EL MARCO POLÍTICO DEL SIGLO XVII ESPAÑOL
En las obras históricas actuales es muy frecuente anteponer el estudio de los factores estructurales al tradicional relato de los eventos políticos, biografías de soberanos, luchas entre Estados e incluso a la trama institucional. Al lema politique d’abord sustituyó hace unos decenios la economía primero, y más recientemente el estudio de las clases sociales. Excluyendo las ventoleras ideológicas es comprensible el cansancio de la historia batalla (las batallitas, se dice hoy en tono irónico desconociendo su tremendo alcance). Sin embargo, a la hora de aplicar esta norma aparecen desajustes que son especialmente notorios en nuestro siglo XVII, pero que no son menos evidentes si contemplamos el panorama de cualquier otro país europeo. En la larga duración la infraestructura suele imponer sus normas; si Francia se recuperó antes que España de los desastres que le acarreó el belicismo de sus monarcas fue porque su población y sus riquezas naturales eran superiores. También se podría hacer un parangón entre la Alemania horriblemente devastada del XVII y su recuperación en el XVIII, harto más brillante que nuestro Siglo Ilustrado. Pero en la corta y media duración se imponen los factores cambiantes, imprevisibles, entre los cuales la personalidad de los soberanos era factor principalísimo por su decisiva importancia en el mecanismo del Estado. Cabe no sólo la sospecha, sino la certidumbre de que con otros soberanos los destinos de España en el Siglo de Hierro hubieran sido menos dramáticos. Por ello comenzamos este capítulo con una breve semblanza de las tres figuras reales que llenaron aquella centuria.
No es fácil decidir si en la crisis de nuestro siglo XVII influyeron más las epidemias y otras catástrofes naturales o las continuas guerras que exigía una política exterior ambiciosa; son fenómenos de difícil o imposible cuantificación, pero el paralelismo entre las curvas de población y riqueza, de una parte, y la actividad bélica, por otra, parece sugerir la segunda hipótesis, y las opiniones de los contemporáneos apuntan en la misma dirección. La política belicista estaba en relación con una muy antigua tradición que exaltaba la figura del rey como jefe guerrero, ya al servicio de la fe, ya simplemente por la nobleza y dignidad del ejercicio de las armas. Las modalidades de la guerra moderna erosionaron estos criterios sin destruirlos; servicio a la fe, servicio al Estado, a la dinastía, a la imagen personal del monarca, se entremezclaban en cantidades variables según las circunstancias y el carácter personal de los soberanos; para Luis XIV de Francia «engrandecerse (a costa de sus vecinos, naturalmente) era la tarea más digna de un soberano», mientras los reyes españoles del XVII, que no tenían ambiciones territoriales, adoptaron por política y por temperamento actitudes meramente defensivas, lo que no les evitó el verse envueltos en interminables y catastróficas guerras. Si no partimos de este punto no comprenderemos nada.
Felipe III (n. 1578) fue, por temperamento e ideología, un soberano muy distinto de su padre, y la educación recibida más bien ahondó que suavizó este contraste; aunque al ascender al trono tenía ya veinte años, edad competente, su preparación era casi nula; recibió una aceptable educación humanista, pero el afán de mando del viejo rey le alejó de las tareas del gobierno; careció de una práctica previa como la que tuvo Felipe II. Ya en sus últimos días Felipe II consintió que participara en una junta de gobierno, pero entonces se abrió paso una evidencia aún más desagradable, al futuro rey la misión de gobernar no le interesaba lo más mínimo. Indolente y falto de personalidad, no es sorprendente que delegara en alguien el trabajo y las responsabilidades. Lo que sorprendió a todos los que le rodeaban no es que tomara un favorito, sino que la dejación de autoridad llegara a unos límites impensables; hubo ejemplos, anteriores y posteriores, pero no en un grado tan escandaloso.
Don Francisco Gómez de Sandoval, como marqués de Denia y descendiente de los Borja, tenía profundas raíces en el reino de Valencia y por los Sandoval era castellano, y apenas comenzó su privanza se hizo nombrar duque de Lerma, pequeña ciudad burgalesa que es la más característica de las Cortes señoriales de la época. Su riqueza no estaba a la altura de sus blasones; con la avidez de quien fue pobre y teme volver a serlo, apenas se vio investido de un poder sin límites lo aprovechó para enriquecerse escandalosamente. Conforme a la táctica de todos los validos, aisló al rey rodeándolo de su parientes y hechuras; el poder de los secretarios reales quedó postergado, pero no es muy exacto hablar de una reacción nobiliaria, porque el poder y la influencia no fueron a parar a los nobles en general, sino a un clan exclusivista que rodeaba constantemente al rey, obteniendo de esta situación ventajas innúmeras. Por las buenas o por las malas todo el alto personal del Estado: presidencia de Castilla, cargos palatinos, los más fructuosos virreinatos y el importantísimo cargo de Inquisidor General recayeron en personas de la entera confianza de Lerma, y también recibieron su parte del botín: encomiendas, dotes, ayudas de costa… con tal prodigalidad que los efectos favorables que podían derivarse de la disminución de la actividad bélica quedaron anulados.
El vacío de poder que produjo el eclipse de la Monarquía fue tan grande que no lo colmaron por entero el favorito y su clan; algo participaron las oligarquías urbanas a través de las Cortes de Castilla y los banqueros genoveses, cuyas trapisondas ha relatado Felipe Ruiz Martín. Como hombres experimentados, los Doria, Strata, Centurión, Spínola y otras estirpes se dieron cuenta de que si malos vientos soplaban para sus negocios en los finales del reinado anterior los desbarajustes del siguiente no auguraban nada bueno, y antes de que se produjera la catástrofe trataron de ir liquidando sus créditos y retirarse de unas empresas en las que se podía ganar mucho y también se podía perderlo todo; pero la retirada no era tan fácil, pues tenían muchos créditos pendientes de cobro. Para no crear nuevos impuestos se acuñaron y resellaron grandes cantidades de moneda de vellón, arbitrio cómodo de momento, pero que a la larga generó una inflación insoportable.
Aunque seguían retomando con periodicidad las grandes catástrofes naturales, algunas de extraordinaria gravedad (peste de 1599, hambre de 1605), el ambiente general en aquellos comienzos de siglo era alegre y distendido: arte, vicio, corrupción, derroche, crítica y propuestas de mejora integraban un ambiente frívolo que contrastaba con la rigidez del reinado anterior. Se exhibían sin pudor los males de la patria y las propuestas para enmendarlos; fue la edad de oro de los arbitristas; todo el mundo tenía su fórmula particular para mejorar las costumbres y sanear la hacienda, y entre tanto disparate no faltaban sesudos varones (Sancho de Moneada, que proporcionaban acertados juicios y propuestas de remedio. Todos los arbitrios iban dirigidos a las autoridades competentes, y es cosa bien notable que la mayoría eran leídos y, en algunos casos, premiados. Se estableció que quien propusiera un arbitrio que fuera aceptado por la Real Hacienda recibiría un porcentaje de su producto. Poquísimos alcanzaron tal recompensa, pero el estímulo que significó esto es fácil de imaginar.
Capricho costoso y demostración de la omnipotencia de Lerma fue el traslado de la Corte a Valladolid, donde permaneció desde 1600 a 1606, causando a todos, vecinos, funcionarios y pretendientes, infinitos trastornos. El motivo que tuvo el favorito para imponer esta impopular medida se desconoce; pudo ser tener al rey más aislado, más suyo, cerca de Lerma y de su finca La Ventosilla, donde don Felipe fue frecuente huésped de su ministro; otras veces se iban en alegre cabalgada a El Escorial; un monje refiere en sus apuntes cómo eran las jornadas de esta Corte irresponsable: se cazaba, se jugaba a los naipes hasta altas horas de la noche, se comía en compañía de algunos de los Jerónimos más destacados y se mataba el tiempo también con devociones externas. El buen monje estaba escandalizado de tanta irresponsabilidad; el pueblo, entre escandalizado y divertido, no lo tomaba demasiado a mal; también él se divertía con festejos sacros y profanos; precisamente trabajaban entonces con ardor los autores de los falsos cronicones; cada día se descubrían reliquias insignes, mártires ignorados, virtuosos obispos que conferían a las ciudades una antigüedad insospechada, unas gestas ignoradas antes de que aparecieran los maravillosos pergaminos. Torcían el gesto algunos sabios, algunos eruditos impertinentes, aguafiestas, pero no protestaban muy alto porque las protestas, además de impopulares, podrían achacarse a una fe poco firme, demasiado racionalista. Y ardían los pueblos en fiestas celebrando nuevos patronos, que esmaltaban su pasado y podían ser protectores en las adversidades.
El desinterés del rey, del favorito y de la mayoría de la nación por la política internacional no evitaba que los problemas siguieran existiendo y que España, potencia hegemónica, tuviera que hacer frente a sus responsabilidades; había enemigos que vigilar, territorios que defender, aliados que no se podían abandonar, empezando por el Gran Hermano, el Sacro Imperio regido por la rama menor de los Habsburgos, cuya conservación era como un artículo de fe para sus parientes de España. Había guerras pendientes que se mantenían por rutina, aun a sabiendas de que no iban a desembocar en ningún resultado. Pero hasta en esto fueron afortunados los primeros años de aquel siglo. Murió la reina Isabel de Inglaterra y cesaron los forcejeos en el Atlántico, dejaron los españoles de ayudar las tentativas insurreccionales de los irlandeses y se ajustó con Jacobo I Estuardo una paz (1604) que restablecía la seguridad en el Cantábrico y autorizaba la presencia en España de mercaderes ingleses siempre que no cometieran desacato público contra la religión católica. Permanecieron, sin embargo, abiertos los colegios de jesuitas que en Valladolid y Sevilla formaban misioneros que pasaban clandestinamente a las Islas Británicas, donde la minoría católica (sospechosa a los anglicanos en cuanto a su fidelidad política) era todavía muy numerosa.
También se halló solución provisional para la guerra de Flandes, que duraba ya más de cuarenta años, con alternativas varias y gastos inmensos. No fue una paz, sino una tregua de doce años la que se ajustó en 1609 con los holandeses rebeldes, y no se comprendían en la tregua las colonias portuguesas, que siguieron padeciendo hostilidades y mermas en su comercio. Fue, pues, un arreglo muy precario. Recibió, en cambio, solución otro problema que, aunque todavía sólo amenaza, era muy inquietante: la preponderancia internacional de España estaba ligada a la debilidad de Francia por las gravísimas disensiones religiosas que sacudían aquel reino; Enrique IV había restablecido la unidad de los franceses y se disponía a tomar una actitud antiespañola cuando fue asesinado por Ravaillac (1610). La secreta satisfacción de los círculos oficiales hispanos contrastaba con la indignación reinante en el país vecino, donde se tenía la sensación de que el asesino se había inspirado en las ideas de los tiranicidas, concretamente en el tratado De Rege del jesuita español Juan de Mariana, donde, incidentalmente, se sostenía que era lícito a un particular matar a un rey no legítimo, a un tirano (y se daba por evidente que un hereje no podía ser un rey legítimo de un país católico). El escándalo fue inmenso: la Sorbona condenó la teoría, el parlamento de París ordenó quemar públicamente el libro de Mariana, la Compañía de Jesús prohibió terminantemente que en sus escuelas se enseñase el tiranicidio y el gobierno español se sumó a la ofensiva no por este motivo, sino porque Mariana, hombre de carácter hosco e independiente, había censurado la venalidad de los gobernantes, las alteraciones monetarias y otras lacras de la política española, sin citar nombres, pero cualquier lector sabía de qué se trataba y quiénes eran los aludidos. Procesado a la vez por la autoridad civil y la religiosa, Mariana no recibió una condena formal porque el hábito de jesuita era una coraza eficaz, pero se le fastidió bastante y los críticos del régimen español quedaron advertidos.
En 1610 se decretó la expulsión de los moriscos. España perdió trescientos mil súbditos laboriosos, el 3 por ciento de la población total, pero esta proporción se elevaba al 16 por ciento en Aragón y al 38 en el reino de Valencia. Esta fatal medida no fue popular; no era reclamada por ningún estamento, no por simpatía hacia los moriscos, sino porque con su marcha todos perdían: las finanzas municipales, los señores de vasallos, hasta la Inquisición. ¿Fue una compensación que la nimia piedad de Felipe III y Margarita de Austria ofrecían a la Divinidad por haber firmado la paz con los herejes? Más influencia debieron tener los dictámenes del Consejo de Estado sobre la peligrosidad de una potencial quinta columna ante el recrudecimiento de la piratería turca y berberisca en nuestras costas y la eventualidad de un desembarco enemigo o de una invasión francesa por el Pirineo aragonés.
Como el éxodo judío, el morisco benefició a pueblos diversos. Calamitosa fue la suerte de los que cayeron en manos de las tribus berberiscas, pero fueron bien acogidos en ciudades marroquíes donde la presencia de los andalusíes era ya antigua. Incluso se formó en Salé una especie de república pirática cuya base fueron los moriscos de Hornachos. Tetuán también llegó a tener un estatuto de ciudad casi independiente. En la propia corte de Marruecos el castellano era de uso corriente, reforzado con la presencia de moriscos que usaban poco el árabe y con la de numerosos cautivos y renegados. Ya a fines del XVI andalusíes habían conquistado para el rey de Marruecos la región de Gao-Tombuctú tras una épica travesía del desierto del Sahara, y aún se conservan allí vestigios hispanos.
A tierras argelinas llegaron más de cien mil moriscos, en su mayoría valencianos. Tras muchos avatares se acomodaron en la capital y en otros lugares; en todas partes dinamizaron la vida económica; introdujeron artesanías, técnicas avanzadas de regadío y con su dinamismo introdujeron un elemento de progreso en el país. Mantuvieron bastante tiempo su propia identidad y el recuerdo de la patria perdida, vacilando entre la nostalgia y el odio. Los mejor acogidos fueron los que se dirigieron a Túnez, unos ochenta mil, procedentes en su mayoría de Castilla y Andalucía. Estaban muy hispanizados, ignoraban el árabe y llegaban con cierto complejo de superioridad sobre los indígenas, lo que favoreció su cohesión hasta fechas muy recientes. Formaron bloques autónomos, ya de menestrales en la capital, ya de colonos agrícolas en las mejores tierras, manteniendo un alto nivel de vida y de conciencia andalusí de la que aún quedan restos en poblados que recuerdan los del sur de España. Algunos moriscos quedaron en el sur de Francia, en Italia, otros llegaron hasta Turquía, y no fueron pocos los que, como el Ricote cervantino, volvieron desafiando las penas legales.
Dentro de la política pacifista del reinado de Felipe III hay que hacer constar, no obstante, cierto interés por lo que sucedía en el norte de África; lo prueba la adquisición de Larache, en la costa marroquí del Atlántico, que reforzaba la cadena de presidios situados en Berbería y aprovisionados desde la Península, aunque tan mal que muchos soldados desertaban y renegaban forzados por el hambre. Enviar a presidio llegó a ser con el tiempo sinónimo de condena a pena afrentosa y símbolo de la política meramente defensiva que España adoptó respecto a Berbería desde el fracaso de Carlos V en Argel.
Apaciguados, de momento, los Países Bajos mediante la tregua de 1609, el centro de interés de la corte de Madrid se centraba en Italia, donde la proximidad y ambiciones de Francia seguía siendo una amenaza para la hegemonía española. Había que contar también con el humor de los papas, la actitud ambigua de los duques de Saboya, que dominaban pasos montañosos de interés vital, y la hostilidad abierta o latente de la república de Venecia, nada feliz con la vecindad del Imperio por el norte y el ducado de Milán por el oeste. Aunque Felipe III y su favorito estaban escasamente interesados en la política internacional, el reinado anterior les había legado un plantel de brillantes estadistas que se movían en sus puestos con bastante independencia como defensores de la hegemonía hispánica en Italia. A ese grupo pertenecía el fantástico duque de Osuna, virrey de Nápoles, partidario de neutralizar el predominio veneciano en el Adriático y sospechoso de implicación en el episodio novelesco y nunca bien aclarado de la Conjuración de Venecia, en la que estuvo implicado don Francisco de Quevedo, muy familiar del duque. Al parecer, se trataba de destruir los arsenales y la flota de la Serenísima, que pretendía dominar en exclusividad el mar Adriático, en perjuicio del reino de Nápoles.
En conjunto, estos episodios parecían sólo pequeñas sombras en un cuadro grandioso, pero los observadores atentos advertían fisuras; el poder de Lerma había llegado a un punto que constituía un escarnio para la memoria de Felipe II; parecía como si su hijo se hubiese propuesto contradecir en todo los ejemplos de su progenitor; si él había sido económico en sus gastos personales, trabajador infatigable y autoritario hasta el exceso, su hijo era derrochador, irresponsable y había hecho tal dejación de autoridad que el favorito parecía el verdadero monarca; daba órdenes a los consejos y firmaba con su propia rúbrica los documentos más importantes. Y lo que todavía escandalizaba más es que tenía sus propios favoritos (don Rodrigo Calderón, Franqueza) que lo superaban por el descaro con que atesoraban y vendían hasta los más importantes secretos del Estado. Clamaban también los nobles postergados, y el mismo hijo de Lerma, el duque de Uceda, se hizo cabeza de una facción que aspiraba a suplantar a su padre en la privanza.
El hedor que exhalaba aquella Corte de brillante apariencia era tan fuerte que el propio rey empezó a pensar que había que hacer algo, y Lerma, barruntando un posible cambio, impetró de Roma la púrpura cardenalicia, no sólo pensando en su inmunidad personal, sino en ocupar la vacante del arzobispado de Toledo. No pudo realizar el proyecto porque había sufrido una equivocación garrafal colocando de confesor del rey al dominico padre Aliaga, que se pasó al bando de Uceda y aconsejó al rey que entregara el riquísimo arzobispado a su hijo el infante don Fernando.
1618 fue un año decisivo en varios aspectos: Uceda sustituyó a Lerma en el favor real. Felipe III comenzó a sentir ciertos escrúpulos sobre su manera de gobernar, o mejor, de no gobernar; atendiendo una petición de las Cortes de Castilla, creó una Junta de Reformación para corregir los males que se denunciaban cada vez con más insistencia: ociosidad, lujo, pecados públicos, miseria de los agricultores, crecimiento exagerado de Madrid a costa de las ciudades vecinas… No eran males coyunturales; en torno a los años veinte los indicadores disponibles señalan un declive general de la economía europea, el primer escalón hacia el abismo, y el desencadenamiento de las guerras tras una etapa de relativa paz acentuaría esta tendencia negativa. En 1618 reventó aquella caldera de odios religiosos, conflictos sociales y pasiones nacionales que latía en el centro de Europa; cuando los protestantes de Bohemia negaron la obediencia al Emperador austríaco nadie sospechó que aquel conflicto iniciaba una etapa de luchas que devastaría Europa entera durante treinta años. El gobierno español, a pesar de su deseo de paz, no podía mantenerse neutral; tropas españolas e italianas atravesaron los Alpes y contribuyeron decisivamente al triunfo de las fuerzas imperiales en la batalla de la Montaña Blanca; un éxito inicial seguido de una paz de corta duración. Poco después (1621) moría Felipe III aterrorizado por la idea de que tendría que dar cuenta ante el tribunal divino de sus responsabilidades por un altísimo cargo tan mal desempeñado.
El reinado de Felipe IV (1621-1665) es uno de los más largos y decisivos de nuestra historia; fue como un drama en dos actos: la primera mitad está dominada por la figura del Conde Duque de Olivares; desaparecido de la escena en 1643, el gobierno personal del rey cubre la segunda mitad; hubo una identidad sustancial de ideas y propósitos, aunque el desarrollo de la acción cambió del drama (con ribetes de comedia) a la tragedia. Tragedia de un pueblo y de un rey que inició su mando con sueños de gloria y terminó precipitándose al abismo.
Aunque se ha escrito mucho sobre aquel rey, en realidad es muy mal conocido; la opinión vulgar lo pinta como un príncipe frívolo, indolente, entregado a los placeres, que descargó sus responsabilidades en Olivares como su padre lo había hecho con el duque de Lerma. Este paralelismo es completamente falso; ambos reyes, ambos favoritos, no se parecían nada. Con quien tenía puntos de contacto Felipe IV era con su abuelo, por su cultura, su pasión por las artes y su laboriosidad; pero había también diferencias profundas: el solitario de El Escorial era duro, desconfiado, retraído, mientras su nieto era afable, generoso y siempre que podía se escapaba del asfixiante marco del viejo alcázar y su rigurosa etiqueta; le gustaba pasear por las calles de Madrid, ver y ser visto, mezclarse (hasta cierto punto) con la multitud en las fiestas de la Plaza Mayor de Madrid y del Buen Retiro. La religiosidad de ambos fue grande y sincera, pero también aquí advertimos contrastes notables: en sus actos de gobierno Felipe II partía de la norma de que era el máximo defensor del Catolicismo; en conducta personal tampoco hubo oposición entre su fe y sus austeras costumbres. Su nieto, aunque prisionero de las ideas corrientes, estaba más dispuesto a aceptar no sólo la paz, sino la amistad de las naciones protestantes; en cuanto a su conducta privada, la vida de Felipe IV fue un drama íntimo; su fe le enseñaba que su prosperidad y la de sus Estados dependía de que Dios estuviera satisfecho de su conducta, pero aquel soberano de apariencia impasible (al menos, en los actos oficiales) escondía una sensualidad ardiente que le proporcionó grandes placeres y también grandes remordimientos; llevado de un concepto simplista y rutinario de la religión, cada desastre público o privado lo miraba como una venganza de la divinidad ofendida, a la que había que aplacar con oraciones, penitencias y encerramiento de las malas mujeres.
Entre las muy copiosas fuentes de información que tenemos acerca de la vida pública y privada de aquel rey ocupa lugar destacado la correspondencia que mantuvo durante muchos años con sor María de Agreda, una monja visionaria pero discreta que le servía de intermediaria con la Divinidad; esta correspondencia la mantuvo en los amargos años de su senectud; para los años juveniles, plenos de ilusiones, tenemos una especie de autobiografía en la que relata cómo se esforzó en el aprendizaje que requería el dominio de los conocimientos necesarios para regir tan vasto Imperio; entre ellos se encontraba el dominio de los idiomas de sus vasallos, citando expresamente el catalán y el gallego; también el francés, usado por sus fidelísimos vasallos de Flandes y el Franco Condado; pero su idioma preferido fue el italiano no sólo por la razón apuntada, sino por los grandes escritores que Italia ha producido. Para perfeccionarse en esa lengua realizó la no pequeña tarea de traducir la Historia de Italia de Guicciardini.
Resulta, pues, evidente que la imagen vulgar y tradicional de aquel rey es, si no totalmente falsa, incompleta. Gozó de la vida; era amigo de la buena mesa, cazaba, fue el más grande y más entendido coleccionista de pinturas de su tiempo; incluso pintaba él mismo. Le apasionaba el teatro y se dice que escribió alguna comedia. Tuvo numerosas amantes y, al menos, seis hijos bastardos, a los que procuró dar instrucción y puestos competentes, aunque sólo reconoció uno, don Juan José de Austria. Y todavía tenía tiempo (muchas veces robándolo al sueño) para ocuparse de las materias de Estado.
La privanza de don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor, no fue, como la de Lerma, producto de una dejación de atribuciones, sino de una colaboración entre dos personas que compartían unas ideas políticas y unos secretos íntimos. No es censurable que Felipe IV delegara gran parte de sus inmensas tareas de gobierno en una persona de su confianza, pero sí que no moderase el talante despótico de su favorito, que no sólo se creó enemigos personales, sino que fue directamente responsable de las sublevaciones de Cataluña y Portugal por su falta de tacto y de previsión.
Pertenecía don Gaspar a una rama secundaria de la gran estirpe de los Guzmanes; su padre había sido embajador en Roma, donde dejó fama de hombre duro y avasallador; allí nació don Gaspar, aunque siempre se consideró sevillano. El origen de su privanza fue un cargo palatino que lo puso en estrecha relación con el príncipe heredero; cuando éste subió al trono mantuvo unos lazos de amistad que muchos tacharon de dependencia. La verdad es que sus diferencias radicaban más en las formas que en el fondo; ni uno ni otro compartían los prejuicios sobre limpieza de sangre, y por eso invitaron a los marranos portugueses a colaborar y, en parte, a sustituir a los banqueros genoveses. También en cuanto a política exterior el valido y el rey coincidían en lo esencial: conservación de aquel inmenso patrimonio territorial sin ideas agresivas, sin ansias expansivas, pero sin permitir la menor amputación. En alguna ocasión el Conde Duque repudió expresamente la idea nacionalista: «No soy nacional(ista), que es cosa de muchachos». Quizás recordaba sus tiempos de estudiante en Salamanca, donde la grey escolar estaba dividida en bandos de castellanos, andaluces, portugueses y vascos que se zurraban de lo lindo. Pero mientras Felipe IV se acomodaba a la situación existente, con muy diversos grados de autonomía y sujeción en las diversas partes del Imperio, Olivares, influido quizás por el modelo francés, aspiraba a dotar de más unidad y eficacia aquel cuerpo multiforme; primero con el proyecto de una Unión de Armas, que señalaba a cada parte del Imperio un cupo de hombres a movilizar cuando alguna de sus partes fuera atacada; luego, a esta idea, irrealizable por la falta de la necesaria infraestructura y estudios previos (a Cataluña, por ejemplo, se le pedían tantos soldados como a Portugal y muchos más que al reino de Nápoles, bastante más poblado), le sucedió una política que él creía hábil: implicar en las guerras por medios indirectos a los reinos que se escudaban en sus tradiciones y privilegios para contribuir menos al esfuerzo general. Las consecuencias, como veremos, fueron catastróficas.
En 1621 el panorama general no era malo, incluso había motivos para el generalizado optimismo no sólo porque los cambios de reinado siempre se acogían con más o menos fundadas esperanzas, sino porque la cultura española, desbordando ampliamente sus límites geográficos, se hallaba en marea alta; sus teólogos eran leídos incluso en universidades protestantes, su retraso científico aún no era patente, las artes estaban en su mayor perfección y en literatura no sólo descollaba España en autores, sino en géneros enteros. Superado con éxito el primer episodio de la Guerra de los Treinta Años, las perspectivas político-militares no eran malas, sobre todo en Italia (salvo intrigas y escaramuzas), en la Península, donde la unión con Portugal parecía consolidada, y en América.
Felipe II había querido a última hora desembarazarse del avispero flamenco mediante la cesión a su hija Isabel Clara y su marido el archiduque Alberto. El matrimonio no tuvo sucesión, lo que implicaba el retorno de Flandes a la Corona hispana. Hubiera podido arbitrarse en Madrid algún medio para hacer efectiva la enajenación, pero el grupo de imperialistas del Consejo de Estado era opuesto por razones estratégicas y Felipe IV por su concepto patrimonial de la Monarquía. Así, al expirar en 1621 su vigencia, la tregua no se reanudó. No hay que echar toda la culpa a la Corte española; también en Holanda predominaban los belicistas que se prometían grandes ventajas económicas en una guerra en la que su supremacía marítima les aseguraba grandes ventajas económicas a costa de los dominios coloniales de España y Portugal. Y continuó la hemorragia de hombres y dinero; cada mes 300 000 escudos eran enviados a través de los banqueros genoveses para alimentar unas hostilidades interminables en las que algún episodio aislado, como la rendición de Breda, servían más para proporcionar asunto a los pinceles que para dar garantías razonables de victoria.
Mientras estas lejanas guerras se hicieron con mercenarios, mientras pudieron financiarse sin demasiados apuros, el público español comentaba las noticias que aportaban las relaciones, gacetas y hojas volantes sin demasiadas preocupaciones; pero las reservas de hombres y de dinero no eran inagotables. Fue la falta de dinero la que primero se hizo sentir; apenas comenzó el reinado el Consejo de Hacienda hizo saber al monarca que no sólo no había un ducado disponible, sino que estaban gastadas con anticipación las rentas de los tres años siguientes. Las verdades siempre duelen, y más a un rey y a un ministro llenos de grandes proyectos; la desabrida respuesta, en la que se adivina la inspiración de Olivares, indicaba al Consejo que ya sabía el estado de su Hacienda; que no era él quien la había puesto en tal estado, y que su obligación era arbitrar más recursos.
Los dos caminos posibles eran recortar gastos y aumentar los ingresos; el primer capítulo se redujo a economizar en aquellos ramos (singularmente, el mantenimiento de la Casa Real) en que los derroches habían sido más notorios. En cuanto a los ingresos, lo que pudo sacarse a Lerma y sus cómplices de lo mucho que habían robado más servía para satisfacer la vindicta pública que para enderezar las finanzas de un inmenso Estado. Y como no se quería recurrir al impopular recurso de imponer nuevos tributos se continuó, con bastante inconsciencia, labrando más moneda de cobre hasta que su exceso originó una crisis económica con graves repercusiones sociales, porque se manifestaba en forma de inflación y carestía. Para colmo de males, la flota holandesa sorprendió en Cuba a la que el almirante Benavides traía en retorno a España con inmensos caudales. Este desastre ocurrió en 1628. Ese mismo año se rebajó el valor de la moneda de vellón a la mitad. También se publicaron unas tasas de salarios y precios que tuvieron escasa eficacia. Todo este ciclo de inestabilidad, coincidiendo con una guerra limitada en Italia por la sucesión del ducado de Mantua, terminó hacia 1630. Se había temido una conflagración general antiespañola: Francia había intervenido en Italia; Carlos de Inglaterra, despechado por el fracaso de su proyectado enlace con la infanta María, había intentado asaltar Cádiz. En 1630 se restableció la paz con ambas potencias. Nada grave había ocurrido todavía.
Sucedieron unos años de calma tensa; las amenazas se multiplicaban. Incluso el Papa (Urbano VIII) se comportaba de modo extraño; en una escena violentísima ante el colegio de cardenales, el cardenal español Gaspar de Borja lo acusó de favorecer a los protestantes alemanes por odio a la Casa de Austria. Sin embargo, la cuestión fundamental era la de las relaciones con Francia, pues en el fondo lo que se ventilaba era, como en tiempos de Carlos V y Francisco I, la lucha franco-española por la supremacía. No era ineludible el confrontamiento: la doble boda de Felipe IV con Isabel de Borbón y de Ana de Austria (hermana de Felipe) con Luis XIII parecía demostrarlo así. Pero, aunque aplazado, subsistía un motivo fundamental de hostilidad: España estaba en situación sobrevalorada y Francia, con más que doblada población (18 millones contra 8 de Castilla-Aragón), estaba infravalorada en el tablero internacional; no sólo había sido expulsada de Italia, sino que la frontera de los Países Bajos españoles llegaba a sólo 100 kilómetros de París. Peor aún: la comunicación entre Milán y Flandes (el camino español) franqueaba los Alpes por Saboya o Suiza y luego seguía más o menos paralelo al Rin hasta el Franco Condado; era una especie de camino de ronda jalonado por puntos de apoyo fortificados por donde transitaban los tercios y el dinero destinado a pagarlos, interponiéndose entre Francia y Alemania. Es comprensible que entre los responsables de la política exterior francesa, comenzando por el primer ministro, el cardenal Richelieu, reinara una especie de fiebre obsidional, la sensación de estar cercados por España en todas sus fronteras terrestres. Para el temprano nacionalismo francés era una situación incómoda que pensaba eliminar abriéndose paso hacia Italia, apoyando a los enemigos que en Alemania tenían los Habsburgos y empujando la frontera noreste lo más lejos posible. Parece que éste era el programa que pensaba desarrollar Enrique IV cuando fue asesinado, el que tras decenios de vacilaciones volvieron a practicar Luis XIII y Luis XIV. El título que ostentaban de reyes cristianísimos y el hecho de que Richelieu y Mazarino fueran cardenales de la Santa Iglesia Romana no fue obstáculo para que en la ejecución de este plan se apoyaran en los anglicanos, los calvinistas holandeses y los protestantes alemanes. ¡Ya en el siglo anterior Francisco I se había aliado con los turcos!
En esta situación, ¿qué debían haber hecho los gobernantes españoles? Aún hoy, considerando el problema con una perspectiva de siglos, la respuesta no está clara. Desde un punto de vista estrictamente hispano, el abandono de Flandes hubiera simplificado mucho las cosas, pero Felipe IV y sus ministros pensaban en términos de la Monarquía, el Imperio: abandonar Flandes y desligarse del inmenso drama que se estaba ventilando en los campos de batalla de Alemania no sólo hubiera sido una pérdida de reputación, sino la ruina de la Casa de Austria y la consolidación de potencias hostiles en el centro de Europa; como contragolpe se debilitaría la hegemonía de España en Italia; reducida al extremo occidental de Europa, hubiera quedado en la posición marginal que tenía antes de los Reyes Católicos. Todas estas razones se pesaban y sopesaban no sólo en los gabinetes de los políticos, sino en la pluma de los publicistas; hubo una controversia literaria hispano-francesa antes y después del año crucial (1635) en que se produjo el rompimiento. En la disputa, estudiada por Jover Zamora, no sólo se analizaban las rivalidades políticas, sino los factores psicológicos, la mentalidad de ambos pueblos, «la antipatía de los españoles y franceses».
El apoyo de Francia a los suecos en la tercera fase de la Guerra de los Treinta Años fue logístico y financiero, pero después de la muerte de Gustavo Adolfo y la victoria obtenida por el Cardenal Infante don Fernando en Nordlingen (1634) se apreció claramente que la única forma de impedir el triunfo de la Casa de Austria era la intervención abierta y total de Francia, hecho que se produjo el año siguiente. En una primera fase las aguerridas tropas estacionadas en Flandes obtuvieron ventaja y se aproximaron a París, más lentamente, conforme Francia movilizaba sus recursos, igualaba la contienda y luego la inclinaba a su favor. Militaban en pro de Francia sus riquezas naturales, su numerosa población y una vocación guerrera que en España se estaba perdiendo rápidamente. La Monarquía hispana representaba sobre el papel una fuerza muy superior, pero no concentrada, sino dispersa, formada por países muy diversos separados por distancias que, si aun hoy son grandes, entonces resultaban enormes; los correos tardaban semanas y meses en transmitir órdenes e informaciones, los movimientos de tropas eran lentos y caros. De no haber existido una voluntad de unión aquel conglomerado se hubiera deshecho por sí solo, pero existía, a pesar de descontentos y sediciones, una lealtad monárquica que, en muchos casos, reflejaba el temor de cambiar un régimen respetuoso con sus tradiciones por otro más peligroso para sus libertades. Los flamencos no querían ser franceses; tampoco los habitantes del Franco Condado; las incursiones francesas en Italia encontraron poco apoyo en las poblaciones, a pesar de los motivos de disgusto que tenían con la administración española. Por otra parte, la enorme dispersión del Imperio español hacía imposible decidir rápidamente la lucha; si en un sector del frente las noticias eran malas, de otros podían llegar buenas. Así, la lucha entre los dos colosos se alargó infinitamente, incapaz cada uno de asestar un golpe decisivo a su adversario.
En 1638 un poderoso ejército francés cercó Fuenterrabía; la alarma fue grande, porque en el interior de España apenas existían fuerzas militares organizadas; las mejores estaban en los frentes europeos y una parte había tenido que ser desviada a la frontera de Cataluña. El Conde Duque desplegó una gran actividad: se rebañó todo lo disponible, hasta los cuatrocientos soldados que guarnecían la costa de Granada y cuyo atuendo, más de bandoleros que de soldados, llamó la atención en la Corte. La invasión del suelo patrio suscitó cierta respuesta popular; muchos señores y simples hidalgos partieron por su cuenta al frente obedeciendo al llamamiento del gobierno. Fue la última movilización espontánea. Los irlandeses que defendían Fuenterrabía aguantaron valientemente hasta que aquellas tropas heterogéneas y en su mayoría bisoñas pasaron al ataque y rechazaron a los invasores. El alivio fue grande en los gobernantes y el entusiasmo general en el pueblo. Al Conde Duque la adulación cortesana lo premió con recompensas extravagantes: 12 000 ducados de renta, un millar de vasallos en la tierra de Sevilla, una regiduría en cada ciudad de voto en Cortes. Además, cada 7 de septiembre, aniversario de la victoria, comería con el rey, el cual brindaría a la salud del salvador de la patria. Lo mismo sus intereses que su vanidad quedaban recompensados más allá de toda medida.
En buena lógica se le debían haber mermado las mercedes el año siguiente, cuando todo fue mal: se perdió la fortaleza de Salses, que guardaba la frontera del Rosellón; una armada francesa quemó los astilleros de la costa vasca y, lo que era peor, los barcos del almirante Oquendo, que llevaban refuerzos a los Países Bajos, fueron destruidos en el Canal de La Mancha por la armada holandesa. A partir de entonces nada o casi nada salió bien. Por estas fechas se terminaban las obras del palacio del Buen Retiro: edificios, jardines, estanques, ermitas, teatro, casa de fieras y muchas otras atracciones; los cortesanos ofrecieron pinturas y tapices, los gobernadores de provincias lejanas enviaron animales y plantas exóticas. El conjunto venía a ser un templo del placer que permitiría al monarca evadirse de la sombría atmósfera del viejo alcázar y solazarse sin necesidad de alejarse hasta El Escorial o Aranjuez, porque la cuantía y gravedad de los negocios exigían su continua presencia.
Se comenzó el Retiro cuando su construcción sólo podía dar pábulo al chismorreo habitual; pero, al terminarse, ya las críticas eran más serias, porque en vísperas de los decisivos acontecimientos de 1640 el estado de la nación no permitía gastos superfluos. Los gastos ya triplicaban los ingresos ordinarios, y además eran gastos bélicos que no admitían dilación. De ahí el tono angustioso de los decretos en los que el rey se dirigía a los consejeros o dialogaba con los hombres de negocios. Las Cortes, muy presionadas, votaban nuevos impuestos, pero como no era posible esperar a que produjeran los rendimientos esperados, se multiplicaban los arbitrios, los donativos supuestamente voluntarios, las ventas de vasallos, de cargos, de tierras baldías… Incluso se envió a la Casa de la Moneda para ser acuñada la mayor parte de la plata que existía en los reales palacios. Los clérigos se resistían a perder sus privilegios y sólo pagaban obligados por las bulas pontificias; los nobles en este punto fueron más generosos; además, tenían medios de hacer recaer sobre los pobres los impuestos generales, porque la mayoría se cobraban a través de los municipios y éstos estaban en poder de oligarquías; pero había peticiones de las que no podían indemnizarse a costa de nadie; la más pesada, la media anata de juros; la mayoría estaba en poder de la aristocracia, la clase media y ciertos sectores del clero. La media anata redujo bruscamente este ingreso, típico de una sociedad rentista, a la mitad.
A pesar de tantas adversidades, en 1640 el rey y su primer ministro luchaban tenazmente y la balanza estaba indecisa; lo que le dio un vuelco desfavorable sin remedio fue la revuelta de Cataluña, seguida a los pocos meses de la separación de Portugal; dos hechos coincidentes, análogos, pero de raíz muy diferente. Los choques con la conflictiva sociedad catalana se habían manifestado en unas Cortes tumultuosas que hubo que prorrogar y luego disolver (1632). A pesar de ello, cuando los franceses trataron de romper su frontera, los catalanes se defendieron bien e hicieron un esfuerzo considerable, teniendo en cuenta que entonces su población apenas rozaba el medio millón de habitantes; las milicias castellanas y los tercios italianos enviados de refuerzo agravaron la situación con sus excesos: alojamientos, indisciplina, etc. Los catalanes se sublevaron contra las cargas que consigo traía la guerra, y que en mayor o menor grado sufrieron los demás pueblos de España. Las circunstancias dieron un giro político a su protesta: una minoría radical negó la obediencia al rey de España y prometió fidelidad al rey de Francia, pero este resultado ni era un deseo unánime ni duró largo tiempo, como mostró la experiencia.
El caso de Portugal era distinto; a pesar de la intensa castellanización literaria y de la solidaridad de intereses económicos, la Unión nunca fue popular; la nobleza sólo a medias transfirió a los Austrias su legitimismo monárquico. La Iglesia era más bien hostil, y este sentimiento se acentuó con el trato favorable que Felipe III y Felipe IV otorgaron a los marranos; los sacrificios exigidos por las guerras no fueron cuantiosos en el marco peninsular, pero las colonias lusitanas, sufrieron duramente las consecuencias de las hostilidades con Holanda. Por otra parte, la torpeza con que los gobernantes de Madrid enfocaron el problema portugués fue increíble; a pesar de la revuelta que estalló en 1636 en Evora y otras poblaciones del sur no se tomaron precauciones; la guarnición española se reducía a unos centenares de hombres en Lisboa; no se vigiló al poderoso duque de Braganza, a quien tantos portugueses miraban como el verdadero, legítimo rey. Así, tras la revuelta de diciembre de 1640 fue proclamado como Juan IV sin apenas oposición.
Si torpe fue la pasividad en el caso portugués no había sido más acertada la resolución de tratar la revuelta de los catalanes manu militari sin agotar antes las posibilidades de diálogo; fracasó el asalto a Barcelona, los sublevados acogieron tropas francesas; de este modo la guerra se implantaba en el corazón de España aumentando las calamidades de los pueblos; entre las medidas de urgencia adoptadas figuraba la duplicación del valor nominal de la moneda de vellón, con lo que la moneda de plata se encareció y desapareció de la circulación, atesorada por los particulares.
Felipe IV y sus consejeros pensaron que, careciendo los portugueses de ejército, debían concentrarse todos los esfuerzos en el frente catalán; los franceses estaban en Lérida amenazando a Zaragoza. Felipe IV se empeñó en salir personalmente a campaña, pensando que este gesto galvanizaría la escasa voluntad combativa de sus vasallos, pero la expedición real estuvo muy mal preparada y tras fracasar en el intento de recuperar Lérida sufrió increíbles privaciones en su retirada a través de los Monegros; la falta de intendencia causó más bajas que el fuego de los enemigos (1642).
Este desastre, unido a las malas nuevas que llegaban de todas partes, aceleraron la inevitable caída del Conde Duque. Hubo diálogos penosos entre el rey y su ministro, cuyo eco nos ha transmitido Matías de Novoa; el rey se quejaba de haber perdido lo mejor de la herencia de su padre; Olivares «pretendía dar sus disculpas, de que acá fuera se oían voces y suspiros de corazón apretado, y aun al rey le oían exceder del ordinario modo de hablar». Mucho influía también el retraimiento de los grandes, postergados por la camarilla del favorito. Al fin, en enero de 1643, el rey «accedió» a las peticiones de retirada de Olivares, sin retirarle por eso su estimación personal, basada en una fundamental unidad de miras y en secretos íntimos compartidos. Muy poco antes de su desgracia, el valido y el rey habían coincidido en legitimar a sus bastardos acuciados por la falta de sucesión masculina.
Olivares murió en Toro poco después. En sus últimos años dio algunas señales de desvarío; su testamento es un ejemplo de irrealidad y megalomanía, con cláusulas de imposible cumplimiento; una mano anónima trazó al margen del ejemplar que nos ha llegado una observación muy justa: «El caballero que redactó este testamento gobernó a España más de veinte años. Así quedó ella».
Los que pensaban que las cosas mejorarían tras la retirada del Conde Duque quedaron defraudados; los problemas seguían siendo los mismos, con tendencia al agravamiento, y no porque el rey trabajase más horas encontrarían solución. Pocos meses después la mejor infantería de Flandes pereció en Rocroi. En el frente de Aragón, donde el rey seguía asistiendo cada año, se recuperó Lérida, pero no hubo cambios sustanciales.
Las malas nuevas del exterior se sumaban a tragedias personales que sumergieron al rey en la mayor aflicción: murió Isabel de Borbón, que en la gran crisis había demostrado su fidelidad a su esposo y a su patria adoptiva; murió el príncipe Baltasar Carlos en los umbrales de la adolescencia, dejando a la Monarquía sin heredero varón y con el peligro de que recayera la sucesión en la rama francesa. El rey estaba abrumado, convencido de que la ira divina se abatía sobre él y su pueblo. Nombró Inquisidor General al duro y rígido Arce Reinoso, que dirigió sus tiros contra los hombres de negocio portugueses. La clausura de las monjas se hizo más estricta. El rey renunció por algún tiempo a sus aventuras; como necesitaba de alguien que le hiciera compañía y le ayudara en su inmensa labor tomó un nuevo valido en la persona de don Luis de Haro, que en parte ocupó el hueco dejado por su tío el Conde Duque, aunque sin su prepotencia.
Bastante peor era la situación de los Habsburgos de Austria, cuyos dominios habían sido espantosamente arrasados por suecos y franceses. La necesidad de una paz, a costa de sacrificios territoriales, se imponía lo mismo en Viena que en Madrid; las negociaciones duraron años y se concretaron en las paces de Westfalia (1648), que para la Corona de España sancionaron algo que era realidad hacía mucho tiempo: la independencia de las Provincias Unidas, incluyendo una parte de las provincias meridionales, católicas, en el nuevo Estado. Mucho peor fue la suerte de Austria, que además de su ruina económica vio reducida su influencia en el conjunto de Alemania, más dividida que nunca, en provecho de Francia.
Sin embargo, si no se llegó a una paz general fue precisamente porque las discordias internas en el país vecino tomaron tal incremento que hacían esperar un cambio en la suerte de las armas. La Fronda fue una revuelta de grandes señores feudales contra la regencia de Ana de Austria (hermana de Felipe IV), que había conferido una autoridad absoluta al cardenal Mazarino. Pensaron los gobernantes españoles que era una ocasión propicia para recuperar Cataluña; allí siempre hubo un partido españolista o legitimista muy fuerte, y las atrocidades cometidas por el ejército francés de ocupación excitaban el tradicional sentimiento antifrancés del pueblo catalán. Barcelona, casi aislada y además víctima de la peste que castigaba las regiones mediterráneas, se rindió en 1652 a las tropas de don Juan de Austria, el bastardo real. Este éxito, unido al que poco antes había obtenido en Nápoles el propio don Juan, a la vez que exaltaba la figura y las ambiciones de aquel vastago ilegítimo de la Casa Real, confirmaba a Felipe IV en la idea de que aún era posible restablecer la situación y poner fin a la larguísima lucha sin que la Monarquía sufriera pérdidas esenciales. Había paz con Holanda, Inglaterra se debatía en guerra civil, lo mismo que Francia. La reina regente de Francia y el futuro rey Carlos II de Inglaterra estaban acogidos a la hospitalidad española en Flandes; el gran Conde, rayo de la guerra, militaba en las filas españolas. Si se mantenía la paz con Inglaterra y se recuperaba Cataluña, Portugal debía volver a la órbita hispana. Felipe IV prometía el olvido de los agravios y la reintegración de sus derechos, como había otorgado a los catalanes. Estas perspectivas justificaban, desde su punto de vista, los extraordinarios sacrificios que soportaba el pueblo castellano; tan duros que, a pesar de su fidelidad y sumisión, se habían producido revueltas locales de carácter antifiscal, expresión de la desesperación de un pueblo acosado por el hambre, la peste, las levas forzosas y otras calamidades; revueltas sin conexión, sin programa, que la burguesía miraba a la vez con simpatía y con recelo, pues si también le alcanzaban las penalidades y abominaba de la guerra, temía que se produjeran reivindicaciones sociales en una plebe liberada momentáneamente de su secular sumisión. Aunque las revueltas urbanas de Andalucía sólo tuvieron un carácter testimonial, avisaron a los gobernantes que los sufrimientos del pueblo habían llegado al límite, pero no cambiaron en nada ni la marcha de los acontecimientos políticos ni la situación social y económica de Castilla, que en aquellos años finales del reinado llegó al fondo de la depresión.
No era más brillante la situación en Francia, donde también las protestas populares menudeaban, e incluso con más frecuencia y virulencia que en España. No eran movimientos de clase, como pensó Porchnev, eran movimientos interclasistas en los que intervenían todas las clases, agobiadas por los gastos de cortes dispendiosas, ministros venales y guerras interminables. Y todavía era peor la situación de una Alemania extenuada; casi único era el caso de Holanda, islote de prosperidad y refinada civilización.
De aquella gran crisis europea de mediados de siglo lo único que sacó en limpio la Monarquía española (y no era poco) fue la reintegración de Cataluña. La paz con Francia todavía se dilató años interminables por la sinuosa política del cardenal Mazarino, que ahora gobernaba en nombre del joven Luis XIV. De todas partes llegaban clamores a Felipe IV para que se llegara a una paz, aunque fuera sacrificando algunos territorios. El rey consentía en principio, pero cuando se querían materializar los detalles surgían dificultades gravísimas; se había comprometido a que al rebelde Conde se le perdonara su traición y se le devolviera su patrimonio; quería manos libres en Portugal, y luego estaba la cuestión, muy importante desde el punto de vista dinástico, del casamiento de la infanta María Teresa; era una buena baza en manos del rey, pero también un arma de doble filo, porque Felipe IV, a pesar de su segundo matrimonio con su sobrina Mariana de Austria, seguía sin sucesión masculina legítima; si su hija casaba con Luis XIV existía el peligro de que en él recayeran los derechos a la sucesión de España.
Para aumentar las angustias del agobiado monarca, en Inglaterra se había experimentado un cambio muy desfavorable para los intereses españoles. Los disturbios internos favorecían la posición de España, pero la dictadura de Cromwell volvía a colocar a Inglaterra como factor importante, decisivo casi, teniendo en cuenta la situación de empate a la que se había llegado en el conflicto franco-español. Las negociaciones con España fracasaron básicamente porque Madrid se negó a consentir que los británicos comerciasen libremente en Indias. En 1656, sin previa declaración de guerra, los ingleses se apoderaron de Jamaica; el año siguiente hundieron en Santa Cruz de Tenerife una flota que regresaba de América. Las noticias de Flandes no eran mejores: la caída de Dunquerque dejaba aquellas provincias sin acceso al Atlántico. Superado el episodio de La Fronda, Francia volvía a recuperar la iniciativa. Ya no era posible seguir resistiendo; quedaba en poder de la diplomacia española la baza del casamiento de la infanta; la reina de Francia nada deseaba más que ver a su hijo Luis casado con su sobrina, y desde la óptica española, el nacimiento de un príncipe heredero alejaba el peligro de que la herencia recayera en los Borbones.
Así se despejó el camino para la firma de la Paz de los Pirineos (1659). Paz honrosa en la que, en apariencia, la dinastía de los Habsburgos no sacrificaba mucho: algunas plazas de Flandes y el Rosellón. La verdadera pérdida era el agotamiento de Castilla tras tan larga lucha. La frontera de los Pirineos es hoy la decana de todas las fronteras de Europa. La pérdida del Rosellón era una mutilación dolorosa, pequeña en el contexto imperial, grande si consideramos que era una porción antiquísima del Principado de Cataluña. Los roselloneses no se adaptaron fácilmente al nuevo régimen, a los nuevos amos; hubo conspiraciones y resistencias que costaron una represión sangrienta.
La entrevista en la isla de los Faisanes, en medio del cauce del Bidasoa, selló en apariencia, con la entrega de la infanta, la reconciliación de las dos monarquías más prestigiosas de Europa. Quedaba pendiente la recuperación de Portugal, que era la obsesión del viejo rey español, pero el destino le reservaba la última y la más cruel de las decepciones. Los portugueses, en apariencia aislados, multiplicaban las ofertas de paz; estaban dispuestos a aceptar las condiciones que Madrid impusiera siempre que respetaran la independencia del restaurado reino. Felipe IV no aceptó porque la partida parecía ganada. ¿Cómo resistirían los portugueses solos la ofensiva del mayor imperio del universo? Francia se había comprometido a no intervenir; la neutralidad de Inglaterra parecía no menos obvia, pues Carlos II Estuardo, recién reconocido rey de Inglaterra, había disfrutado de la hospitalidad española en Flandes durante su largo exilio. Pero la política, la Razón de Estado, es incompatible con cualquier sentimentalismo; ni a Francia ni a Inglaterra interesaba la recuperación de España y la restauración de la unidad peninsular. Contingentes militares de ambos países reforzaron un ejército portugués que se había ido forjando lentamente y disponía de una alta moral, mientras del lado español parece que a nadie interesaba lo más mínimo que Portugal se reintegrase a la Unidad Ibérica o permaneciese independiente. Tan escasas y de tan mala calidad eran las milicias que se reclutaban en Castilla que hubo que prescindir de ellas y organizar la invasión con tercios sacados de Flandes y de Italia, tropas profesionales de excelente calidad pero escasas y desgastadas por largos años de lucha. Ante la absoluta falta de dinero se recurrió una vez más a labrar moneda de vellón. Con poco dinero, pocas tropas, poca moral y jefes de mediocres cualidades el éxito no podía sonreír a las armas españolas. Tres veces se intentó la penetración a lo largo del valle del Tajo hacia Lisboa, y las tres fueron detenidos y rechazados los invasores con grandes pérdidas.
Tras la derrota del marqués de Caracena en Villaviciosa (junio de 1665) el moribundo rey exclamó: «¡Parece que Dios no quiere!». Murió tres meses después. En su testamento, el más interesante de los redactados por los Austrias, encargaba a sus sucesores que «honren, favorezcan o amparen a sus vasallos porque lo merecen (…) muy especialmente los de la Corona de Castilla»; les encargaba por mera fórmula el desempeño de las rentas reales, nombraba regente a la reina viuda y le encargaba que tuviera muy en cuenta la persona de don Juan José de Austria, único de sus hijos bastardos que había reconocido.
El príncipe don Carlos debía asumir el gobierno a los catorce años de edad. Como sólo tenía cuatro al fallecer su padre, doña Mariana actuaría entre tanto como regente, asesorada por un Consejo de Regencia integrado por dos personajes de la Corona de Aragón y tres de la de Castilla, pero la reina viuda prescindió de los consejeros y se dejó guiar por su confesor austríaco, el jesuita padre Nithard, no mejor ni peor que otros, pero odiado por su condición de extranjero. El poder real en aquella España exánime correspondía a la alta nobleza, y en representación de ella al infante don Juan José. Una gran parte del reinado se consumió en luchas estériles, en intrigas que facilitaban las ambiciones de Luis XIV, pues quiso el destino que la etapa de máxima debilidad en la dirección de la Monarquía española coincidiera con la de máxima fortaleza de la borbónica; pretextando la falta de pago de la dote prometida a su esposa, Luis XIV envió sus ejércitos contra las enflaquecidas guarniciones de las plazas españolas de irlandés. La guerra fue breve y terminó con la paz de Aquisgrán, que entregaba Lille y otras plazas a Francia. Si las pérdidas no fueron mayores se debió a que otras potencias europeas, en especial Holanda, se sintieron amenazadas por la agresividad y el rápido engrandecimiento de Francia y forzaron la firma de la paz. Esta guerra también sirvió a la Corte de Madrid como pretexto para terminar las hostilidades con Portugal y reconocer la plena independencia de este reino y sus colonias, excepto Ceuta, que siguió unida a España.
La opinión pública, volcada hacia los chismes y cuestiones internas, recibió estas noticias con absoluta indiferencia; el sentir general achacaba todos los males a la reina y al padre confesor, los cuales, para evitar la manifestación de estos sentimientos, suspendieron la celebración de las Cortes y dificultaron la publicación de obras que tuvieran alguna relación con materias políticas de actualidad. El resultado de estas medidas fue una avalancha de pasquines y libelos que circulaban de mano en mano. Ningún reinado de la España moderna es tan pobre como aquél en fuentes históricas solventes y tan rico en esa literatura clandestina que se encuentra en los archivos.
Don Juan José de Austria estaba llamado a canalizar ese descontento. Víctima él también de muchas envidias y sátiras, no carecía, sin embargo, de cualidades; había recibido una educación esmerada, mucho mejor que la del pobre reyecito al que dieron por ayo un pedantón cuando lo que necesitaba era un profesor especializado en retrasados mentales. Don Juan conocía los Países Bajos, había combatido con éxito en Italia, estaba al tanto de la política internacional, mantenía lo que en el lenguaje de la época se llamaba una tertulia, es decir, una especie de academia privada a la que acudían personajes destacados en ciencias y letras, entre ellos su médico personal Juanini, un italiano al tanto de las novedades científicas que en las universidades españolas brillaban por su ausencia como novedades vitandas. Sus recursos personales dimanaban del cargo de Gran Prior de la Orden de San Juan que le había otorgado su padre, juntamente con otras prebendas eclesiásticas. Tratándose de sangre real la bastardía no era indecorosa; era popular y la Nobleza lo consideraba como su portavoz frente a los poderes extranjeros. Desoyendo la orden de trasladarse a Flandes, don Juan se dirigió a Barcelona, donde tenía muchos partidarios desde que aquella ciudad abandonó el partido de Francia en 1652. Salió de allí con una tropa pequeña pero suficiente, pues en España casi no había fuerzas armadas. La reina se resignó a dejar partir a su confesor.
Don Juan hubiera podido entonces suplantar a la reina, pero se contentó con aquel triunfo a medias y volvió a la Corona de Aragón. Doña Mariana, que experimentaba la necesidad de apoyarse en alguien, se encaprichó de un hidalgüelo, don Juan de Valenzuela, quien aprovechó la ocasión para reunir en poco tiempo una saneada fortuna. La declaración de mayoría de edad del rey al cumplir en 1675 los catorce años no cambió nada las cosas; su voluntad siguió supeditada a la de su madre, y la de ésta a Valenzuela. Un grupo de grandes de España se hicieron eco de la indignación general y apoyaron el levantamiento de don Juan José de Austria; esta vez salió de Zaragoza con alguna fuerza de caballería que se fue incrementando con voluntarios. El favorito fue desterrado, la reina madre confinada en Toledo y el rey niño, pelele sin voluntad, quedó al cuidado de su hermanastro, que durante tres años gobernó España en calidad de primer ministro, pero con autoridad absoluta.
Mientras estas minucias embargaban la atención de los españoles, en Europa ocurrían sucesos relevantes: la agresividad de Luis XIV, apoyado en el ejército más poderoso de su tiempo, se dirigió contra la república de Holanda; la invasión fracasó porque los holandeses rompieron los diques provocando la inundación de gran parte de sus tierras. La guerra entre Francia y una coalición europea en la que participaba España se prolongó hasta la paz de Nimega, que costó a España el Franco Condado (1678). Aquellos fieles vasallos que tantos servicios y tan buenos ministros habían proporcionado a sus soberanos sintieron amargamente la nueva situación de dependencia contra la que se rebelaron en vano. Al mismo tiempo moría prematuramente don Juan José de Austria. A su dictadura siguió la de otros personajes impuestos o respaldados por la Nobleza, por los grandes, que constituían la verdadera autoridad, y hay que confesar que, si de este poder de facto los grandes sacaron provechos personales y una autoridad como nunca habían tenido, no trataron de usar de ella en perjuicio del Estado como sus antecesores medievales. Su fidelidad a la dinastía era absoluta. El duque de Medinaceli, primero, y el conde de Oropesa, después, llevaron las riendas.
1680 fue para España un año difícil por las irregularidades meteorológicas que causaron pérdidas de cosechas, sobre todo en la mitad sur de España, donde hacía estragos la peste. A estas calamidades se agregó una drástica devaluación de la moneda de vellón, medida necesaria y a largo plazo beneficiosa, pero que en los primeros años causó enormes trastornos, pérdida del poder adquisitivo de las clases más necesitadas y empobrecimiento general. No eran estos males exclusivos de España; en toda Europa, no repuesta aún de los desastres de la Guerra de los Treinta Años, se escuchaba el fragor de los combates. La causa era la desmedida ambición de Luis XIV, que insensible a los clamores de sus vasallos, endiosado en los esplendores de Versalles, multiplicaba las provocaciones, como la anexión de Estrasburgo. La revocación del edicto de Nantes, seguida de la emigración de muchos miles de protestantes, exasperó aún más a las potencias del Norte, lideradas por Guillermo de Orange. El destronamiento de Jacobo II de Inglaterra privó al rey francés de uno de los pocos aliados con que contaba. La Liga de Augsburgo unió contra él a casi toda Europa, incluyendo España, pero el papel que en aquellas largas y sangrientas guerras representó la contribución española fue reducido. Las cosas habían cambiado tanto que mientras en reinados anteriores la rama española ayudaba a la austríaca, ahora regimientos austríacos guarnecían Barcelona, que acabó cayendo en poder de los franceses en 1697. En ese mismo año Luis XIV, también exhausto de recursos, firmó la paz de Ryswick devolviendo todas sus conquistas; España recuperó entonces Luxemburgo, varias ciudades de Flandes y la Cataluña invadida.
Si Luis XIV se resignó a firmar este tratado, que invalidaba los esfuerzos inauditos hechos en muchos años de guerra, no fue sólo por agotamiento, sino porque, entre tanto, había surgido otra cuestión que le interesaba en el más alto grado: la sucesión al trono de España. Cada vez era más evidente que el imperio europeo edificado por Carlos V y Felipe II no podría mantenerse por el agotamiento de la metrópoli; ya a comienzos del reinado de Carlos II se habían mantenido negociaciones secretas entre Francia, Inglaterra y Austria sobre un eventual reparto, y a los finales del mismo se insistió en la misma idea, pero esta vez abarcando la totalidad de la herencia de los Habsburgos españoles al confirmarse la esterilidad de su último representante. Carlos II casó en primeras nupcias con una infanta francesa, María Luisa de Orleans, que murió prematuramente sin sucesión. Le sucedió en el tálamo regio una alemana, Mariana de Neoburgo, con igual fruto negativo en cuanto a procurar a los reinos de España el anhelado sucesor. Entre tanto, la Corte de Madrid era un hervidero de intrigas y el ambiente emponzoñado que se respiraba en el viejo alcázar de los Austrias se espesó aún más cuando el confesor del rey, de acuerdo con el inquisidor general, dieron crédito a los rumores de que los males del rey dimanaban de que estaba hechizado y llamaron a un experto en brujerías para que expulsara a los demonios que habían tomado posesión de su organismo. El episodio revela el grado de miseria moral e indigencia mental que reinaba en las clases más elevadas, pero hay que advertir que no sólo en España reinaba la más absurda credulidad; el arzobispo de Viena y el propio emperador Leopoldo se interesaron por el resultado de los exorcismos.
La salud declinante del infortunado rey comunicó a las cancillerías europeas una actividad febril. Los consejeros de Carlos II comprendían que la única manera de evitar una guerra internacional o un reparto del Imperio era nombrar un heredero que no fuera ni el emperador ni un príncipe francés; Carlos II designó a José Fernando de Baviera, pero una vez más la guadaña letal interfirió en el curso de nuestra historia; el bávaro murió y el definitivo testamento favoreció a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. Terminaba así la carrera de los Habsburgos hispanos y se abría una nueva etapa en la historia de nuestra patria.