Íñigo permitió que Fezzik abriera la puerta, no porque deseara escudarse tras la fuerza del gigante, sino más bien porque la fuerza del gigante resultaba de crucial importancia para que pudieran entrar: alguien tendría que arrancar la pesada puerta de sus goznes, y era aquélla una tarea para la cual Fezzik se encontraba perfectamente preparado.
—Está abierta —dijo Fezzik girando el pomo y asomándose para espiar dentro.
—¿Que está abierta? —Íñigo vaciló—. Ciérrala pues. Aquí hay algo que no funciona. ¿Por qué razón iba a permanecer abierto algo tan valioso como el zoológico privado del príncipe?
—Ahí dentro hay un nauseabundo olor a animales —comentó Fezzik—. ¡Vaya vaharada me ha venido!
—Déjame pensar —dijo Íñigo—, que ya lo descifraré.
Se esforzó al máximo, pero aquello no tenía sentido. Uno no se dejaba los diamantes esparcidos sobre la mesa del desayuno, y el Zoo de la Muerte tenía por fuerza que haber estado cerrado a cal y canto. Por lo tanto, tenía que haber una razón; se trataba simplemente de ejercitar la fuerza mental y la respuesta ya vendría. (La razón por la que la puerta estaba sin llave era en realidad la siguiente: por seguridad. Todo aquel que había entrado por la puerta principal no había sobrevivido para volver a salir. La idea se le había ocurrido básicamente al conde Rugen, quien ayudó al príncipe a proyectar el lugar. El príncipe escogió la ubicación —el extremo más alejado de los terrenos del castillo, apartado de todo, para que los rugidos no molestasen a la servidumbre—, pero el conde diseñó la entrada. La verdadera entrada se encontraba junto a un gigantesco árbol, donde una raíz se elevaba y dejaba al descubierto una escalera por la que se descendía directamente hasta el quinto nivel. La entrada falsa, llamada entrada verdadera, permitía descender del modo corriente, es decir, del primer nivel al segundo, del segundo al tercero, o mejor dicho, del segundo a la muerte.)
—Sí —dijo Íñigo finalmente.
—¿Ya lo has solucionado?
—El motivo por el que la puerta estaba sin cerrar es el siguiente: el albino habría echado la llave, no habría sido nunca tan estúpido como para no hacerlo, pero, Fezzik, amigo mío, nosotros le alcanzamos antes de que él llegase a la puerta. Está claro que al acabar de empujar la carretilla, hubiera cerrado con llave la puerta. No hay ningún problema, puedes dejar de preocuparte, andando.
—Me siento tan seguro contigo —dijo Fezzik, y abrió la puerta por segunda vez.
Al hacerlo, no sólo notó que la puerta no estaba cerrada con llave, sino que ni siquiera tenía cerradura, y se preguntó si no debería comentárselo a Íñigo, pero decidió no hacerlo, porque Íñigo tendría que haberse detenido para pensar otro poco y ya habían hecho bastante de las dos cosas, pues aunque había dicho que se sentía seguro con Íñigo, la verdad era que estaba asustadísimo. Había oído comentar cosas muy extrañas acerca de aquel lugar; los leones no le molestaban, y tampoco le importaban los gorilas, no eran nada. Lo que realmente le provocaba aprensión eran los animales rastreros. Y los babosos. Y los que picaban. Y los…, todos, decidió Fezzik, para ser completamente sincero. Las arañas, las víboras, los insectos, los murciélagos; en fin, lo cierto era que ninguno de aquellos animales le hacía demasiada gracia.
—Sigue oliendo a animal —dijo, y aguantó la puerta para que Íñigo pasara.
Juntos, paso a paso, entraron en el Zoo de la Muerte, mientras la enorme puerta se cerraba tras ellos sin hacer ruido.
—Un sitio muy extraño —comentó Íñigo, dejando atrás varias jaulas espaciosas llenas de leopardos, colibríes y otras criaturas veloces.
Al final del pasillo se encontraron ante otra puerta en lo alto de la cual había un cartel que rezaba: «Al Nivel Dos». La abrieron y descubrieron un tramo de escalera que conducía hacia abajo.
—Ten cuidado —dijo Íñigo—, no te separes de mí y vigila el equilibrio.
Comenzaron a bajar al segundo nivel.
—¿Si te confieso una cosa, me prometes que no te reirás de mí, ni te burlarás ni me tratarás mal? —inquirió Fezzik.
—Te doy mi palabra —respondió Íñigo.
—Estoy asustado de muerte —le dijo Fezzik.
—Pues procura que cese porque de ello depende nuestra suerte —le sugirió Íñigo rápidamente.
—Oh, qué maravillosa rima…
—Calla, que me da grima —contestó Íñigo componiendo otra más y sintiéndose brillantísimo, pues notaba que Fezzik se relajaba mientras iban descendiendo.
Sonrió y palmeó a Fezzik en el enorme hombro porque era un tipo realmente bueno. Pero en el fondo, muy en el fondo, Íñigo tenía el estómago hecho un nudo. Estaba completamente consternado y asombrado de que un hombre con fuerza ilimitada estuviera asustado de muerte; hasta que Fezzik no habló, Íñigo tenía la certeza de que él era el único que en realidad estaba asustado de muerte; el hecho de que los dos se encontraran en las mismas condiciones no era nada bueno en caso de que llegara el momento del pánico. Alguien tendría que conservar el juicio, y dado que Fezzik tenía tan poco, había deducido automáticamente que no le resultaría nada difícil conservar ese poco que tenía, Íñigo pensó que estaban apañados. Tendría que esforzarse por impedir que se produjeran situaciones de pánico, no había otra solución.
La escalera era recta y muy larga, pero eventualmente lograron llegar al final. Otra puerta. Fezzik le dio un empellón. Otro corredor flanqueado de jaulas, enormes jaulas, y dentro, unos enormes hipopótamos, un caimán de seis metros que se revolvía furioso en el agua poco profunda.
—Debemos darnos prisa —dijo Íñigo, apretando el paso—, aunque tengamos muchas ganas de quedarnos a curiosear —y casi echó a correr hacia un letrero que rezaba: «Al Nivel Tres», Íñigo abrió la puerta y miró hacia abajo mientras Fezzik espiaba por encima de su hombro—. Mmmm —masculló Íñigo.
Esa escalera era distinta. No era tan empinada y describía una pronunciada curva, de manera que desde lo alto resultaba imposible ver lo que había al pie, adonde ellos se disponían a bajar. En la parte alta de los muros, fuera del alcance de la mano, había unas extrañas velas encendidas. Las sombras que proyectaban eran muy largas y delgadas.
—Vaya si me alegro de no haberme criado aquí dentro —dijo Íñigo, tratando de hacer una broma.
—Tengo tanto miedo que no me concentro —replicó Fezzik, y la rima le salió antes de que él pudiera hacer nada para impedirlo.
Íñigo estalló:
—¡Es el colmo! ¡Si no puedes controlarte, te enviaré de vuelta arriba para que me esperes ahí tú solo!
—No me abandones; quiero decir, no me obligues a que te abandone. Por favor. Quería decir «encuentro», no sé cómo me salió «concentro».
—Fezzik, me estás haciendo perder la paciencia; muévete —le ordenó Íñigo, y comenzó a bajar la escalera curva.
Fezzik lo siguió de cerca al tiempo que la puerta se cerraba tras ellos; entonces ocurrieron dos cosas:
1) El pestillo se corrió solo.
2) Las velas que había en lo alto de los muros se apagaron.
—¡No te asustes! —gritó Íñigo.
—¡No estoy asustado! —gritó Fezzik a su vez. Y por encima de los ruidosos latidos de su corazón, logró preguntar—: ¿Qué vamos a hacer?
—E… e… es si… simple —respondió Íñigo al cabo de un rato.
—¿También tú tienes miedo? —inquirió Fezzik en la oscuridad.
—Ni… ni hablar —repuso Íñigo con mucho cuidado—. Y antes quise decir «quédate tranquilo», no sé cómo me salió lo de «es simple». Verás, no podemos volver, y está claro que no queremos quedarnos aquí, de modo que no nos queda más remedio que seguir bajando tal y como estábamos haciendo antes de que ocurrieran estas cosas. Hacia abajo. Hacia abajo nos dirigimos, Fezzik, pero he de decirte que te noto un poco alterado por todo esto, de manera que, de puro bondadoso que soy, no quiero que bajes detrás de mí, ni delante de mí, sino justo a mi lado, en el mismo escalón, paso a paso, y dejaré también que me pongas un brazo alrededor de los hombros, porque es muy posible que así te sientas mejor, y yo, para impedir que te sientas tonto, pondré un brazo alrededor de tus hombros, y de esta manera, seguros, protegidos y unidos, bajaremos.
—¿Desenvainarás tu espada con la mano que te queda libre?
—Ya lo he hecho. ¿Cerrarás bien el puño con la tuya?
—Ya está cerrado.
—Entonces, veamos el aspecto positivo: estamos viviendo una aventura, Fezzik, y la mayoría de la gente vive y muere sin tener la misma suerte que nosotros.
Bajaron un escalón. Y otro. Y otros dos, luego otros tres cuando le tomaron el ritmo.
—¿Por qué crees que se ha corrido el pestillo de la puerta? —inquirió Fezzik cuando empezaron a avanzar.
—Sospecho que para darle más sabor a nuestro viaje —repuso Íñigo.
Era, sin duda, una de sus respuestas menos ingeniosas, pero la mejor que se le ocurrió.
—Aquí es donde la escalera empieza a girar —dijo Fezzik, y aminoraron el paso; siguieron la pronunciada curva sin tropiezos y continuaron descendiendo—. ¿Y las velas se apagaron por el mismo motivo, para darle más sabor?
—Es lo más probable. No me aprietes tanto…
—Y tú tampoco…
Para entonces ya sabían que les había llegado su fin.
Entre los zoólogos especializados en animales de la jungla ha existido durante años una dura batalla por establecer cuál es la más grande de las víboras gigantes. Los partidarios de la anaconda no cesan de anunciar con bombos y platillos el espécimen del Orinoco que llegó a superar los doscientos veinticinco kilos, mientras que los sostenedores de la pitón no dudan en recordarles que la Roca Africana hallada en las afueras de Zambesi medía diez metros treinta y siete centímetros. Evidentemente, la discusión es muy tonta puesto que el concepto de «más grande» es un tanto ambiguo, y si se pretende ser serio, carece de valor.
Pero cualquier partidario entusiasta de las víboras, que además fuera serio, habría admitido, fuera cual fuese su formación, que la Garstini árabe, aunque más corta que la pitón y menos pesada que la anaconda, es más veloz y más voraz que cualquiera de esas dos, y este espécimen del príncipe Humperdinck no sólo resultaba notable por su rapidez y agilidad sino que, además, era mantenido permanentemente en un estado rayano en la inanición, de manera que la primera vuelta del ofidio les llegó como el relámpago desde lo alto y se enroscó alrededor de sus manos inutilizando la espada y el puño; la segunda vuelta aprisionó sus brazos e hizo gritar a Íñigo:
—¡Haz algo…!
—¡No puedo…, estoy atrapado…, haz algo tú…!
—Lucha, Fezzik…
—Es demasiado fuerte para mí…
El ofidio acababa de enroscarse por tercera vez, envolviendo la parte superior de los hombros; la vuelta siguiente, la definitiva, se enrollaría alrededor del cuello; Íñigo susurró aterrado, porque ya podía oír la respiración del animal, en realidad, alcanzaba a oler su aliento:
—Lucha…, me… me…
Fezzik tembló de miedo y susurró:
—Perdóname, Íñigo.
—Ay, Fezzik…, Fezzik…
—¿Qué…?
—Tenía para ti unas rimas tan bonitas…
—¿Qué rimas…?
Silencio.
La cuarta vuelta acababa de completarse.
—¿Qué rimas, Íñigo?
Silencio.
Aliento de víbora.
—Íñigo, quiero conocer esas rimas antes de morirme… Íñigo, quiero conocerlas de verdad… Íñigo, dime cuáles son esas rimas —suplicó Fezzik; se sentía muy frustrado, más que eso, sentía una rabia espectacular; entonces un brazo se zafó de una de las vueltas y así resultó menos difícil luchar y liberarse de la segunda vuelta; aquello implicaba que podía usar ese brazo para ayudar al otro, y entonces Fezzik gritó—: No te irás a ninguna parte si antes no me dices cuáles son esas rimas.
El sonido de su propia voz le resultó verdaderamente impresionante, profundo y resonante; además, ¿quién era esa víbora para interponerse en el camino de Fezzik cuando aún le quedaban rimas por aprender? Para entonces, no sólo había logrado liberar los dos brazos del fondo de las tres vueltas sino que estaba enfurecido por la interrupción; sus manos se dirigieron hacia el aliento de la víbora y, aunque no sabía si las víboras tenían cuello o no, se llamara como se llamase la parte que hay debajo de la boca, ésa era la parte que aferró entre sus manazas y comenzó a aporrearla contra la pared. La víbora siseó y escupió, pero la cuarta vuelta comenzó a soltarse, y Fezzik volvió a aporrearla dos, tres veces, y entonces bajó las manos un poco para encontrar el equilibrio y comenzó a usar a la bestia cual si fuera un látigo y a golpearla contra la pared, como si fuese una lavandera nativa aporreando una falda contra las piedras. Cuando la víbora estuvo muerta, Íñigo le dijo:
—En realidad no tenía en mente ninguna rima en especial, pero tenía que hacer algo para que entraras en acción.
Fezzik jadeaba ruidosamente como consecuencia del esfuerzo.
—Me estás diciendo que me has mentido. El único amigo que tengo en la vida resulta ser un mentiroso.
Dicho esto, comenzó a bajar la escalera a grandes zancadas, mientras Íñigo lo seguía con dificultad.
Fezzik llegó a la puerta que había al final del tramo de escalera y la abrió de golpe; Íñigo logró trasponerla justo antes de que se cerrara sonoramente.
El pestillo se corrió de inmediato.
Al final de aquel corredor, el cartel que rezaba: «Al Nivel Cuatro» se veía claramente, y Fezzik se dirigió con rapidez hacia él. Íñigo lo siguió, pasando veloz delante de las serpientes venenosas, de las cobras, de las víboras de Gabón, y del más veloz y letal de todos, el hermoso espécimen tropical de pez pétreo, oriundo del océano índico.
—Te pido perdón —le dijo Íñigo—. Una sola mentira en tantos años no es un mal promedio, sobre todo si tienes en cuenta que nos salvó la vida.
—Para que lo sepas, existe algo que se llama principios —fue lo único que respondió Fezzik, y abrió la puerta que conducía al cuarto nivel—. Mi padre me hizo prometer que jamás mentiría, y ni una sola vez en mi vida me he sentido siquiera tentado de hacerlo —y comenzó a bajar la escalera.
—¡Detente! —le gritó Íñigo—. Al menos fíjate por dónde vas.
Se trataba de un tramo de escalera recto pero sumido en la oscuridad total. No se veía el vano del final.
—No puede ser peor que donde ya hemos estado —le espetó Fezzik, y se lanzó escalera abajo.
En cierto modo, tenía razón. Para Íñigo los murciélagos nunca fueron la gran pesadilla. Claro que les tenía miedo, como todo el mundo, y se echaría a correr y gritaría si se le acercaban; aunque su idea del infierno no incluía a los murciélagos. Pero Fezzik era un muchacho turco, y la gente sostiene que el murciélago frugívoro de Indonesia es el más grande del mundo; pues tratad de decírselo alguna vez a un turco. Tratad de decírselo a cualquiera que haya oído a su madre gritar: «¡Ahí vienen los murciélagos reales!», seguido de un venenoso batir de alas.
—¡Ahí vienen los murciélagos reales! —gritó Fezzik, y se quedó literalmente paralizado de miedo, de pie, en medio del oscuro tramo de escalera.
Tras él, haciendo lo imposible por luchar contra la oscuridad, iba Íñigo; jamás había oído aquel tono, al menos no en Fezzik, pero como Íñigo tampoco quería que los murciélagos se le enredaran en el pelo, aunque sabía que no era para tanto, empezó a preguntar:
—¿Qué…?
Iba a preguntar qué tienen de malo los murciélagos reales, pero sólo logró pronunciar el «qué» antes de que Fezzik gritara:
—¡La rabia! ¡La rabia!
Fue todo lo que Íñigo necesitó saber.
—¡Abajo, Fezzik! —le aulló.
Pero Fezzik no lograba moverse, de modo que Íñigo tanteó en la oscuridad para encontrarlo, mientras el aleteo se hacía cada vez más audible, y con todas sus fuerzas golpeó al gigante en el hombro y le gritó otra vez su orden; en esta ocasión, Fezzik cayó obedientemente de rodillas, pero eso no bastaba, de modo que Íñigo volvió a golpearlo y le ordenó que se tendiera en el suelo, hasta que Fezzik; tembloroso, se tendió sobre la oscura escalera; entonces Íñigo se montó encima de él y se hincó de rodillas. La enorme espada con empuñadura para seis dedos volaba en sus manos, y aquello sería una prueba que le permitiría comprobar cuan nefastos habían sido los tres meses de brandy, y cuánto quedaba del gran Íñigo Montoya, porque, sí, había estudiado esgrima, era verdad, se había pasado media vida y más aprendiendo el ataque de Agrippa y la defensa Bonetti, y por supuesto había practicado a Thibault, pero también, en cierta ocasión desesperada, había pasado un verano con el único escocés que había logrado entender las espadas: el lisiado MacPherson; y fue MacPherson quien se burló de todo lo que Íñigo sabía, fue MacPherson quien le dijo: «Thibault, Thibault está bien para la esgrima de salón, pero ¿qué pasa si te enfrentas a tu enemigo en un terreno inclinado y tú te encuentras por debajo de él?». E Íñigo se pasó estudiando durante una semana los movimientos desde abajo, y entonces MacPherson lo colocó en una colina, en la parte superior, y cuando ya dominaba esos movimientos, MacPherson siguió adelante, porque estaba lisiado, le faltaban las piernas de la rodilla para abajo, de manera que tenía una intuición especial para la adversidad. «¿Y qué pasa si tu enemigo te ciega? —le preguntó MacPherson en cierta ocasión—. Supón que te arroja ácido a los ojos y que lanza el ataque definitivo, el de la muerte, ¿qué haces tú? Dímelo, español, a ver si logras sobrevivir a eso, español». En aquellos momentos, mientras esperaba a que los murciélagos reales atacaran, Íñigo recordó los movimientos que le enseñara MacPherson, uno debía confiar en el oído, encontrar el corazón del enemigo siguiendo sus latidos, y en aquel momento, mientras esperaba, Íñigo logró sentir por encima de su cabeza cómo se apiñaban los murciélagos reales, mientras debajo de él Fezzik temblaba como un gatito mojado.
—¡No te muevas! —le ordenó Íñigo, y fue el último ruido que hizo, porque necesitaba de sus oídos.
Inclinó la cabeza hacia el aleteo, con la enorme espada firmemente empuñada en la mano derecha, la punta letal giraba lentamente en el aire, Íñigo nunca había visto un murciélago real, no sabía nada de ellos; ¿cuán veloces eran, cómo atacaban, desde qué ángulo, cuántos se lanzaban en cada carga? El aleteo se oía ya justo encima de su cabeza, quizá a unos tres metros, tal vez más, ¿podrían ver de noche los murciélagos? ¿Poseían también ese arma? «¡Vamos!», estuvo a punto de exclamar Íñigo, pero no fue necesario, porque con un batir de alas que había previsto y un chillido agudo que no había previsto, el primer murciélago real se abalanzó sobre él.
Íñigo esperó y esperó; el aleteo siguió hacia la izquierda, pero eso no cuadraba, porque sabía dónde se encontraba él y las bestias también lo sabían, de modo que eso tenía que significar que le preparaban una trampa, algo repentino, y con todo el control que le quedaba en el cerebro mantuvo la espada tal como estaba, dando vueltas lentamente, sin seguir el sonido hasta que el aleteo cesó y el murciélago real viró silencioso hacia el rostro de Íñigo.
La espada atravesó a la bestia como si fuese mantequilla.
El chillido de muerte del murciélago real fue casi humano, aunque un poco más agudo y breve; Íñigo mostró un interés menos que pasajero, porque oyó un doble aleteo; se lanzaban sobre él desde dos flancos y una estocada a la derecha y otra a la izquierda (MacPherson siempre le había enseñado a dosificar la fuerza de mayor a menor), de modo que Íñigo lanzó una estocada primero a la derecha, y después a la izquierda: se produjeron otros dos sonidos casi humanos que no tardaron en desaparecer. La espada le pesaba, pues tres bestias muertas modificaban el equilibrio; Íñigo quiso quitarlos de su acero, pero otro aleteo, uno solo, sin viraje esta vez, enfilaba directo y mortal hacia su cara; se agachó y tuvo suerte; la espada se movió hacia arriba y atravesó el corazón de aquella criatura mortífera; llevaba ya cuatro bestias atravesadas en la espada legendaria, e Íñigo sabía que no iba a perder aquella pelea, por eso de su garganta surgieron estas palabras:
—Me llamo Íñigo Montoya y sigo siendo el maestro, venid por mí.
Cuando oyó que se abalanzaban sobre él tres a la vez, por un instante deseó haber sido más modesto pero ya no había tiempo para arrepentimientos, de modo que echó mano del elemento sorpresa: cambió de postura ante las bestias, se irguió del todo y las atravesó mucho antes de lo que esperaban. Ahora llevaba siete murciélagos reales clavados y su espada había perdido por completo el equilibrio; ese detalle, en sí mismo, habría sido muy negativo, algo peligroso, salvo por un aspecto importante: en la oscuridad ya reinaba el silencio. El aleteo había cesado.
—Vaya gigante más inútil —dijo entonces Íñigo, bajándose de encima de Fezzik.
A toda prisa descendió el resto de la oscura escalera.
Fezzik se puso en pie y lo siguió a trompicones, diciéndole:
—Íñigo, escúchame, antes me equivoqué, no me mentiste, sino que me engañaste, y mi papá decía siempre que engañar no estaba mal, o sea que ya no estoy enfadado contigo, ¿te parece bien? A mí me lo parece.
Giraron el pomo de la puerta que había al pie de la oscura escalera y se encontraron en el cuarto nivel.
Íñigo miró a Fezzik y le preguntó:
—¿Quieres decir que me perdonarás por haberte salvado la vida a ti, si yo te perdono por haberme salvado la vida a mí?
—Eres mi amigo, mi único amigo.
—Patéticos, eso es lo que somos —dijo Íñigo.
—Atléticos.
—Muy bien, pero que muy bien —dijo Íñigo.
Fezzik supo entonces que todo había vuelto a la normalidad. Se encaminaron hacia el cartel que rezaba: «Al Nivel Cinco», pasando delante de extrañas jaulas.
—Esto es peor que lo anterior —comentó Íñigo, y tuvo que retroceder de un salto, porque detrás de una caja de cristal pálido, un águila sangrienta se estaba comiendo algo que parecía un brazo.
Al otro lado había un enorme estanque negro, y fuera lo que fuese que había dentro era oscuro y tenía muchos brazos, y el agua parecía arremolinarse hacia abajo en la parte central del estanque, donde se encontraba la boca de la criatura.
—Date prisa —dijo Íñigo, y se echó a temblar ante la sola idea de ser arrojado al negro estanque.
Abrieron la puerta y miraron hacia abajo, donde se encontraba el quinto nivel.
Asombroso.
En primer lugar, la puerta que abrieron carecía de cerrojo, de modo que no podían quedar atrapados. En segundo lugar, la escalera estaba brillantemente iluminada. En tercer lugar, la escalera era absolutamente recta. Y en cuarto lugar, no era un tramo demasiado largo.
Y, ante todo, no había nada dentro. Todo estaba reluciente y limpio y, sin lugar a la menor duda, completamente vacío.
—No puedo creérmelo —dijo Íñigo, y con la espada en ristre, bajó el primer escalón—. Quédate junto a la puerta…, las velas se apagarán en cualquier momento.
Bajó el segundo escalón.
Las velas se mantuvieron encendidas.
El tercer escalón. El cuarto. En total había solamente una docena de escalones, e Íñigo bajó dos más, deteniéndose en la mitad. Cada escalón tendría al menos unos treinta centímetros de ancho, de manera que se encontraba a un metro ochenta de Fezzik, a un metro ochenta de la puerta enorme, de verde picaporte ornamentado que daba al último nivel.
—¿Fezzik?
—¿Qué? —le contestó el gigante desde la puerta de arriba.
—Tengo miedo.
—Pero parece todo en orden.
—No. Sólo lo parece; es para engañarnos. No importa lo que acabamos de pasar, esto debe de ser peor.
—Pero no se ve nada, Íñigo.
Éste asintió y repuso:
—Por eso estoy tan asustado.
Bajó otro escalón hacia la última puerta de verde picaporte ornamentado. Otro más. Quedaban cuatro escalones. Un metro veinte.
Ciento veinte centímetros para llegar a la muerte.
Íñigo bajó otro escalón. Se puso a temblar de un modo casi incontrolable.
—¿Por qué te sacudes tanto? —inquirió Fezzik desde lo alto.
—La muerte está aquí. La muerte está aquí.
Bajó otro escalón. La muerte se encontraba a noventa centímetros.
—¿Puedo bajar contigo ahora?
Íñigo meneó la cabeza y repuso:
—No tiene sentido que mueras tú también.
—Pero esto está vacío.
—No. La muerte está aquí. —Había perdido el control—. Si pudiera verla, podría luchar contra ella.
Fezzik no sabía qué hacer.
—¡Me llamo Íñigo Montoya, el maestro; ven por mí!
Dio vueltas y más vueltas, con la espada en ristre, estudiando la escalera brillantemente iluminada.
—Me estás asustando —le dijo Fezzik.
Dejó que la puerta se cerrara tras él y comenzó a bajar la escalera.
—No —le dijo Íñigo, y comenzó a subir.
Se encontraron en el sexto escalón.
La muerte se encontraba a ciento ochenta centímetros.
La anacoreta de motas verdes no destruye tan rápidamente como el pez pétreo. Y muchos creen que la mamba provoca más sufrimientos, por las úlceras y demás. Pero a igualdad de pesos, no hay nada en el universo que se asemeje ni por asomo a la anacoreta de motas verdes; comparada con la anacoreta de motas verdes, la viuda negra, entre otras arañas, era una muñeca de trapo. La anacoreta del príncipe Humperdinck vivía detrás del verde picaporte ornamentado de la puerta del último nivel. Rara vez se movía de su sitio, a menos que el picaporte se moviera. Entonces, atacaba como el rayo.
En el sexto escalón, Fezzik abrazó a Íñigo y le dijo:
—Bajaremos juntos, escalón por escalón. Aquí no hay nada, Íñigo. Quinto escalón.
—Tiene que haber.
—¿Por qué?
—Porque el príncipe es un bellaco. Y Rugen es su hermano gemelo en maldad. Y ésta es la obra de ambos.
Bajaron al cuarto escalón.
—Es una maravillosa deducción, Íñigo —dijo Fezzik con voz clara y tranquila; pero la procesión iba por dentro.
Porque allí estaba él, en aquel lugar bonito e iluminado, y el único amigo que tenía en el mundo se estaba viniendo abajo por el esfuerzo. Y si uno era Fezzik, y no disponía de mucha materia gris, y se encontraba cuatro pisos debajo de la tierra, en un Zoo de la Muerte, buscando al hombre de negro y no estaba muy seguro de que estuviera allí abajo, y el único amigo que uno tenía en todo el mundo se estaba volviendo loco a toda velocidad, ¿qué era lo que se podía hacer?
Faltaban tres escalones.
Si uno era Fezzik, a uno le entraba el pánico, porque si Íñigo enloquecía, eso quería decir que el jefe de aquella expedición era uno, y si uno era Fezzik, uno sabía que lo último que podía ser en este mundo era jefe. Así que Fezzik hizo lo que hacía siempre cuando le entraba el pánico.
Salió disparado.
Lanzó un grito, se abalanzó sobre la puerta y la abrió con todo el peso de su cuerpo, sin molestarse siquiera con sutilezas tales como subir el bonito picaporte verde. Y cuando la puerta cedió bajo su fuerza, él siguió corriendo hasta llegar a la gigantesca jaula, en cuyo interior yacía el cuerpo inerte del hombre de negro. Fezzik se detuvo entonces, enormemente aliviado, porque ver aquel cuerpo silencioso significaba una sola cosa: que Íñigo tenía razón, y si Íñigo tenía razón, no podía estar loco, y si no estaba loco. Fezzik no tendría que dirigir a nadie a ninguna parte, y cuando ese pensamiento se le instaló en el cerebro. Fezzik sonrió.
Por su parte, Íñigo se quedó pasmado al ver el extraño comportamiento de Fezzik. Lo encontraba totalmente injustificado, y se disponía a llamarlo cuando vio una arañita de motas verdes salir veloz de debajo del picaporte, de modo que se limitó a darle un pisotón con la bota y se apresuró a entrar en la jaula.
Fezzik ya se encontraba dentro, arrodillado junto al cuerpo.
—No me lo digas —dijo Íñigo al entrar.
Fezzik intentó no hacerlo, pero se le leía en la cara: «Muerto».
Íñigo examinó el cuerpo. A lo largo de su vida había visto muchos cadáveres.
—Muerto —dijo, y abatido, se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas y comenzó a mecerse hacia adelante y hacia atrás como un crío.
Hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás.
Era demasiado injusto. El solo hecho de respirar le hacía esperar a uno injusticias, pero aquélla se llevaba la palma. Él, Íñigo, que no era precisamente un pensador, había pensado… ¿acaso no había encontrado al hombre de negro? Él, Íñigo, a quien asustaban las bestias y los animales rastreros y todo lo que picara, había logrado bajar al último nivel del Zoo, y guiar al gigante, sin sufrir daños. Se había despedido de la cautela y había sobrepasado todos los límites que jamás creyera poseer. Y ahora, después de semejante esfuerzo, después de haberse reunido otra vez con Fezzik en aquel día, con ese fin predeterminado, para encontrar al hombre que lo ayudaría a idear un plan que le permitiera vengar a Domingo, su difunto padre…, perdido. Todo perdido. ¿Las esperanzas? Perdidas. ¿El futuro? Perdido. Todas las fuerzas impulsoras de su vida. Perdidas. Aniquiladas. Destrozadas. Muertas.
—Soy Íñigo Montoya, hijo de Domingo Montoya, y me niego a aceptar esto. —Se puso en pie de un salto y comenzó a subir la escalera subterránea, demorándose sólo lo necesario para dar una serie de órdenes—. Sígueme y trae el cadáver. —Buscó en sus bolsillos durante un momento, pero estaban vacíos; el brandy—. Fezzik, ¿tienes dinero?
—Algo. En la Brigada Brutal pagan bien.
—Espero que alcance para comprar un milagro, es todo.
Cuando empezaron a llamar a la puerta de su choza, Max estuvo a punto de no contestar. «Marchaos», quiso decirles, porque últimamente los únicos que llamaban a su puerta eran los niños para burlarse de él. Aunque en esta ocasión era un poco tarde para que los niños estuvieran levantados —era casi medianoche—; además, llamaban de un modo insistente, fuerte, y al mismo tiempo, «tactictac», como si el cerebro le dijese al puño: «Deprisa; quiero ver un poco de acción».
De modo que Max abrió la puerta un poquitín.
—No te conozco.
—¿Eres Max Milagros, el que trabajó durante todos estos años para el rey? —inquirió el hombre flacucho.
—Me despidieron, ¿o no te has enterado? Es un tema desagradable, y no deberías habérmelo mencionado. Buenas noches, la próxima vez a ver si aprendes un poco de buenos modales.
Dicho esto, cerró la puerta de la choza.
«Tac tac taaaaac»
—Ya te he dicho que te marcharas o llamaré a la Brigada Brutal.
—Yo trabajo en la Brigada Brutal —dijo otra voz desde el otro lado de la puerta, una voz potente, profunda, que más valía tener como amiga.
—Necesitamos un milagro, es muy importante —dijo el hombre flacucho desde afuera.
—Me he retirado —repuso Max—. De todos modos, supongo que no ibais a querer a alguien al que el rey despidió, ¿no? Podría matar a quienquiera que me traigáis para hacerle el milagro.
—Ya está muerto —le explicó el hombre flacucho.
—¿Ah, sí? —dijo Max, y en su voz se apreció un ligero interés. Volvió a abrir la puerta un poquitín—. Los muertos se me dan bien.
—Por favor —insistió el hombre flacucho.
—Entradlo. No os prometo nada —respondió Max Milagros al cabo de un momento de reflexión.
Un hombre enorme y el tipo flacucho entraron a otro tipo grande y lo depositaron sobre el suelo de la choza. Max le dio unos golpecitos al cadáver.
—No está tan tieso como otros —dijo.
—Tenemos dinero —dijo el hombre flacucho.
—Entonces, ¿por qué no vais a buscar a algún genio especialista? ¿Para qué perdéis el tiempo conmigo, un tipo al que el rey despidió?
A punto había estado de morir del disgusto cuando ocurrió. Durante los dos primeros años, deseó haber muerto. Se le cayeron los dientes de tanto apretarlos; la rabia le hizo arrancar los pocos mechones leales que le quedaban en la cabeza.
—Eres el único taumaturgo vivo que queda en Florin —le dijo el hombre flacucho.
—Ah, entonces, ¿es por eso que has venido a verme? Uno de vosotros se preguntó: «¿Qué haremos con este cadáver?». Y el otro le contestó: «Pues vamos a arriesgarnos con ese taumaturgo que el rey despidió», y el otro probablemente le dijo: «No tenemos nada que perder; no podrá matar un cadáver», y el otro probablemente replicó…
—Fuiste un taumaturgo maravilloso —dijo el tipo flacucho—. Si te despidieron fue por motivos políticos.
—No me insultes calificándome de maravilloso…, era genial…, soy genial…, no ha habido nunca, nunca, ¿me oyes, hijo?, nunca ha habido un taumaturgo que estuviese a mi altura, que inventara la mitad de las técnicas milagrosas que yo inventé…, y entonces me despidieron…
La voz se le fue apagando de repente. Era muy viejo y estaba muy débil, y el esfuerzo de aquella perorata apasionada lo había dejado exhausto.
—Señor, por favor, siéntate… —dijo el tipo flacucho.
—No me llames señor, hijo —le pidió Max Milagros. De joven había sido muy duro, y seguía siéndolo—. Tengo trabajo que hacer. Le estaba dando de comer a mi bruja cuando entrasteis; tengo que acabar con eso.
Seguidamente, levantó la puerta trampilla de la choza y bajó por la escalera al sótano, cerrando la puerta trampilla tras él. Cuando hubo hecho esto, se llevó el índice a los labios y corrió hasta la anciana que estaba preparando chocolate caliente sobre el hornillo de carbón. Max se había casado con Valerie hacía un millón de años —al menos eso parecía— en la Escuela de Taumaturgos, donde se encargaba de distribuir las pócimas con cucharón. Evidentemente no era una bruja, pero cuando Max comenzó a practicar su oficio, todos los taumaturgos debían tener una, y como a Valerie no le importaba, la llamaba bruja en público y ella aprendió lo suficiente de brujería como para hacerse pasar por una bruja en casos de apuro.
—¡Escucha, escucha! —le susurró Max señalando repetidas veces en dirección a la choza—. No adivinarás nunca lo que tengo allá arriba…, un gigante y un español.
—¿Un gigante en pañol? —inquirió Valerie, llevándose las manos al corazón; su oído ya no era lo que había sido.
—¡Un español! ¡Un español! Con cicatrices y todo, un tipo duro.
—Deja que roben lo que quieran. No tenemos nada por lo que merezca la pena luchar.
—No vienen a robar, sino a comprar algo. A mí. Tienen un cadáver allá arriba y quieren un milagro.
—Siempre se te dieron bien los muertos —le recordó Valerie.
Desde que el despido estuvo a punto de acabar con él, que no lo veía hacer semejante esfuerzo para ocultar su entusiasmo. Por ello procuró controlar su propio entusiasmo. Ojalá volviese a trabajar. Su Max era tan genial, todos regresarían, hasta el último de sus pacientes. Max volvería a ser respetado, y por fin podrían abandonar aquella choza. En otras épocas, era allí donde probaban sus experimentos. Y ahora era su casa.
—Esta noche no tenías ningún otro compromiso urgente, ¿por qué no aceptas el caso? —añadió Valerie.
—Reconozco que podría hacerlo, pero de ser así ya conoces cómo es la naturaleza humana; seguro que tratarían de marcharse sin pagar. ¿Cómo puedo obligar a un gigante a que me pague si no quiere hacerlo? ¿Para qué quiero ese tipo de penas? Los mandaré a paseo y tú me subirás una buena taza de chocolate. Además, estaba enfrascado en la lectura de un artículo muy bien escrito que habla de las garras de águila.
—Cobra por adelantado. Ve. Exige. Si dicen que no, los echas. Si dicen que sí, me bajas el dinero y se lo haré tragar a la rana; nunca lo encontrarán si cambian de parecer e intentan recuperarlo.
Max comenzó a subir la escalera.
—¿Cuánto les pido? Llevo sin hacer milagros…, déjame pensar, unos tres años, ¿no? Los precios pueden haberse puesto por las nubes. Cincuenta, ¿no crees? Si tienen cincuenta, me lo pensaré. Si no, a la calle.
—Bien —dijo Valerie, y en cuanto Max cerró la puerta trampilla, subió en silencio la escalera y apoyó la oreja al techo.
—Señor, tenemos una prisa horrible, de modo que… —dijo una voz.
—No me vengas con prisas, hijo, si apresuras a un taumaturgo, tendrás unos milagros espantosos, ¿es eso lo que quieres?
—¿Lo harás, entonces?
—No he dicho que lo haría, hijo, no trates de presionar a un taumaturgo, y menos a éste; si intentas presionarme, te vas a la calle. ¿Cuánto dinero llevas?
—Fezzik, dame el dinero —ordenó la misma voz.
—Aquí está todo lo que tengo —retumbó una voz inmensa—. Cuéntalo, Íñigo.
Se produjo una pausa.
—Sesenta y seis. Es todo lo que tenemos —dijo el que se llamaba Íñigo.
Valerie se disponía a aplaudir de alegría cuando Max dijo:
—En mi vida he trabajado por tan poco dinero; tienes que estar de guasa; lo siento, discúlpame otra vez, tengo que hacer eructar a mi bruja, a estas alturas ya ha comido.
Valerie regresó rápidamente junto al fuego y esperó a que Max se reuniera con ella.
—No hay nada que hacer —le dijo él—. Sólo llevan veinte.
Valerie siguió revolviendo lo que tenía en el fuego. Sabía la verdad, pero temía decirla, de modo que puso en práctica otro plan.
—Nos estamos quedando sin cacao en polvo: esos veinte nos vendrían muy bien mañana, en casa del traficante.
—¿Que ya no queda cacao en polvo? —inquirió Max, visiblemente afectado. El chocolate era una de sus golosinas favoritas, después de los caramelos para la tos.
—Quizá, si fuera una buena causa, podrías rebajarte a trabajar por veinte —sugirió Valerie—. Vete a averiguar para qué necesitan el milagro.
—Seguro que me mentirán.
—Si tienes dudas, utiliza el fuelle de los bramidos. Porque verás, no me gustaría nada tener remordimientos de conciencia si el milagro no fuera para gente buena.
—Eres una dama muy insistente —dijo Max, pero volvió a subir—. Está bien —le dijo al tipo flacucho—, ¿qué hay de especial en este tipo para que tenga que resucitarlo a él de entre los cientos de personas que me vienen a fastidiar cada día para rogarme que les haga un milagro? Te advierto que será mejor que valga la pena.
Íñigo estuvo a punto de responderle: «Para que pueda decirme cómo matar al conde Rugen», pero no le pareció que fuese el tipo de cosa que, en opinión de un taumaturgo chiflado, fuera a contribuir a la mejoría general de la humanidad, de modo que le dijo:
—Tiene una esposa y quince hijos, no tienen nada para comer, si sigue siendo cadáver, ellos se morirán de hambre, de modo que…
—Ay, hijo, qué mentiroso eres —dijo Max; se dirigió a un rincón y sacó un enorme fuelle—. Se lo preguntaré a él —gruñó, subiendo el fuelle hacia Westley.
—Es un cadáver, no puede hablar —le recordó Íñigo.
—Nosotros tenemos nuestros métodos —fue todo lo que Max le contestó, e introdujo el enorme fuelle por la garganta de Westley y comenzó a bombear—. Verás —le explicó Max mientras bombeaba—, hay distintas clases de muertos. Están los más bien muertos, los muertos en su mayoría y los totalmente muertos. Este tipo que tenemos aquí sólo está más bien muerto, lo cual significa que en su interior conserva una memoria, sigue teniendo trocitos de cerebro. Si se aplica una pequeña presión aquí y otro poco más allá, a veces se consiguen resultados.
Westley comenzaba a hincharse ligeramente debido al bombeo al que le estaban sometiendo.
—¿Qué haces? —preguntó Fezzik, que empezaba a mostrarse preocupado.
—No te preocupes, le estoy llenando los pulmones; te aseguro que no le duele nada. —Dejó de bombear el fuelle al cabo de unos instantes, y luego comenzó a gritar en la oreja de Westley—: ¿Qué es tan importante? ¿Qué hay aquí por lo que merezca la pena regresar? ¿Qué habrá aquí esperándote? —Max volvió a llevar el fuelle a su rincón y luego cogió papel y lápiz—. La respuesta tardará un rato en encontrar el camino de salida, de modo que podemos aprovechar para que me contestéis algunas preguntas. ¿En qué medida conocéis a este hombre?
Íñigo no tenía muchas ganas de contestar a esa pregunta, puesto que habría resultado raro reconocer que de vivo lo habían visto en una sola ocasión, y para enfrentarse a un duelo a muerte.
—¿A qué te refieres exactamente? —repuso.
—Pues, por ejemplo —dijo Max—, ¿tenía cosquillas o no?
—¿Cosquillas? —rugió Íñigo indignado—. ¡Cosquillas! Estamos hablando de una cuestión de vida o muerte, ¿y tú me hablas de cosquillas?
—A mí no me grites —rugió Max a su vez—, y no te burles de mis métodos…, las cosquillas resultan tremendamente útiles en los casos adecuados. En cierta ocasión tuve un cadáver en peor estado que este tipo, estaba muerto en su mayor parte, y yo venga a hacerle cosquillas, venga a hacerle cosquillas. Se las hice en los dedos de los pies y en los sobacos, y en las costillas, y con una pluma de pavo real, le hice cosquillas en el ombligo; y así estuve todo el día y toda la noche y al amanecer del día siguiente…, fíjate bien lo que te digo, al amanecer del día siguiente… el cadáver dijo: «Lo detesto». Y yo le pregunté: «¿Qué es lo que detestas?». Y él me contestó: «Que me hagan cosquillas; he recorrido todo el camino que nos separa de los muertos para volver y pedirte que pares». Entonces yo le dije: «¿Quieres decir que esto que te hago ahora con la pluma de pavo real te molesta?». Y él me contestó: «No puedes llegar a hacerte una idea de cuánto me fastidia». Por supuesto que yo seguí haciéndole preguntas sobre las cosquillas, para que siguiera hablándome y contestándome, porque supongo que no será preciso que os diga que cuando logras que un cadáver se enrede en una conversación, la batalla ya está medio ganada.
—Veeer… dddro mmoor…
Aterrado, Fezzik se aferró a Íñigo y los dos se dieron la vuelta como impelidos por un resorte y se quedaron mirando al hombre de negro, que volvía a estar callado.
—Ha dicho verdadero amor —gritó Íñigo—. Ya lo has oído…, quiere volver por el verdadero amor. Sin duda es un motivo que merece la pena.
—Hijo, no vengas a decirme a mí qué es lo que merece la pena… el amor verdadero es lo mejor del mundo, después de los caramelos para la tos. Es de público conocimiento.
—Entonces, ¿lo salvarás? —inquirió Fezzik.
—Sin duda, lo salvaría, si hubiese dicho «verdadero amor», pero habéis oído mal, mientras que yo, como soy experto en fuelles de bramidos, os diré lo que cualquier experto en lenguas se sentirá feliz de confirmar; es decir, que el sonido f es el que a un cadáver le resulta más difícil de dominar; por lo tanto sale como una v, y lo que tu amigo dijo fue «verdadero barol», queriendo referirse obviamente a un «farol»…, por lo que resulta evidente que está metido en un asunto oscuro o en un juego de cartas y quiere ganar, y es más evidente aún que no constituye motivo suficiente para hacer un milagro. Lo siento, nunca cambio de parecer cuando decido algo, adiós, y llevaos vuestro cadáver.
—¡Mentiroso, mentiroso! —chilló de repente una voz desde la puerta trampilla, ahora abierta.
Max Milagros se volvió.
—Vete para abajo, bruja… —le ordenó.
—No soy una bruja, soy tu esposa… —dijo avanzando hacia él hecha una pequeña furia envejecida—, y después de lo que has hecho, dudo que desee seguir siéndolo… —Max Milagros trató de calmarla, pero no había manera de convencerla—. Ha dicho «verdadero amor», Max…, incluso yo logré oírlo…, «verdadero amor, verdadero amor».
—No sigas —le pidió Max, a lo que se añadió una súplica que provenía de alguna parte.
Valerie se volvió hacia Íñigo y le comentó:
—Te rechaza porque tiene miedo…, tiene miedo de estar acabado, de que los milagros hayan abandonado esos dedos que una vez fueron majestuosos…
—No es verdad —protestó Max.
—Tienes razón —convino Valerie—, no es verdad…, nunca fueron majestuosos, Max…, nunca fuiste bueno.
—La curación por cosquillas…, estabas presente…, tú lo viste…
—Pura chiripa…
—Todos los ahogados que resucité…
—Casualidad…
—Valerie, llevamos ochenta años casados, ¿cómo puedes hacerme esto?
—Porque el amor verdadero se está muriendo y tú no tienes la decencia de decir por qué no quieres ayudar…, pues yo sí, y te diré más, el príncipe Humperdinck hizo bien en despedirte…
—No pronuncies ese nombre en mi choza, Valerie…, prometiste que nunca pronunciarías ese nombre…
—Príncipe Humperdinck, príncipe Humperdinck, príncipe Humperdinck, él sí que sabe reconocer los fraudes cuando los ve…
Max echó a correr hacia la puerta trampilla tapándose las orejas con las manos.
—Éste es el amor verdadero de su prometida —dijo entonces Íñigo—. Si le devuelves la vida, él impedirá la boda del príncipe Humperdinck…
Max se quitó las manos de las orejas.
—¿O sea que si este cadáver de aquí resucita, el príncipe Humperdinck sufrirá?
—Humillaciones a granel —repuso Íñigo.
—Pues ése sí que es un motivo que vale la pena —dijo Max Milagros—. Dame los sesenta y cinco, acepto el caso. —Se arrodilló junto a Westley y murmuró—: Mmm.
—¿Qué? —inquirió Valerie. Conocía aquel tono.
—Mientras perdíais el tiempo con tanta charla, ha pasado al estado de muerto total.
Valerie le dio una serie de golpecitos a Westley en distintas zonas.
—Se está endureciendo —dijo—. Tendrás que solucionarlo de alguna manera.
Max le dio también unos cuantos golpecitos y le preguntó a Valerie:
—¿Te parece que el oráculo estará levantado?
Valerie le echó un vistazo al reloj y repuso:
—No lo creo, ya es casi la una. Además, ya no me fío tanto de ella.
—Ya lo sé —dijo Max asintiendo—, pero habría sido bueno tener una idea somera sobre si esto va a funcionar o no. —Se restregó los ojos—. Ah, qué cansado estoy; ojalá hubiese sabido que se me iba a presentar este trabajo, porque esta tarde habría echado una siesta. —Se encogió de hombros—. Ya no tiene remedio, lo hecho, hecho está. Tráeme la Enciclopedia de Hechizos y el Apéndice de Maleficios.
—Creí que lo sabías todo sobre este tipo de cosas —comentó Íñigo; era él quien comenzaba a mostrarse preocupado.
—He perdido práctica, me he retirado hace tres años, y con las recetas para la resurrección no se juega. Un pequeño ingrediente que falle, y todo te estalla en la cara.
—Aquí tienes el Libro de Maleficios y las gafas —dijo Valerie entre jadeos al subir por la escalera del sótano. Mientras Max comenzaba a pasar las hojas, ella se volvió hacia Íñigo y Fezzik, que andaban por ahí dando vueltas, y les dijo—: Podéis ayudar.
—Lo que tú mandes —dijo Fezzik.
—Decidnos cualquier cosa que pueda ser útil. ¿Cuánto tiempo tenemos para hacer el milagro? Si logramos hacerlo…
—Cuando logremos hacerlo —la corrigió Max levantando la vista del Libro de Maleficios.
Su voz sonaba ahora más fuerte.
—Cuando logremos hacerlo —repitió Valerie—, ¿cuánto tiempo ha de conservar su eficacia completa? ¿Qué es lo que vais a hacer exactamente?
—Pues es difícil de predecir —respondió Íñigo—, porque lo primero que hemos de hacer es tomar el castillo por asalto, y nunca se puede estar seguro de cómo van a salir esas cosas.
—Una píldora de una hora bastará —dijo Valerie—. Una de dos, o bien os sobrará tiempo o bien estaréis los dos muertos, ¿por qué no lo dejamos en una hora?
—Es que los tres vamos a luchar —le aclaró Íñigo—. Entonces, cuando hayamos tomado el castillo por asalto, debemos impedir que se celebre la boda, raptar a la princesa y huir, dejando en alguna parte un hueco para que pueda enfrentarme a duelo con el conde Rugen.
Valerie se quedó visiblemente sin energías. Abrumada, se dejó caer en una silla.
—Max —le dijo a su marido, dándole unos golpecitos en el hombro—, no hay nada que hacer.
—¿Eh? —dijo él levantando la vista del libro.
—Necesitan un cadáver que pueda luchar.
Max cerró el Libro de Maleficios y dijo:
—No hay nada que hacer.
—Pero acabo de comprar un milagro —insistió Íñigo—. Te he pagado sesenta y cinco.
—Fíjate en esto —le dijo Valerie aporreando el pecho de Westley—, nada. ¿Alguna vez has oído algo tan hueco? A este hombre le han chupado la vida. Tardará meses en recuperar las fuerzas.
—Pero no disponemos de meses…, ya es más de la una, y la boda se celebrará esta tarde, a las seis. ¿Qué partes podrán funcionar correctamente en diecisiete horas?
—Bueno —dijo Max calculando—. Sin duda alguna, la lengua, ciertamente el cerebro, y con suerte, quizá logre andar un poco si lo empujas con suavidad en la dirección adecuada.
Íñigo lanzó una mirada desesperada a Fezzik.
—¿Qué queréis que os diga? Necesitáis una fantasmagoría.
—Y jamás habríais podido conseguir una por sesenta y cinco —añadió Valerie a manera de consuelo.
Aquí he efectuado un pequeño recorte, quizá de unas veinte páginas. Básicamente, lo que sigue es una serie de escenas alternadas en las que se describe lo que ocurre en el castillo y en casa del taumaturgo: el autor va de un sitio al otro, y cada vez que cambia de lugar da la hora, una especie de «quedaban once horas para las seis de la tarde y…», ese tipo de cosas. Morgenstern utiliza este recurso principalmente porque lo que de veras le interesa, como siempre, es satirizar a la monarquía y dejar bien claro lo tontos que eran siguiendo todas aquellas antiguas tradiciones, como la de besar el anillo sagrado del tatarabuelo Fulano, etcétera.
En esta parte figura la primera escena de acción que he quitado, y os explicaré por qué: Íñigo y Fezzik deben llevar a cabo una cierta cantidad de proezas para conseguir los ingredientes necesarios para la píldora de la resurrección; por ejemplo, Íñigo ha de encontrar un poco de rana en polvo, mientras que Fezzik va a buscar el barro del holocausto; para hacerse con este último ingrediente, en primer lugar Fezzik debe adquirir una capa del holocausto para no morir quemado al recoger el barro, etcétera. En fin, que estoy convencido de que esto es más o menos lo mismo que cuando el mago de Oz envía a los amigos de Dorothy al castillo de la bruja malvada a buscar los zapatos de rubíes; es más o menos la misma «atmósfera», no sé si me explico, y a estas alturas en que el libro va alcanzando su punto álgido, no quería arriesgarme a que el lector dijera: «Vaya, es exactamente como en los libros de Oz». Pero aquí viene la sorpresa: la versión florinesa de Morgenstern vio la luz antes de que Baum escribiera El mago de Oz, de modo que a pesar de que él fuera el creador, la cosa aparece justamente como si fuese al revés. Sería bonito que alguien, quizá un candidato a doctor en filosofía que anduviera por ahí suelto, hiciese algo por la reputación de Morgenstern, pues, os lo digo con toda sinceridad, si ser pasado por alto significa sufrir, el hombre ha sufrido mucho.
El otro motivo por el que efectué este recorte es el siguiente: vosotros sabéis que la píldora de la resurrección tiene que funcionar. Porque no se pasa uno tanto rato con una pareja de locos como Max y Valerie para que la cosa acabe en fracaso. Al menos un genio como Morgenstern no lo hubiera hecho.
Una última cosa: Hiram, mi editor, tuvo la impresión de que la parte que habla de Max Milagros está teñida de unos acentos demasiado judíos, demasiado contemporáneos. En eso dejé que se saliera con la suya; para mí éste es un punto muy delicado; citaré un solo ejemplo: en Butch Cassidy and the Sundance Kid hay una frase en la que Butch dice: «Yo tengo visión, y el resto del mundo usa bifocales». Uno de mis geniales productores comentó: «Hay que sacar esa frase; no permitiré que mi nombre salga en la película si dejan esa frase». Entonces le pregunté por qué, y el tipo me contestó: «En aquella época no hablaban así; es anacronismo». Entonces recuerdo que le expliqué: «Ben Franklin usaba bifocales…, Ty Cobb era el bateador campeón de la Liga Americana cuando vivían estos tipos…, mi madre vivía cuando vivían estos tipos y ella también usaba bifocales». Nos estrechamos la mano y acabamos siendo enemigos, pero la frase salió en la película.
Esto viene por lo siguiente: si Max y Valerie parecen judíos, ¿por qué no deberían parecerlo? ¿O acaso creéis que un tipo llamado Simón Morgenstern era católico irlandés? Es gracioso…, los padres de Morgenstern se llamaban Max y Valerie y su padre era médico. La vida imita al arte, el arte imita la vida; nunca sé bien cómo va la frase, es más o menos lo mismo que me ocurre con el clarete, nunca logro recordar si es Burdeos o Borgoña. Supongo que lo que realmente importa es que los dos saben bien, igual que Morgenstern; por lo tanto, retomaremos el hilo de la historia más tarde, trece horas más tarde, para ser exacto, a las cuatro, dos horas antes de la boda.
—¿Quieres decir que eso es todo? —inquirió Íñigo, asombrado.
—Es todo —repuso Max, asintiendo orgulloso.
Desde sus épocas gloriosas que no trasnochaba tanto, y se sentía estupendamente. Valerie no cabía en sí de orgullo.
—Hermoso —dijo. Se volvió hacia Íñigo y le comentó—: Pareces muy decepcionado…, ¿qué aspecto creías que iba a tener la píldora de la resurrección?
—Pues no pensaba que se pareciera a un terrón de arcilla del tamaño de una pelota de golf —repuso Íñigo.
(Soy yo otra vez. Es el último inciso de este capítulo: esto tampoco es un anacronismo; hace siete siglos, en Escocia, había pelotas de golf, es más, no olvidéis que Íñigo había estudiado con MacPherson, el escocés. De hecho, todo lo que escribió Morgenstern es históricamente exacto; leed cualquier libro decente sobre la historia de Florin.)
—Normalmente, en el último momento las recubro con una capa de chocolate; les da mucho mejor aspecto —dijo Valerie.
—Han de ser las cuatro —dijo entonces Max—. Será mejor que prepares el chocolate, para que le dé tiempo a endurecerse.
Valerie se llevó consigo el terrón y se dispuso a bajar la escalera hacia la cocina.
—Nunca has hecho un trabajo mejor; sonríe.
—¿Funcionará sin dificultades? —preguntó Íñigo.
Max asintió con mucha convicción. Pero no sonrió. Había algo que le daba vueltas en la cabeza; nunca se olvidaba de nada, al menos no de las cosas importantes, y de ésta tampoco se olvidó.
Pero la cuestión fue que no se acordó a tiempo…
A las cinco menos cuarto, el príncipe Humperdinck requirió la presencia de Yellin en sus aposentos. Yellin acudió de inmediato, aunque temía lo que iba a ocurrir. De hecho, Yellin ya había redactado su carta de renuncia, y la llevaba en un sobre en el bolsillo.
—Alteza —comenzó a decir Yellin.
—Quiero un informe —exigió el príncipe Humperdinck.
Iba brillantemente vestido de blanco, su traje de bodas. Seguía pareciéndose a un enorme barril, pero más reluciente.
—Todos vuestros deseos han sido cumplidos, alteza. Me he encargado personalmente de cada detalle.
Yellin estaba muy cansado, y hacía rato que tenía los nervios destrozados.
—Explícate —le ordenó el príncipe.
Faltaban setenta y cinco minutos para que asesinara a una mujer por primera vez en su vida, y se preguntó si sería capaz de rodearle el cuello con las manos antes de que comenzara a gritar. Se había pasado toda la tarde practicando con salchichas gigantes y dominaba bastante bien los movimientos, pero había que admitir que las salchichas gigantes no eran cuellos y que ni aun deseándolo fervientemente podrían convertirse en tales.
—Todas las entradas al castillo han sido cerradas esta misma mañana, excepto la puerta principal. Ésa es ahora la única manera de entrar, y de salir. He cambiado la cerradura del portal principal. La nueva cerradura sólo tiene una llave que llevo conmigo a todas partes. Cuando estoy fuera con los cien hombres, la llave está en la parte exterior de la cerradura y nadie puede abandonar el castillo desde dentro. Cuando estoy con vos, como ocurre ahora, la llave está en la parte interior de la cerradura, y nadie puede entrar desde fuera.
—Sígueme —le ordenó el príncipe, dirigiéndose al amplio ventanal de sus aposentos. Señaló hacia afuera. Debajo del ventanal había un hermoso jardín. Más allá, se encontraban los establos privados del príncipe. Más allá aún, se erguía el muro exterior del castillo—. Por ahí entrarán ellos —dijo—. Escalando el muro, a través de mis establos, atravesarán el jardín, llegarán a mi ventanal, estrangularán a la reina y saldrán por el mismo sitio por donde entraron sin que nos enteremos.
—¿Ellos? —inquirió Yellin, aunque ya conocía la respuesta.
—Los guilderianos, está claro.
—Pero el muro que sugerís es el más alto de todos los que rodean el castillo de Florin. Tiene quince metros de altura en ese punto…, es el sitio menos probable de ataque.
Intentó desesperadamente no perder el control.
—Razón de más para que escojan este lugar; además, el mundo entero sabe que los guilderianos son unos escaladores insuperables.
Yellin jamás había oído ningún comentario al respecto. Siempre había creído que el título de escaladores insuperables correspondía a los suizos.
—Alteza —dijo, en un último intento—. Ninguno, ni uno solo de mis espías, me ha informado aún de que exista una sola conspiración contra la princesa.
—Una autoridad incuestionable me ha hecho saber que se producirá un intento de estrangular a la princesa esta misma noche.
—En ese caso —dijo Yellin, hincándose sobre una rodilla y tendiéndole el sobre— debo renunciar. —Era una decisión difícil… Los Yellin se habían encargado de hacer cumplir la ley durante generaciones, y se tomaban su trabajo mucho más que en serio—. No estoy cumpliendo bien con mi trabajo, sire; os ruego que me perdonéis y que me creáis cuando os digo que mis fallos han sido producto del cuerpo y de la mente, pero no del corazón.
El príncipe Humperdinck se encontró, de repente, en un genuino apuro, porque una vez concluida la guerra, necesitaba que alguien se quedase en Guilder como gobernante, y dado que él no podía estar en dos sitios a la vez, y en vista de que los únicos hombres en los que confiaba eran Yellin y el conde, el primero era el más indicado para el cargo, pues el conde jamás iba a aceptar el trabajo, obsesionado como estaba en aquellos días por terminar con su estúpido Detonador del Dolor.
—No acepto tu renuncia porque estás cumpliendo bien con tu trabajo, y no existe ninguna conspiración, sino que yo mismo asesinaré a la reina esta misma noche, y tú gobernarás Guilder en mi nombre cuando acabe la guerra. Y ahora ponte de pie.
Yellin no sabía qué decir. «Gracias», le parecía demasiado inadecuado, pero fue todo lo que se le ocurrió.
—Cuando se haya celebrado la boda, la enviaré aquí para que se prepare; entretanto, con unas botas que he conseguido, dejaré unas huellas que van desde el muro a la alcoba y de vuelta de la alcoba al muro. Como tú eres el encargado de hacer cumplir la ley, espero que no tardes mucho en verificar mis temores de que las huellas sólo pudieron ser hechas por las botas de soldados guilderianos. Una vez aclarado ese punto, será preciso efectuar una o dos proclamas reales; mi padre puede abdicar por no ser apto para la batalla, y muy pronto, tú, mi querido Yellin, vivirás en el castillo de Guilder.
Yellin reconocía un discurso de despedida con sólo oírlo.
—Me marcho sin más sentimiento en mi corazón que el de serviros.
—Gracias —dijo Humperdinck, satisfecho, porque, al fin y al cabo, la lealtad era una cosa que no se compraba. Con esos ánimos, cuando estuvieron junto a la puerta le dijo a Yellin—: Ah, por cierto, si ves al albino, dile que puede presenciar mi boda desde el fondo de la iglesia, que no hay ningún problema.
—A vuestras órdenes, majestad —dijo Yellin, y luego añadió—: Pero no sé dónde está mi primo…, hace menos de una hora fui a buscarlo y no lo encontré por ninguna parte.
El príncipe comprendía la importancia de una noticia en cuanto la oía; no en vano era el más grande cazador del mundo; además, si algo podía decirse del albino era que siempre se lo podía encontrar.
—Dios mío, no supondrás que realmente existe una conspiración, ¿verdad? El momento es perfecto; el país está en fiestas; si Guilder se dispusiera a cumplir quinientos años, sé que yo los atacaría.
—Me marcho a toda prisa al portal y lucharé hasta la muerte si es preciso —dijo Yellin.
—Eres un buen hombre —le gritó el príncipe cuando Yellin se marchaba.
Si se producía un ataque, sería en el momento más ajetreado, durante la boda, de manera que tendría que adelantarla. Las cosas de palacio iban despacio; no obstante, él tenía autoridad. El horario de las seis de la tarde quedaba descartado. Se casaría, a más tardar, antes de la cinco y media.
A las cinco, Max y Valerie estaban en el sótano bebiendo café.
—Será mejor que te vayas directo a la cama —dijo Valerie—, pareces muy preocupado. No puedes pasarte toda la noche en vela como si fueras un mocoso.
—No estoy cansado —dijo Max—. Pero en lo otro sí que tienes razón.
—Cuéntaselo a mamá —le pidió Valerie, se acercó a él y le acarició la calva.
—Es que he estado recordando cosas sobre la píldora.
—Es una píldora preciosa, cariño. Puedes sentirte orgulloso.
—Creo que la he pifiado en las cantidades. ¿No querían una hora? Cuando dupliqué las cantidades indicadas en la receta, creo que me quedé corto. Dudo que funcione durante más de cuarenta minutos.
Valerie se le sentó en las rodillas.
—Seamos sinceros el uno con la otra: está claro que eres un genio, pero hasta los genios pierden práctica. Estuviste tres años sin trabajar. Cuarenta minutos serán más que suficientes.
—Supongo que tienes razón. De todos modos, ¿qué podemos hacer? Lo hecho, hecho está.
—Con todas las presiones a las que has estado sometido, si llega a funcionar, será un milagro.
Max tuvo que darle la razón.
—Una fantasmagoría —dijo, moviendo la cabeza afirmativamente.
El hombre de negro estaba casi tieso del todo cuando Fezzik llegó al muro. Faltaba muy poco para las cinco y Fezzik había cargado con el cadáver durante todo el trayecto desde la casa de Max Milagros, yendo de callejuela en callejuela, de callejón en callejón; aquélla era una de las cosas más difíciles que había hecho nunca, aunque no agotadora. Ni siquiera jadeaba. Pero si la píldora no era nada más que lo que parecía, una porción de chocolate, entonces él, Fezzik, se pasaría el resto de su vida teniendo pesadillas en las que los cuerpos se pondrían tiesos entre sus manos.
Cuando por fin se encontró en la sombra del muro, le preguntó a Íñigo.
—¿Y ahora qué?
—Hemos de comprobar si sigue siendo seguro. Quizá nos hayan tendido una trampa.
Era la misma parte del muro que conducía hacia el Zoo, ubicado en el extremo más alejado de los terrenos del castillo. Pero si habían descubierto el cuerpo del albino, cualquiera sabía qué podía esperarles.
—¿Subo yo entonces? —preguntó Fezzik.
—Subiremos los dos —contestó Íñigo—. Apóyalo contra el muro y ayúdame.
Fezzik inclinó al hombre de negro para que no corriera el peligro de caer y esperó a que Íñigo subiera sobre sus hombros.
Entonces comenzó a escalar. La más mínima hendidura del muro le bastaba para meter los dedos; la imperfección más ínfima era todo lo que necesitaba. Escaló rápidamente, pues ya estaba familiarizado con el muro, y al cabo de un momento, Íñigo logró sujetarse de la parte superior y decirle:
—Todo en orden; vuelve a bajar.
Y Fezzik volvió junto al hombre de negro y esperó.
Íñigo se arrastró por lo alto del muro en medio de un silencio mortal. A lo lejos, vio la entrada del castillo y los soldados armados que la flanqueaban… Más cerca se hallaba el Zoo. Y un poco más allá, entre los frondosos matorrales, en el extremo más alejado del muro, logró distinguir el cuerpo inerte del albino. Todo seguía igual. Estaban seguros, al menos por el momento. Le hizo una seña a Fezzik y éste sujetó al hombre de negro entre las piernas; en silencio, comenzó a escalar valiéndose de sus brazos.
Cuando se reunieron todos en lo alto del muro, Íñigo tendió al muerto y a toda prisa se dirigió al sitio desde donde se podía ver bien la entrada principal. El sendero que iba desde el muro exterior al portal principal del castillo se inclinaba ligeramente hacia abajo, no era una pendiente demasiado pronunciada, pero era uniforme. Debía de haber por lo menos unos…, Íñigo los contó rápidamente…, unos cien hombres aprestados. Y calculó que serían las cinco y cinco, quizá las cinco y diez. Faltaban cincuenta minutos para la boda, Íñigo se dio la vuelta y regresó junto a Fezzik.
—Creo que deberíamos darle la píldora —le dijo—. Deben de faltar unos cuarenta y cinco minutos para la ceremonia.
—Eso significa que apenas le sobrará un cuarto de hora para huir —calculó Fezzik—. Creo que deberíamos esperar por lo menos hasta las cinco y media. Media hora antes, media hora después.
—No —dijo Íñigo—. Impediremos la boda antes de que tenga lugar…, es la mejor manera, al menos en mi opinión. Para cogerles desprevenidos debemos atacar en la conmoción que precede al acontecimiento.
Fezzik se quedó sin argumentos.
—De todos modos —prosiguió Íñigo—, ignoramos cuánto se tarda en tragar algo así.
—Yo sería incapaz de tragármela. Estoy seguro.
—Tendremos que obligarlo —dijo Íñigo desenvolviendo el terrón color chocolate—. Como a una oca. Le pondremos las manos alrededor del cuello, la haremos bajar y que sea lo que Dios quiera.
—Estoy de acuerdo contigo, Íñigo —dijo Fezzik—. Dime qué debo hacer.
—Creo que será mejor que lo sentemos, ¿no te parece? A mí me resulta más fácil tragar cuando estoy sentado que cuando estoy acostado.
—Nos va a costar trabajo —dijo Fezzik—. Ya está completamente frío. Me parece que no se doblará así como así.
—Puedes obligarlo —sugirió Íñigo—. Siempre he tenido confianza en ti, Fezzik.
—Gracias —repuso Fezzik—. Pero, por favor, nunca me dejes solo. —Colocó el cadáver entre los dos, e intentó que se doblara por la mitad, pero el hombre de negro estaba tan tieso que Fezzik tuvo que sudar la gota gorda para ponerlo en ángulo recto—. ¿Cuánto crees que deberemos esperar para saber si el milagro ha funcionado o no?
—Sé tanto como tú —respondió Íñigo—. Ábrele la boca lo más que puedas e inclínale la cabeza un poco hacia atrás, se la meteremos y veremos qué pasa.
Fezzik estuvo maniobrando un rato con la boca del hombre de negro, disponiéndola tal como Íñigo le había dicho, logró poner bien el cuello al primer intento; Íñigo se arrodilló, se inclinó sobre la cavidad y echó la píldora dentro; cuando la píldora rozó la garganta, oyó decir:
—No pudisteis derrotarme solos, mal paridos; pues bien, os he derrotado a cada uno por separado y os derrotaré a los dos juntos.
—¡Estás vivo! —exclamó Fezzik.
El hombre de negro permaneció sentado e inmóvil, y como el muñeco de un ventrílocuo, sólo movía la boca.
—Es tal vez la observación más infantil y obvia que jamás he oído en mi vida, pero de un estrangulador no se puede esperar otra cosa. ¿Por qué no puedo mover los brazos?
—Has estado muerto —le explicó Íñigo.
—Y no te estamos estrangulando —añadió Fezzik—, sólo queríamos que te tragaras la píldora.
—La píldora de la resurrección —le aclaró Íñigo—. Se la compré a Max Milagros, y su efecto dura sesenta minutos.
—¿Qué pasa al cabo de los sesenta minutos? ¿Vuelvo a morirme? —preguntó Westley.
(No eran sesenta minutos; eso era lo que ellos creían. En realidad eran cuarenta, y ya habían perdido uno hablando, de modo que les quedaban treinta y nueve.)
—No lo sabemos. Probablemente te caigas redondo y necesites cuidados durante un año, o lo que tardes en recuperar las fuerzas.
—Ojalá recordara cómo era lo de estar muerto —dijo el hombre de negro—. Para poder apuntarlo. Me haría rico con un libro así. Tampoco puedo mover las piernas.
—Todo se andará. Es lógico que no puedas moverlas. Max dijo que la lengua y el cerebro eran cosas seguras y que probablemente serías capaz de moverte, pero despacio.
—Lo último que recuerdo es que me moría, ¿qué hago entonces aquí, en lo alto de este muro? ¿Somos enemigos? ¿Tenéis nombre? Soy el temible pirata Roberts, pero podéis llamarme Westley.
—Fezzik.
—Íñigo Montoya, de España. Deja que te explique lo que ha ocurrido… —Se interrumpió y meneó la cabeza. Luego prosiguió—: No. Son demasiadas cosas, nos llevaría demasiado tiempo, o sea que permíteme que te lo resuma: la boda es a las seis, lo que nos deja un margen de un poco más de media hora para entrar, raptar a la chica y salir; pero antes tengo que matar al conde Rugen.
—¿Qué tenemos en contra?
—En el castillo sólo hay una entrada habilitada y está vigilada por unos cien hombres.
—Mmm —murmuró Westley, no tan desanimado como habría estado de costumbre, porque en ese mismo momento comenzó a mover los dedos de los pies—. ¿Y a nuestro favor?
—Tu cerebro, la fuerza de Fezzik y mi acero.
Westley dejó de mover los dedos de los pies.
—¿Eso es todo? ¿Nada más?
Íñigo intentó explicárselo.
—Hemos estado sometidos a una carrera contra reloj desde el principio. Ayer por la mañana, por ejemplo, yo no era más que un borracho perdido y Fezzik trabajaba para la Brigada Brutal.
—Es imposible —gritó Westley.
—Soy Íñigo Montoya y no acepto la derrota…, ya se te ocurrirá algo. Tengo plena confianza en ti.
—Se casará con Humperdinck y yo no podré hacer nada —dijo Westley, cegado por la desesperación—. Tendedme otra vez y dejadme solo.
—Te das por vencido muy fácilmente. Nosotros hemos luchado contra monstruos para llegar hasta ti, lo hemos arriesgado todo porque tú tienes la sagacidad necesaria para resolver los problemas. Tengo la confianza plena y absoluta de que tú…
—Quiero morirme —susurró Westley, y cerró los ojos—. Si tuviera un mes para planificar el ataque, quizá podría ocurrírseme algo, pero esto… —La cabeza se le bamboleó de un lado al otro—. Lo siento. Dejadme.
—Acabas de mover la cabeza —comentó Fezzik, haciendo lo imposible por parecer alegre—. ¿Te levanta eso la moral?
—¿Mi cerebro, tu fuerza y su acero contra cien hombres? ¿Y crees que un ligero movimiento de cabeza debería hacerme feliz? ¿Por qué no me dejasteis con la muerte? Esto es peor. Yo aquí tendido, impotente, mientras mi verdadero amor se casa con mi asesino.
—Sé que en cuanto superes tus arrebatos emocionales, encontrarás una…
—¡Aah! Si al menos tuviésemos una carretilla, algo se podría hacer —comentó Westley.
—¿Dónde pusimos la carretilla del albino? —preguntó Íñigo.
—Junto al albino, creo —replicó Fezzik.
—Quizá logremos conseguir una —dijo Íñigo.
—¿Y por qué no la mencionaste entre las cosas a nuestro favor? —inquirió Westley sentándose y mirando las tropas apiñadas en la distancia.
—Acabas de sentarte —dijo Fezzik, e insistió en parecer alegre.
Westley continuó observando las tropas y la pendiente que conducía hacia ellas. Meneó la cabeza, y luego dijo:
—Qué no daría yo por una capa del holocausto.
—En eso no podemos ayudarte —le dijo Íñigo.
—¿Creéis que servirá ésta? —preguntó Fezzik sacando su capa del holocausto.
—¿De dónde…? —comenzó a preguntar Íñigo.
—Cuando tú buscabas la rana en polvo… —respondió Fezzik—. Es que me caía tan bien que la escondí para quedármela.
Westley se puso en pie.
—Está bien. Luego necesitaré una espada.
—¿Para qué? —inquirió Íñigo—. Si apenas podrías empuñarla.
—Es cierto —convino Westley—. Pero eso no es de conocimiento público. Escuchadme bien, cuando estemos dentro, quizá tengamos problemas.
—Y tanto que tendremos problemas —lo interrumpió Íñigo—. ¿Cómo impedimos la boda? Y cuando la hayamos impedido, ¿cómo encontramos al conde? Y cuando lo haya hecho, ¿dónde volveré a encontrarte? Y cuando estemos juntos, ¿cómo huiremos? Y cuando hayamos huido…
—No lo fastidies con tantas preguntas —le ordenó Fezzik—. Tómatelo con más calma, el pobre ha estado muerto.
—Sí, sí, es verdad, lo siento —se excusó Íñigo.
El hombre de negro comenzó a moverse muy, muy despacio en lo alto del muro. Él solo. Fezzik e Íñigo lo siguieron en la oscuridad, en dirección a la carretilla. Del aire se desprendía un cierto entusiasmo; era un hecho innegable.
Buttercup, por su parte, no sentía ningún entusiasmo. En realidad, no recordaba haber experimentado una sensación de calma tan maravillosa. Su Westley vendría a buscarla; ése era su mundo. Desde el momento en que el príncipe la había llevado a rastras a su alcoba, se había pasado las horas siguientes pensando en la manera de hacer feliz a Westley. Era imposible que no pudiera impedir la boda. Ése era el único pensamiento que lograba sobrevivir el recorrido de su mente consciente.
De manera que al enterarse de que la boda sería adelantada, no se mostró en absoluto molesta. Westley siempre estaba preparado para cualquier contingencia, y si podía rescatarla a las seis, tampoco le costaría demasiado esfuerzo hacerlo felizmente a las cinco y media.
En realidad, el príncipe Humperdinck logró organizarlo todo mucho más deprisa de lo que había esperado. Eran las cinco y veintitrés minutos cuando él y su futura esposa se encontraron arrodillados ante el archideán de Florin. Eran las cinco y veinticuatro cuando el archideán comenzó a hablar.
Y las cinco y veinticinco cuando comenzaron los gritos justo delante del portal principal.
Buttercup se limitó a esbozar una leve sonrisa. «Aquí viene mi Westley», fue todo lo que pensó.
En realidad, no era su Westley el causante de la conmoción. Westley hacía lo imposible para bajar solo, sin doblarse, la pendiente que conducía al portal principal. Delante de él, Íñigo luchaba con la pesada carretilla. El motivo de tanto peso era que Fezzik iba montado en ella, con los brazos abiertos y los ojos llameantes, mientras con voz potente y llena de ira exclamaba una y otra vez:
—¡Soy el temible pirata Roberts y no habrá supervivientes!
Su voz reverberaba más y más a medida que su rabia iba en aumento. Su figura imponente, que en total mediría cerca de los tres metros, se deslizaba en la oscuridad acompañada de una voz acorde con tamaña monumentalidad. Pero ése tampoco era el motivo de tanto griterío.
Desde su puesto junto al portal, Yellin se mostró razonablemente molesto al ver al gigante rugiente deslizarse hacia ellos en la oscuridad. No era que dudase de que sus cien hombres serían capaces de despachar al gigante; lo que realmente le molestaba era que el gigante también se daría cuenta de eso, y como era lógico, en la oscuridad de ahí fuera, tenía que haber un buen número de ayudantes gigantes. Otros piratas, lo que fuera. ¿Quién podía precisarlo? No obstante, sus hombres se mantuvieron unidos de un modo notable.
Sólo cuando el gigante se encontró en mitad de la pendiente comenzó a arder alegremente y continuó viaje exclamando de una manera que resultaba de una sinceridad letal:
—¡No habrá supervivientes! ¡No habrá supervivientes!
Fue verlo arder y avanzar alegremente lo que provocó el griterío de la Brigada Brutal. Y cuando el griterío comenzó…, vaya, a todo el mundo le entró el pánico y echó a correr…