Cuando el pánico estaba ya en marcha, Yellin se dio cuenta de que casi no le quedaba ninguna posibilidad de recuperar con rapidez el control de las cosas. Además, el gigante se encontraba terriblemente cerca, y el rugido de «No habrá supervivientes» dificultaba muchísimo todo tipo de reflexión sólida. Pero, por suerte, tuvo el buen tino de coger la única llave del castillo y de ocultarla en su persona.
También por suerte, Westley tuvo el buen tino de prever tal comportamiento.
—Entregadme la llave —le ordenó Westley a Yellin, una vez que Íñigo con su espada presionó firmemente la nuez de Adán de Yellin.
—No tengo ninguna llave —repuso Yellin—. Lo juro sobre la tumba de mis padres; que el alma de mi madre arda eternamente en el infierno si miento.
—Arráncale los brazos —le ordenó Westley a Fezzik, quien ya comenzaba a quemarse un poco porque el uso de la capa del holocausto tenía un límite; quería quitársela, pero antes de hacerlo, tendió las manos hacia los brazos de Yellin.
—¿Os referís a esta llave? —inquirió Yellin, y la dejó caer.
Una vez que Íñigo hubo apartado su espada, le permitieron huir.
—Abre el portal —le ordenó Westley a Fezzik.
—Estoy muy acalorado —dijo Fezzik—, por favor, ¿puedo quitarme antes esta cosa?
Al ver que Westley asentía, se arrancó la capa llameante y la dejó tirada en el suelo, después descorrió el cerrojo del portal y abrió la puerta lo preciso para que los tres pudieran pasar.
—Vuelve a cerrar y guárdate la llave, Fezzik —le ordenó Westley—. Ya han de ser más de las cinco y media; nos queda media hora para impedir la boda.
—¿Qué hacemos cuando hayamos ganado? —preguntó Fezzik mientras le daba vueltas a la llave y obligaba al enorme cerrojo a cerrarse—. ¿Dónde nos encontramos? Soy de esa clase de personas que necesita instrucciones.
Antes de que Westley pudiera contestarle, Íñigo lanzó un alarido y desenvainó la espada. El conde Rugen y cuatro guardias de palacio doblaban en aquel momento una esquina y corrían hacia ellos. Eran las seis menos veintiséis minutos.
La boda no concluyó hasta las seis menos veintinueve minutos, y Humperdinck tuvo que emplear toda su capacidad de persuasión para lograrlo. Cuando el griterío que provenía del portal principal superó todos los límites de la etiqueta, el príncipe interrumpió al archideán y empleando el más amable de sus tonos le dijo:
—Santidad, mi amada ha vencido mi capacidad para la espera…, os ruego que paséis al final de la ceremonia.
Eran entonces las cinco y veintisiete.
—Humperdinck y Buttercup —dijo el archideán—, soy muy viejo y mis ideas sobre el matrimonio son escasas, pero siento que debo transmitíroslas en el día más feliz de todos.
(El archideán estaba sordo como una tapia, su capacidad auditiva se había visto seriamente mermada desde que tenía unos ochenta y cinco años. En los últimos tiempos, el único cambio que se había producido era un empeoramiento general de su estado. «Humperdinck y Buttercup», había dicho, «Madrimonio». Y a menos que se tuviesen seriamente en cuenta su título y sus logros de antaño, resultaba muy difícil tomárselo en serio.)
—El madrimonio… —comenzó a decir el archideán.
—Santidad, vuelvo a interrumpiros en nombre del amor. Os ruego que paséis lo más pronto posible al final.
—El madrimonio ez un zueño dendro de un zueño.
Buttercup apenas prestaba atención a los acontecimientos. Westley debía de estar recorriendo velozmente los pasillos. Siempre corría de un modo tan hermoso. Incluso cuando estaban en la granja, mucho antes de que ella descubriera lo que había en su corazón, era un placer observar cómo corría.
El conde Rugen era la única otra persona que había en el templo, y la conmoción del portal lo tenía en ascuas. Ante la puerta había apostado a sus cuatro mejores espadachines, de manera que nadie podría entrar en la diminuta capilla, pero, no obstante, donde debería haber estado la Brigada Brutal había un montón de gente gritando. Los cuatro guardias eran los únicos que quedaban dentro del castillo, porque al príncipe no le hacían falta espectadores que presenciaran los acontecimientos que no tardarían en producirse. Si el idiota del clérigo pudiera darse prisa…, ya eran las cinco y veintinueve.
—El zueño de amod envuelto dendro de un zueño mayod de vida etedna. La etednidad es nuestda amiga, decodadlo, y oz acompañadá pada ziempde.
Eran las cinco y media cuando el príncipe se puso en pie, se acercó al archideán y con toda firmeza le gritó:
—Marido y mujer. ¡Marido y mujer! ¡Decidlo!
—Ez que aún no he llegado a eza padte —repuso el archideán.
—Acabáis de llegar —le espetó el príncipe—. ¡Ahora mismo!
Buttercup se imaginaba a Westley doblando la última esquina. Afuera esperaban cuatro guardias. A diez segundos por guardia, comenzó a calcular, pero se detuvo, porque los números siempre habían sido sus enemigos. Se miró las manos. «Oh, espero que me siga encontrando bonita —pensó—, porque esas pesadillas me han desgastado mucho».
—Marido y mujer, os declaro marido y mujer —dijo el archideán.
—Gracias, santidad —le dijo el príncipe volviéndose hacia Rugen—. ¡Poned fin a ese tumulto! —le ordenó, y antes de acabar de proferir la orden, el conde corría ya hacia la puerta de la capilla.
Eran las seis menos veintinueve minutos.
El conde y los guardias tardaron tres minutos completos en llegar al portal, y cuando lo hicieron, el conde no podía creerlo, él mismo había visto cómo mataban a Westley y ahí estaba Westley. Acompañado de un gigante y de un tipo aceitunado con unas extrañas cicatrices. Hubo algo en aquellas cicatrices gemelas que le penetró en lo más hondo de la memoria, pero no era aquél un momento para reminiscencias.
—Matadlos —le ordenó a los espadachines—, pero dejad al de tamaño mediano hasta que yo os lo diga.
Y los cuatro guardias desenvainaron sus espadas…, pero demasiado tarde; demasiado tarde y con excesiva lentitud, porque cuando Fezzik se puso delante de Westley, Íñigo atacó: la gran hoja se movió, cegadora, y el cuarto guardia moría antes de que al primero le hubiera dado tiempo a tocar el suelo.
Jadeante, Íñigo se quedó inmóvil durante un momento. Luego se dio media vuelta en dirección del conde Rugen y efectuó una reverencia rápida y ostentosa.
—Hola —dijo—. Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre. Disponte a morir.
Por su parte, el conde hizo algo verdaderamente asombroso e inesperado: se dio la vuelta y echó a correr. Eran las seis menos veintitrés minutos.
El rey Lotharon y la reina Bella llegaron a la capilla donde se celebraría la boda, justo a tiempo para ver cómo el conde Rugen se lanzaba corredor abajo al frente de los cuatro guardias.
—¿Hemos llegado demasiado temprano? —inquirió la reina Bella al entrar en la capilla y encontrarse con Buttercup, Humperdinck y el archideán.
—Están ocurriendo muchas cosas —dijo el príncipe—. A su debido tiempo todo quedará incomparablemente claro. Pero me temo que existe la gran probabilidad de que, en este mismo instante, los guilderianos estén atacando. Necesito estar a solas en el jardín para trazar los planes de la batalla, ¿podría convenceros para que escoltarais personalmente a Buttercup hasta mi alcoba?
Naturalmente, su petición fue atendida. El príncipe se marchó a toda prisa, y después de un breve alto para abrir un armario y sacar varios pares de botas que habían pertenecido a soldados guilderianos, salió del palacio.
Buttercup, por su parte, caminó lenta y sosegadamente entre los ancianos reyes. No tenía ninguna necesidad de preocuparse, y menos cuando Westley estaba allí para impedir su boda y llevársela para siempre. Pero la realidad de su situación no ejerció su genuino efecto hasta que hubo recorrido la mitad del camino que la separaba de la alcoba de Humperdinck.
Westley no había aparecido.
Su dulce Westley. No le había parecido adecuado ir a buscarla.
Lanzó un tremendo suspiro. No tanto de tristeza como de despedida. Una vez en la alcoba de Humperdinck, todo habría terminado. El príncipe poseía una espléndida colección de espadas y cuchillos.
Hasta aquel momento jamás había considerado seriamente la posibilidad de suicidarse. Claro que había pensado en ello; toda muchacha lo hace de vez en cuando. Pero nunca en serio. Se sorprendió al comprobar que iba a resultarle la cosa más sencilla del mundo. Llegó a la alcoba del príncipe, dio las buenas noches a la familia real, y se dirigió directamente hacia la pared donde estaban expuestas las armas. Eran las seis menos catorce minutos.
A las seis menos veintidós minutos, Íñigo se había quedado tan anonadado por la cobardía del conde que por un momento se quedó ahí de pie. Luego salió en su persecución, claro está; él era más veloz, pero el conde traspuso el umbral, dio un portazo y cerró con llave, e Íñigo no logró derribar la puerta.
—Fezzik —gritó, desesperado—. Fezzik, derríbala.
Pero Fezzik estaba con Westley. Ese era su cometido, quedarse a proteger a Westley, y aunque desde donde se encontraba Íñigo lograba verlos, Fezzik no podía hacer nada; Westley ya había comenzado a andar. Lentamente. Débilmente. Pero estaba caminando por su propio pie.
—Carga contra ella —le respondía Fezzik—. Golpea fuerte con el hombro. Cederá.
Íñigo cargó contra la puerta. Golpeó y golpeó con el hombro, pero él era delgado, y la puerta no.
—Se me escapa —le dijo Íñigo.
—Pero Westley está indefenso —le recordó Fezzik.
—Fezzik, te necesito —gritó Íñigo.
—Sólo tardaré un minuto —dijo Fezzik, porque había ciertas cosas que uno debía hacer fuera como fuese, y cuando un amigo necesitaba ayuda, había que ayudarle.
Westley asintió y siguió andando; lentamente, débilmente, pero seguía siendo capaz de moverse.
—Date prisa —le urgió Íñigo.
Fezzik se dio prisa. Se apoyó contra la puerta cerrada y con todas sus fuerzas cargó contra ella.
La puerta no cedió.
—Por favor —le urgió Íñigo.
—Ya la abriré, ya la abriré —le prometió Fezzik.
Retrocedió unos cuantos pasos, cogió carrerilla y se abalanzó contra la madera.
La puerta cedió un poco. Sólo un poco. Pero no bastaba.
Fezzik se alejó mucho más. Con un rugido, atravesó el corredor y cuando se encontró cerca de la puerta, se elevó por los aires y la puerta quedó reducida a un cúmulo de astillas.
—Gracias, muchas gracias —le dijo Íñigo cuando ya había traspuesto el umbral.
—¿Qué hago ahora? —le gritó Fezzik.
—Regresa junto a Westley —respondió Íñigo atravesando a toda velocidad una serie de habitaciones.
«Estúpido», se recriminó Fezzik. Se dio la vuelta y volvió junto a Westley.
Pero éste ya no estaba allí. Fezzik notó que el pánico comenzaba a crecer dentro de él. Había media docena de pasillos.
«¿Cuál, cuál, cuál? —repitió Fezzik intentando deducirlo; trataba de hacer algo bien por primera vez en su vida—. Conociéndote como te conozco, elegirás el que no es», concluyó en voz alta; enfiló entonces hacia un pasillo y avanzó tan deprisa como pudo.
Eligió el que no era.
Ahora Westley estaba solo.
Íñigo iba recuperando terreno. En la estancia contigua alcanzaba a ver un atisbo del noble en fuga, y cuando llegaba allí, el conde se las arreglaba para pasar al cuarto siguiente. Pero, poco a poco, Íñigo iba sacándole ventaja. A las seis menos veinte, sintió la plena confianza de que después de una persecución de veinticinco años, al fin podría vengarse.
Buttercup tuvo la certeza de que a las seis menos doce minutos estaría muerta. Todavía faltaba un minuto para esa hora, y ella se encontraba con la mirada fija en los cuchillos del príncipe. El más letal parecía ser el más gastado, la daga florinesa. Remataba en punta, entraba fácilmente y adoptaba una forma triangular junto al mango. Para sangrar más deprisa, se decía. Las había en varios tamaños, y la del príncipe parecía la más larga; a la altura del mango era gruesa como la muñeca de un hombre. La cogió y se la posó en el pecho.
—En este mundo siempre son demasiado escasos los pechos perfectos; deja los tuyos en paz —oyó decir.
Ahí estaba Westley, tendido en la cama. Eran las seis menos doce minutos y Buttercup supo que jamás iba a morir.
Por su parte, Westley suponía que le quedaba hasta las seis y cuarto para seguir en pie. Evidentemente, así habría sido si hubiese contado con una hora, pero la cuestión era que no disponía de una hora, sino de cuarenta minutos. Hasta las seis menos cinco. Siete minutos más. Pero, como ya se ha dicho, él no tenía manera de saberlo.
E Íñigo no tenía manera de saber que el conde Rugen llevaba una daga florinesa. Ni que era un experto en su manejo, Íñigo tardó hasta las seis menos diecinueve minutos para abordar al conde. En una sala de billares. «Hola —se disponía a decir—. Me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir». Pero en realidad logró pronunciar sólo unas cuantas palabras: «Hola, me llamo Íñi…».
Y entonces la daga le efectuó una redistribución de las tripas. La fuerza del impacto lo hizo retroceder hasta una pared. El chorro de sangre que fluyó lo debilitó tan deprisa que no logró tenerse en pie.
—Domingo, Domingo —susurró, y a las seis menos dieciocho minutos se encontró perdido y de rodillas…
Buttercup estaba asombrada por el comportamiento de Westley. Corrió hacia él, esperando que la recibiera a mitad de camino con un abrazo fogoso. Pero, en cambio, él se limitó a sonreírle y a permanecer donde estaba, tendido sobre las almohadas del príncipe, con una espada al lado de su cuerpo.
Buttercup continuó avanzando sola y cayó sobre su único, su adorado Westley.
—Con suavidad —le dijo él.
—¿En un momento como éste es todo lo que se te ocurre decirme? ¿Con suavidad?
—Con suavidad —repitió Westley, no tan suavemente.
Ella se apartó de él y le preguntó:
—¿Estás enfadado conmigo por haberme casado?
—No estás casada —dijo él, suavemente. Su voz sonaba extraña—. Al menos no por mi iglesia, ni por ninguna otra.
—Pero ese anciano pronunció…
—Todos los días hay mujeres que enviudan…, ¿no es así, majestad?
Su voz sonó más fuerte cuando se dirigió al príncipe, que entraba en ese momento llevando en la mano unas botas embarradas.
El príncipe Humperdinck buscó sus armas y una espada brilló en sus manos regordetas.
—A muerte —dijo mientras avanzaba.
Westley meneó lentamente la cabeza.
—No —le corrigió—. A sufrimiento.
Era aquélla una frase extraña, que paró en seco al príncipe. Además, ¿por qué estaba aquel hombre allí tendido? ¿Dónde estaba la trampa?
—Me parece que no he comprendido bien.
Westley siguió tendido, sin moverse, pero su sonrisa se hizo más amplia.
—Será un placer explicároslo.
Eran ya las seis menos diez. Quedaban veinticinco minutos de seguridad. (Quedaban cinco. Él no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo?) Lenta y cuidadosamente comenzó a hablar…
Íñigo también estaba hablando. Seguían siendo las seis menos dieciocho minutos cuando murmuró:
—Perdón…, padre…
El conde Rugen oyó aquellas palabras, pero no les encontró sentido hasta que vio la espada que la mano de Íñigo aún empuñaba.
—Eres ese mocoso español al que una vez di una lección —dijo, acercándose más y observando las cicatrices—. Es increíble. ¿Te has pasado todos estos años persiguiéndome para fallar en este preciso instante? Creo que es lo peor que he oído en mi vida; qué maravilloso.
Íñigo no pudo decir nada. La sangre le manaba a borbotones del estómago.
El conde Rugen desenvainó la espada.
—… perdón, padre…, lo siento…
«¡No me vengas ahora a pedir perdón! Me llamo Domingo Montoya. Di mi vida por esa espada y a mí no me pidas perdón. Si ibas a fallar, ¿por qué no te moriste hace años y me dejaste descansar en paz?».
Entonces MacPherson también comenzó a perseguirlo:
—¡Españoles! Jamás debí tratar de enseñarle a un español; son tontos, se olvidan de las cosas, ¿qué haces con una herida? ¿Cuántas veces te he enseñado lo que se ha de hacer con una herida?
—Cubrirla… —respondió Íñigo, y se arrancó el cuchillo del cuerpo y hundió el puño izquierdo en la herida.
Los ojos de Íñigo comenzaron a enfocar un poco mejor, no muy bien, no perfectamente, pero lo preciso como para ver que la espada del conde se le acercaba al corazón; Íñigo no logró hacer mucho con aquel ataque, desviarlo levemente, empujar la punta de la hoja hacia su hombro izquierdo, donde no le produjo un daño insoportable.
El conde Rugen se quedó un tanto sorprendido de que hubiesen desviado su acero, pero no estaba nada mal aquello de traspasar el hombro de un indefenso. No había prisa cuando se lo tenía acorralado.
—¡Españoles! —volvió a gritarle a MacPherson—. Dame un polaco cuando quieras, al menos los polacos se acuerdan de usar la pared cuando tienen una a mano; sólo a los españoles se les olvida utilizarla…
Lentamente, centímetro a centímetro, Íñigo se valió de la pared para incorporarse; utilizó las piernas para empujar, y dejó que el muro se encargara de proporcionarle todo el apoyo necesario.
El conde Rugen volvió a atacar, pero, por un cierto número de motivos, lo más probable porque no había esperado que su contrincante se moviera, no lo alcanzó en el corazón y tuvo que conformarse con hundir la hoja de su acero en el brazo izquierdo del español.
A Íñigo no le importó. Ni siquiera lo notó. Lo único que le interesaba era su brazo derecho; apretó la empuñadura y notó que conservaba la fuerza en la mano, suficiente como para atacar al enemigo, y el conde Rugen tampoco se había esperado aquello, de modo que lanzó un gritito involuntario y retrocedió un paso para volver a analizar la situación.
La fuerza fluía del corazón de Íñigo hacia su hombro derecho, bajaba por éste hasta los dedos y luego a la gran espada con empuñadura para seis dedos; se apartó de la pared y murmuró:
—Hola…, me llamo… Íñigo Montoya; tú mataste… a mi padre; disponte a morir.
Se pusieron en guardia.
El conde fue a buscar la muerte rápida, empleando el movimiento inverso de Bonetti.
Inútil.
—Hola…, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre…, disponte a morir….
Volvieron a ponerse en guardia, y el conde pasó a la defensa Morozzo, porque la sangre seguía manando.
Íñigo se hundió más el puño en la herida.
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
El conde se parapetó detrás de la mesa de billar.
Íñigo resbaló en su propia sangre.
El conde siguió retrocediendo, y esperó y esperó.
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
Se hundió más el puño y no quiso ni pensar en qué era lo que estaba tocando y aguantando en su sitio; por primera vez se sintió capaz de intentar un lance: la enorme espada describió un brillante movimiento…
… en el costado de una de las mejillas del conde Rugen apareció un corte vertical…
… otro brillante movimiento…
… otro corte, paralelo, sangrante…
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
—¡Deja de repetir eso!
El conde comenzaba a experimentar una cierta merma en el temple.
Íñigo hundió su espada en el hombro izquierdo del conde, tal como él le había herido el suyo. Luego siguió con el brazo izquierdo del conde, en el mismo sitio donde éste le había penetrado el suyo.
—Hola —pronunció con más fuerza ahora—. ¡Hola! Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Disponte a morir.
—No…
—Ofréceme dinero…
—Todo —dijo el conde.
—Y poder. Prométeme eso.
—Todo lo que tengo y más. Por favor.
—Ofréceme lo que yo te pida.
—Sí. Sí. Habla.
—Quiero que me devuelvas a Domingo Montoya, hijo de perra —y la espada con empuñadura para seis dedos volvió a describir un brillante movimiento en el aire.
El conde gritó.
—Fue justo a la izquierda del corazón —volvió a atacar Íñigo.
Otro grito.
—Ésa fue justo debajo del corazón. ¿Adivinas acaso lo que estoy haciendo?
—Arrancarme el corazón.
—Tú me lo arrancaste a mí cuando tenía diez años; ahora quiero el tuyo. Tú y yo somos amantes de la justicia…, ¿hay algo más justo que eso?
El conde lanzó un último grito y luego cayó al suelo, fulminado por el terror.
Íñigo lo miró desde su altura. El rostro crispado y frío del conde aparecía petrificado y ceniciento, y la sangre seguía manando de los cortes paralelos. Sus ojos desmesuradamente abiertos aparecían llenos de horror y dolor. Era glorioso. Si a uno le gustan ese tipo de cosas.
A Íñigo le encantaban.
Eran las seis menos diez cuando salió tambaleándose de la sala; no sabía a dónde se dirigía ni por cuánto tiempo, pero abrigaba la esperanza de que quienquiera que lo hubiese estado guiando últimamente no lo abandonase en ese momento…
—Voy a deciros algo una sola vez, y después, si morís o no es una cuestión que queda enteramente a vuestro juicio —dijo Westley, tendido plácidamente en la cama. Al otro lado de la alcoba, el príncipe mantenía en alto la espada—. Lo que voy a deciros es lo siguiente: arrojad la espada; si lo hacéis, me marcharé con este equipaje que veis aquí —le echó una mirada a Buttercup—, y vos seréis atado, aunque no fatalmente, y pronto estaréis libre para hacer lo que os plazca. Si decidís pelear, pues bien, entonces ninguno de los dos saldremos de aquí con vida.
—Tengo intenciones de seguir respirando durante un tiempo —dijo el príncipe— Creo que lo vuestro es puro alarde…, habéis estado varios meses prisionero y yo mismo os maté hace menos de un día, de manera que dudo que os quede demasiada fuerza en el brazo.
—Probablemente sea verdad —reconoció Westley—, y cuando llegue el momento, recordad que podría haberse tratado de un alarde. De hecho, podría encontrarme aquí tendido porque carezco de fuerzas suficientes para tenerme en pie. Sopesad todo eso cuidadosamente.
—Seguís con vida sólo porque dijisteis «a sufrimiento». Quiero que me expliquéis esa frase.
—Será un placer. —Eran las seis menos ocho. Quedaban tres minutos. Él creía que le quedaban dieciocho. Hizo una larga pausa, y luego comenzó a hablar—: Seguramente debéis de haber adivinado que no soy un marinero corriente. En realidad soy el pirata Roberts.
—No me siento sorprendido ni apabullado en lo más mínimo.
—«A sufrimiento» significa lo siguiente: si nos enfrentamos a duelo y vos ganáis, yo muero. Si nos enfrentamos a duelo y yo gano, vos vivís. Pero viviréis con mis condiciones.
—¿O sea?
Todavía podía tratarse de una trampa. Su cuerpo estaba preparado.
—Hay quien opina que sois un hábil cazador, aunque lo dudo mucho.
El príncipe sonrió. El hombre lo estaba provocando. ¿Por qué?
—Y si cazáis bien, entonces, sin duda, cuando seguisteis a vuestra dama, debisteis de haber comenzado en los Acantilados de la Locura. Allí se produjo un duelo, y si observasteis los movimientos y las zancadas, deberíais saber que quienes se enfrentaban eran maestros. Lo eran. Recordad esto: yo gané ese duelo. Y soy un pirata. Conocemos ciertos trucos especiales con la espada.
Eran las seis menos siete minutos.
—El acero no me es del todo desconocido.
—Lo primero que perderéis son los pies —dijo Westley—. Primero el izquierdo y después el derecho. Por debajo del tobillo. Dentro de seis meses dispondréis de unos muñones para poder andar. Después seguirán las manos, a la altura de las muñecas. Cicatrizan un poco más deprisa. Cinco meses suele ser un buen promedio. —En ese momento, Westley comenzó a notar unos extraños cambios en su cuerpo y se puso a hablar más deprisa, más deprisa y en voz más alta—. Luego vuestra nariz. Para vos ya no existirá el aroma del amanecer. Seguida de la lengua. Cortada de raíz. Ni siquiera os quedará muñón. Y luego el ojo izquierdo.
—Y después el derecho, y luego las orejas, ¿vamos a seguir así? —inquirió el príncipe.
Eran las seis menos seis minutos.
—¡Os equivocáis! —La voz de Westley resonó en la alcoba—. Conservaréis las orejas, para que podáis atesorar cada grito lanzado por cada niño que contemple vuestra deformidad, el llanto de cada crío aterrado por vuestra proximidad, para que el asombro expresado por cada mujer al exclamar: «¡Dios santo, ¿qué es esa cosa?!», reverbere para siempre en vuestras orejas perfectas. Eso es lo que significa «a sufrimiento». Significa que os dejaré vivir sumido en la angustia, en la humillación, en una monstruosa miseria hasta que ya no podáis soportarlo más; ya lo sabéis, cerdo, miserable masa vomitiva, y ahora os digo que el hecho de que viváis o muráis depende de vos: ¡arrojad vuestra espada!
La espada cayó al suelo con estruendo.
Eran las seis menos cinco.
Westley puso los ojos en blanco, su cuerpo se desplomó y a punto estuvo de caer de la cama; el príncipe lo notó, se lanzó al suelo, aferró la espada, se puso en pie y comenzó a enarbolarla, cuando Westley le gritó:
—¡Ahora sí que vais a padecer: a sufrimiento!
Había vuelto a abrir los ojos. Los tenía abiertos y chispeantes.
—Lo siento; no pretendía hacer nada, de verdad; mirad —y el príncipe arrojó la espada por segunda vez.
—Átalo —le ordenó Westley a Buttercup—. Date prisa…, utiliza los cordones de las cortinas; creo que podrán sujetarlo…
—Tú lo harías mucho mejor —repuso Buttercup—. Sacaré los cordones, pero creo que deberías ser tú quien lo ate.
—Mujer —rugió Westley—, eres propiedad del temible pirata Roberts… y…, ¡y harás… lo que se te ordena!
Buttercup reunió los cordones y ató a su marido lo mejor que pudo.
Humperdinck permaneció tendido mientras ella lo hacía. Parecía extrañamente feliz.
—No os temía —le dijo a Westley—. Arrojé mi espada porque para mí será mucho más placentero perseguiros y cazaros.
—¿Es eso lo que de veras pensáis? Dudo que nos encontréis.
—Conquistaré Guilder y luego iré a buscaros. En la esquina menos esperada, cuando la hayáis doblado, allí me encontraréis aguardando.
—Soy el rey de los mares…, os esperaré con gusto. —Y dirigiéndose a Buttercup, inquirió—: ¿Está atado ya?
—Más o menos.
En el vano de la puerta hubo un movimiento y entonces apareció Íñigo. Buttercup lanzó un grito al ver la sangre. El español no reparó en ella, y miró a su alrededor.
—¿Dónde está Fezzik?
—¿No está contigo? —inquirió Westley a su vez.
Íñigo se apoyó un instante contra la pared más cercana para recuperar fuerzas. Luego, dirigiéndose a Buttercup, le ordenó:
—Ayúdalo a levantarse.
—¿A Westley? —inquirió Buttercup—. ¿Y por qué necesita que yo lo ayude?
—Porque no tiene fuerzas. Haz lo que te ordeno —le dijo Íñigo.
De repente, el príncipe comenzó a luchar con todas sus ansias con los cordones, pero estaba atado y bien atado, aunque la fuerza y la rabia se encontraban a su favor.
—Estabais alardeando; yo tenía razón —dijo Humperdinck.
—No ha sido muy inteligente de mi parte haber mencionado ese detalle, lo siento —se excusó Íñigo.
—¿Has ganado al menos tu batalla? —inquirió Westley.
—Sí —repuso Íñigo.
—Tratemos de buscar un lugar para defendernos —dijo entonces Westley—. Por lo menos podremos ir juntos.
—Te ayudaré a levantarte, pobrecito mío —dijo Buttercup.
—Oh, Íñigo, te necesito, por favor, Íñigo —dijo Fezzik—. Me he perdido, me siento muy triste y asustado, y necesito ver una cara amiga.
Lentamente se dirigieron a la ventana.
Perdido y solo, vagando por los jardines del príncipe, estaba Fezzik, llevando de la brida a los cuatro blancos gigantescos.
—Aquí —susurró Íñigo.
—Tres caras amigas —dijo Fezzik subiendo y bajando sobre la punta de los pies, que era lo que siempre hacía cuando miraba hacia arriba—. Oh, Íñigo, acabo de echarlo todo a perder, y me he extraviado. Cuando llegué a los establos y encontré estos hermosos corceles pensé que como eran cuatro, y como nosotros también éramos cuatro, si encontrábamos a la señora… Hola, señora…, pues pensé: «¿Por qué no llevármelos por si en algún momento volvemos a reunirnos?». —Hizo una pausa para reflexionar—. Supongo que ya nos hemos reunido.
Íñigo se mostró tremendamente entusiasmado.
—Fezzik, has pensado por ti mismo.
Fezzik hizo otra pausa para reflexionar.
—¿Quiere eso decir que no estás furioso conmigo por haberme extraviado?
—Ah…, si tuviéramos una escalera… —comenzó a suspirar Buttercup.
—No necesitáis una escalera para bajar hasta aquí —le dijo Fezzik—, no son más que seis metros, yo os cogeré, pero bajad de uno a uno, por favor. No hay luz suficiente, y si bajarais todos a la vez podría fallar.
Y mientras Humperdinck luchaba por despojarse de las ataduras, saltaron, de uno en uno, y Fezzik los cogió suavemente y los depositó sobre los blancos; conservaba aún la llave, de modo que podrían salir por el portal principal, y salvo por el hecho de que Yellin había reagrupado a la Brigada Brutal, habrían podido salir sin ningún problema. Tal y como estaban las cosas, cuando Fezzik descorrió el cerrojo del portal, no vieron otra cosa que brutos armados en formación, dirigidos por Yellin. Ninguno de ellos sonreía.
—Se me han acabado las ideas —anunció Westley meneando la cabeza.
—Esto es un juego de niños —dijo Buttercup para sorpresa de todos, y condujo al grupo hacia Yellin—. El conde ha muerto; el príncipe se encuentra en grave peligro. Daos prisa, quizá os quede aún tiempo de salvarlo. Vamos, marchaos todos.
No se movió ni un solo bruto.
—Sólo me obedecen a mí —dijo Yellin—. Yo soy el encargado de hacer cumplir la ley y…
—Y yo —lo interrumpió Buttercup—, yo —repitió irguiéndose en la silla de montar, con su infinita belleza y unos ojos que comenzaban a inspirar miedo—, yo —repitió por tercera y última vez—, soy
la
REEEEINA.
Resultaba imposible dudar de su sinceridad. O de su poder. O de su capacidad de venganza. Lanzó una mirada imperial a la Brigada Brutal.
—Salvad a Humperdinck —aulló uno de los brutos, y al oírlo, los demás entraron en tropel en el castillo.
—Salvad a Humperdinck —gritó Yellin, que se había quedado solo, pero estaba claro que no lo decía con el corazón.
—En realidad, era una mentira —dijo Buttercup cuando comenzaron a cabalgar hacia la libertad—. Lotharon todavía no ha abdicado oficialmente, pero me pareció que decir «yo soy la reina» sonaría mejor que «yo soy la princesa».
—Lo único que puedo decir es que estoy impresionado —le comentó Westley.
Buttercup se encogió de hombros y repuso:
—Ya llevo tres años asistiendo a la escuela para la realeza, algo tenía que pegárseme. —Miró a Westley y le preguntó—: ¿Te encuentras bien? Me tenías preocupada cuando estabas tendido en aquella cama. Pusiste los ojos en blanco y torciste la cabeza y todo.
—Supongo que me estaba muriendo otra vez, por eso le pedí al Señor del Amor Eterno que me diera fuerzas para vivir todo el día. Está claro que su respuesta fue afirmativa.
—No sabía que existiera un personaje así —dijo Buttercup.
—La verdad, yo tampoco, pero si Él no existiera, yo no tendría ganas de hacerlo.
Los cuatro corceles gigantescos parecían volar hacia el Canal de Florin.
—Entonces, me parece que estamos condenados —dijo Buttercup.
Westley la miró y le preguntó:
—¿Condenados, señora?
—A estar juntos. Hasta que uno de los dos muera.
—Yo ya lo he hecho, y no tengo la menor intención de repetir la experiencia —le advirtió Westley.
Buttercup lo miró y le preguntó:
—¿Acaso no tenemos que hacerlo alguna vez?
—No, si prometemos sobrevivirnos el uno a la otra, y hago esa promesa ahora mismo.
Buttercup lo miró y dijo:
—Oh, mi Westley, yo también.
«Y vivieron felices para siempre», dijo mi padre.
«¡Uau!», exclamé yo.
Mi padre me miró y me preguntó: «¿Acaso no estás satisfecho?».
«No, no es eso, pero es que el final llegó tan de repente que me sorprendió. Pensaba que habría un poco más, es todo. Quiero decir, ¿los esperaba el barco pirata o sólo se trataba de un rumor?».
«Las quejas para el señor Morgenstern. «Y vivieron felices para siempre», así es como termina».
Lo cierto es que mi padre me mintió. Me pasé toda la vida creyendo que acababa así, hasta que hice esta compilación. Entonces eché un vistazo a la última página. Así es como lo termina Morgenstern.
Buttercup lo miró.
—Oh, mi Westley, yo también.
De repente, a sus espaldas, más cerca de lo que imaginaba, oyeron el rugido de Humperdinck:
—¡Detenedlos! ¡Impedidles el paso!
Estaban francamente sorprendidos, pero no había motivos para preocuparse: montaban los corceles más veloces del reino, y ya llevaban la delantera.
Sin embargo, esto fue antes de que la herida de Íñigo volviera a abrirse, de que Westley volviera a recaer, de que Fezzik escogiera el atajo equivocado y de que el caballo de Buttercup perdiera una herradura. Tras ellos, la noche se llenó con los sonidos crecientes de la persecución…
Ése es el final de Morgenstern, una especie de efecto estilo ¿La dama o el tigre? (esto ocurrió antes que ¿La dama o el tigre?, no lo olvidéis). Ahora bien, el autor era un satírico, de modo que lo dejó así, y supongo que me di cuenta demasiado tarde de que mi padre era un romántico, de modo que lo acabó de la otra forma.
Y yo soy un compilador, de modo que tengo derecho a expresar algunas ideas propias. ¿Lograron huir? ¿Estaba el barco pirata esperándolos? Vosotros mismos podéis contestar a esas preguntas, pero yo digo que sí. Y que lograron huir. Y que recuperaron sus fuerzas y que vivieron infinidad de aventuras y que se lo pasaron en grande.
Aunque eso tampoco significa que yo crea que tuvieron un final feliz. Porque, y ésta no es nada más que mi opinión, riñeron mucho, y, con el tiempo, Buttercup perdió su belleza y un buen día Fezzik perdió una pelea y un muchachito lanzado derrotó a Íñigo con la espada y Westley nunca logró conciliar bien el sueño por temor a que Humperdinck los encontrara.
Con esto no intento deprimiros, que quede claro. Sino que lo digo porque de verdad creo que el amor es lo mejor del mundo, después de los caramelos para la tos. Pero también debo decir, por enésima vez, que la vida no es justa. Sólo es más justa que la muerte. Es todo.
Ciudad de Nueva York,
febrero de 1973