Capítulo IX

PINCELADAS SUELTAS SOBRE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE LA EDAD MODERNA

En líneas generales, la Península Ibérica ha seguido los modelos y patrones demográficos de la Europa central y occidental, con algunas variantes; la más destacada, la menor densidad de población, lo que hay que achacar más bien a deficiencias naturales (acusada orografía, irregularidades climáticas) que a los avatares históricos, pues la experiencia demuestra que existen mecanismos naturales que corrigen los desfases; Italia, con una superficie mucho menor, tenía más población; Francia superaba a todas las naciones europeas con casi veinte millones de habitantes en 1600 y veinticinco en 1750 (lo que explica su liderazgo europeo y las gestas militares de Luis XIV y Napoleón). El caso de Inglaterra es especial; con una población pequeña (cuatro millones de habitantes en el siglo XVI) ya jugaba un papel importante por su situación geográfica y su dinamismo. Pionera luego de la Revolución Industrial, rompió el antiguo paralelismo entre población y recursos agrícolas y dio paso a un nuevo modelo que en nuestros días se ha propagado y explica casos límite como el de Japón: 125 millones de personas disfrutando de un alto nivel de vida en un archipiélago montuoso.

Cálculos poblacionales de alguna fiabilidad son imposibles antes de que se generalizaran las estadísticas, los censos, los registros parroquiales, es decir, hasta los umbrales del siglo XVI, cuando Europa ya se había recobrado de la catástrofe de la Peste Negra y las réplicas que se sucedieron en la segunda mitad del siglo XIV y primera del XV. En los siglos XVI y XVII siguió actuando el bacilo de la peste bubónica con intensidad terrible, asociado con crisis alimenticias que disminuían las resistencias del organismo humano, con recorridos caprichosos que desafiaban todas las medidas de prevención y aislamiento. Cesó después de la peste de Marsella (1720) sin que se sepa bien por qué. El siglo XVIII fue mucho mejor en el aspecto sanitario, aunque tomaron incremento otras plagas: la viruela y la malaria. En España el comienzo del siglo XIX vio la invasión de una nueva plaga, el cólera morbo, procedente, como las anteriores, de Asia.

Cuando pensamos en la alarma que hoy suscita la noticia de la aparición de un brote epidémico en algún lugar tal vez remoto nos imaginamos la angustia que sacudiría a aquellas personas ante la presencia de unos morbos contra los cuales apenas podía hacer nada la pobre medicina de aquella época; la mortalidad por la peste bubónica oscilaba entre el 70 y el 90 por ciento de los atacados, y parecidas cifras se daban en la peste pulmonar y el tifus exantemático. En las poblaciones afectadas se organizaban inmediatamente hospitales de urgencia, se acordonaban calles, se contrataban médicos a precio de oro, se cavaban fosas comunes, se dedicaban presos y esclavos a recoger los cadáveres que aparecían tirados en las calles, se ordenaba la quema de todas sus vestiduras y pertenencias, se quemaban plantas olorosas para purificar la atmósfera y se hacían muchas rogativas, pero la única prevención eficaz era la huida, y esto planteaba problemas enormes, abría fracturas en el tejido social. Los ricos podían huir a lugares alejados o a sus fincas campestres, pero la mayoría de los pobres no tenían dónde ir y si huían aterrorizados los recibían a escopetazos. Madrid apresuró la terminación de su cerca cuando arreció la peste que de 1648 a 1652 causó en Andalucía y Levante pérdidas tremendas.

El estudio (no realizado de forma global) de los comportamientos en esas situaciones extremas es de extraordinario interés; la mortalidad altísima de los barrios pobres en comparación con los de familias acomodadas se explica por la razón antes dicha; la casi inmunidad de los monasterios femeninos tiene la misma explicación, pero los religiosos, los eclesiásticos en general, estaban obligados a quedarse y sufrían muchas bajas, aunque con diferencias muy significativas; ofrecerse a asistir a los apestados en los hospitales era un riesgo casi seguro de muerte. En las autoridades civiles se dieron comportamientos de todas clases, desde altos tribunales de justicia que se trasladaban en masa a lugar seguro, a párrocos, obispos, regidores, que permanecían en sus puestos resolviendo los múltiples problemas que se presentaban, entre ellos el del abastecimiento, porque las comunicaciones se interrumpían. Los perjuicios que ocasionaba la interrupción de las redes comerciales ocasionaba muchas veces que los pueblos dilataran la declaración del estado de peste, y a veces surgía la polémica entre los profesionales de la medicina sobre si las defunciones que se registraban eran o no de tipo epidémico. Restablecida la normalidad quedaban reajustes por realizar y secuelas de largo alcance: llegaban inmigrantes a cubrir los huecos, se concertaban muchos matrimonios entre viudos, sobrevenían herencias inesperadas. Si las bases de la ciudad eran sólidas, el restablecimiento podía ser rápido, pero en otros casos la epidemia confirmaba un estado de decadencia latente; el caso más típico, el de Sevilla, que en 1649 descendió bruscamente de 110 000 a 60 000 habitantes, y durante siglo y medio osciló entre 70 000 y 80 000.

Las repercusiones de orden moral no fueron menos profundas; el temor de la muerte ocasionaba conversiones súbitas, reparaciones, legalización de concubinatos, donaciones con fines religiosos, fiestas votivas a santos intercesores (San Roque y San Rafael eran los más invocados, como saben bien los cordobeses). Puede que esta cercanía con la muerte, sentimiento especialmente vivo en el siglo XVII, influyera en la creciente devoción a las almas del purgatorio, que en el fondo era una visión consoladora, pues a cambio de unos tormentos pasajeros se garantizaba la salvación eterna. Es incalculable el número de retablos dedicados a esta devoción y los fondos que movía, pues, con independencia de las misas que se celebraban al fallecimiento, y que ascendían a centenares y miles en familias con amplios recursos, eran muchas las personas que adscribían en perpetuidad las rentas de una finca a la celebración de sufragios.

Había una verdadera cultura de la muerte, con raíces que llegan hasta la Prehistoria, con múltiples repercusiones sociales, artísticas, incluso económicas, porque el mantenimiento de esa sociedad de antepasados a un nivel decoroso necesitaba inversiones, consumía rentas; cada familia de cierto rango mantenía un panteón familiar y a los que no podían tanto les quedaba por lo menos el consuelo de que sus antepasados reposaran en suelo sagrado, en el interior de una iglesia o próximo a ella. Cuando a fines del siglo XVIII se ordenó la construcción de cementerios extramuros la resistencia fue tan general que su total cumplimiento tardó decenios. Considerar a la muerte no como un fin, sino como un tránsito, ayuda a moderar el temor que inspira; mas, por otra parte, el temor a la condenación eterna orientaba la vida hacia la consecución de una «buena muerte», y, como según la teología católica, el destino del hombre depende de que esté o no en estado de gracia en ese momento supremo, incluso los más pecadores confiaban obtener la salvación mediante la absolución en el último instante. Hoy, una persona que sufre un accidente clama por un médico; entonces pedía angustiada un confesor, y no fue nada raro que personas puestas en peligro inminente de muerte se confesaran unas a otras, por ejemplo, en los naufragios. Por las mismas razones religiosas se explica el número extremadamente reducido de suicidios.

En la Edad Moderna española las tensiones sociales seguían siendo vivas y en ocasiones revistieron formas muy violentas, por ejemplo, en el reino de Valencia; pero, en general, el robustecimiento del Estado hizo que las tensiones y transformaciones discurrieran por cauces pacíficos. Siguió vigente el esquema tripartito de la sociedad estamental, aunque mezclándose y contaminándose de mil maneras con la emergente sociedad de clases basada en criterios económicos, justificando la observación de Sancho Panza, exagerada en su formulación, pero acertada en el fondo: «Dos linajes solos hay en el mundo, el tener y el no tener».

Los Reyes Católicos trataron de satisfacer este afán de ennoblecimiento; concedieron bastantes hidalguías en calidad de premios militares, y las Cortes de Toro (1504) regularon las condiciones necesarias para fundar mayorazgos, para lo que se precisaba licencia real. A menor escala que los enlaces regios, los de magnates tenían un significado que traspasaba los límites de la privacidad; los Borja valencianos, los Híjar aragoneses, los Cardona catalanes, al aliarse con altas familias castellanas, reforzaron la unión de ambos reinos. A tan alto nivel un casamiento se convertía en asunto de Estado; la reina Isabel, empedernida casamentera, mantenía en su casa muchachas nubiles de las primeras familias de Castilla, velaba por su moralidad y educación, las dotaba en ocasión de su matrimonio, que siempre debía contar con su aprobación, no siempre exenta de favoritismo; por su parte, don Femando miraba en los enlaces de los grandes no sólo el interés de su nación, sino el de su propia prole; usando de la fuerza deshizo el proyectado casamiento del duque de Medina Sidonia con un miembro de la familia de los Girones y lo convirtió en marido de una hija bastarda de su hijo Alfonso, arzobispo y virrey de Aragón.

El ocaso del reinado de aquellos reyes fue acompañado de un recrudecimiento de las banderías locales; las parcialidades de Jerez, Baeza, Trujillo y otras ciudades nobiliarias se reproducían, en parte como legado medieval de luchas familiares, o como medio de controlar el gobierno local y sus provechos. Los linajes leoneses de Benavides y Carvajales habían trasplantado a Baeza sus odios ancestrales; apaciguados en el reinado de los Reyes Católicos, resurgieron durante las Comunidades; también en Sevilla hubo con la misma ocasión un rebrote de las luchas entre los partidarios de los Guzmán y de los Ponce de León. Eran los últimos coletazos de un estado de cosas pretérito; en muchas ciudades los representantes de los bandos empezaron a repartirse los cargos amistosamente, ya por turno, ya por sorteo; así hicieron en Ávila los Ximénez y los Domingo; en Salamanca había, en 1480, 140 caballeros del bando de Santo Tomé y 132 del de San Benito; la ciudad estaba llena de torres y casas fuertes; en el origen de las hostilidades estaba la venganza de doña María de Monroy («La Brava») por la muerte de sus dos hijos. La paz real sosegó los tumultos, pero todavía a principios del siglo XIX los regidores de ambos bandos se sentaban en bancos fronteros y sorteaban los cargos municipales. Parecidas situaciones se daban en Valladolid entre los Tovares y Reoyos, en Cáceres con los Carvajales y Ovandos, y en otros muchos lugares. Incluso en Navarra los agrámonteses y beamonteses que se habían combatido durante siglos acabaron por aceptar una convivencia para el reparto de los cargos.

Pero el espíritu de parcialidad y violencia, aunque reprimido por las autoridades reales y descafeinado por las ventas de cargos, que introdujeron en los ayuntamientos multitud de advenedizos, reaparecían, porque es una característica del espíritu humano; por eso, Castillo Bobadilla, que escribió su Política para corregidores en 1597, decía: «No hay ciudad, villa, ni aldea que no esté divisa en parcialidades, bandos y ligas contrarias, aun entre amigos y parientes».

En los pueblos de señorío era frecuente que hubiera un bando partidario del señor y protegido por él y otro adverso. La Inquisición, con su red de familiares, suministraba también un campo abonado; B. Bennassar ha mostrado cómo una importante ciudad andaluza se dividió en sentido vertical en dos bandos interclasistas en tomo a la figura dominante de un comisario inquisitorial. Gira también alrededor de temas inquisitoriales y la obsesión por la limpieza de sangre el estudio de Jaime Contreras Sotos contra Riquelmes, ambientado en el reino de Murcia.

El estudio, hoy de moda, sobre las oligarquías urbanas tiene gran interés porque se relaciona con otros múltiples problemas de aquella sociedad: las estrategias familiares, las redes clientelares, los poderosos, grupo que incluía tanto a los nobles como a los plebeyos enriquecidos, y sus relaciones con el Poder central, basadas en un do ut des que en el siglo XVII llegó a extremos escandalosos: el rey, los consejos, las juntas, todos los mecanismos de regulación e inspección de la vida local cerraban los ojos a los desafueros de los tiranuelos locales con tal de que suministrasen al Gobierno de la nación los recursos que pedía. Los abusos llegaron al colmo en el siglo XVII y disminuyeron en el XVIII gracias a un control más estrecho por parte del Estado de los bienes y rentas de los municipios. Al disminuir (nunca desaparecer) los abusos de los cabildantes disminuyó el interés por disfrutar cargos municipales; no sólo dejaron de venderse, sino que muchos cargos (en ocasiones hasta los dos tercios) quedaron vacantes por abandono de sus propietarios.

Las bandosidades locales se enlazaban también con el bandolerismo puro y simple en numerosas ocasiones y lugares. En Cataluña, el bandidaje relacionado con los enfrentamientos entre nyerros y cadells fue una de las principales preocupaciones de los virreyes desde mediados del siglo XVI hasta 1640. En Mallorca, las luchas entre Canamunts y Canavalls, extendidas en todas las poblaciones y aldeas en que estas familias tenían propiedades, hicieron casi imposible la vida a los ciudadanos pacíficos hasta que en 1645 el virrey Pérez de Pomar ahogó las revueltas en un mar de sangre. En el reino de Valencia el bandolerismo era más de tipo delincuente que señorial, pero la delimitación es difícil, y se contagió a zonas de La Mancha y de Jaén por la facilidad de escapar a la justicia atravesando la frontera entre Valencia y Castilla.

Es y seguirá siendo materia de discusión en qué medida la degradación política y social en la etapa final de la España de los Austrias se debió a causas externas, a la acción gubernamental o al dinamismo propio del sistema. La sociedad estamental heredada de la Edad Media apenas fue modificada por la legislación general; hay que acudir a las ordenanzas municipales, gremiales, estatutos de corporaciones eclesiásticas y otras disposiciones de rango inferior para apreciar los cambios; por ejemplo, en las grandes recopilaciones no se dice nada o casi nada de los esclavos, de limpieza de sangre, venta de oficios públicos y otros temas de gran trascendencia, lo que, en principio, es un argumento en pro de la dinámica social y en contra del intervencionismo estatal, pero hay que tener en cuenta que ese intervencionismo tenía muchas veces un carácter episódico y hasta vergonzante; no era lógico que el Estado confesara que quería vender hidalguías y títulos de Castilla; sin embargo, los vendía. Por eso hay que admitir que las transformaciones sociales que acabaron convirtiendo aquel imponente edificio en una carcasa vacía de contenido fueron producto de múltiples interacciones entre una dinámica interna y un poder que actuaba presionado por unas necesidades financieras que, a su vez, provenían de intereses dinásticos y necesidades de una ambiciosa política exterior.

Algunos casos concretos ayudarán a clarificar esta maraña. El estamento nobiliario estaba en la base de toda aquella construcción político-social; point de noblesse, point de monarchie, decían los contemporáneos de Luis XIV, y en España existía la misma convicción. A falta de una fuerza de orden público, el gobierno confiaba en los hidalgos, en los caballeros; los corregidores podían requerir su concurso en caso de desórdenes públicos. Para negocios de mayor monta: embajadas, reclutamiento de grandes unidades, etc., el rey podía disponer de la persona y bienes de los grandes señores; por eso, aparte del blindaje que suponían las leyes del mayorazgo, el Consejo de Castilla tomaba las medidas necesarias para asegurar su supervivencia en cuanto Casa, con independencia de la conducta de los titulares, de las personas individuales; así, la traición y castigo del IX duque de Medina Sidonia no impidió a sus descendientes desempeñar altos puestos y contraer ventajosas alianzas.

Carlos V seleccionó la parte más granada de la aristocracia, concretamente veinticinco títulos, a los que atribuyó el calificativo de grandes, y aunque se llamaron de Castilla, cuatro procedían de la Corona de Aragón (Villahermosa, Denia, Segorbe y Gandía) y uno de Navarra (Lerin). Sucesivas ampliaciones elevaron su número a un centenar a fines del siglo XVII y casi doble un siglo más tarde. Hablo de títulos, no de personas, porque cada vez fue mayor la acumulación de varios títulos en una sola familia. A pesar del predominio castellano hubo cierto grado de internacionalización, lo mismo en la concesión de grandezas que en la de la divisa borgoñona del toisón de oro. Varios títulos de grandes procedían de Portugal, otros de Italia; había casas, como la del almirante de Castilla, que obtenían del sur de Italia sustanciosas rentas. Llegó a ser éste el grupo de presión más importante de la Monarquía; a partir de Felipe III su influencia fue incontrastable; consiguieron lo que parecía imposible: que Felipe IV prescindiera del conde duque de Olivares, y ejercieron una verdadera tutoría en el reinado de Carlos II, con beneficio para sus personas, pero sin peligro para la autoridad monárquica, que Felipe V rescató sin esfuerzo.

Mientras crecía el prestigio de la grandeza disminuía el de los grados nobiliarios inferiores; la simple hidalguía comportaba beneficios, y todo aquél que sobresalía en poder y dinero procuraba adquirirla, pero no por el desacreditado método de la compra, sino por mecanismos fáciles de dominar a los que tenían mando en los ayuntamientos, puesto que eran ellos los que confeccionaban los padrones de hidalgos y pecheros. Superior al del hidalgo era el título de caballero, que carecía de definición jurídica; era una minoría urbana con rentas suficientes para mantener una casa blasonada y servidumbre competente. En el primer tercio del siglo XVII, antes de que los trastornos monetarios embrollaran todos los cálculos, se estimaban en dos o tres mil ducados anuales de renta (de ocho a doce millones de pesetas actuales) el mínimo necesario para que un caballero mantuviera el género de vida noble.

Tratándose de títulos de Castilla (condes y marqueses), la cantidad requerida era mucho mayor: entre ocho mil y sesenta mil ducados, pero hay que tener en cuenta que las relaciones que circulaban para satisfacer la curiosidad de las gentes pecan por exceso, no tienen en cuenta las cargas fijas y mermas, los gastos de cobranza, los gastos de pleitos, los alimentos que los primogénitos debían satisfacer a los segundones. También hay que hacer constar que si a un caballero le bastaba poseer un mayorazgo, para un título era requisito casi imprescindible ser señor de vasallos, tener el señorío de una población, y ésta es una de las causas del elevado número de compraventas que se realizaron por cuenta de la Real Hacienda; Carlos V vendió pueblos de las órdenes militares; Felipe II vendió muchos pueblos de obispados; el reinado de Felipe III marcó una pausa relativa, pero en el de Felipe IV se vendieron en total cuarenta mil vasallos de realengo; cuarenta mil familias que habitaban en doscientos pueblos. La expresión vender vasallos suena demasiado fuerte; en realidad lo que se enajenaba era la jurisdicción real; el señor se convertía en una especie de corregidor perpetuo, sujeto a las leyes y a las autoridades reales; así que, en principio, los vasallos no perdían nada, incluso podían ganar si el señor era de buena condición; pero en la práctica las cosas iban por otro camino: el nuevo señor podía comprar la tolerancia, el derecho a nombrar los cargos municipales, la llave de todo el sistema local; tenía facilidades para comprar tierras, y, si era poco escrupuloso, para adueñarse de los propios y baldíos. Por eso muchos pueblos se enredaron en pujas ruinosas para comprar su propia jurisdicción. Los más opuestos a la introducción de señores eran, naturalmente, los hidalgos y caballeros locales.

A fines del reinado de Carlos II, cuando ya no quedaba casi nada por vender, se enajenaron casi trescientos títulos de marquesados y condados a treinta mil ducados; los compradores fueron, en su mayoría, burgueses enriquecidos, no pocos de origen extranjero. No hay que ver en este hecho una supuesta reacción nobiliaria, pues tales prácticas más contribuían a envilecer que a realzar el estamento. Algunas de estas familias prosiguieron su ascenso y consiguieron la grandeza, que, entre otras ventajas, les facilitaba el acceso a la corte; la mayoría tuvo la vida provinciana como marco de su vanidad. Los Borbones pusieron orden en esta materia, tendiendo a crear una nobleza de servicio que redimiera a la aristocracia de la ociosidad; pero la fuerza de los prejuicios era tan grande que la mayoría de los burgueses que compraron títulos renunciaron a seguir ejerciendo la mercatura.

La nobleza se agrupaba en cofradías locales, pero no tuvo un órgano central representativo; la Iglesia sí, pues a más del apoyo de Roma y de la autoridad moral del arzobispo de Toledo, existía una Congregación de Iglesias que se reunía periódicamente para repartir el importe de unos tributos especiales. En cierto modo el estamento eclesiástico era más débil que el nobiliario; era menos rico, carecía de fuerza material, estaba mucho más controlado por el Estado. Sin embargo, los reyes, que hasta Carlos V temían una posible liga de la nobleza, acabaron por reducirla a la servidumbre, en tanto que la Iglesia, que siempre les había apoyado, no estuvo nunca tan sujeta a su control; tenía más autoridad moral, era más popular, sus censuras espirituales tenían una gran eficacia, y en este punto las cosas cambiaron poco hasta que llegó el apogeo del absolutismo borbónico. Ante una actitud de abierta rebeldía de fray Pedro de Tapia, arzobispo de Sevilla, Felipe IV no se atrevió a reaccionar. Ésta era una de las razones por las que conseguir que fueran elegidos papas favorables era de interés vital para la Monarquía; sin consentimiento del Papa los eclesiásticos españoles no consentían renunciar a su inmunidad tributaria.

También tenía la Iglesia un mejor sentido de la administración de sus bienes que la aristocracia. «A este paso se quedarán con todo», decía el conde duque de Olivares. Cuando el Concilio de Trento autorizó a los regulares a poseer bienes a título comunitario solamente los franciscanos renunciaron a esta posibilidad. Se ha elogiado la racionalidad de las explotaciones agrarias de los jesuitas en el Viejo y Nuevo Mundo. Otras comunidades utilizaron medios más ejecutivos: apoderarse de las fincas sobre las que pesaban censos impagados. Pero a la vez continuaban recibiendo donaciones. Las situaciones eran muy variables, desde el convento andaluz limosnero que suplía la escasez de clero parroquial a la iglesia patrimonial, frecuente en el Norte (verdadera institución en el País Vasco), que era una especie de mayorazgo eclesiástico para que pudieran mantenerse los segundones de una familia los titulares de estas capellanías tenían una formación muy deficiente; algunos apenas sabían recitar el Credo y las palabras de la consagración.

Si a pesar de los numerosos abusos se podía decir que el clero, en su conjunto, era popular, había buenas razones para ello; no era una casta, todos tenían acceso al ministerio: el célebre obispo de Segorbe, Juan Bautista Pérez, fue hijo de un sastre, la madre de fray Luis de Granada pedía limosna, la de San Francisco Posadas vendía huevos en el mercado de Córdoba, el padre de don Manuel Ventura Figueroa, que murió siendo presidente del Consejo de Castilla, ejerció de barbero sangrador en el Hospital Real de Santiago. En aquellos tiempos de justicia arbitraria el sacerdocio ofrecía una inmunidad muy apreciada. Lope de Vega, en la Epístola al Dr. Porras, justificaba que hubiera tomado órdenes porque:

«Aunque con tanta indignidad, cobarde,

el ánimo dispuse al sacerdocio

porque este asilo me defienda y guarde».

La misión asistencial de la Iglesia, aunque realizada de forma irregular y a veces indiscreta, era otro factor de popularidad. Revestía variadas formas: desde el obligado reparto de limosnas hasta la realización de obras de interés público, como la construcción de un torreón que defendía la entrada del puerto por don Lorenzo Fernández de Córdoba, obispo de Málaga. Los obispos que no eran suficientemente limosneros eran censurados y podían ser amonestados por el Consejo de Castilla, que en unión del confesor real (en el siglo XVIII de la Secretaría de Gracia y Justicia) efectuaba funciones inspectoras sobre la conducta del alto clero. Un sector de la sociedad y la administración abandonado casi totalmente en manos de la Iglesia fue el mantenimiento de los expósitos. Un capítulo muy triste de nuestro pasado; no todos eran ilegítimos; las cifras de abandono de niños se disparaban en épocas de crisis alimenticia. Los ayuntamientos se inhibían; a lo sumo costeaban a un hombre que recogía a los recién nacidos abandonados en las calles, en los portales de las iglesias y los transportaba en condiciones pavorosas a la capital, donde solía haber como anejo al hospital o como edificio independiente un lugar de acogida, siempre con rentas insuficientes para costear la asistencia médica y las nodrizas. Recibían pocas limosnas porque no era prestigioso, no era valorado; se preferían las mandas para rescatar cautivos, dotar doncellas pobres o sacar ánimas del purgatorio. Resultado: de los tres, cuatro o cinco mil niños abandonados anualmente en toda España las tres cuartas partes, y con frecuencia las cuatro quintas partes, moría antes de cumplir un año, y esta situación no mejoró hasta la segunda mitad del siglo XIX; la responsabilidad fue en parte de la Iglesia, que no hizo todo lo que podía, pero se preocupó en mucho mayor grado de las autoridades civiles, que no sólo se desentendieron del problema, sino que permitieron que la fiscalidad se cebara en las pobres rentas de aquellos establecimientos.

La compenetración (salpicada de críticas, pero efectiva) de la Iglesia con el pueblo era motivo de preocupación para el gobierno en momentos de crisis; le interesaba contar con los eclesiásticos para apaciguar al pueblo enfurecido; en tales casos los caballeros ofrecían su espada al corregidor; los frailes sus exhortaciones; en algunos casos se sacaba al Santísimo. Pero se daban otras situaciones distintas: de solidaridad del clero con las demandas populares, incluyendo la clemencia hacia delincuentes vulgares. Era una reacción contra unas leyes penales demasiado duras y con frecuencia injustas. La inmunidad de los reos acogidos en edificios sagrados era defendida por todo el clero como parte de sus privilegios, fuente de conflictos que por su abundancia se hicieron rutinarios. Pero había otra forma de protesta: arrancar los condenados a la última pena de las garras de los ministros de justicia; se quejaban éstos de que había frailes que con el pretexto de asistir espiritualmente al reo colaboraban en tretas, ardides o alborotos para facilitar su fuga. Incidentes de esta clase no alarmaban demasiado a las autoridades, pero sí la complicidad de algunos clérigos en tumultos de mayor cuantía. Los encontramos mezclados en casi todos los grandes movimientos de protesta, empezando por las Comunidades. Disponían aquellos clérigos de un arma de gran eficacia: la predicación, el púlpito. En la época de Felipe IV el rey o el valido tuvieron que escuchar palabras duras que a veces costaron sanciones a los predicadores.

Las enormes rentas de la Iglesia española, además de excesivas, estaban muy mal distribuidas. Aunque puede decirse que en la nominación de prelados los reyes actuaron con recto criterio, el favoritismo aparecía con frecuencia tratándose de las sedes más ricas; los doscientos mil ducados de renta de la mitra toledana, los cien mil de las de Sevilla y Santiago, eran metas preferidas de cazadores de pensiones, segundones aristocráticos y un Fisco en apuros. Muchos palacios episcopales eran cortes en miniatura en las que servían de pajes los hijos de la nobleza local y había carruajes lujosos y maestro de ceremonias. En el otro extremo, curas sin oficio ni beneficio de los que decía el ministro Campillo a principios del siglo XVIII: «Sus vestidos, sus costumbres y su modo de vida son tan denigrativos a la Monarquía como indignos de su carácter; andando por todo el reino, viven de limosna, comen en las tabernas y duermen en los hospitales, causando el desprecio que es natural manifestar a los vagos».

Los gobernantes de la Ilustración trataron de introducir un poco de racionalización en el abigarrado conjunto del clero hispano, sobre todo en beneficio de la dignificación de los párrocos rurales; esfuerzos meritorios pero tardíos y en gran parte anulados por los efectos de la inminente revolución.

Quienes no tenían la condición de hidalgo o sacerdote, o sea, la gran mayoría de la nación, formaban parte del estado general o llano. El criterio más usado para distinguir este estamento (si puede llamarse así a un aglomerado inorgánico) de los dos privilegiados era la exención de impuestos. Cuando las necesidades fiscales obligaron a los monarcas a imponer contribuciones a clérigos y nobles, como sucedió en el impuesto de Millones, se tuvo cuidado de que no se les obligase a contribuir en el «Servicio ordinario» que votaban las Cortes. Para este efecto los ayuntamientos confeccionaban unos padrones de hidalgos y plebeyos, es decir, de exentos y no exentos, que servían de base para posteriores trámites. La última palabra la tenían las Salas de Hidalgos de las Chancillerías de Valladolid y Granada, que resolvían los pleitos y expedían las ejecutorias. Pero gozaban mayor lustre aquellas familias cuya hidalguía era notoria y no precisaba ser acreditada con documentos.

Dentro del mundo abigarrado del Estado general había sectores organizados con reglamentos aprobados por las autoridades municipales que les daban cohesión y defendían sus intereses; en primer lugar, los gremios profesionales. También había entre ellos una escala de valores; ciertos gremios reclamaban preeminencia, exención de tributos para productos y ciertos aires de hidalguía. Pleitearon por esos derechos en varias ocasiones los pintores y escultores, los plateros, los médicos y boticarios, los escribanos, es decir, los que estaban en el límite que separaba la pechería de la ansiada hidalguía en un mundo tan obsesionado por el honor, la honra. El criterio utilizado, el argumento invocado con más ahínco, era no ser el suyo arte manual; para ello, el pintor necesitaba un ayudante que preparase el lienzo y los colores, el boticario un mancebo que manejara las alquitaras y la mano del almirez, y hasta había sastres que se jactaban de que ellos sólo diseñaban las operaciones y paseaban por el taller espada al cinto mientras los oficiales utilizaban la aguja y la tijera. El horror al trabajo manual tenía muchos antecedentes, pero nunca fue tan obsesivo como en la Castilla de los siglos XVI-XVIII.

El gremio castellano carecía de la entidad política que dentro del marco municipal poseía en los reinos de la Corona de Aragón; no por eso dejaba de ser un factor de dignificación, ayuda mutua y defensa profesional. Los más prestigiosos tenían además cofradía y hospital, que proporcionaba asistencia social, representación en actos públicos y, en ciertos casos, la tan buscada seguridad de un enterramiento honroso. Desde el punto de vista económico, su gestión era más discutible; preocupados los agremiados por evitar rivalidades y competencias, muchos gremios limitaron el número de oficiales, controlaron la distribución de las materias primas, perpetuaron unas normas que consagraban la rutina y dificultaban innovaciones y progresos técnicos.

El símbolo más destacado de la participación de los gremios en la vida social era su contribución fija a las fiestas del Corpus, y eventual en otras solemnidades como juras y entradas de reyes. Su participación era un honor, porque desfilaban juntamente con las autoridades exhibiendo pendón o bandera; a la vez era una obligación, no pocas veces gravosa, al tener que costear los emblemas, carrozas y arquitectura efímera que servían para dar solemnidad al acto.

Había otras agrupaciones profesionales que también luchaban por romper las barreras estamentales: claustros universitarios, consulados de mercaderes, colegios de abogados, etc., lo que nos conduce al debatido tema de la existencia de una verdadera burguesía en la sociedad española del Antiguo Régimen. En esta cuestión, como en la del feudalismo, las dificultades nacen en gran parte de problemas conceptuales o semánticos: ¿qué debemos entender por burguesía? Desde el punto de vista etimológico, burgués es el habitante de la ciudad. Su predecesor medieval es el ruano, que viene a tener la misma etimología: el hombre de la calle. Así se denominaban también los judíos y conversos de Palma de Mallorca. Su función esencial era el comercio y también la finanza, los préstamos; no encajaba en la división tripartita de la sociedad, era ejercida con frecuencia por elementos extraños a la misma, suscitaba rechazos y a la vez se apreciaba su necesidad. El reforzamiento del Estado acrecía la necesidad de administradores profesionales, de funcionarios competentes. Por agregaciones sucesivas de elementos dispares se iba configurando ese grupo social que llamamos burguesía. Las dificultades nacen de que, si bien las diversas ramas de la burguesía no encajan en el esquema estamental tripartito, la realidad impuso siempre acomodamientos y compromisos, y hubo nobles comerciantes y eclesiásticos que ejercían de secretarios, y campesinos que alcanzaban situaciones elevadas, lo que, lo mismo se puede interpretar como ampliaciones lógicas de un modelo que como elementos nuevos, factores de ruptura. En repúblicas tan plenamente burguesas como Venecia y Genova, las ciudades hanseáticas, las ciudades flamencas, hubo también aristocracia y clero en amigable simbiosis, y lo mismo se puede decir de las ciudades de la Corona catalano-aragonesa en nuestra Baja Edad Media, e incluso de algunas ciudades castellanas. La delimitación pende de criterios personales que se pueden aceptar o no. Para un historiador de la solvencia de Vicens Vives, en la España del siglo XVIII los únicos burgueses auténticos eran los comerciantes gaditanos y los fabricantes catalanes; a los demás grupos sólo los considera como «clases medias influyentes», y todavía podrían negar la calidad de burgueses incluso a estos grupos quienes adoptan las mentalidades como criterio preferente, pues sus miembros eran bastante conservadores en materias políticas, religiosas y sociales.

Fijemos nuestra atención en el más importante de estos grupos, el de los financieros y el gran comercio, dos actividades íntimamente relacionadas; la participación de los judíos, que nunca fue mayoritaria, quedó rota en 1492. Los conversos del grupo de Burgos acabaron retirándose de los negocios, y gran parte de sus bienes, y en muchos casos sus propias personas, tuvieron como destino final a instituciones eclesiásticas. En el otro extremo de la Península los miembros del consulado Sevilla-Cádiz tuvieron un comportamiento distinto de los de Burgos, y la comparación entre ambos casos resulta muy instructiva: los burgaleses (que incluían también estirpes del Alto Ebro y La Rioja) constituían un sector homogéneo; su procedencia conversa les inducía a extremar su religiosidad, su ortodoxia católica. Además, fueron empujados a retirarse de los negocios por las adversas circunstancias que reinaban en el mar del Norte desde la sublevación de las provincias flamencas.

En el otro extremo de España el consulado de Sevilla, ampliado a Cádiz y otros antepuertos, tenía como objetivo primordial (pero no exclusivo) el comercio de Indias. Como es lógico, aparecen en las actas muchos apellidos andaluces, pero los mercaderes más gruesos, según la expresión de la época, los que solían ocupar los cargos de prior y cónsules, solían ser gentes del norte, vascos, extranjeros. No tenían dificultades en cuanto a la probanza de limpieza de sangre, y la de oficios la resolvieron con la distinción que ya hizo Cicerón: el comercio al por menor envilece, pero la mercatura magna et copiosa no es censurable. Lo que interesa destacar es que a pesar de este flujo incesante de sangre nueva, al verterse en los viejos odres se adaptaba a los moldes de la sociedad tradicional; el frecuente abandono de los negocios a la segunda o tercera generación puede atribuirse a su carácter azaroso, a la mayor seguridad que ofrecían unas inversiones rústicas que en el País Vasco o en Cataluña no encontraba las mismas oportunidades, porque la estructura de la propiedad agraria era distinta; pero emplear los dineros conseguidos en las transacciones mercantiles en comprar un hábito, de Órdenes Militares incluso un título de Castilla, costear patronatos y capellanías, adoptar los patrones de vida noble, indican que el posible fermento se convirtió en materia asimilada, fagocitada por el medio ambiente. Algo más de auténtico espíritu burgués se detecta en el Cádiz del siglo XVIII y su continuación en el «Cádiz de las Cortes».

Segovia era en los siglos XVI-XVII una excepción en Castilla: ciudad con una industria textil que sobrepasaba los límites gremiales, que se aproximaba a los grandes centros textiles europeos. Burgos exportaba la lana en bruto; Segovia la transformaba en los afamados paños que vestían nuestras élites… pero que nunca llegó a conquistar el mercado americano. Por qué al boom de la segunda mitad del siglo XVI sucedió la pausa y luego la decadencia no es fácil de explicar; Ángel García Sanz, el mejor conocedor del tema, sugiere que los segovianos no desconocían las mejoras que en otros países de Europa se estaban introduciendo en la industria textil, pero les faltaba vocación empresarial y acabaron sucumbiendo a la tentación del mínimo esfuerzo: exportar lana en vez de transformarla.

Madrid tuvo también una burguesía nacida de la demanda latente en una ciudad grande y rica; había, por ejemplo, que aprovisionarla de grandes cantidades de carbón, y Bravo Lozano ha documentado las importantes fortunas que amasaron algunos de los obligados, o sea, de los que contrataron con el municipio el abasto de este producto. Era también Madrid gran mercado de productos de lujo, y había heredado de Medina del Campo el negocio bancario; en ella residían la mayoría de los banqueros regios y de los grandes arrendadores de rentas públicas. El público acogía con curiosidad las noticias sobre estas fortunas hechas, por decirlo así, contra la norma; fortunas que no procedían de rentas nobiliarias ni eclesiásticas. Un clérigo que vivía en el Madrid de Felipe IV y se entretenía enviando a sus amigos Avisos de la Corte daba cuenta de la muerte de un Ontiveros, mercader de drogas en la calle Postas; había llegado siendo «muchacho bozal de las montañas (…) y se dice deja setecientos mil ducados», y añadía: «El que en Madrid tiene inteligencia y trato, a cada paso dobla el caudal».

Exageraciones, sin duda, pero con base real, plasmada en el siglo XVIII en la constitución de los Cinco Gremios Mayores de Madrid, entidad creada en 1733, núcleo de muchas actividades, públicas y privadas, beneficiaría de múltiples privilegios estatales y cuyo carácter burgués es indudable.

Madrid siguió siendo, a pesar de todo, un fenómeno aislado en una Castilla que no acababa de salir del marasmo, pero la recuperación demográfica de la periferia, la supresión de las aduanas interiores, la flexibilización del monopolio comercial americano, culminado con la ley de 1778 sobre el libre comercio, todas estas disposiciones, acompañadas de un talante más abierto en cuanto a los tres dogales que seguían encorsetando la sociedad: las pruebas de hidalguía, las probanzas de limpieza de sangre y de limpieza de oficios, impulsaron el nacimiento o expansión de núcleos de burguesía industrial y mercantil en todo el litoral: Coruña, El Ferrol, una Asturias llena de iniciativas, la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, la extraordinaria expansión industrial y comercial de Cataluña centrada en el algodón, un reino de Valencia lleno de recobrada vitalidad, Cartagena, Málaga, Jerez, Cádiz… Sin duda esta burguesía permanecía demasiado atada a sus vínculos con el pasado, ávida de títulos y honores, propicia al gasto suntuario, menos pecuniosa que la burguesía inglesa o francesa, pero burguesía al fin, es decir, representante de un individualismo no atado a resabios feudales y abierta, o entreabierta (seguían existiendo las listas de libros prohibidos y otros filtros), a las ideas llegadas de ultrapuertos.

Industria, comercio y finanzas constituían las bases tradicionales de la burguesía, pero no las únicas: funcionarios, artistas, oligarquías urbanas y profesiones liberales suministraban también modelos diversos. Entre las profesiones liberales hay que subrayar el destacado papel de los médicos, al menos de los colocados en lo más alto de la pirámide, pues era una profesión muy estratificada: en la cúspide los médicos latinos; después los romancistas y los cirujanos; en la base, pero reconocidos también como profesionales, los barberos sangradores y luego la turbamulta de sanadores y algebristas.

No se perdió la tradición medieval del médico filósofo, del médico humanista que suministró notables figuras en el Siglo de Oro: Laguna, Valles, Huarte de San Juan… Comenzó el siglo XVIII con la polémica abierta por los doctores de la facultad de medicina de Sevilla contra los revalidados que habían formado una tertulia (germen de la posterior Academia de Medicina, la más antigua de España), a los que acusaban de introducir novedades de paracélsicos y cartesianos, erróneas y peligrosas por estar viciadas por los aires infectos del norte. La polémica se diluyó luego en la mucho más amplia que suscitaron las obras de Benito Feijoo y en la que las cuestiones relacionadas con los problemas médicos ocupaban amplio espacio. La actitud de los gobiernos fue benevolente hacia los novadores y la clase médica en general. También patrocinaron una dignificación de la profesión veterinaria, separándola de la de herrador. La política de los gobiernos ilustrados culminó con la célebre pragmática de 1783 que decretaba la compatibilidad de cualquier profesión mercantil o menestral con los empleos y cargos honrosos de la república, con lo que, teóricamente, terminaban las discriminaciones y las disputas sobre la limpieza de oficios. Era una ley que al Estado no le costaba nada. Pero las situaciones creadas en reinados anteriores con las ventas de señoríos y cargos públicos no hubieran podido anularse sin unas compensaciones que la Monarquía absoluta no estaba en condiciones de ofrecer.

Dicha pragmática puede interpretarse como manifestación del espíritu ilustrado de los primeros Borbones, tendentes a suavizar la contraposición de clases. Para valorar el gesto en su justa medida hay que tener en cuenta que la Monarquía había ya conseguido domesticar a la nobleza y ponerla a su servicio incondicional. Fue la tarea más delicada. En cuanto a los demás aspectos sociales, la Monarquía fue poco intervencionista, pero se dio cuenta de ciertas tendencias profundas de las que podría sacar provecho. La más fuerte, el afán de honra, de promoción social, la aprovecharon para la venta de oficios, títulos, señoríos. Unas ventas que en unos casos sólo satisfacían vanidades y en otros causaban daños irreparables al tejido social y a la propia Real Hacienda. Esa lucha de todos contra todos por alcanzar un alto grado de estimación era motivo continuo de roces y conflictos; Felipe II no creyó que perdía su precioso tiempo redactando una pragmática de tratamientos y cortesías regulando materia que a los contemporáneos parecía de tanto interés; en los escritos de la época se observa un interés morboso por saber si a tal príncipe o embajador el presidente de Castilla lo recibió a la puerta o al pie de la escalera; si le dio silla o escabel y otras mil zarandajas que causaban infinitos encuentros por el valor simbólico que tenían para definir el puesto de cada uno en la sociedad. El mismo valor simbólico desempeñaban otros aspectos de la vida noble, singularmente el vestido, y cuando en la segunda mitad del siglo XVI empezaron a usarse los coches se planteó la cuestión de regular su uso. ¿Era lícito que el carruaje de un plebeyo enriquecido salpicase de lodo a un caballero pobre? Las numerosas pragmáticas suntuarias trataron de resolver estas cuestiones, siempre atendiendo a los valores tradicionales y siempre con igual escasez de resultados. La última pragmática fue la de 1723, tan mal observada como las precedentes. Después se impusieron en la Monarquía ilustrada otras corrientes de opinión; el lujo pasó de ser combatido a ser un elemento de prosperidad, y la tensión social en este punto se aflojó lo suficiente como para que una pragmática de Carlos III sobre el uso de coches en la corte ya no tratara de limitar su uso a los privilegiados, sino de prevenir los accidentes que causaban.

Actitud reservada guardó también la Monarquía en cuanto a los estatutos de limpieza de sangre, rasgo característico de la cultura moderna española que en los demás países europeos causaba extrañeza y repulsión. En la propia Roma, donde había muchos judíos, no se entendía aquella obsesión, y los que acudían allí a protestar encontraban oyentes bien dispuestos. El origen de los estatutos está ligado a la conmoción experimentada por la sociedad hispana por los procesos inquisitoriales contra los judaizantes, el reato de infamia que suscitaban, transmisible a las generaciones posteriores, y la combatividad de los propios conversos que no habían sido perseguidos por la Inquisición, o bien tenían antecedentes pero trataban de rehabilitarse (caso de Fernando de Rojas o de los parientes de Santa Teresa), y reclamaban puestos en la sociedad aprovechando todas las oportunidades, en especial las ventas de cargos públicos, en concreto de cargos municipales. Medida defensiva teñida con pretextos religiosos fueron los estatutos de exclusión dictados por colegios mayores, cabildos seculares y regulares. Órdenes Militares y luego, en un crescendo imparable, por corporaciones de toda clase, incluso modestos gremios de menestrales. La lucha fue especialmente viva en el seno de las órdenes religiosas debido a la vocación monástica de muchos descendientes de conversos.

En todo este movimiento, hoy bastante bien conocido, el Estado, como tal, permaneció hasta cierto punto neutral; observaba la querella entre viejos y nuevos cristianos y procuraba no echar leña al fuego.

Si alguna corporación demandaba licencia para promulgar un estatuto, se la otorgaba; si después quería dar marcha atrás, como hizo el cabildo de la catedral de Murcia, no ponía obstáculos. Felipe IV y el Conde Duque de buena gana hubieran abolido los estatutos y las fastidiosas probanzas, pero se limitaron a reformas de detalle, y aun ésas fueron luego eliminadas. La cuestión pasó íntegra a los Borbones, que tampoco quisieron intervenir, aunque ilustrados como Jovellanos se quejaran de las molestias y gastos que originaba escudriñar los antecedentes de los pretendientes a determinados cargos. La inercia era tan grande que, aun después de la revolución liberal, algunas corporaciones siguieron durante años practicando informaciones rutinarias.

Quien resultara desairado en sus pretensiones a causa de las informaciones no por ello tenía que renunciar a buscar promoción por otras vías. En realidad, fuera del sistema no se encontraba teóricamente nadie, ni siquiera los esclavos, a los que la Iglesia reconocía los derechos más elementales de la persona humana. España, con Portugal y el sur de Italia, eran los únicos países europeos que tenían un número considerable de esclavos. Puede que en la segunda mitad del siglo XVI llegaran a sesenta mil, la mitad en Andalucía. Los negros recibían sin dificultad el bautismo, los musulmanes eran más difícilmente asimilables. Se repartían entre el servicio doméstico y varios trabajos y ocupaciones manuales. Los peor tratados eran los esclavos estatales, empleados en las minas, las galeras o la construcción de fortificaciones. Los esclavos particulares podían alcanzar mejores situaciones; su condición dependía en gran parte de la de sus amos. Se consideraba obra piadosa concederles la libertad al hacer testamento, pero muchas veces, bajo esta aparente generosidad, se escondía el deseo de desembarazarse de un viejo servidor. Hubo en Andalucía bastantes cofradías de esclavos y libertos, marcos de integración y promoción social. El número de esclavos disminuyó mucho con la separación de Portugal, que era la principal proveedora. Desde fines del siglo XVII ya no era más que un fenómeno residual.

Los pobres de ninguna manera podían considerarse marginados dentro del marco social; por el contrario, de acuerdo con la doctrina evangélica, tenían un puesto de honor, aunque la realidad fuera distinta. El ámbito de la pobreza era flexible: cada gran crisis lanzaba a los caminos legiones de hambrientos en busca de un auxilio que no siempre llegaba, y era frecuente el espectáculo de hospitales abarrotados, muertos en los caminos y plazas públicas… Ante estas grandes calamidades el gobierno de la nación desviaba el problema hacia las autoridades eclesiásticas y municipales y la caridad privada. En épocas normales cada población tenía un número de pobres atendido de manera fija; el catastro de Ensenada enumeraba para toda Castilla algo más de sesenta mil, aunque es seguro que el número real sería mayor. Dentro de esta masa había categorías: atención preferente merecían los pobres vergonzantes, personas de buena familia que habían caído en la indigencia y debían ser socorridos a domicilio porque preferirían morir de hambre antes que mendigar. En Madrid y otras ciudades los ciegos formaban agrupaciones de estilo gremial; competencia suya era la venta de relaciones, romances y otras hojas volantes; los había especializados en recitar largas oraciones a las que se atribuían virtudes especiales (ciegos oracioneros); otros alegraban las reuniones festivas con instrumentos musicales y canciones de subido color.

El enlace de estos ciegos con la picaresca lo hallamos en el Lazarillo de Tormes, obra enigmática, punto de arranque de un género literario típicamente español. El pícaro era un automarginado, por lo común de humilde extracción, pero no raras veces procedente de una familia normal; no era propiamente un rebelde, sino un inadaptado temperamental, incapaz de permanecer mucho tiempo en un lugar y en una profesión; unas veces ejercía de criado, otras de esportillero, o vivía de la estafa y pequeños hurtos. Su caldo de cultivo eran los bajos fondos de las grandes ciudades. La crisis urbana del siglo XVII y las levas de vagos y mal entretenidos que se prodigaron en la segunda mitad del siglo XVII acabaron (hasta cierto punto) con este grupo social y la literatura que había suscitado.

De los gitanos hay que hacer también una mención porque, si bien su número era muy escaso, el tratamiento que recibieron es típico de la actitud del gobierno hacia los marginados. Llegaron a España desde Francia en el siglo XV, tras largo éxodo desde las Indias, su patria de origen. Se presentaban como peregrinos a Santiago. En 1470 aparecieron en Jaén, donde fueron regiamente acogidos por el condestable Miguel Lucas de Tranzo, favorito de Enrique IV. Sigue una etapa de silencio roto por una dura pragmática de los Reyes Católicos en 1499 cominándoles a dejar su vida errante, tomar vecindad y oficio, es decir, asimilarse, en el lenguaje actual. No es difícil imaginar lo que sucedió en ese intervalo; los recién llegados no tenían capacidad ni voluntad para dejar su género de vida tradicional; agotada la buena voluntad inicial, suscitarían quejas que motivaron el citado decreto, seguido de otros muchos, prueba de su ineficacia; hubo casos de asimilación en las ciudades; en el campo podían resultar peligrosos; los documentos hablan de bandidaje y asaltos a pequeños lugares. Se les acusaba también de no profesar ninguna religión, aunque la Inquisición sólo instruyó algún que otro caso por prácticas supersticiosas. Quizá era el único grupo social al que se consideraba fuera de la ley; ni ellos la respetaban ni les alcanzaban sus beneficios. En algunas ocasiones se les envió a remar a la galera sin más trámite. La mentalidad represora llegó a su cúspide con el inicuo decreto de 1739 que envió cerca de diez mil, incluyendo mujeres y niños, a los arsenales. Las medidas antigitanas fueron dulcificadas en el reinado de Carlos III con igual resultado negativo.