Capítulo VII

ESPAÑA Y SUS INDIAS

España tiene un puesto asegurado en los manuales de historia universal por su protagonismo en dos hechos capitales: su participación en la política europea en los siglos XVI y XVII y el descubrimiento y colonización de América. Pero mientras el primero, por mucho interés que suscite (lo demuestra el eco de los centenarios de Carlos V y Felipe II), es ya historia, pasado, el segundo sigue siendo un proceso vivo, en continuo desarrollo. Las colecciones de El Prado ahí están, como testigos de un pasado; no es previsible un incremento sustancial, pero el número de hispanohablantes aumenta sin cesar.

1492 fue un año clave; no fue, como anunciaban visionarios y milenaristas, el año del fin del mundo, pero sí el del fin de un mundo… y principios de otro basado en la realización de la unidad presentida. A este resultado se llegó por la colaboración de todo el Occidente, los hombres de pensamiento y los hombres de acción, cosmógrafos y cartógrafos, constructores de naves y audaces marinos. Las Canarias y las Azores eran jalones plantados en un océano que ya no inspiraba terror. La travesía del Atlántico era un hecho que en los aledaños del 1500 tenía que producirse; no era forzoso que a España le cupiera el honor y el provecho del Descubrimiento, pero tampoco fue un capricho del destino; disponía de una situación geográfica privilegiada, marinos avezados y personas que creyeron en las promesas de un genovés de pericia marítima excepcional y obtuvieron de unos monarcas reticentes que prestaran apoyo a su empresa.

Las reticencias de los reyes ante el proyecto colombino tenían sólidos motivos: estaban asediados por múltiples problemas, los razonamientos científicos alegados por Colón ante las juntas de expertos se basaban en datos erróneos y además el proyecto ponía en peligro las buenas relaciones con Portugal, tan celoso en cuanto a sus derechos de exploración en el espacio atlántico. Había otro motivo adicional: las pretensiones exageradas de Colón, cuyo espíritu era una mezcla de idealismo y de ambición insaciable; ambición de poder, de dinero, de promoción social. Contra lo que dice una leyenda tenaz, aunque posteriormente la Corona recortó las concesiones iniciales, porque tomadas al pie de la letra su familia, su dinastía, hubiera sido la más poderosa del mundo, cuando Colón murió era un hombre rico y considerado, y su descendencia enlazó con la más alta aristocracia de Castilla.

Los cuatro viajes de Colón mostraron su extraordinaria pericia en asuntos de mar y también su incapacidad como gobernante. El fin primordial que perseguía, abrir la ruta directa al Extremo Oriente, no se consiguió. Colón rechazó su mayor título de gloria; se negó hasta el fin a reconocer que había descubierto un continente, un Nuevo Mundo. La incertidumbre subsistió hasta que Núñez de Balboa atravesó el istmo de Panamá y avistó el Pacífico. Sin embargo, desde el principio se tuvo la intuición de que aquellas tierras nuevamente descubiertas no eran simplemente islas, archipiélagos como los que ya se habían descubierto en el Atlántico. El título De Orbe Novo empleado por el humanista Pedro Mártir de Anglería, la avidez con que en toda Europa se recibían las nuevas de las expediciones, la tempranísima fecha en que aquellos primeros y fragmentarios datos se añadieron a la cartografía tradicional heredada de Tolomeo revelan la sensación generalizada de que se estaba asistiendo a un giro decisivo en la historia de la humanidad. Se plantearon cuestiones de todo género que sacaban el problema del ámbito castellano y lo convertían en universal. Problemas científicos, puesto que quedaban en entredicho las bases tradicionales de lo que entonces se llamaba Filosofía Natural; problemas económicos, cuya magnitud no se hizo patente hasta que llegaron a España los tesoros capturados por las huestes de Cortés y Pizarro; problemas morales acerca de la unidad del género humano, la licitud de la conquista, el trato a los indígenas… Desde el principio a España se le exigió una rendición de cuentas, y el proceso sigue abierto.

Caso quizás único en la historia, España se había adelantado haciendo una autocrítica lo bastante dura como para dar armas a sus adversarios. Los informes, las juntas especiales, las instrucciones a los virreyes, las leyes de Indias, revelan el interés de los gobernantes españoles por resolver el problema del trato a los indígenas con una generosidad que sorprende, con unos escrúpulos de conciencia que aún hoy, tras cuatro siglos de lucha por los derechos humanos y la igualdad de las razas, no son frecuentes. En teoría todo quedó en regla; en la práctica se corrigieren muchas cosas, pero los abusos subsistieron y en parte subsisten. De este debate interminable que ha hecho correr ríos de tinta apuntaré sólo algunos hechos: el dramático descenso de la población indígena se debió en los primeros tiempos a la violencia de los primeros colonos, que prácticamente dejaron vacías las Antillas; en Tierra Firme las responsables de las hecatombes demográficas fueron las enfermedades introducidas por los invasores y frente a las cuales el organismo de los naturales no tenía defensas. Aun así, se produjo una recuperación, origen de los importantes núcleos de nativos que subsisten en la América española y sólo en ella. En el terreno religioso, tan importante entonces, hubo fuertes restricciones para los indios y mestizos; prácticamente quedaron excluidos del sacerdocio; en cambio, declararlos exentos de las jurisdicción inquisitorial fue una ventaja inapreciable si pensamos en la suerte que corrieron en la metrópoli los conversos de judíos y musulmanes. Otra ventaja que los separaba de estas minorías: los indios tuvieron la consideración de cristianos viejos; eran limpios de sangre, aptos en principio para todos los honores. En principio, claro; en la práctica era otra cosa.

Sólo quien ignore la complejidad de la naturaleza humana puede escandalizarse de estas ambigüedades y contradicciones. Existieron desde el principio; el mismo Colón tenía rasgos de Shylock y otros de San Francisco de Asís. Los reyes de España se conmovían por los sufrimientos de los mitayos, pero no querían renunciar a la plata que extraían de las minas de Potosí (se podría añadir que mayores sufrimientos que los de los indios de Potosí sufrían quienes en Almadén extraían el mercurio necesario para el beneficio de la plata). El propio clero de Indias, de cuyas filas salieron enérgicos defensores de la justicia, no estuvo, ni mucho menos, libre de culpas en cuanto a la explotación de los indígenas. Por eso, nunca se cerrará un debate en el que ambas partes disponen de argumentos poderosos.

La prueba de la importancia que los Reyes Católicos dieron a los resultados (aparentemente modestos) del primer viaje colombino es la celeridad con que trataron de obtener los títulos jurídicos correspondientes. Las excelentes relaciones, basadas en un intercambio de favores muy productivo para ambas partes con el papa Alejandro VI, explican la concesión de las bulas alejandrinas que daban una cobertura legal a la impredecible expansión colonial de Castilla. Pero había un tertius gaudens con el que los reyes tenían un gran interés en mantener buenas relaciones: el monarca lusitano Juan II. Para no dañarlas se modificó la línea de demarcación indicada por las famosas bulas, llevándola hasta el meridiano situado 370 leguas al oeste de la isla de Cabo Verde, con lo que quedaba en la porción atribuida a Portugal el nordeste del territorio de Brasil, descubierto poco después y abusivamente ampliado. El Tratado de Tordesillas, firmado en 1494, es, en cierto sentido, el más extraordinario que nunca se haya redactado. Por primera vez se consideraba el globo terrestre como un todo a efectos políticos y se repartía entre dos naciones su exploración y eventual dominio. No le faltaba razón al rey de Francia si es verdad que dijo que quería ver en qué cláusula del testamento de Adán se repartía la Tierra entre España y Portugal. Aunque las potencias del Norte trataron más tarde de asegurarse una parte del botín, el «Atlántico de los Ibéricos» fue una realidad durante tres siglos. Aunque el interés principal de los lusitanos se centraba en Asia y África, la unión peninsular de 1580 demostró cuanto beneficiaba a la Carrera aquella colaboración: las islas Azores eran un refugio y una etapa utilísima para los galeones en el viaje de retorno, mucho más peligroso que el de ida, y los puertos del Algarve (los «cabos») servían para ayudar a que las naves enfilaran con seguridad la bahía de Cádiz. No hubo problemas de límites con la América portuguesa hasta que en el siglo XVIII los portugueses se asomaron al Río de la Plata; sus establecimientos en Brasil estaban separados de los centros vitales de la América española por las inmensas soledades de la Amazonia.

Tampoco la ocupación territorial interesó mucho a las demás potencias europeas. De las Indias les interesaba el comercio, las ganancias. Ingleses y franceses tomaron pie en el Nuevo Mundo más bien por iniciativas particulares que por acciones estatales. Todavía en el siglo XVIII, cuando ya podía hablarse de una América inglesa y otra francesa, Voltaire encontraba absurdo que ambas naciones se enfrentaran (refiriéndose a Canadá) «por unas arpentas de nieve». Los reyes de España sí se interesaron por la dimensión política de las Indias desde el principio, aunque sólo desde Felipe II se generalizara la orgullosa expresión Hispaniarum et Indiarum rex, cuya matriz simbólica fue el Plus Ultra de Carlos V. Es verdad que ningún rey español visitó sus dominios de Indias y se explica: era un viaje incómodo y arriesgado. Se comprende menos que las Indias no se mencionen en los testamentos reales. Incluso reyes tan aplicados, tan al corriente de los problemas de sus dominios como Felipe II y Felipe IV dependían de los dictámenes del Consejo de Indias, y en él confiaban para que aquellos inmensos dominios, además de ser una fuente de ingresos, estuvieran bien administrados. Su área de competencia era inmensa, porque el rey, a sus obligaciones como soberano secular, unía las de orden eclesiástico en virtud del derecho de Patronato que les concedió Alejandro VI y que los papas sucesivos respetaron muy a regañadientes. Este Patronato de la Iglesia de América les producía, desde el punto de vista económico, más pérdidas que ganancias, pero reforzaba enormemente la autoridad real, lo mismo frente a los indígenas que a los funcionarios españoles. Más de una vez a un arzobispo se le encargaron las tareas de virrey. Después de que Felipe II diera orden de suspender las acciones de conquista, los límites del imperio indiano se extendieron gradualmente por la expansión misional.

Los citados límites eran imprecisos; eran o se consideraban tierras de nadie territorios vastísimos; se tomaba posesión de espacios que luego se abandonaban sin dejar más huellas que algún fuerte o alguna misión; se hacían alianzas con tribus que luego resultaban hostiles. Salvo en ciertas regiones concretas, la presencia española en aquellas inmensidades estaba constituida por una serie de islotes separados por desiertos, montañas o bosques impenetrables; no era raro que el viajero se encontrara en plena naturaleza virgen a pocas jornadas e incluso a pocas horas de salir de una ciudad importante. Produce asombro que en estas condiciones, con unos medios de locomoción limitadísimos, la administración española consiguiera controlar tan extensos territorios y ampliarlos incesantemente, porque en el siglo XVII el área más o menos controlada casi duplicó la del XVI, y en el XVLLL volvió a duplicarse, abarcando desde Alaska hasta la Araucanía, es decir, toda la fachada del Pacífico, con prolongaciones insulares que llegaban hasta Filipinas. En la vertiente atlántica la presencia española era débil, discontinua; no pudo impedir ni el filibusterismo ni la ocupación permanente de islas y zonas continentales por extranjeros. El repliegue español hacia el interior, hacia las zonas andinas, se explica porque allí estuvieron las altas culturas que habían conquistado y reemplazado. Esa situación tenía la ventaja de ser inaccesible a los extranjeros, pero su escasa presencia en la costa atlántica y la progresiva implantación de enemigos en sus islas hizo muy peligrosa la estancia en las comarcas litorales y los regresos de las flotas. La construcción de fortificaciones en los puntos más amenazados aliviaron las amenazas sin disiparlas.

La insuficiente ocupación del suelo provenía de dos causas: el dramático descenso de la población indígena, descenso provocado por varios factores y que llevó la curva de población a su punto más bajo en la primera mitad del siglo XVII, y el reducido volumen de la inmigración española. El gobierno español, en algunos casos concretos, gestionó el envío de algunos pocos centenares de pobladores (generalmente canarios) a algún sector vital desguarnecido, pero la política dominante no era animar, sino restringir la emigración para no agravar el déficit demográfico de España. Se patrocinaba una emigración escasa y de buena calidad; cada emigrante tenía que hacer una información previa en la Casa de Contratación de Sevilla. En el Archivo de Indias se conservan unos 150 000 expedientes de emigrantes. Por supuesto no están todos; hay lagunas en varios años; hubo funcionarios dispensados de trámites y, sobre todo, hubo mucha emigración clandestina que utilizaba variados métodos; el más corriente, enrolarse en la flota como soldado o marinero y desertar una vez llegado a Indias. Pero tengo razones para creer que el total de los españoles que se establecieron en las Indias, descontados los retornos, debió superar poco los 300 000, es decir, una media de un millar por año, superada ampliamente en las décadas iniciales, pero no alcanzada en el siglo XVII. Es verdad que la mayoría de los emigrantes eran personas jóvenes, en edad de procrear, pero la causa principal de la despoblación de España no fue la emigración a Indias, sino la mortalidad extraordinaria motivada por las epidemias.

Asombra considerar que un número tan modesto de emigrantes pudiera cambiar de modo sustancial la fisonomía de un continente entero. Aunque llegaban pocos se multiplicaban más que en su tierra nativa; la proporción inicial de blancos fue creciendo y al par la de mestizos. Gracias a ello y a la importación de esclavos africanos los siete millones de habitantes que se calculan para la América española a comienzos del siglo XVII pudieron llegar a diez millones al término de dicha centuria. ¡Menos de los que hoy tiene la sola ciudad de México! El índice de urbanización era bastante alto para lo que entonces era común y para el tipo de economía predominante; la ciudad hispanoamericana, como la romana (no es el único rasgo común entre ambas) era un centro de poder ante todo: de poder político y de poder religioso. Pero también centro comercial y núcleo residencial de la clase dominante. Muchos grandes propietarios, a más de su residencia en la hacienda, tenían sus casas principales en la ciudad. Dominaban el campo como señores cuasifeudales y la ciudad a través de sus cargos en el municipio. Estrellas de esta constelación urbana eran, ante todo, México y luego La Puebla, Lima, El Cuzco, Potosí… y tantas otras. México, con cien mil habitantes, era la tercera ciudad del Imperio, compitiendo con Sevilla, inferior sólo en población a Nápoles. En todas ellas una reglamentación urbanística dictada desde la metrópoli e inspirada en el modelo castellano (plano ortogonal, gran plaza central) ha impuesto un aire de familia, visible aún, en el casco antiguo de lo que hoy son inmensas metrópolis.

En las Indias, como en España, el municipio fue la pieza esencial del sistema político y social por la amplitud de sus competencias. También el municipio americano resultó falseado por la aristocratización y la venta de cargos en detrimento de la savia popular. En ambos casos hubo una mezcla de tutela y diálogo, una colaboración estrecha entre las autoridades reales y las municipales. Fue uno de los aspectos esenciales del empeño de hacer de Indias una réplica de la vida y las instituciones de Castilla, y produce admiración que en unas circunstancias tan diversas esa identificación se consiguiera en un porcentaje bastante elevado. Como es lógico, la Monarquía trató de ampliar unas atribuciones que en la metrópoli tenían limitaciones tradicionales; por ejemplo, en Indias no hubo cortes, no tuvieron los reyes que lidiar con los representantes de las ciudades para conseguir tributos, y, sin embargo, en la práctica, la presión de la autoridad real fue menor, no sólo por la distancia, que dificultaba el control, sino por el temor a suscitar reacciones, protestas, levantamientos. El recuerdo de la reacción de los encomenderos a las Leyes Nuevas protectoras de los indígenas no desapareció nunca de la mente de los gobernantes; por eso se dio la paradoja de que los súbditos de América, más indefensos legalmente ante el poder real que los de España, estuvieran menos sobrecargados. Esa misma tolerancia, que casi podríamos llamar impotencia frente a las oligarquías española (emigrados recientes) y criolla (españoles nacidos en América), fue también la causa de que los derechos de los indígenas no fueran defendidos con la eficacia que expresaban las leyes. Recordemos de paso un hecho bien conocido: la administración española luchaba con la complejidad de tener que gobernar simultáneamente, y guardando a cada una sus derechos, la «República de los españoles» y la «República de los indios», protegiendo la segunda, que era la más numerosa y, a la vez, la más débil, armonizando intereses, arbitrando diferencias. Una tarea que no preocupó a los gobernantes ingleses y franceses en sus propias colonias.

Era una tarea difícil, porque se trataba de armonizar dos mundos donde, a pesar de la rapidez con que se produjeron fenómenos de integración, esas dos culturas seguían siendo distintas. Cuando las carabelas de Colón arribaron a playas americanas atravesaron una especie de túnel del tiempo, pusieron en contacto dos mundos que habían evolucionado por separado y el choque fue brutal; creencias, alimentación, tabúes morales (el nudismo inocente fue una de las cosas que más chocaron a los descubridores), todo era distinto. Mejor o peor; son categorías subjetivas. Pero, en cuanto a la eficiencia, la duda no es posible; hubo en América altas culturas que, en muchos aspectos, admiraron a los conquistadores; la visión de Tenochtitlán, la capital del imperio azteca, dejó a los hombres de Cortés tan asombrados que se preguntaban si no estaban soñando. Las rutas de los incas. El Cuzco, las ruinas de los monumentos mayas, también les proporcionaron motivos de admiración. Pero las culturas indígenas, incluso las más avanzadas, adolecían también de carencias gravísimas; prácticamente estaban en el Neolítico, porque el uso de los metales se limitaba a aspectos suntuarios. La productividad laboral era bajísima, porque se basaba sólo en el esfuerzo humano; el aprovechamiento de las energías naturales era casi nulo. La panoplia de alimentos era poco variada; aunque América dio a Occidente algunos tan fundamentales como el maíz, el tomate y la patata, fueron muchos más los que recibió, tanto en el reino animal como en el vegetal. La riqueza ganadera, tanto en el aspecto alimenticio como en el del aprovechamiento económico, era muy reducida. La estampa del porteador agobiado bajo el peso de los fardos era tan ordinaria en la América prehispánica como en África. Es indudable que estas inferioridades técnicas, por no hablar de factores psicológicos, que también existieron, explican la rapidez de la conquista y el derrumbamiento de poderosos imperios ante el ataque de un puñado de aventureros; aunque su intrepidez era sin igual, sin las cargas de caballería y el estampido de los arcabuces no se hubieran producido hechos tan sorprendentes.

La conquista no fue un «efecto sorpresa» del que los vencidos pudieran recuperarse, como ha ocurrido en las relaciones entre los europeos y las culturas del Asia oriental; cuando se quiere atenuar la violencia de aquel choque entre las dos mitades del Orbe refiriéndose a un «encuentro de culturas» se esquiva la disimetría resultante del choque entre un cuerpo grande, pero inerte, y otro mucho más pequeño, pero muy denso y animado de una energía cinética tremenda. El resultado es que América se ha occidentalizado en profundidad, mientras que Europa se ha americanizado sólo en aspectos concretos no esenciales. La administración española quiso trasplantar al otro lado del Océano una sociedad hispana que fuera imagen y prolongación, mejorada si fuera posible, de la peninsular. Respecto a los cambios que había que introducir en las sociedades indígenas, el Estado español sólo se mostró intransigente en el aspecto religioso, y lo consiguió sin tener que recurrir a un alto grado de violencia; claro está que el abandono de los viejos ritos implicaba cambios muy importantes, sobre todo en el ámbito de la sexualidad y la familia. Los aspectos externos, festivos, el amplísimo campo de la religiosidad popular, fue aceptado por los indígenas no sólo de buena voluntad, sino con entusiasmo y muchas aportaciones propias. España, como es lógico, no tomó nada de las religiones indígenas y sólo algunos detalles, algunas advocaciones del cristianismo de ultramar: Virgen de Guadalupe, Cristo de Maracaibo…

Los reyes de España tenían motivos para sentirse satisfechos por los progresos de la evangelización y trataban de cumplir celosamente sus deberes como patronos de la Iglesia de América. Pero también querían sacar provecho material de las tierras descubiertas. Desde el punto de vista económico, el Descubrimiento fue desde el principio una empresa rentable. Conocemos el costo de la primera expedición colombina: unos dos millones de maravedises, de los cuales Colón aportó 250 000 que le prestaron el duque de Medina Sidonia y un banquero genovés. De suerte que por una cantidad que podría equivaler a doscientos millones de pesetas actuales, España adquirió un mundo. Su conquista y exploración tampoco la sufragaron los reyes; firmaban capitulaciones, o sea, contratos con particulares que ponían el dinero y el riesgo para descubrir y conquistar territorios; si la empresa fracasaba los firmantes perdían su dinero y a veces su vida; si tenía éxito, el monarca, que no había arriesgado nada, además de la soberanía, debía recibir el quinto del botín, más los tributos ordinarios que se pagarían en los territorios nuevamente adquiridos.

Desde el principio los reyes tuvieron claro que los territorios de Ultramar debían rendir un excedente; les interesaban como estímulo de la economía castellana, pero más aún como refuerzo de una Real Hacienda en perpetuo déficit; don Femando era sensible a los argumentos de los religiosos que defendían a los indios antillanos de la voracidad de los colonos, pero también quería que la corriente de oro que llegaba tan oportunamente de las Indias no se interrumpiera. También obtuvo dinero vendiendo a los penitenciados por la Inquisición habilitaciones, o sea, dispensas de la prohibición de comerciar con Indias.

Carlos V también se interesó por los problemas morales que planteó el Descubrimiento, pero mucho más por los caudales de Indias, que la eran indispensables para sus empresas. Fue el primero que recurrió a métodos arbitrarios que hicieron mucho daño al comercio, pues en varias ocasiones, no contento con los caudales que llegaban para su hacienda, ordenó la incautación de la plata de particulares indemnizándolos con juros, o sea, con títulos de la Deuda que entonces eran apreciados, pero este arbitrio restaba liquidez a los mercaderes y originó sonadas quiebras. Felipe II y Felipe IV, aunque conocían el daño que hacían los secuestros de plata, también recurrieron a ellos en momentos de máximo apuro.

El oro quedó en segundo puesto cuando los españoles trasladaron su actividad de las exhaustas Antillas al continente. Todavía en los botines gigantescos obtenidos en México y Perú había grandes cantidades de oro, pero el centro de gravedad se fue trasladando a la plata, mucho más abundante; plata del mítico cerro del Potosí, reforzado cuando empezó a dar señales de agotamiento por la de Zacatecas y otras ciudades del norte de Nueva España. Las casas de moneda de España, y luego también las de Indias (España fue el único país que autorizó a sus colonias a acuñar moneda), inundaron el mundo entero de pesos con la efigie de los monarcas hispanos y con una ley tan elevada que incrementó el contrabando; de una barra de plata de la que en España se acuñaban mil pesos en Genova o Florencia sacaban mil doscientos. Parece que esto respondía a una política de prestigio; en Europa lo que se apreciaba tradicionalmente eran las monedas de oro. El Gobierno español consiguió que se prestigiaran las de plata, que la recibieran como paga los mercenarios y como dádiva los ministros venales de las potencias extranjeras. Pero esta política de prestigio costó muy cara. Es sabido que del real de a ocho (que los franceses llamaban piastra) derivan el taler alemán y el dólar que hoy señorea la economía mundial.

Para interpretar correctamente estos hechos conviene no perder de vista la escala de magnitudes. Desde el punto de vista económico, material, aquél era un mundo pequeño. Ya hemos dicho que en tres siglos no pasarían a Indias más de trescientos mil españoles; en general, la emigración transoceánica europea no tomó gran volumen hasta fines del siglo XIX. Lo mismo sucede con las mercancías; las que transportaba una flota entera en el reinado de Felipe II cabrían hoy holgadamente en un mercante de modesto tonelaje; las trece o catorce mil toneladas que hoy constituyen la producción mundial de plata cada año equivalen, poco más o menos, a toda la que España recibió en el siglo XVI.

En este mismo orden de cosas nos explicamos la importancia de Sevilla en la economía española e incluso en la economía mundial. Su elección como punto privilegiado del comercio de Indias no era fruto del capricho o el azar, respondía a las ideas mercantilistas de la época y a una serie de factores naturales y humanos. No alcanzaba Sevilla los cincuenta mil habitantes en la época de los Reyes Católicos y ya era un centro financiero de gran importancia; en su Casa de Moneda se acuñaba más oro que en ninguna otra de Europa, oro africano procedente de Níger y el Sudán que llegaba por vía marítima o a través de caravanas. La presencia de genoveses era síntoma de que allí se hacían buenos negocios. También había representantes de mercaderes castellanos y pilotos vascos, presentes también en Cádiz, que funcionaba como antepuerto de Sevilla. En la costa de Huelva y Cádiz abundaban los marinos, pescadores, gente avezada a los riesgos y ganancias que podían obtenerse en el triángulo atlántico situado entre España, Marruecos y Canarias. Era también el lugar de donde arrancan los vientos alisios en dirección al Este, al Atlántico.

Éstos son los factores que tuvo en cuenta Colón para elegir a esta comarca como base de partida de sus viajes, y ellos explican también la designación de Sevilla como centro del monopolio del comercio indiano; allí se creó en 1503 la Casa de Contratación, que fue órgano institucional para todo lo referente al comercio de Indias, institución científica para formación de pilotos, construcción de instrumentos y elaboración de mapas, y órgano judicial, con tribunal y cárcel propia. Sus interlocutores eran, de una parte, el Consejo de Indias; de otra, el Consulado de Mercaderes, creado sobre el modelo del de Burgos en 1543. Quizás el retraso se debió a que al principio la Monarquía no tenía muy claro de qué forma debía organizar el comercio de Indias; los reyes portugueses habían concebido el de las Indias orientales como un monopolio estatal, pero los de España se decidieron por entregarlo a los particulares, reservándose unas medidas de control que hoy pueden parecer demasiado estrictas, pero que justificaban las circunstancias. Tanto las mercancías como las personas que pasaban a Indias debían ir a Sevilla, donde las registraba la Casa de Contratación y las mercaderías pagaban los derechos de almojarifazgo (Aduana). La inseguridad que reinaba en el Atlántico obligó a organizar convoyes de merchantas protegidos por otros navíos mayores y con más artillería, los galeones.

El monopolio de Sevilla atrajo a esta ciudad inmigrantes de todas partes y de todo género: negociantes, artistas, servidores, gente del hampa… Era la Sevilla bulliciosa y colorista que conoció Cervantes. Pero debemos seguir teniendo presente la relatividad de las cifras: la ciudad pasó de 50 000 a 120 000 habitantes en setenta años, crecimiento que hoy parece harto modesto pero que entonces la puso en el segundo lugar entre las ciudades del Imperio (la primera en número de habitantes era Nápoles), casi al par de Londres, la mitad que París, pero superando a Madrid e, incluso, a Roma. Rellenó los huecos que había en su casco antiguo, desbordó en arrabales, construyó edificios magníficos, pero (otra limitación digna de señalarse) de aquella burguesía dedicada al comercio de Indias nos han quedado algunas magníficas residencias que albergaban a los dueños y a los elementos de su negocio sin llegar a ser auténticos palacios como los de Venecia o Florencia. Los auténticos palacios sevillanos pertenecían a la aristocracia, a linajes que los habitaron durante siglos.

No era éste el caso de la burguesía mercantil sevillana, que cultivaba un negocio azaroso y que nunca fue una casta cerrada; aunque la intención de la Corona era reservar ese negocio a los naturales, no les fue difícil a italianos, franceses, ingleses y flamencos introducirse en el negocio directamente o por medio de representantes. También obtuvieron una elevada cuota de los beneficios los peruleros, los comerciantes que llegaban del Perú para comprar directamente los géneros en Sevilla. Era, pues, el Consulado de Sevilla una corporación muy abierta. «Pobres y ricos cargan, y cargando destruyen ambas repúblicas», la de España y la de Indias, escribía Tomás de Mercado, un fraile que conocía muy bien los entresijos de aquel comercio. El sistema de los convoyes escoltados resultó eficaz; sólo tres veces en tres siglos los enemigos capturaron una flota entera; pero el sistema resultaba caro, y para costear la Armada de la Guarda todos los interesados debían pagar un derecho de avería que garantizaba una defensa eficaz, pero nada podía hacerse contra los huracanes, muy frecuentes en el mar caribeño. La mayoría de las catástrofes se producían en el viaje de regreso, entre Veracruz y La Habana. Aquellos fondos marinos están sembrados de restos de galeones y naos merchantas. También hay muchos a la entrada del Guadalquivir a causa de la barra de arenas movedizas y el insuficiente calado del río.

El negocio en sí también era arriesgado; dependía de los precios de venta que tuvieran los géneros en los puntos de destino, Portobelo en el istmo y Veracruz en Nueva España. Los comerciantes trataban de crear una situación de escasez para vender a precios elevados; muchas veces lograban retrasar la salida de las flotas contra los deseos del gobierno, impaciente por recibir los metales preciosos. La carga de mercancías que se hacía en Sevilla y se completaba en el golfo de Cádiz se componía de dos ramos: frutos y ropa; los primeros eran productos agrícolas, sobre todo vinos; la ropa esencialmente eran tejidos y también otros productos industriales: relojes, quincallería, etc. Los frutos eran siempre suministrados por España, más concretamente, por Andalucía; tenían en Indias un consumo asegurado y no planteaban problemas a los mercaderes. No así la ropa, que en lo fundamental eran tejidos de alta calidad. Aquí fue evidente el fallo de la industria española, desbancada por la extranjera, más variada, de más calidad.

Su mercado era restringido; se equivocan los que creen que en América había millones de clientes; los compradores de aquellos artículos caros y lujosos eran los blancos y el reducido número de indios ricos y asimilados. Los mercaderes también tenían que acertar con los géneros que tenían mejor venta. Si todo salía bien, el mercader podía ganar una fortuna en un solo viaje, pero si su cargamento se iba a pique, si tenía mala venta, si el gobierno se incautaba de su dinero al regreso, podía perder su crédito y su fortuna. Los más avispados, cuando habían reunido un buen capital compraban tierras, oficios públicos, fundaban un mayorazgo, se retiraban de un negocio tan peligroso. Había una rotación continua: unos salían del negocio, otros entraban; pocos apellidos se mantenían muchos años en las listas del Consulado. La falta de liquidez era crónica en Sevilla; casi todo el negocio se hacía a crédito y pagando seguros elevados; tanto, que a veces los mercaderes preferían encargar misas y ¡que sea lo que Dios quiera! Cuando se acercaba la fecha del regreso de las flotas la inquietud era enorme; se percibe incluso en las cartas de Santa Teresa, que financió alguna de sus fundaciones con el dinero que le enviaban sus hermanos desde América. Apenas la Casa de Contratación entregaba a los mercaderes su plata se apresuraban a acuñarla para pagar sus deudas; durante un par de meses en la Casa de Moneda se trabajaba a un ritmo febril; después, los monederos regresaban a sus tareas habituales y quedaba sólo la plantilla fija; las monedas salían a Madrid, a Italia, a Flandes; a la largueza seguía la estrecheza; no había grandes capitales que sirvieran de volante regulador ni bancos que ofrecieran sólidas garantías; el último quebró en 1601 en un ambiente de corrupción generalizada. Se explica, pues, que la Carrera, a pesar de ser el mayor negocio que había entonces en Europa, no produjera ni grandes palacios ni dinastías comerciales de larga duración.

Estos fallos, que podemos llamar estructurales, de la Carrera de Indias se fueron agravando a lo largo del siglo XVII por una serie de factores: se intensificó el contrabando extranjero con la cooperación de una población insuficientemente aprovisionada desde España, y la implantación de extranjeros en islas próximas al continente facilitaba las ventas fraudulentas; el Tratado de Westfalia reconoció a los holandeses la posesión de Curacao; Inglaterra hizo legalizar en 1670 la ocupación de Jamaica; el Tratado de Ryswick atribuyó a Francia varias de las Pequeñas Antillas. Y, al margen de la ley, filibusteros y bucaneros merodeaban por aquellos mares. De otra parte, el desarrollo, la recuperación de las Indias, en vez de favorecer el comercio español lo perjudicaba en la medida en que reclamaba más dinero para sus propias necesidades y se hacía capaz de abastecerse a sí misma. El tonelaje de las flotas empezó a bajar desde 1600 y el descenso se aceleró desde 1620. A la vez aumentaba el fraude, tanto en la carga de las mercancías como en la declaración de la plata, con lo que no sólo se perjudicaba la Real Hacienda, sino el fondo de la Avería; cuantos menos contribuían, más pesada era la carga de los que declaraban. Tan grande llegó a ser el fraude que en 1660 el impuesto ordinario se sustituyó por una cantidad fija que debían pagar los consulados y la Real Hacienda para costear la Armada de la Guarda.

Si los particulares defraudaban, los almirantes y los oficiales reales no les iban a la zaga. El almirante Díaz Pimienta ganó en dos viajes una inmensa fortuna abarrotando sus galeones de mercancías sin declarar. Los funcionarios de la Casa de Contratación, a quienes llegó a deberse hasta dos años de salario, se entendían con las autoridades del Consulado para burlar las leyes. Sevilla resultó muy perjudicada con este deterioro. La navegación por el río era cada vez más precaria y cuando el tamaño de los buques creció, aunque en proporciones modestas (las naos merchantas solían tener 300 ó 400 toneladas; los galeones llegaron a crecer hasta mil), cada vez se cargó más en los antepuertos, lo que favorecía el fraude. Lentamente, la carga y descarga de mercancías se trasladó a Cádiz y los mercaderes, aunque de mala gana, tuvieron también que cambiar sus residencias. La salida de las flotas se fue espaciando cada vez más. En principio debían salir cada año dos, una a Tierra Firme y otra a Nueva España, y aunque este esquema se incumplió con frecuencia nunca como en la segunda mitad del siglo XVII; en total salieron 25 flotas a Nueva España y 16 a Tierra Firme.

Hay, sin embargo, muchas incógnitas todavía sin resolver en cuanto al volumen del comercio y la cantidad de plata recibida en el reinado de Carlos II; parece que la reducción del tonelaje estuvo compensada con el mayor valor de las mercancías embarcadas; disminuyeron los frutos y aumentó la ropa, es decir, los vestidos caros y lujosos con destino a los altos funcionarios, los estancieros, los mineros y, sobre todo, sus mujeres, cuya afición al lujo provocativo era denunciada por los predicadores. El contenido exacto de los cargamentos se desconoce porque los cargadores siempre se opusieron a que los funcionarios inspeccionaran los fardos, pero esta oposición victoriosa demuestra dos cosas: que el valor de los envíos seguía siendo grande y que los mercaderes tenían mucha influencia, respaldada, en el caso de los franceses, por la amenaza del empleo de la fuerza. Luis XIV llegó a destacar una poderosa flota para que vigilara en aguas de Cádiz que no se agraviara a sus súbditos. La administración española, incapaz de controlar el fraude, recurrió con frecuencia al procedimiento del indulto; se ajustaba el pago de una cantidad con los presuntos defraudadores: 700 000 ducados para la flota y galeones de 1660, medio millón en 1695 para permitir embarcar géneros de Francia, a pesar de la guerra existente entre ambas naciones, dos millones y medio en 1692 como compensación a las irregularidades cometidas en la flota del marqués del Vado…

Pero estas cantidades, aunque elevadas, eran poca cosa para las necesidades apremiantes de la Monarquía, y como no se atrevían a imponer en Indias nuevos tributos, continuó la perniciosa práctica de la venta de cargos. Se llegó en este punto a extremos nunca antes alcanzados; los cargos de almirantes y generales de las flotas se daban a los que se ofrecían a adelantar las cantidades necesarias para su apresto; sólo en el año 1687 se beneficiaron, según la terminología de la época, 75 cargos en el virreinato del Perú, entre ellos el gobierno de Popayán por 6000 escudos y el corregimiento de Oruro por 4000. Por un beneficio momentáneo la Real Hacienda se obligaba a sufragar un gasto permanente. Al final del siglo se vendieron incluso los cargos de virreyes: el conde de Cañete compró el del Perú por 250 000 pesos.

No es, por tanto, posible fijar con exactitud la contribución de los caudales de Indias a la política de los Austrias (y más tarde de los primeros Borbones) por su carácter irregular y variable. Quizá se ha exagerado en este punto y habría que desmitificar o reducir a sus justas proporciones la afirmación, tantas veces repetida, de que las Indias suministraron los caudales necesarios para la edificación del Imperio; su ayuda fue importante, pero el esfuerzo principal recayó sobre los reinos de Castilla. El contador Tomás de Aguilar cifraba en un 11,30 por ciento los ingresos procedentes de América llegados entre 1621/1640 para la Real Hacienda sobre el total de los ingresos de los reinos de Castilla, y creo que ese porcentaje no se apartaría mucho de la realidad en un cálculo global. ¿Por qué se le daba entonces tanta importancia a los caudales de Indias y se relacionaba con ellos el poderío, la hegemonía de la Monarquía española? Las razones esenciales eran dos: suministraban excelentes monedas de plata y oro, mientras los tributos castellanos solían recaudarse en vellón, una moneda depreciada, sin curso fuera de España; segunda razón, ésta de orden interior: por su propio carácter, esos ingresos de Indias no eran enajenables, la Hacienda podía disponer de ellos cuando casi todos los demás ingresos estaban ya vendidos. Lo cierto es que cuando ya en España faltaba dinero para lo más indispensable seguían enviándose buenos cargamentos de reales de a ocho a Flandes y a Viena; el Emperador recibió así una inestimable ayuda para recuperar Buda de los turcos y con la conquista de Hungría reforzó enormemente el poder de la Cristiandad. El contraste era grande con la actitud anticristiana y antieuropea de la política de Luis XIV, que, por odio a la Casa de Austria, favorecía a los turcos, como ya lo había hecho Francisco I.

La impresión que saca el lector de tantos hechos, muchas veces contradictorios y confusos, no puede ser clara ni rotunda. Al mismo tiempo que la administración española demostraba debilidad e incompetencia daba a luz (1680) la Recopilación de Leyes de Indias, el cuerpo legislativo más completo y avanzado para su tiempo. Sus 6377 leyes recogían con un espíritu muy avanzado para la época todas las materias de gobierno referentes a una sociedad multirracial con un espíritu de justicia que no hallamos en la legislación colonial de otros países. El grado de aplicación de las leyes ya es otro cantar. Si la labor de España en América sigue y seguirá provocando los más divergentes juicios se debe, en buena parte, a motivos subjetivos: al espíritu nacionalista, la especialización de los historiadores en materias diversas, con escaso grado de comunicación entre ellos, la dificultad de sintetizar y enjuiciar tantos acontecimientos diversos y con frecuencia contradictorios; cada uno puede encontrar hechos que abonan sus tesis particulares. La polémica, pues, no cesará nunca, y es bueno que así sea siempre que se prosiga con buena voluntad y respeto a las posiciones del adversario. Sobre las conquistas de Cortés y Pizarro nunca habrá acuerdo: unos verán en ellas sólo el producto de la avaricia y la crueldad humana; otros, ejemplos inmortales de heroísmo y pasos decisivos para la unificación del mundo bajo los valores del Occidente cristiano. Pero nadie podrá negar que fue un hecho positivo la introducción de la imprenta en el Nuevo Mundo por la empresa sevillana de los Cromberger en 1540, o la profusión de centros de estudios superiores que ya existían en la América española cuando en 1636 se fundó la Universidad de Harvard. Tampoco podrá negar nadie que haya recorrido aquellas tierras la impresión que produce la multitud de soberbios edificios que en aquellas latitudes reproducían los estilos arquitectónicos recién creados en Europa, exornados, ya con obras importadas del Viejo Mundo (hubo artistas como Zurbarán y Martínez Montañés que dedicaron gran atención al mercado americano), ya con productos de artistas locales. Y la floración de una literatura hispanoamericana que desde entonces siempre ha sido rica en ingenios.

Si los pueblos ibéricos se interesaron con mucha anticipación sobre los otros pueblos europeos por la exploración oceánica y la comunicación con otros pueblos y culturas, es lógico que sobre ellos recaiga la gloria de ser los artífices de la unificación del globo terrestre, con inmensas repercusiones científicas, morales y económicas. No se valora lo suficiente el descubrimiento de la inmensa vastedad del Pacífico, a la vez como rasgo fundamental de la estructura de nuestro planeta y lugar de encuentro de culturas diversas.

El encuentro de portugueses y españoles tras recorrer distancias casi iguales, los primeros tras larguísimos periplos por las costas africanas y asiáticas hasta Goa, Timor, Macao y la isla Formosa; los españoles, dirigidos por el lusitano Magallanes, a través del dédalo de islas que forman el estrecho de su nombre y la inacabable travesía durante la cual halló la muerte y fue sustituido por Elcano. El objetivo común eran aquellas míticas Islas de las Especias, productoras de un artículo entonces muy valorado. No estaba claro a quién pertenecían las islas Molucas según el reparto acordado en Tordesillas; Carlos V, más interesado por sus empresas europeas que por aquellas remotas inmensidades, vendió a los portugueses sus presuntos derechos por cincuenta mil ducados (luego se comprobó que estaban en la zona portuguesa).

Tocaron también navegantes españoles el norte de Australia (Estrecho de Torres). Ni Pedro Fernández de Quirós, que había partido del Perú en 1595, ni Luis de Torres consiguieron apoyo de la exhausta Monarquía para explorar aquel continente. El nombre que le dieron (Austrialia del Espíritu Santo) puede aludir más bien a la Casa de Austria que a su situación geográfica.

La base española con verdadero porvenir en Extremo Oriente fue Filipinas, así nombrada en honor de Felipe II. Se consideraba una prolongación de las Indias y se administraba por el Consejo de este nombre. Los contactos de Filipinas con China y con los portugueses (contactos oscilantes entre la rivalidad y la colaboración) materializaron la unidad terrestre por primera vez en la historia; el áureo cruzado y el argénteo real de a ocho eran los símbolos de la duplicidad que siempre acompañó a las empresas de los ibéricos. Los portugueses llevaban las especias hacia el oeste; los españoles traían de China sederías y porcelanas para América y España a través de la nao de Acapulco, que partiendo de este puerto mexicano cerraba el círculo llevando al Extremo Oriente la plata americana. También llevaba la fe de Cristo (predicadores, mártires) con éxito global reducido, pero con una sólida implantación en el archipiélago filipino.

Ir a Filipinas era entonces casi lo mismo que ir hoy a la Luna; un terrible viaje que duraba años. En la mayoría de los casos un viaje sin retorno. Imposible enviar colonos; a Filipinas sólo fueron funcionarios, frailes y algún que otro mercader. La única ciudad con sello hispano era Manila, cuyo casco antiguo fue destruido en la II Guerra Mundial. En estas circunstancias no es de extrañar que la huella hispana en Filipinas sea débil; la lengua castellana es hoy un residuo que tiende a desaparecer. Tanto más sorprendente es la vitalidad del cristianismo que allí llevaron los misioneros y que observan la gran mayoría de los filipinos; son sesenta millones, el 80 por ciento de los cristianos de toda Asia. La frontera con el Islam está en las islas meridionales de aquel archipiélago. Es una frontera caliente y de gran relieve cultural, pues la diferencia religiosa lleva consigo grandes contrastes en cuanto a régimen familiar, tabúes alimenticios, solidaridades internacionales, concepto del mundo y de la vida; lo que confiere al pueblo filipino una personalidad con rasgos diferenciados entre los de Extremo Oriente.