Capítulo VIII

EL CAMBIO DINÁSTICO Y LA ILUSTRACIÓN

Con diversos matices, la Ilustración abarcó toda Europa y cada nación expresó la idea en su propio idioma: Luces, Lumières, Illuminismo, Aufklärung… Falta el equivalente tópico en inglés, aunque Inglaterra fuese en gran medida el padre de la criatura, con una diferencia esencial: en Inglaterra no existía el Absolutismo Ilustrado, que era elemento esencial en la Ilustración en la Europa continental. Es un ejemplo de la complejidad del fenómeno. La famosa definición de Kant: «Ilustración es la manifestación del espíritu que osa pensar por sí mismo», se refería a los aspectos individuales, cívicos, pedagógicos. Era una invitación a la libertad de juicio y acción, a una educación individualista. Pero abarcó otros muchos aspectos, transformó toda la cultura europea durante el siglo XVIII. Un siglo XVIII corto; sus primeros decenios son de transición y la Revolución Francesa cortó o desvió este proceso.

En España la Ilustración nos llegó en gran medida de Francia, pero hubo también mucha influencia italiana y no poca inglesa y centroeuropea. Sus precedentes, los intentos hechos en el reinado de Carlos II por recuperar el sentido crítico, superar el escolasticismo y acortar el retraso científico que nos separaba de las naciones más adelantadas de Europa. La primera mitad del XVIII corresponde a una pre-Ilustración cuyos dos episodios más notables fueron la creación de la Regia Sociedad Médica de Sevilla y la publicación del Teatro Crítico de Benito Feijoo. Ambos episodios dieron lugar a controversias en las que los adversarios de los novatores, o sea, de los partidarios de ideas nuevas, y por este mero hecho peligrosas, se apoyaban en motivos religiosos. La Inquisición, sin embargo, no intervino, pero sí lo hizo el poder real: Felipe V otorgó su protección a los doctores sevillanos; Fernando VI manifestó públicamente su adhesión a los escritos de Feijoo. Era una manera de terminar las disputas. ¿Quiénes eran estos reyes renovadores?

Un juicio superficial tendería a ver una relación entre el cambio de dinastía y el cambio ideológico que desembocaría, a través de los novatores, en la plena Ilustración. Pero, examinando de cerca las cosas, este esquema pierde evidencia. La fecha de 1700, el cambio de dinastía, tuvo unas repercusiones políticas enormes, sobre todo en política internacional. Hay que tener en cuenta que si la Monarquía hispana durante los reinados de los tres Felipes había tenido muchos problemas, después de los grandes fracasos representados por las paces de Westfalia, Pirineos y el reconocimiento de la independencia de Portugal se había convertido ella misma en un problema europeo; un aglomerado de grandes y ricos territorios liderados por una metrópoli exhausta, incapaz de defenderlos; tres grandes potencias contemplaban con aire carroñero aquella Monarquía: Inglaterra, Francia y Austria; la primera ambicionaba los territorios americanos; las otras dos aspiraban, eventualmente, a todo, pero, por lo menos, a repartirse amigablemente los despojos. Ya en 1668, apenas iniciado el reinado de Carlos II, Luis XIV y el emperador Leopoldo habían firmado en secreto un tratado de reparto.

Durante el Antiguo Régimen los enlaces regios eran la expresión más tangible de las tendencias en política exterior. Los reyes españoles habían tomado esposas francesas y alemanas, lo que engendró dos opciones, y en la Corte española, cuando la falta de sucesión de Carlos II quedó confirmada, surgieron dos partidos, el francés y el austríaco, alimentados por intereses personales y sin duda también por motivos que podríamos llamar patrióticos, aunque más bien reflejaban la tradición imperialista y dinástica. ¿Qué candidato daba más garantías de mantener la unidad del Imperio, de cumplir lo que los testamentos reales repetían con obsesión: no enajenar territorios? Pareció que Francia, la potencia más fuerte y la más vecina, era la más apta para conseguir esta finalidad, y ello explica el testamento de Carlos II en favor de Felipe, duque de Anjou, nieto de Luis XIV. El antiguo adversario se convertía en aliado. En la masa del pueblo español la noticia fue acogida con indiferencia, a pesar de los festejos celebrados en honor del nuevo rey. No suscitaba entusiasmo, pero se esperaba que el cambio dinástico trajera la ansiada paz.

Se auguraban cambios políticos, no ideológicos. En Francia no existía la Inquisición, pero el comportamiento de Luis XIV con los protestantes no había sido menos duro que el de Felipe III con los moriscos. El nivel técnico y científico de Francia era más elevado que el de España. Vivían aquí muchos franceses, estaban muy interesados en el comercio de Indias y hallaban apoyo en el consulado sevillano cuando el gobierno, como medida de guerra, decretaba contra ellos alguna represalia. Entre los más ilustrados Descartes estaba en gran predicamento y las modas francesas empezaban a copiarse. En los últimos decenios del siglo XVII la conciencia del propio retraso avivó el interés por todo lo extranjero, procurando sortear los escollos que representaban la Inquisición y el índice de libros prohibidos. En este sentido el papel de don Juan José de Austria, hermano bastardo de Carlos II, ministro y podríamos decir tutor de aquel desdichado monarca, fue de primera importancia. De sus largas estancias en el extranjero extrajo ideas, actitudes que contribuyeron a formar un ambiente preilustrado a través de la academia privada que sostenía en la corte y de su protección a intelectuales extranjeros, como el jesuita flamenco Lafaille, a quien encomendó la cátedra de matemáticas en el Colegio Imperial de Madrid, el médico italiano Juanini y Fabro Bremundan, precursor del periodismo (fundó la Gazeta de Madrid), que cuidaba de la imagen pública de su protector. Don Juan, aunque siempre en lucha con los franceses, era un francófilo convencido y a través de su influencia con su hermanastro influyó en el cambio de indumentaria, uno de los símbolos sociales más relevantes. Se inició el abandono de la golilla, en parte sustituida por la corbata, emblema militar, y empezaron a usarse blancas pelucas.

Todas estas cosas y muchas más sucedían antes del cambio de dinastía; el cambio ideológico estaba en marcha, aunque con suma lentitud, porque el fermento era poco para renovar la masa inerte en que se había convertido lo que había sido un movimiento creador. En Francia la situación era distinta; había en la sociedad potentes gérmenes y el papel de la Monarquía en el siglo XVIII sería más de freno que de impulso. Las instrucciones que Luis XIV dio a su nieto aconsejaban robustecer el poder real, limitar la excesiva influencia de los grandes, renovar la administración, pero respetar las costumbres y tradiciones. Sus medidas de gobierno fueron en esta dirección; su religiosidad era escrupulosa, excesiva, combinada con una sensualidad que no se atrevía a franquear los límites del matrimonio. En esto no se parecía a la corte de París, donde la favorita real no era un motivo de escándalo, sino una institución; en la corte española nunca se dio nada parecido. Felipe V no sólo mantuvo la Inquisición, sino que en su tiempo reanimó por última vez sus hogueras; una campaña feroz, cuyos móviles no están claros, acabó con los restos de aquellos marranos portugueses que llegaron en tiempos del Conde Duque con humos de poderosos banqueros para quedar luego rebajados a la categoría de estanqueros de tabaco y otros tráficos humildes. Continuó también la venta de títulos nobiliarios, casi siempre en favor de alguna institución religiosa en apuros. La Cámara de Castilla seguía también dispensando favores tarifados: 40 000 reales por una hidalguía, 200 ducados por una licencia para fundar un mayorazgo, señores que piden que el alcalde mayor de tal pueblo siga en su puesto después de expirado el plazo legal… Se tiene la impresión de que en España todo hubiera seguido poco más o menos igual si no hubiera intervenido una larga y encarnizada Guerra de Sucesión que fue al mismo tiempo una guerra civil.

Una guerra que pudo perfectamente haberse evitado. La aceptación del testamento de Carlos II se producía sólo tres años después de terminar la terrible, la interminable guerra de la Liga de Augsburgo, en la que Luis XIV se había enfrentado a media Europa. La guerra terminó en tablas por agotamiento de los adversarios. Luis XIV vaciló antes de aceptar el testamento de Carlos II que encerraba un gran riesgo de volver a encender la guerra; podía limitarse a participar en el despojo pacífico, pero la tentación de enriquecer su dinastía con la Corona de España era demasiado fuerte y al principio ingleses, holandeses y alemanes, aunque contrariados, parecieron aceptar la nueva situación de clara hegemonía borbónica no sólo en Europa, sino en América. Suele atribuirse la responsabilidad de haber reanudado las hostilidades a provocaciones del rey francés, que introdujo sus tropas en Flandes y parecía querer reinar en España y sus Indias a través de su nieto; mas, por otra parte, no hay que olvidar que ni el emperador Leopoldo aceptaba ser excluido de la herencia española, ni había disminuido el odio de Guillermo de Orange hacia el rey francés.

Los historiadores alaban la resolución con que el pueblo español, o más bien castellano, puesto que la Corona de Aragón adoptó una postura distinta, apoyó al primer Borbón y aseguró en el trono a la nueva dinastía. Esto parece un eco de la versión oficial de los hechos; la verdad es que la nobleza estaba dividida y bastantes casas prestigiosas siguieron fieles a la Casa de Austria, representada por el archiduque Carlos. La Iglesia se mostró francamente borbónica, pero ¿cómo podía actuar de otra manera si el rey, a través de la Inquisición y los obispos, tenía su control asegurado? Se trató, incluso, de presentar aquélla como una guerra de religión porque tropas inglesas cometieron algunos desmanes. La masa de la población no tenía ningún deseo de participar en una guerra dinástica, pero los ministros franceses que acompañaban a don Felipe eran mucho más enérgicos que los funcionarios de Carlos II; con amenazas y promesas consiguieron movilizar aquella masa inerte. Se hizo responsables a las autoridades municipales de la movilización, prometiendo la hidalguía a los que sirvieran como oficiales; se exigieron tributos sin contemplaciones, se castigaron las deserciones y así se formó un ejército que, reforzado por contingentes franceses, sostuvo una larga guerra llena de vicisitudes. Dos veces tuvo que abandonar Madrid Felipe V por el avance de las tropas aliadas desde Portugal, que se había unido a los aliados. La partida parecía perdida para el bando borbónico en 1710, año de hambre y epidemia. Luis XIV, que veía arruinado su país y vencidas sus tropas en Flandes, pidió la paz, ofreció abandonar a su nieto, pero las exigencias de los aliados fueron tan desmesuradas que la guerra continuó. Entonces intervino, como tantas otras veces, el azar para cambiar el rumbo de la historia: murió el emperador José I; su hermano Carlos heredaría el imperio austríaco y el español; una concentración de poder tan grande en el continente no agradaba a los ingleses que se retiraron de la coalición facilitando la apertura de negociaciones de paz. En Utrecht se confirmó lo que ya habían anunciado los acuerdos de reparto: el fin del Imperio europeo de los Habsburgos españoles; aquellas tierras de Flandes regadas de sangre y de oro pasaron al austríaco, y también la mayoría de la Italia española; a Inglaterra, Gibraltar, Menorca y ventajas comerciales en Indias; a Portugal, la disputada Colonia del Sacramento en el Río de la Plata.

Firmadas ya las paces aún se combatía en Cataluña, porque aquella Guerra de Sucesión fue también una guerra civil con importantísimas consecuencias para la estructura del Estado español.

La presión que ejerció en Castilla la administración felipista para mantener su esfuerzo de guerra tenía que hallar más resistencias en una Corona de Aragón menos avasallada y donde, además, los franceses no eran queridos, sobre todo en Cataluña, que guardaba un pésimo recuerdo de la presencia francesa en la guerra provocada por los sucesos de 1640; una Cataluña que no se resignaba a la pérdida del Rosellón y que había soportado muchas agresiones, culminadas con la toma de Barcelona en 1697. Luis XIV conocía estos sentimientos y recomendó a su nieto que tratara con miramiento a los catalanes. La recomendación no fue desoída; en las Cortes celebradas en Barcelona (1701-1702) para jurar al nuevo rey se les dio a los catalanes todo lo que pidieron, incluso dos barcos de registro a Indias. Sin embargo, había descontentos en espera de una oportunidad.

En el reino de Valencia el problema era distinto; mal apagados los rescoldos de la última revuelta antiseñorial (la llamada segunda Germanía) se mantenía la inquietud en aquellas clases populares que un contemporáneo llamaba «amigos de la charpa y vandos, que tienen en continuo temor a la nobleza». Con independencia de la cuestión dinástica, eran muchos los que esperaban una oportunidad para reanudar los disturbios. Esa oportunidad se la proporcionó la escuadra angloholandesa, superior a la francesa (la española estaba, de momento, fuera de combate). En 1704 se apoderó de Gibraltar; el año siguiente su presencia en las costas mediterráneas bastó para que, en combinación con los aliados del interior. Valencia y Barcelona se declararan en favor del archiduque. Con menos determinación se unió a los austracistas el reino de Aragón y, finalmente, lo hizo también Mallorca. Pero la Corona de Aragón, muy dividida interiormente, no actuó como un bloque y se rindió por etapas; primera, el reino de Valencia, a consecuencia de la batalla de Almansa (1707), luego el de Aragón y, más tarde, cuando la guerra ya estaba no sólo decidida, sino terminada con los tratados de Utrecht, Cataluña y Baleares. Abandonadas por sus aliados, es un misterio por qué prolongaron una resistencia sin esperanzas. La defensa de Barcelona frente a un fuerte ejército franco-español es una de las acciones más gallardas de nuestra historia; se la comparó, con razón, a las de Sagunto y Numancia, aunque los barceloneses, además de combatientes heroicos, demostraron tener el seny conveniente para no provocar la destrucción de la ciudad. El homenaje anual al conseller en cap Rafael Casanovas, que dirigió la defensa hasta caer herido envuelto en los pliegues de la bandera de Santa Eulalia, se ha convertido en símbolo de la nacionalidad catalana; pero, sin intención de disminuir en un ápice el valor simbólico de este episodio, convendría añadir que el historiador no puede, como el dramaturgo, tener licencia para elegir el momento más efectista para bajar el telón; debe proseguir el relato hasta el final. Casanovas curó de sus heridas, fue amnistiado y muchos años después terminó apaciblemente su vida ejerciendo su profesión de abogado. El apaciguamiento en el campo tardó en lograrse; durante varios años hubo golpes de mano, acciones de guerrilla y represión en algunas comarcas catalanas.

Las consecuencias más duraderas para las regiones vencidas y para la estructura del Estado español fueron los decretos de Nueva Planta que abolieron sus fueros tan pronto como acabaron las resistencias; el primero y más duro concernía al reino de Valencia; el de Cataluña se dictó en 1714 y es más suave, aunque la resistencia había sido más encarnizada; se conservaron algunas instituciones como el Consolat de Mar y todo el Derecho civil, y las medidas se presentaban no como un castigo a la rebelión, sino como un favor, igualando aquellos vasallos con los de Castilla, los más queridos del monarca. El cambio de todo se debería a que en 1714 ya la nueva dinastía estaba asentada y reconocida, no corría peligro; habían tenido tiempo de reflexionar sobre lo injusto e impolítico que era sancionar regiones enteras en las que los felipistas siempre habían sido numerosos. También tenía que serles notorio que la resistencia catalana no había sido antiespañola, siempre había manifestado que luchaban «por Cataluña y por toda España».

A pesar de todo, en los vencidos quedó un sentimiento de humillación; conocían la necesidad de cambiar aquellas instituciones arcaicas, pero no en forma tan traumática y sujetos a un nuevo régimen que les parecía despótico. Recibían el derecho a estar representados en las Cortes de España, ¡pero esas Cortes estaban prácticamente muertas! Temían un incremento de la presión fiscal; el nuevo sistema tenía la ventaja de ser más equitativo y más sencillo; se acortaba la distancia con los castellanos, los más castigados por el fisco; se instituía una especie de impuesto único que al principio resultó oneroso; más tarde las cosas cambiaron: el catastro que tenían que satisfacer los catalanes era una cantidad fija que sobrepasaba la capacidad del Principado; después fue rebajada su cuantía, al par que Cataluña crecía en población y riqueza, con lo que volvió a desequilibrarse en su provecho la presión fiscal.

Otro de los principios medulares del nuevo sistema era la desaparición de todo vestigio democrático en los ayuntamientos; en los de más importancia los regidores eran vitalicios y de nombramiento real directo; en los pequeños eran anuales y los nombraban las audiencias, siempre entre personas consideradas adictas. Y aquí radicaba otro de los motivos de disgusto: las clases dirigentes se sentían discriminadas; según el nuevo sistema, al desaparecer la «extranjería legal» podían aspirar a todos los cargos de la Monarquía, incluso en Indias, pero esto sólo jugaba en favor de los que estaban bien vistos en la corte; en principio, un catalán o un aragonés concitaban ciertas sospechas, y este prejuicio tardó en desaparecer. Con el tiempo estos recelos mutuos se fueron disipando y la unidad de voluntades se demostró con fuerza admirable en la Guerra de la Independencia. El nuevo rostro de España no sólo se caracterizó por una reorganización administrativa de tipo centralista (en la que Vasconia, fuerista, fue una excepción), sino por una real unidad que aclaró las seculares ambigüedades que se escondían bajo las palabras nación, estado, monarquía, imperio… España ya no era un concepto mal definido, sino una realidad de contornos bien perfilados a cuyo frente estaba un monarca, pero que en caso necesario podría también actuar sin él.

Este gran cambio lo presidió un rey mediocre. Felipe V dio pruebas de actividad y decisión en los primeros años de su reinado, pero después cayó en una depresión que en ocasiones confinaba con la locura. Su segunda mujer, Isabel Farnesio, procedía de la Casa de Farnesio dueña de Parma, en el norte de Italia. Llegó a España en 1714 y aun antes de encontrar a Felipe V, dio pruebas de su temperamento ordenando el destierro de la princesa de los Ursinos, que representaba los intereses de Francia y había adquirido sobre Felipe V un total ascendiente. Desde el primer momento ejerció tal influjo en su marido que ella fue la que impuso las decisiones esenciales de la política exterior española. La política de la Farnesio era muy simple: colocar a sus hijos lo mejor posible, y puesto que en España había ya un heredero del primer matrimonio del rey, había que buscarles colocación fuera de ella: Carlos sería rey de Nápoles; Felipe, duque de Parma; el tercero, Luis, tendría que conformarse con ser arzobispo de Toledo y Sevilla, sólo a efectos de cobrar sus enormes rentas. Para conseguir este objetivo la reina removió cielo y tierra, participó en guerras que a España poco o nada interesaban, cambió alianzas, se concertó una paz con Austria que no tuvo apenas efecto, pero permitió reanudar relaciones y volver a España a los partidarios del archiduque Carlos que habían hallado asilo en Viena; otros permanecieron allí y contribuyeron a perpetuar en aquella Corte ciertas tradiciones y estilos de vida de tradición hispana.

Las guerras llevadas a cabo en Italia, aunque realizadas por los intereses familiares de la Farnesio, hallaron cierto eco en la opinión española; nada se pretendía respecto a Milán, pero en Nápoles y Sicilia la presencia española era muy antigua; había intereses mutuos, familias prestigiosas de por medio, y aunque no se buscaba la antigua unión política, la presencia de un común linaje borbónico era garantía de que se mantendrían las buenas relaciones. Por su parte, Felipe V, en sus intervalos de lucidez, también tenía aspiraciones propias; su máxima ambición, ser rey de Francia, para lo cual debía dejar de ser rey de España, y es posible que sus planes de abdicar (que llegó a realizar temporalmente) se relacionaran con esta obsesión. Fracasado este plan se interesó por aquellos aspectos del Tratado de Utrecht que favorecían a la Gran Bretaña en detrimento de España: Gibraltar, que no pudo recuperarse, y la defensa del comercio y territorios de América.

La pérdida de los territorios europeos de la Monarquía convirtió lo que era un amasijo heterogéneo de países en un binomio bien definido: España y sus Indias, incrementando el peso específico de éstas de tal forma que, si exceptuamos los esfuerzos por conservar una influencia en Italia, la política española en el siglo XVIII tuvo como eje la conservación y aumento de los territorios americanos. Una tarea difícil, porque las potencias europeas, especialmente Inglaterra, cada vez mostraban mayor interés por sus colonias en el Nuevo Mundo; procuraban su expansión y a la vez seguían muy interesados en el comercio con aquellas Indias españolas que además de plata y oro producían alimentos y materias primas. En el Tratado de Utrecht, que puso fin a la Guerra de Sucesión, los británicos introdujeron cláusulas que minaban el monopolio comercial español: enviar cada año un navío de permiso cargado de mercaderías y el derecho a introducir esclavos negros durante treinta y un años. Estos acuerdos no trajeron la paz; durante todo el siglo XVIII España trató de hacer frente la amenaza inglesa mediante el reforzamiento de su escuadra y la alianza con Francia, que también se sentía amenazada; en conjunto, estos objetivos no sólo se consiguieron, sino que la expansión pacífica de España por la costa del Pacífico y el interior, casi deshabitado, de lo que hoy son los Estados Unidos llegó hasta los actuales Estados de Nevada, Utah y Oregón. Esta ampliación de dominio quedó poco consolidada por el eterno problema: pocos hombres para tanto espacio. Algo más crecía la presencia humana en las tierras del Río de la Plata; allí la concurrencia se producía con los portugueses, que desde el ángulo que les concedió el Tratado de Tordesillas habían ido descendiendo por la costa hasta ese lugar privilegiado en donde las aguas del Atlántico se mezclan con las de Paraguay-Paraná. En la banda oriental, enfrente de Buenos Aires, que ya había sobrepasado los 10 000 habitantes, edificaron un fuerte. La situación se tornó muy compleja, porque Portugal era aliado de Inglaterra y porque en el interior, en la cuenca del Paraguay, las misiones creadas por los jesuitas habían derivado, si no en un Estado teocrático, como decían sus enemigos, en una organización original y autosuficiente, incluso en el terreno militar, pues los jesuitas habían adiestrado a los indios guaraníes en el manejo de las armas para defenderse de las incursiones de los colonos brasileños que se adentraban en el país para capturar y esclavizar a sus habitantes.

Las repercusiones del cambio de dinastía sobre el tráfico de Indias fueron profundas. Ya hemos aludido a la dificultad de conocer el volumen del fraude y la cuantía de los tesoros que llegaban desde que la Real Hacienda renunció al registro obligatorio de los retornos. De lo que no cabe duda es de la participación cada vez menor de los mercaderes españoles. La parte del león se la llevaban los franceses, ingleses, genoveses y holandeses. Todos tenían interés en trasladar las operaciones de carga y descarga a Cádiz. La fijación de la cabecera de las flotas en este puerto en 1680 fue el anticipo del traslado de la Casa de Contratación, retrasado hasta el reinado del primer Borbón por los desesperados esfuerzos del Consulado de Sevilla.

Desde la proclamación de Felipe V como rey de España los franceses pasaban de ser enemigos a aliados; ayuda imprescindible, porque España no tenía potencial naval suficiente para hacer frente a Inglaterra desde que la flota que regresaba en 1702 fue hundida en la ría de Vigo; los tesoros pudieron salvarse, pero la falta de navíos fue tal durante mucho tiempo que los pocos buques enviados a Indias en los años siguientes tuvieron que ser escoltados por buques franceses. So capa de aliados, los franceses intentaban apoderarse del comercio de Indias; si no lo consiguieron fue por la denodada resistencia que los mercaderes y autoridades opusieron en España y América a su intromisión. Se llegó a procesar y prender a las autoridades del Consulado sevillano con el pretexto, no del todo infundado, de corrupción; es verdad que los cargos de prior y cónsules, que debían ser anuales y electivos, habían caído en manos de una oligarquía, pero la razón profunda de su procesamiento y destitución fue su oposición a los planes de los consejeros franceses de Felipe V. Hasta que este monarca no se liberó de la tutela francesa no se pudo plantear el problema del tráfico de Indias con criterios puramente españoles. Quedó sin resolver el abastecimiento de Indias con productos nacionales, porque la industria española siguió sin poder superar este reto. Quedaba el problema defensivo; en Indias continuó la labor, ya iniciada por Felipe II, de fortificar los puertos esenciales, y cuando hoy se contemplan las formidables defensas de La Habana o Cartagena de Indias se comprueba la eficacia de esta política. Las fuerzas terrestres se reorganizaron combinando un ejército regular con unas milicias, pero la principal defensa era la inmensidad del territorio. No hubo amenazas realmente graves de invasión terrestre. El talón de Aquiles era la defensa marítima; contra los corsarios y piratas se organizaban batidas con flotillas, pero la confrontación con la Armada Real inglesa era cada vez más difícil; el navío de línea inglés superaba al galeón español en diseño, artillería, mandos y dotación. España tuvo que hacer un esfuerzo enorme (incluyendo el espionaje industrial) para igualar este modelo; tarea iniciada por el ministro Patino en el reinado de Felipe V con la creación de los arsenales de Cartagena y El Ferrol y continuada en el reinado de Carlos III. La regulación del tráfico y del envío de caudales fueron factores importantes para la recuperación de la metrópoli.

Esta recuperación fue más rápida de lo que podía pensarse después de tantos años de guerra civil; la población creció en unas proporciones no bien definidas, porque los censos de principios de siglo son muy deficientes, pero que pueden compararse con el crecimiento del siglo XVI, aunque con diferencias notables: se ganaron entonces dos millones de pobladores en beneficio de la Meseta y de la Andalucía Baja; después llegó el estancamiento del siglo XVII; en el siglo XVIII se ganaron otros tres millones (de ocho a once) en las regiones litorales; en el interior hubo pocos síntomas de recuperación. Progresó también en la periferia el índice de urbanización: Bilbao, por ejemplo, pasó de cinco a diez mil habitantes; Cartagena y El Ferrol crecieron como hongos gracias a la actividad de sus astilleros; Cádiz también creció mucho a expensas de Sevilla; pero el crecimiento más notable fue el de Barcelona, que tenía 37 000 habitantes al terminar el asedio (1714) y rozaba los cien mil habitantes al finalizar el siglo. Influyó en este incremento la liberalización del comercio con América, pero más aún la desaparición de las aduanas interiores y del sistema de extranjería legal que dificultaba las actividades de los súbditos de la Corona de Aragón en el resto de España. En todo el litoral cantábrico empezó a ser normal la figura del indiano, que enviaba caudales o los repatriaba consigo. La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, que llegó a tener casi un monopolio en la producción del cacao, acumuló grandes beneficios. A los catalanes se les encontraba en todas partes; una de sus innovaciones fue la pesca de arrastre y la implantación de fábricas de conservas y salazones, con especial relevancia en Galicia, donde incluso motivaron protestas laborales. En cambio, Madrid seguía siendo una ciudad residencial Y burocrática con crecimiento escaso; sus 170 000 habitantes cabían holgadamente en la cerca del siglo XVII. Las fabricas estatales creadas en el entorno de Madrid (Ávila Guadalajara, Talavera…) no modificaron sustancialmente la situación creada por la ruralización de la Meseta.

El aumento de la población, aunque modesto, obligó a aumentar la superficie cultivada, provocó tensiones dentro de un sistema poco elástico especulación, carestía… En conjunto, sin embargo, hubo un moderado progreso. Entre las crisis de principios y fines del siglo XVIII hubo unas décadas de tranquilidad, de relativo bienestar en parte porque España participaba del progreso generalizado en toda Europa en aquella centuria. ¿Puede atribuirse también esta ventaja al cambio de dinastía? La verdad es que los primeros Borbones no tuvieron cualidades relevantes: Felipe V, como ya indicamos sufría depresiones que a temporadas confinaban con la locura; Fernando VI fue un incapaz que se limitaba a firmar documentos; no hay comentarios suyos en las consultas que redactaban los consejos. Carlos III era mucho más consciente de sus obligaciones, pero como dedicaba todas las tardes a la caza y por las mañanas tenía que atender recepciones y otras tareas, tampoco le quedaba mucho tiempo para ocuparse personalmente de los asuntos pendientes. La diferencia con Felipe II, e incluso con Felipe IV, era abismal. El gobierno estaba en manos de los ministros, como ya había sucedido en el reinado de Carlos II, pero con una diferencia importante: el último de los Austrias dejó gobernar a la aristocracia; los Borbones, no. Luis XIV previno a su nieto contra los grandes, que habían monopolizado el poder. Los Borbones aceptaron en determinados casos los servicios de algunos aristócratas, como el duque de Alba o el conde de Aranda, pero a título individual y no como representantes de una clase.

Felipe V, por manejos de Isabel Farnesio, que fue la verdadera gobernante, entregó en ocasiones el poder a trapisondistas como Alberoni y Ripperdá, el primero no exento de inteligencia, el segundo un aventurero, un auténtico farsante. En la última fase de aquel reinado brillan dos ministros, nobles, por supuesto (no se hubiera concebido un pechero en los puestos más elevados), pero de una nobleza media que no debía su puesto a su linaje, sino a sus servicios Uno fue el asturiano Campillo, otro Patino, milanés de origen; hombres nada brillantes, pero con vocación de servicio no sólo a la Monarquía sino a la nación. Desempeñaron muchos cargos, pero no amasaron grandes fortunas. Don Zenón de Somodevilla, riojano, más conocido por su título de marqués de la Ensenada, fue el continuador de la tarea de Patino en el reinado de Fernando VI; se le acusó de estar demasiado interesado en su lucimiento personal, pero estaba muy dotado para el trabajo y tenía ideas claras de lo que necesitaba España: rehacer la marina, crear un ejército profesional, restaurar las finanzas, aceptar lecciones del extranjero para disminuir la distancia que nos separaba de las grandes potencias europeas. Estos ministros lo consiguieron en gran medida. De esta forma, unos soberanos mediocres y poco laboriosos restauraron la situación del país gracias a ministros eficaces.

Salvo los de Italia y Aragón, que ya no tenían razón de ser, permanecieron los consejos, pero reducidos a la rutina administrativa y a sus funciones judiciales. Sólo el Consejo de Castilla seguía teniendo gran peso en las decisiones sobre los asuntos generales de la Monarquía, con gran influencia en la política reformista de Carlos III. El verdadero poder residía en los secretarios de Estado, a quienes se confiaban las tareas más importantes y las líneas generales de la política; una evolución lógica, aunque muy lenta, condujo hacia lo que en el siglo XIX fue el Consejo de Ministros. El absolutismo regio llegó a su punto más elevado; los municipios, estrechamente vigilados, perdieron atribuciones; el cargo de regidor fue perdiendo interés; subsistieron los corregidores, pero se les añadieron otros funcionarios superiores, los intendentes, con ámbito territorial y competencial más extenso. El dominio del monarca sobre la Iglesia se acentuó mediante el Concordato de 1753, que instituía el Patronato universal, con gran despecho de la curia romana que vio mermados sus ingresos. La influencia de los confesores reales tuvo como último exponente al padre Rábago influyente jesuita, confesor de Fernando VI. Después su intervención en los nombramientos eclesiásticos pasó a la Secretaría de Gracia y Justicia.

De esta manera fue creciendo a la sombra de un poder real absoluto una burocracia, un alto funcionariado de cuya eficiencia puede ser ejemplo la redacción del Catastro de Ensenada, monumental encuesta de la población y riqueza de cada pueblo de Castilla que tenía como objetivo introducir un sistema tributario más justo y eficaz; esta finalidad no se alcanzó por razones que serían largas de explicar, pero los miles de legajos escritos con este motivo son hoy un tesoro para los investigadores y testimonian el grado de perfección que había alcanzado aquella administración. Se tuvo una prueba cuando en 1759 falleció Femando VI en estado de demencia. Durante un año España estuvo prácticamente sin rey. Imaginemos lo que esta situación hubiera tenido de explosiva en el siglo XV, pero en el XVIII la tranquilidad no se alteró lo más mínimo; el instrumento de gobierno creado por la Monarquía absoluta era tan perfecto que podía funcionar sin su principal resorte.

A mediados del siglo XVIII tuvo lugar un importante salto cualitativo; incluso se le puede fijar una fecha precisa: 1759, llegada de Carlos III. En el plano intelectual la transición de los novadores a la primera generación ilustrada fue menos tajante, pero también se la puede hacer coincidir con dicha fecha, porque los novadores se mantenían en un plano teórico, lamentaban el atraso científico de España y trataban de acortarlo, mientras que los ilustrados tenían un programa mucho más amplio; al pensamiento incorporaban la acción, y esto, claro está, sólo podía hacerse mediante la potencia irresistible de un rey absoluto, que presidiría no sólo los cambios políticos, sino la mejora de la sociedad entera. Ese monarca podía ser el nuevo rey, que llegaba con veinticinco años de experiencia como rey de Nápoles. Las expectativas de los ilustrados se cumplieron sólo hasta cierto punto; mas, aun así, aquel largo reinado fue de importancia decisiva.

Me parece indudable que la figura de Carlos III se ha magnificado, se ha idealizado; no le interesaba el arte, ni la lectura, ni la música; dedicaba a la caza más tiempo que a los asuntos de gobierno; muy persuadido de su autoridad absoluta dejó que usaran esta arma terrible algunos de sus ministros en interés propio; se dejó convencer por Campomanes de que los jesuitas maquinaban contra él, que podían incluso atentar contra su vida, y fulminó contra ellos una orden de expulsión sin alegar más motivos que «razones que guardaba en su real pecho». No tenía la altura de un verdadero estadista y, sin embargo, dejó un legado, aunque incompleto, no exento de valor. Tuvo, como sus predecesores, ministros laboriosos y capacitados a quienes sostuvo el tiempo suficiente para que sus obras tuvieran continuidad, en parte porque era una persona muy rutinaria que odiaba cualquier cambio. Su religiosidad era profunda y, como sus antecesores, tomaba muy en serio su responsabilidad como jefe temporal de la Iglesia de España, extremando, si cabe, la tutela que desde mucho antes se ejercía sobre ella. Blanco principal de las iras del todopoderoso ministro don Pedro Rodríguez de Campomanes fueron las manifestaciones de la religiosidad popular, tan ajenas a su carácter prosaico, autoritario, nada propicio a efusiones sentimentales. Las hermandades tuvieron que justificar su existencia y someter sus reglas a la aprobación del Consejo de Castilla, cosa que no todas consiguieron. Desaparecieron los aditamentos festivos de las procesiones del Corpus, tan del agrado popular que rara era la población en que no estaban subvencionados por el municipio.

Muchas romerías desaparecieron; otras de tanto arraigo como las de Santiago y la Virgen de la Cabeza atravesaron etapas difíciles.

Ni la tradición ni el sentir de los pueblos merecían respeto. Se atribuye a Carlos III el dicho de que «mis vasallos son como los niños, que lloran cuando los lavan».

Podemos entonces preguntarnos si aquel rey fue popular. Ciertamente no, con una curiosa excepción: sí lo fue en Cataluña, como se demostró en la entusiasta acogida que le tributó Barcelona cuando desembarcó procedente de Nápoles. La explicación es obvia: el Principado atravesaba una etapa de prosperidad, tocaba las ventajas económicas derivadas de la Nueva Planta y tenía interés en que se liquidara un complejo derivado de una guerra que ya quedaba muy distante. Quizás un sondeo efectuado con los métodos modernos veinte años después hubiera dibujado un panorama distinto por los perjuicios derivados de las guerras con Inglaterra y por la arrogancia de los ministros. Empezó a oírse entonces una expresión de la que luego se hizo mucho uso: «El despotismo ministerial». Los pueblos aceptaban el absolutismo, pero no el despotismo.

Veamos quiénes fueron aquellos ministros. Don Carlos venía de Nápoles; siguió manteniendo una correspondencia muy activa con su hombre de confianza, Tanucci, representante típico del Absolutismo Ilustrado. Se trajo a Madrid al marqués de Esquilache (Squillace), causante del motín de 1766 y a quien tuvo que licenciar. Una humillación que nunca perdonó ni olvidó. Don Pedro Abarca de Bolea, conde de Aranda, gran señor aragonés que se distinguió en las guerras de Italia, fue elevado a la presidencia de Castilla a raíz de la crisis producida por el motín de Esquilache que llenó de pavor al rey. Restableció el orden sin necesidad de adoptar medidas draconianas. Bajo apariencias bruscas encerraba un gran corazón. En 1773 se deshicieron de él nombrándolo embajador en París. Del conde de Aranda se han dicho muchas tonterías: volteriano, masón, responsable de la expulsión de los jesuitas, corifeo de la anti-España… La investigación reciente ha reducido la leyenda a sus justos límites: no fue masón, ni antirreligioso, ni enemigo de los jesuitas. Le ordenaron que los expulsara manu militari y ejecutó la orden sin entusiasmo; algunos se beneficiaron de su protección en el destierro. De sus viajes por Europa trajo algunas ideas que pasaban por avanzadas. Sus relaciones con Voltaire se limitaron a alguna entrevista, un cruce de cartas y un donativo de vinos españoles al patriarca de Ferney, amante, como es sabido, de la bonne chère.

Al conde de Aranda, cabeza visible de lo que con exageración se ha llamado partido aragonés o militar, se oponía la facción de los golillas, de extracción social modesta y formación jurídica. Campomanes, su figura más destacada, era un hombre de gran cultura, trabajador infatigable, fue el más acabado modelo de ministro ilustrado. Sus iniciativas como fiscal del Consejo de Castilla abarcaron todos los aspectos de la política interior española, amparándose en la autoridad real para llevar a cabo sus iniciativas; pero cuando se dio cuenta de que Carlos III pensaba que se estaba yendo demasiado lejos en la vía de las reformas, plegó velas, se acomodó a las cambiantes circunstancias y murió colmado de honores políticos y académicos. Fue hombre de carácter autoritario, capaz de odios inextinguibles, como lo experimentaron los jesuitas y, en menor grado, los colegiales mayores. Sus convicciones en materia religiosa son un misterio; no era un devoto ni un ateo, ni tampoco puede incluírsele en el grupo llamado impropiamente jansenista, en el que había hombres de auténtica y profunda religiosidad. Una especie de Campomanes de vía estrecha que compartía su odio a los jesuitas y los colegiales mayores fue don Manuel de Roda, embajador ante la Santa Sede, muy crítico hacia el ambiente de la curia romana.

Don José Moñino, conde de Floridablanca, hijo de escribano (lo que le causó ciertas dificultades en su carrera honorífica), compartió la fiscalía del Consejo con Campomanes y fue encargado de presionar en Roma para conseguir la extinción de la Compañía de Jesús. En los últimos años del reinado desplegó una gran actividad tanto en el plano internacional como en las reformas interiores: obras públicas, reorganización de la Hacienda, etc. Quizá fue quien mejor interpretó la versión moderada del Absolutismo Ilustrado que se puso en ejecución en España.

En tono menor también fue significativa la carrera del peruano Pablo de Olavide; protegido de Campomanes, desempeñó dos cargos importantes: asistente de Sevilla y superintendente de las colonias de Sierra Morena. En ambos cargos tuvo tropiezos serios que ilustran sobre la involución de la política de Carlos III. En su residencia en el Alcázar de Sevilla mantuvo una tertulia a la que acudían, entre otros representantes de las luces, el conde de Águila, espécimen del noble ilustrado; el abate Trigueros, autor de una sátira social titulada Los Menestrales, y dos miembros de la Audiencia luego clarineados por la fama: Juan Pablo Forner y Gaspar Melchor de Jovellanos. Fruto de aquellos encuentros fueron dos obras muy significativas de Olavide: el Informe sobre la Ley Agraria, que reflejaba los problemas del sur latifundista, y el Plan de Estudios para la Universidad de Sevilla, modelo de otros posteriores. Olavide puso también en marcha otra de las ideas favoritas de Campomanes: el restablecimiento del teatro, casi desaparecido en Andalucía por la ofensiva clerical, no ya como manifestación literaria (los ilustrados eran más bien prosaicos), sino como escuela de virtudes cívicas.

Otras iniciativas de Olavide robustecieron su fama de anticlerical confinante a la heterodoxia: retirar de las calles cruces que dificultaban el tráfico, prohibir rogativas pro petendam pluviam para no alarmar a la población y provocar el alza de precios.

Más grave fue su tropiezo como intendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena; allí, además de crear pueblos con colonos alemanes que limpiaran la carretera de Andalucía de bandoleros, intentó crear un modelo social conforme con las miras de los filósofos: sin mayorazgos, sin munícipes vitalicios y, por supuesto, sin conventos. Parece que en sus reuniones íntimas deslizó proposiciones atrevidas, relató episodios de sus andanzas por Europa, citó máximas sacadas de su copiosa biblioteca francesa. La Inquisición recibió denuncias y en un autillo celebrado en 1775, al que se invitó con evidentes fines intimidatorios a personajes influyentes de la Corte, Olavide fue condenado a reclusión en un monasterio. Se evadió, vivió en Francia, presenció los excesos de la Revolución y regresó a España convertido en apóstol de la religión tradicional. Paradigma de la evolución de no pocos de nuestros reformadores.

Es evidente que la Inquisición no hubiera condenado a Olavide si Carlos III se hubiera opuesto, como no prosperaron sus intentos de encausar a Campomanes. La Inquisición seguía más que nunca bajo la férula real; eso con independencia de que con el paso del tiempo hubiera mitigado sus vigores. Desde 1690 había dejado de quemar huesos de difuntos. Después de la última gran persecución contra los judaizantes casi no se pronunciaron sentencias de muerte (la última se ejecutó en Sevilla en 1781). La lectura pública del Edicto de Gracia, que cada año tenía lugar en un templo de cada ciudad, dejó de hacerse, o se convirtió en ceremonia sin relieve. Lo que es más significativo, dejó de interesar la obtención del título de familiar. La decadencia del Santo Oficio marchaba, pues, por sus pasos contados, pero de vez en cuando le interesaba hacer ver que no estaba muerta y los reyes pensaban que todavía podría serles útil, como en efecto aconteció cuando se temió el contagio de las ideas de la Revolución Francesa.

Que Carlos III permitiera la condena de un ministro que era hechura de Campomanes es un indicio de su evolución hacia posturas más tradicionales. Llegó de Nápoles y puso en práctica algunas ideas atrevidas, como la de rescatar oficios y rentas enajenadas pagando a sus propietarios el precio que dieron sus antecesores, con gran perjuicio económico de los propietarios, porque la moneda había perdido en dos siglos mucho de su poder adquisitivo. Se abandonaron los rescates porque iban en perjuicio de las clases altas y se sospechaba que éstas estaban en el trasfondo de las alteraciones del motín de Esquilache, que no se limitó a Madrid, sino que afectó a muchas ciudades; pero es evidente que también había intervenido el descontento popular por la carestía y el mal gobierno de los ayuntamientos. No se atrevieron a confiscar a los cabildantes sus oficios hereditarios ni había dinero para recomprarlos; la reforma municipal se limitó a agregar a los propietarios de los cargos otros de elección popular: un síndico personero y dos diputados del Común que en algunos ayuntamientos hicieron algo y en otros se limitaron a engrosar la oligarquía municipal. El mismo sistema de parches se aplicó a otras instituciones que requerían remedios radicales: los mayorazgos, los gremios, la Mesta, etc. El régimen sólo fue inexorable con los jesuitas.

El tema del teatro, aunque parece secundario, también sirve para calar en los propósitos de Carlos III. Víctima de la prédica moralizadora de una parte del clero, diana predilecta de los misioneros populares como fray Diego de Cádiz, se toleraba en Madrid por ser la corte, en Cádiz por la concurrencia de extranjeros y en muy pocas ciudades más. Campomanes intentó restablecerlo como escuela de virtudes cívicas y, por supuesto, sujeto a rígida censura, pero ni aun así consiguió su propósito. Apenas se supo la condena de Olavide se cerró el teatro que había abierto en Sevilla. En los años finales del reinado se produjeron peticiones en pro y en contra de las representaciones teatrales desde varias ciudades; Carlos III resolvió la mayoría de las veces en sentido negativo; Campomanes, que sabía nadar y guardar la ropa, renunció a sus proyectos sobre el teatro, concentrándose en otros como las Sociedades Económicas, que conocieron entonces su máximo auge; de las 82 creadas en aquel reinado, 72 lo fueron entre 1777 y 1784. Su idea fundamental era apoyar lo que el mismo Campomanes definió como Educación Popular, una idea elitista que tenía, como tantas otras, su precedente en los conceptos anteriores expresados por memorialistas y arbitristas y plasmados en aquella ley introducida entre los Capítulos de Reformación de 1623, que prohibía fundar escuelas de gramática en poblaciones pequeñas: los altos estudios deben reservarse a una minoría privilegiada; a la masa del pueblo le basta con los conocimientos fundamentales para ser un ciudadano útil que desempeñe una labor mecánica. En este sentido se hizo un esfuerzo serio, en el que colaboraron las citadas sociedades, para promover la alfabetización, extender la formación profesional, mejorar los métodos agrícolas y otras tareas de interés económico que sólo precisaban un mínimum de conocimientos teóricos.

La reforma de los estudios universitarios era una tarea mucho más difícil; el Plan de Olavide no pudo aplicarse ni siquiera en Sevilla; faltaba dinero y, lo que era peor, faltaba profesorado idóneo para las nuevas cátedras que se querían introducir: Física, Química, Matemáticas… Las pocas personas que había disponibles para esta tarea (por ejemplo, Jorge Juan, que había colaborado con don Antonio de Ulloa en la medición del meridiano terrestre), reforzadas por algunos científicos extranjeros, no tenían fácil encaje en aquellos claustros universitarios muy apegados a las más rancias tradiciones. El gobierno pensó que era más sencillo crear algunos centros que, sin el lastre del pasado, proporcionaran al Estado el personal que necesitaba para la guerra, marina, obras públicas y otras tareas de reconstrucción nacional; así surgieron el Laboratorio de Química de Segovia, la Escuela de Guardias Marinas de San Fernando y el gran complejo científico madrileño del que formaba parte el observatorio astronómico, el Jardín Botánico y el Real Gabinete de Máquinas del Retiro. Pero donde la ciencia española podía no sólo incorporarse al progreso europeo, sino colocarse en primera fila con aportaciones originales fue en las Ciencias Naturales, gracias a la oportunidad que le brindaba la posesión de los inmensos territorios de Ultramar; las exploraciones científicas patrocinadas por los Borbones del siglo XVIII sobresalen con más fuerza porque destacaban sobre un fondo poco brillante. Aquí sí hubo liderazgo español, aportaciones inapreciables al conocimiento de la fauna y flora del Nuevo Mundo y el descubrimiento de dos elementos químicos, dos minerales de gran valor: el tungsteno y el platino. Entre la humilde base formada por la reorganización de los estudios elementales y los esfuerzos por modernizar los estudios superiores quedaba el gran pantano de los estudios medios, atendidos tradicionalmente por preceptores cuya principal clientela eran los aspirantes al sacerdocio y que apenas enseñaban más que unos rudimentos de latín. Había también conventos en los que el latín se combinaba con unos elementos de filosofía. Los colegios más frecuentados eran los de la Compañía de Jesús; su extinción dejó un vacío que no se cubrió hasta que se crearon mucho más tarde, a mediados del siglo XIX, los Institutos de Enseñanza Media.

Los esfuerzos por renovar los estudios tenían, entre otras finalidades, seguir los progresos de un arte bélico cada vez más tecnificado. El siglo XVIII europeo estuvo lleno de guerras que ponían en juego ejércitos cada vez más numerosos y medios de combate cada vez más potentes. Los ministros ilustrados eran conscientes de que el progreso de la nación y su potencial militar y naval dependían estrechamente de la capacidad industrial y de su nivel científico, sobre todo en cuanto a las ciencias fisicomatemáticas. No era posible tener una excelente artillería, como tenían los ingleses, y una avanzada construcción naval con adelantos farmacológicos o colecciones de plantas; se necesitaban buenos físicos y matemáticos, y en este campo, tan abandonado en nuestro siglo XVII, se había producido un retraso considerable. ¿Es posible medir este retraso? Según Norberto Cuesta, el primer libro español en que se explicó el cálculo infinitesimal fue el tomo IV (rarísimo; no lo cita Palau) de Pedro Padilla, impreso en Madrid en 1756. Algunos años antes, algunos privilegiados, como Jorge Juan, habían tenido conocimiento de lo que entonces se llamaba matemáticas sublimes, y empezaban a introducirlas en el Colegio de Guardias Marinas de San Fernando y algún otro centro de altos estudios militares. Como los Principia de Newton se publicaron en 1687, el retraso científico de la enseñanza en España era de más de medio siglo. Pero si en vez de tomar como referente el sector muy restringido al que se dirigía esta enseñanza tomamos como punto de mira la enseñanza universitaria en general, el panorama era aún más deprimente, pues, según don Vicente de la Fuente, en la Complutense aún se enseñaba en el reinado de Fernando VII la Física por el Goudin, manual escolástico que negaba la existencia del vacío.

Las responsabilidades de tal situación eran múltiples: indiferencia de la sociedad; abstencionismo del Estado, que creó academias de la Lengua y de la Historia, pero, no de Ciencias, que existían ya en todas las capitales europeas; responsabilidad también de los que en nombre de la religión combatían los tímidos avances de los novatores y de Feijoo; sin olvidar la mala voluntad de la Inquisición, que no podía prohibir unas tablas de logaritmos, pero prohibía en el índice Expurgatorio de 1747 que a los autores no católicos se les llamara doctores o maestros «para evitar todo lo que pueda causar inclinación o estima (…) y porque las universidades heréticas no confirmadas por la Sede Apostólica no tienen capacidad para dar grados académicos». Hubo a fines del siglo inquisidores generales de carácter más abierto, pero el mal estaba hecho.

Carlos III involucró a España en dos guerras que, aunque justificadas, debió haber evitado, porque los gastos que ocasionaron, además de imposibilitar la mayoría de las necesarias reformas, dieron lugar a una nueva deuda pública que acarrearía gravísimos problemas. No se interesaba mucho el gobierno español por los problemas europeos; si renovó con Francia el llamado Pacto de Familia fue porque el enorme poderío naval de Inglaterra amenazaba ambas coronas; Francia temía, sobre todo, por el Canadá, y acabó perdiéndolo; para España lo que estaba en juego era mucho más: unas Indias Occidentales en plena expansión, el imperio que justificaba su calidad de gran potencia, porque la metrópoli no podía aspirar a tal calificativo. Los logros de la América Hispana en el siglo XVIII fueron muchos, y un observador tan avisado como Alejandro de Humboldt hubo de reconocerlos; pero los problemas eran también graves, y en parte dimanaban de su desmesurada extensión, que dificultaba el control de las autoridades de la metrópoli. Las Noticias Secretas de América de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, que era un informe confidencial al gobierno metropolitano sobre los abusos que cometían funcionarios, latifundistas y doctrineros, explica que no mucho después, en aquellas regiones andinas que habían recorrido, estallara la terrible sublevación de Tupac Amaru.

Más temible, aunque menos aparatoso, era el descontento de los criollos, o sea, de los españoles americanos, como se les solía llamar; la enemistad entre ellos y los procedentes de la metrópoli era antigua, y tan empeñada que varias órdenes religiosas habían tenido que establecer la alternativa, es decir, un turno pacífico para la provisión de cargos a fin de evitar los litigios y tumultos que se producían cuando se verificaban las elecciones en los capítulos.

No había espíritu independentista en los criollos, pero sí un fuerte patriotismo local y una sensación de ser considerados como vasallos de rango inferior. Algo de razón tenían, porque los virreyes seguían llegando de España, así como otros altos cargos civiles y eclesiásticos, y los temidos visitadores, como el malagueño don José de Gálvez, que reorganizó la administración de Nueva España, castigó abusos incremento las rentas, nombró intendentes y con ello adquirió gran crédito en la Corte y muchos enemigos en Indias. Otras medidas eran apaciguadoras: Carlos III creó más títulos en Indias que ninguno de sus predecesores; se fomentó la inclinación de los más destacados a ostentar cargos militares, arma de doble filo; no pocos de estos militares criollos militaron después en las filas independentistas. La comparación entre la evolución en las colonias españolas y las inglesa en el Nuevo Mundo se ha hecho muchas veces; había divergencias notables, pero al menos una coincidencia fundamental: los colonos ingleses y los criollos no querían ser sometidos a un régimen colonial querían ser vasallos fieles, pero en igualdad de condiciones con los de la metrópoli.

La conservación y defensa de aquellas riquísimas posesiones exigía, ante todo, la creación y entretenimiento de una poderosa marina de guerra, y ésta fue, como queda dicho, la misión principal que se fijaron Patino, Ensenada y luego Floridablanca y otros ministros. Se gastaron sumas enormes en la construcción de astilleros se tomaron medidas rígidas para reservar los mejores árboles de nuestros bosques para construir navíos, se trajeron técnicos extranjeros, se instituyó una Matrícula de Mar no menos temida por pescadores y marinos mercantes que las quintas entre la gente de tierra. ¿Correspondieron los resultados a tantos esfuerzos? Hubo éxitos, hazañas gloriosas, pero Trafalgar marcó el final de la armada española para mucho tiempo. En realidad, desde entonces no ha vuelto a recobrar un puesto distinguido en el mundo. El logro más considerable Pareció ser el Tratado de Versalles (1783) que consagró la independencia de los Estados Unidos tras una guerra en la que España y Francia habían ayudado a los insurgentes; España recuperó la Florida y Menorca. Como Francia había cedido a España la Luisiana, o sea, la cuenca del Mississipi el Imperio español de América adquirió una extensión desmesurada pues comprendía la mayor parte de los actuales Estados Unidos, al menos en teoría ya que la presencia efectiva de España era muy débil. Al conde de Aranda, que había firmado la paz como embajador al norte del río Bravo en París, aquélla le pareció una victoria pírrica; la ayuda a colonos insurgentes le parecía un precedente funesto, y sobre la gratitud de la república que acababa de nacer no se hacía ilusiones: «Esta república federal nació pigmea Llegara un día en que se torne gigante (…) Entonces se olvidará de los beneficios recibidos y sólo pensará en su engrandecimiento. Su primer paso será apoderarse de la Florida (…) Después aspirará a la conquista de este vasto Imperio». De acuerdo con las ideas expresadas en esta memoria sugirió la idea de formar en América tres grandes Estados de los que serían titulares infantes de la Casa Real, manteniendo España sólo dominio directo sobre Cuba y Puerto Rico.

No pasó de meros proyectos la reforma de las relaciones institucionales entre España y sus dominios. En el campo económico sí se tomaron medidas concretas destinadas a liberalizar el tráfico; se abandonó el sistema de convoyes custodiados por galeones y en 1778 se dictó un decreto de libre comercio, habilitando a trece puertos españoles y veintidós americanos para comerciar directamente. Terminó el monopolio ejercido durante dos siglos largos por Sevilla y poco más de medio por Cádiz. Fue un estímulo para las ciudades costeras, pero la situación de base siguió siendo la misma: los españoles enviaban frutos de la tierra y los extranjeros la gran mayoría de los productos fabricados. Las fortunas más importantes de Cádiz eran propiedad de franceses, ciudad cosmopolita donde estaban abiertos dos teatros y se leían muchos libros extranjeros; las Cortes y la Constitución de 1812 confirmaron su merecida reputación de cuna del liberalismo político. Rozó, sin alcanzarlos, los ochenta mil habitantes. A pesar de sus modestas dimensiones tiene un puesto destacado en la historia de España.

Los diecinueve años del reinado de Carlos IV (1788-1808) figuran entre los más críticos de la historia de España; le tocó reinar en la época de las revoluciones de Francia, que por su proximidad tenía que afectarnos más que a otras naciones de Europa; además, España había diseñado su política exterior basándose en la alianza con Francia, pues ambas naciones debían defenderse contra la agresividad de Inglaterra y su indiscutible supremacía marítima. La Revolución planteaba, pues, un conflicto interior: defensa contra la propagación de las ideas revolucionarias en España, y otros de orden exterior: ¿había que mantener la alianza con Francia o sumarse a las demás potencias europeas que combatían a la Revolución y después al expansionismo napoleónico? Ambas opciones eran peligrosas. La situación requería unas dotes de mando de las que carecía Carlos IV. No era un rey incapaz; tenía dotes de inteligencia y bondad, pero deslucidas por la falta de carácter que lo subordinaba a su mujer, María Luisa de Parma, y una dejadez y aversión al trabajo que dejaba enteramente en manos de sus ministros, contentándose con preguntar a la vuelta de la ordinaria partida de caza: «¿Qué se ha hecho hoy por mis vasallos?». Con esto consideraba cumplidos sus deberes de gobernante.

Su padre le había ordenado que mantuviera al frente del gobierno al conde de Floridablanca, pero la historia acredita que jamás se cumple la aspiración de «reinar después de morir»; el omnipotente ministro fue desplazado por su enemigo el conde de Aranda. Carlos IV hizo grandes esfuerzos por salvar la vida de Luis XVI de Francia. Después se unió a las potencias europeas que combatían a la Revolución y el general Ricardos obtuvo ventajas iniciales en el frente de Cataluña. La cruzada antirrevolucionaria fue secundada con ardor por el clero; el popular misionero capuchino fray Diego de Cádiz expuso en El soldado católico en guerra de religión los motivos por los que se debía combatir a los enemigos del Trono y del Altar. El entusiasmo guerrero duró poco; faltaba dinero para sostener la guerra, tropas francesas invadieron Guipúzcoa y Navarra, seguía latente la amenaza inglesa en Indias y las grandes potencias europeas mostraban más interés en repartirse Polonia que en combatir a la Revolución. La paz de Basilea (1795) nos costaba Santo Domingo y los derechos, más bien teóricos, sobre la Luisiana, o sea, la cuenca del Mississipi. En realidad, la única ciudad de alguna importancia en aquel territorio era Nueva Orleans que aun conserva cierto ambiente francés.

No era, pues, nada glorioso el Tratado de Basilea; sin embargo, valió el título de Príncipe de la Paz a su gestor, don Manuel Godoy, hidalgüelo extremeño que desde el modesto empleo de guardia de corps ascendió al de ministro todopoderoso. Figura curiosa y discutida; objeto en su época de universal aborrecimiento, hoy suscita comprensión, se le reconocen dotes; tuvo algunas ideas claras, trabajaba y hacía trabajar; no fue un obscurantista. Tampoco se ensañó con sus rivales; se limitó a quitarles poder: Aranda desapareció de la escena, Campomanes archivó sus planes reformadores, Jovellanos, peor parado, fue desterrado a Palma de Mallorca; pero favoreció a aquellos ilustrados que no le hacían sombra en el campo político. El verdadero motivo de su ascensión nadie lo dudaba en su tiempo, y fue causa fundamental del desprestigio no sólo de Carlos IV, sino de la idea monárquica en general. Que tuviera una relación carnal con la reina no puede demostrarse, lo que sí está probado es que ella le profesó un afecto nunca desmentido; lo demuestra su constante protección incluso en las horas terminales del exilio romano; de no intervenir Fernando VII parece que hubiera sido Godoy su heredero universal. No fue, pues, un valido, un favorito, sino algo más; fue un miembro de la familia real, pues los reyes obligaron a su sobrina la infanta María Teresa a casarse con Godoy, a quien detestaba. Ni Lerma ni Olivares, aunque tan superiores en linaje a Godoy, pretendieron tanto. Y el propio Carlos IV apoyaba la idea de que Godoy podría convertirse en rey de una parte de Portugal o de un país americano en el supuesto de que, según la idea expresada por el conde de Aranda, aquellos países se convirtieran en reinos feudatarios de la Corona de España. El caso de Godoy es único y las razones profundas de una elevación tan desmesurada quizás no quedarán nunca aclaradas.

El temor al contagio revolucionario explica medidas como la supresión de todos los periódicos no oficiales, el censo de extranjeros, la intensificación de la actividad inquisitorial y quizás fue también la razón de una curiosa medida fiscal: la supresión del servicio ordinario y extraordinario que gravaba sólo a los plebeyos y justificaba que los municipios hicieran padrones de hidalgos y pecheros. La Corona pretendía así demostrar que en España, sin necesidad de revolución, se podía conseguir la igualdad de derechos en materia fiscal. En el mismo sentido pueden interpretarse leyes como las que concedían la presunción de legitimidad a los expósitos, la ya vigente desde el reinado anterior sobre ingenuidad de las profesiones manuales y mercantiles, órdenes a los monasterios de no rechazar candidatos por motivos de limpieza de sangre, etc. Ilustración contra Revolución, un tránsito pacífico de un régimen que sus propios beneficiarios reconocían caduco a otro más acorde con la evolución de los tiempos. Un ideal, un programa, que, por desgracia, no se cumplió.

También hay que atribuir al sobresalto causado por los primeros síntomas revolucionarios la brusca interrupción de las Cortes convocadas por Carlos IV a poco de subir al trono para jurar al príncipe heredero. Los diputados votaron también una pragmática que, aboliendo la Ley Semisálica de 1713 que excluía a las hembras del trono, restablecía el antiguo orden sucesorio; pero por motivos no muy claros (quizás por no molestar a la dinastía francesa) no fue promulgada; y cuando Fernando VII lo hizo en 1830, su hermano Carlos protestó, suministrando una base legal a la disidencia carlista. Fue una complicación que Carlos IV no podía prever.

El meteórico ascenso de Napoleón fue para España un desastre. Había que estar con él o contra él, y como era muy peligroso estar en contra, España estuvo a favor sin obtener más que desaires del tirano y derrotas; la de Trafalgar fue la más dura; fue la tumba de la Marina española, construida con tantos sacrificios. Otra dificultad insalvable: Portugal seguía siendo aliada de Inglaterra, la más tenaz opositora de Napoleón, lo que suministraba a éste un pretexto para introducir tropas en la Península y preparar la gran traición contra su aliada. Añadamos que el principio del siglo XIX fue marcado por la invasión de la fiebre amarilla y el hambre que durante un trienio (1804-1806) azotó con extrema violencia gran parte de España, para tener una idea de las circunstancias excepcionalmente adversas a que tenían que hacer frente aquellos gobernantes. La Hacienda estaba en quiebra, el comercio con América se resentía de las hostilidades con Inglaterra, muchas casas comerciales de Cádiz quebraron; los vales reales se cotizaban muy por debajo de su valor nominal. No se quería imponer nuevos tributos al pueblo; se introdujo por primera vez un moderado impuesto sobre las sucesiones, pero, como de costumbre, los bienes de la Iglesia, por su vastedad y mala administración, eran los más amenazados, y no habría nada que objetar a una política de desamortización eclesiástica si no se hubiera dirigido de preferencia contra los más desvalidos; la ley de 1798, perfectamente estudiada por Richard Herr, ordenaba poner en venta todos los bienes raíces de cofradías, hospitales, hospicios y casas de expósitos. Es verdad que se les prometían a cambio unas indemnizaciones, unas rentas, pero como éstas se pagaron tarde y mal, los resultados fueron desastrosos.

La privanza de Godoy no sólo irritaba al país; en el seno de la familia real reinaba la discordia; el príncipe heredero Fernando odiaba a sus padres; sus aposentos eran semilleros de intrigas y conspiraciones que se apoyaban en Napoleón, encantado de que le facilitaran sus planes de suplantar a la dinastía española; cuando esos planes se materializaron con la entrada en España, so capa de amistad, de grandes contingentes de tropas, Godoy persuadió a los reyes para que marcharan a Aranjuez con la intención de seguir hacia Cádiz y embarcarse rumbo a América, como acababa de hacer la familia real portuguesa; pero un complot muy bien urdido por los enemigos de Godoy dio como resultado el Motín de Aranjuez (marzo de 1808). Carlos IV abdicó en su hijo Fernando; Napoleón se trasladó a Bayona para culminar su traición y convocó allí a los reyes españoles: Carlos IV declaró nula su renuncia, Fernando devolvió la corona a su padre, éste la entregó a Napoleón y Napoleón a su hermano José. La nación española no reconoció estos hechos vergonzosos y se aprestó a recuperar su dignidad. Fue el inicio de un drama de seis años.

Fue también el fin de una época, de una generación entera. Goya fue uno de los pocos que traspusieron la línea divisoria manteniendo su personalidad, su genio, aunque con un colorido muy distinto: a las bucólicas escenas de sus cartones para tapices sucedieron las visiones espantosas de los Desastres de la guerra. Fue también 1808 el fin de la Ilustración española, lo mismo en el aspecto político que en el cultural; hasta aquel momento, a pesar de las crecientes dificultades políticas y económicas, había mantenido su vigencia. Godoy fue también, en alguna medida, un ilustrado; protegió iniciativas y personajes como el coronel Amores, portavoz de una reforma de los sistemas pedagógicos; continuaron los esfuerzos por introducir medidas necesarias, aunque impopulares, como la construcción de cementerios fuera de poblado, que arrancaba a la Iglesia una importante fuente de ingresos y agredía una tradición milenaria.

Medidas como ésta alimentaban las acusaciones de impiedad contra aquellos gobernantes, contra todo aquel cúmulo de odiosas novedades, a las que además se acusaba de extranjerizantes. Menéndez Pelayo, al menos en su primera época (la de los Heterodoxos), se sumó a estas descalificaciones y arropó con su inmensa autoridad esa visión negativa de nuestro siglo XVIII, que tenía como antecedente las sátiras y panfletos del que Teófanes Egido llama partido castizo o español, por contraposición a los borbónicos o afrancesados; con otros matices, dentro de una línea seudonacionalista, volvemos a encontrarla en cierta escuela de la época franquista que reconocía a nuestro Siglo Ilustrado algunas ventajas materiales, pero le reprochaba haber vendido su alma a una cultura extranjerizante, preludio del liberalismo, de la división religiosa, culpable de haber llevado la tragedia de la división de las dos Españas a unos extremos que terminarían con la guerra fratricida.

A estas alturas no es necesaria una refutación de estas sandeces. La República Literaria siempre fue cosmopolita; si de algo puede acusarse a los ilustrados españoles es de no ser bastante europeos, de viajar poco, de sostener escasa correspondencia internacional; casos como los de Mayans son raros, correspondencias como la que sostuvo Jovellanos con lord Holland eran excepcionales. La influencia francesa era natural, como antes lo había sido la española, pero nunca se afrancesó en España la aristocracia de la sangre y el talento como en Rusia o Prusia, donde el francés era la lengua habitual de comunicación. Hubo, naturalmente (afortunadamente), alguna, no demasiada, lectura de libros franceses, que, por cierto, influyeron bastante en el pensamiento reaccionario español. Parecía desconocer también esa escuela que en la modesta fermentación de nuestro Siglo Ilustrado intervino mucha levadura italiana y no poca de otros países europeos, incluyendo, y no en último lugar, Inglaterra. Fue nuestro siglo XVIII un siglo de renovación nacional, de recuperación de nuestros orígenes, en el que Sancha editó nuestras crónicas medievales, Flórez y Risco alumbraron el tesoro de la España Sagrada, Ponz hizo el inventario de nuestras riquezas artísticas, Lorenzana publicó los Patres Toletani, Tomás Antonio Sánchez dio a conocer el Poema del Cid y el Libro de Buen Amor, Mayans publicó la primera Vida de Cervantes. Siglo de catalanes españolísimos (Masdeu, Capmany), de la memorable polémica suscitada por la imbécil intervención de Masson de Morvilliers en la Enciclopedia Metódica contra la cultura española. Olvidemos, pues, esa leyenda de un siglo XVIII contrario a las tradiciones españolas.