A GUISA DE PRÓLOGO

Es muy conocido el cuentecillo del escultor a quien regalan un gran tronco de noble madera con el que piensa realizar un san Cristóbal y tras varias peripecias se queda en la mano de un mortero. La gestación de este librito tiene alguna semejanza con el susodicho cuentecillo: la idea original arranca de cuando en mis años mozos (infantiles casi) soñaba con emular o superar a don Modesto Lafuente escribiendo una historia de España de dimensiones colosales, «desde los tiempos más remotos hasta nuestros días». Luego, la realidad se fue imponiendo; escribí manuales didácticos que debían ajustarse a ciertas normas legales y trabajos de investigación en los que tenía libertad para elegir materia y método. Me circunscribí a una época bastante amplia de nuestro pasado, aunque sin perder nunca de vista que esa época era parte de un todo mucho más amplio. La esperanza de escribir algún día una historia total de España que recogiera lo esencial de las investigaciones en curso se fue diluyendo conforme avanzaba la marea alta de una bibliografía que convertía al presunto piloto en un náufrago que bracea en busca de un madero que lo sostenga a flote. Sin embargo, nunca perdía la esperanza de echar algún día una ojeada al conjunto. Una aspiración que conjuga el deseo personal de perfilar la imagen de una España «madre de muchos pueblos» y la aspiración del docente que querría transmitir esa imagen a un público amplio. Al escribir las siguientes páginas he aparcado mi vocación de investigador para volver a aquella otra de docente, nunca olvidada, aunque el Estado me haya declarado fuera ya de sazón para ejercerla. He resistido más de una vez a la tentación de insertar una cita, una nota, para mantener ese carácter.

Escribo estas páginas, con cierto aire de testamento literario, para responder a una demanda imperiosa, para colaborar en una tarea de renovada actualidad. Parece superfluo añadir una historia de España más a las muchas que inundan el mercado, pero el hecho de que el mercado las siga absorbiendo prueba que responden a una necesidad, satisfacen unas aspiraciones, llenan un vacío; el vacío que deja la ausencia de una auténtica enseñanza histórica en los actuales planes de enseñanza obligatoria, en cuya parte general (no quiero referirme aquí al problema de las historias regionales) aparece una Historia Contemporánea que se supone es lo único que debe aprender nuestra juventud y que no siempre está concebida como auténtica historia, sino como un conjunto de datos y antecedentes para entender un informe de tipo sociológico sobre la situación actual de España.

Este sociologismo es la herencia de una escuela pedagógica que, tras haber causado grandes estragos en el sistema educativo de la Europa occidental, ahora retrocede, dejando como secuela unas generaciones escolares ayunas de formación histórica. Y como nuestro retraso cultural respecto a Europa, aunque se vaya acortando, existe, ahora estamos en pleno debate sobre algo que ya debería estar resuelto hace tiempo. Se trata, en suma, de recuperar el sentido histórico de los hechos, para lo que es esencial la temporalidad, la causalidad, el antes y el después. El sociólogo estudia en abstracto el concepto de crisis agraria, por ejemplo. El historiador estudia el encadenamiento de una serie de crisis concretas, ligadas a unos entornos, y entonces no nos basta retroceder al siglo XIX para entender las crisis agrarias del XX, hay que ir mucho más atrás, individualizar, enlazar con ideas, sentimientos, leyes que pueden datar de hace muchos siglos.

La generación actual tiene la intuición de que la información histórica que recibe en los centros no es completa ni adecuada, y en un esfuerzo instintivo por reparar esa deficiencia se interesa por obras históricas, incluso las de aquellas edades y materias que, con arreglo a ciertos criterios, «no sirven para nada», porque, si queremos saber algún dato concreto, podemos recurrir al Espasa o al ordenador, reservando el ordenador que la naturaleza nos ha colocado en la caja encefálica para las alineaciones de los equipos que, ése sí, es un contenido que no merece la reprobación que cae sobre la serie de los reyes de la Casa de Austria.

Escribo, pues, estas reflexiones que abarcan desde que el conjunto de los pueblos que viven en la piel de toro adquieren un sentido de unidad, al menos visto desde fuera, desde las noticias consignadas por escritores griegos y romanos. Si la fecha de 1100 a. J. para la fundación de Cádiz es exagerada, puede, sin embargo, decirse que desde el Hierro hay ya en la Península ciertos factores de unidad e interrelación entre sus pueblos. Por eso no me parece exagerado hablar de un Trimilenario. Se dirá, por ejemplo, que había más relaciones entre los pueblos del sur de Hispania con otros del Mediterráneo que con la cultura de los castros. Evidentemente; pero hubo relaciones entre la Turdetania y los pueblos del noroeste; luego, los romanos unieron ambas culturas con la Vía de la Plata, y en adelante no dejó de haber relaciones, migraciones, rutas de peregrinación…

No me he propuesto hacer una historia convencional. No es preciso buscar omisiones, lagunas. Las conozco, son deliberadas. Lo que yo he querido hacer es un cañamazo de historia política que es el sustento de las demás historias. Y sobre ese fondo enhebrar algunos episodios, algunos comentarios que pueden coincidir o no con los de los lectores. No es posible entablar con ellos un diálogo como tantas veces he mantenido en mis clases. Pero a ellos corresponde el juicio (que temo), el veredicto (que acepto) y la última palabra.

Diciembre de 2000.