. Inclúyelo si quieres. Probablemente deberás redactar una introducción al capítulo, explicando por qué no vas a hacer todo el libro. Yo llamaré a los Shog. Les comunicaré mi decisión. No les va a gustar pero la aceptarán. Llevan años queriendo hacer negocios conmigo. Los derechos florineses de mi obra caducan en un par de años.

Entonces vaciló un momento, y me pregunté si estaría cambiando de opinión. Me limité a esperar, cruzando los dedos. Entonces sacudió la cabeza y puso una expresión que bien podía significar «¿No es una locura lo que estoy haciendo?», pero luego pronunció estas maravillosas palabras:

—Bill, espero que esta vez te esfuerces de verdad.

—¡Me voy a documentar como nunca! —le dije. (Y sabe Dios que lo hice.)— ¿Pero qué pasa una vez haya escrito el capítulo?

—Vayamos paso a paso —respondió—. Tú escríbelo; luego yo lo leeré, los lectores de Morgenstern lo leerán. Les mandaré un puñado de copias a todos mis primos de Florin, a ver lo que opinan. —Se levantó, me miró—. Creo que lo más importante es en realidad Morgenstern. Él era un maestro y estaría bien complacerle, ¿no lo crees?

—Eso sería lo mejor de todo —dije, palabra de honor.

Nos dimos un apretón de manos, nos despedimos, se dispuso a marcharse, se volvió a mirarme otra vez.

—¿No has leído El bebé de Buttercup, verdad?

—Todavía no.

—Es una historia bastante sorprendente.

—¿Qué quieres decir? ¿Que ni siquiera yo sería capaz de estropearla?

—Exacto —dijo Stephen King, y sonrió…

Partí rumbo a Florin de inmediato. (Aunque no llegué a Florin de inmediato, por supuesto. Los magos de la programación de los vuelos de Florin Air se ocuparon de ello. Tomé el vuelo nocturno de Air France con destino Bruselas, donde puedes conectar con InterItalia, que te deja en Guilder, y luego otro breve vuelo hasta llegar a Florin City.) Llevaba una lista de sitios que debía visitar. La Royalty School, por supuesto, ya que King había hecho tanto énfasis en ella; los Acantilados de la Locura —llamé previamente para concertar una visita; el lugar está hoy día locamente atiborrado de visitantes—; el bosque donde tuvo lugar la batalla de los Árboles, una y otra vez. King me había facilitado una lista de amigos y expertos que pensaba que me podían resultar útiles. Uno de sus fantásticos primos regentaba el mejor restaurante de Florin, una bendición, porque Florin, como bien debéis saber, es la capital de los tubérculos de Europa, un mérito de sus agricultores, pero la rutabaga es su plato nacional y puedes acabar aborreciéndola muy rápidamente a menos que tengas cerca un cocinero experimentado.

Los primeros días me resultaba extraño mirar los lugares reales que de niño pensé que eran imaginarios. Me preocupaba que pudieran no estar a la altura de mis fantasías. (Algunos no lo estuvieron; la mayoría sí.)

Pude ver el Barrio de los Ladrones, donde Fezzik se reunió con Íñigo, y la estancia en la que Íñigo mató finalmente al conde Rugen está en el tour del castillo. La granja de Buttercup ha sido conservada bastante intacta, pero qué os puedo decir… ¡es una granja! Y por supuesto, el Pantano de Fuego es todavía tan mortal como siempre, no se permite la entrada de nadie, pero sí vi el lugar no muy lejos de ahí en el que los estudiosos locales creen que Buttercup y Westley se sujetaron el uno a otro después de que ella lo empujara por el barranco. (Es donde tuvo lugar la escena de la reunión y, os lo prometo, fue una sensación extraña, estar yo allí, mirando aquel trozo de suelo.)

Todavía no es posible llegar en barco a la isla del Único Árbol por la corriente que la rodea, de modo que alquilé un helicóptero y me paseé. (El Único Árbol es donde fueron a recuperar sus fuerzas. Es donde Buttercup y Westley hicieron el amor por primera vez, y donde nació la pobre Waverly. Probablemente no debería llamarla «pobre Waverly: vivió feliz durante un tiempo, tuvo unos padres que la amaban, al mejor espadachín como guardaespaldas y al hombre más fuerte del mundo como canguro. No se puede pedir mucho más.

Pero, por supuesto, todo cambió con el secuestro; pero ahora es mejor que me calle, antes de que empiece a contaros demasiadas cosas de la historia…