Capítulo V

EL GRAN SIGLO

Aunque más dinámica que la Alta, la Baja Edad Media española medía su ritmo por siglos: se necesitaron dos, el XI y el XII, para decidir si España sería europea o africana, y en los siglos XIV y XV España se abrió a otros horizontes, los mares del vasto mundo. A la vez que esto ocurría en Occidente, la Europa nuclear, desde los Pirineos hasta el Elba, heredera del Imperio Romano de Occidente, quedaba libre de la amenaza de las estepas de Asia. No así el antiguo imperio de Oriente, luego llamado Bizantino, engullido lentamente por los otomanos, substraído a la cristiandad y a las formas de vida y cultura ligadas a ella. En el otro extremo de Asia, una China milenaria, inalterable, continuaba desplegando sus ciclos, mientras en el occidente de Eurasia se incubaba el Gran Viraje. En aquel milenario desplazamiento del centro de gravedad de la cultura humana desde Egipto a Grecia y luego a Roma, tras el intermedio de los Siglos Oscuros le llegó el turno al extremo Occidente, a los pueblos de la Península Ibérica. Ellos protagonizaron la más grande aventura jamás realizada, la circunnavegación del planeta, en unos sitios plantando jalones, en otros implantándose de modo definitivo, trasplantando personas, creencias y modos de vida incubados en el extremo euroasiático a escenarios más vastos. El viaje de Magallanes-Elcano materializó está revolución sin precedentes y el Tratado de Tordesillas dio marco legal al más ambicioso, al más increíble de los proyectos: el reparto del Globo entre dos pueblos ibéricos.

La boda de Isabel y Fernando conjugó los intereses mediterráneos de la Corona de Aragón con los atlánticos de los reinos de Castilla, con una diferencia que se fue ahondando: el Mediterráneo perdía interés, protagonismo, mientras las promesas del Atlántico se trocaban en inagotables realidades; por eso, el proyecto imperial de los Reyes Católicos: Italia-España-Indias evolucionaba hacia una situación defensiva en el este y otra expansiva en el oeste. Seguía siendo, no obstante, un esquema viable en su simplicidad. La profunda alteración dimanó de aquellos enlaces dinásticos susceptibles de producir los resultados más inesperados; Fernando el Católico había concertado para su hija Juana una boda borgoñona, flamenca, no pensando en las relaciones con Castilla, que no necesitaban tales apoyos para seguir siendo fructíferas, sino en neutralizar a Francia. El resultado inesperado fue complicar a España en los asuntos centroeuropeos más allá de toda previsión, incluyendo los derivados de la dignidad imperial que recayó en un nieto de los Reyes Católicos. ¿Fue una ventaja o una desdicha para España? Los hombres de aquel tiempo discrepaban y los del actual también. Entonces hubo entusiastas de la idea imperial, elevándola incluso a categoría universal, como en el famoso soneto de Acuña que anunciaba la llegada de una Edad de Oro en la que sólo habría:

«Un monarca, un imperio y una espada».

El autor del soneto al que pertenece este verso era vallisoletano, pero los entusiastas de la idea imperial fueron más numerosos en una Andalucía recién unificada, optimista, dispuesta, tras la gran aventura americana, a considerar como posibles sucesos, prodigios, aventuras que parecían más propias de novelas de caballería. Una Andalucía dispuesta a identificar a Carlos V con Hércules y su divisa Plus Oultre con el mito de las famosas columnas. Pero la Castilla de los mercaderes y menestrales había conocido de cerca la rapacidad de los acompañantes del joven rey y se temía lo peor. De esta desconfianza surgieron las Comunidades, un movimiento sobre cuyo significado se ha discutido mucho: democrático, según unos, reaccionario, según otros, aplicando conceptos modernos a un ambiente muy distinto; pero los que apuntaban hacia una revolución democrática están más cerca de la verdad; según Joseph Pérez no fue casual el hecho de que el movimiento se centrara entre Toledo y Valladolid; era entonces la región más avanzada, había presenciado la inmadurez del joven rey y la avidez de su cortejo flamenco, temía los gastos de las complicaciones exteriores, sufría las consecuencias de una crisis económica y sus poderosos municipios no se resignaban a la tutela a la que los había sometido la reciente acentuación del poder real. Burgueses, obreros especializados, frailes mendicantes sensibles al bien público, formaron el núcleo de la revuelta.

La aristocracia también estaba quejosa de la ampliación del poder real a sus expensas; en los primeros momentos algunos de sus miembros se inclinaban hacia el bando comunero, pero al observar (y en este punto la aportación del profesor Gutiérrez Nieto ha sido decisiva) que la revuelta se extendía al medio rural y tomaba allí un sesgo claramente antiseñorial reflexionó y dio marcha atrás; le era más provechoso mantener un orden social que le favorecía, aunque para ello tuviera que sacrificar sus ambiciones políticas a un poder real que en este punto no consentía rivales. Tanto el Norte como el Sur de España permanecieron tranquilos, salvo algún chispazo; en el Este las Germanías de Valencia tenían un significado muy distinto. Aislados, los comuneros castellanos tenían que sucumbir (Villalar, 1521). Desde entonces la subyugada Castilla y la plata de sus Indias serían la firme base del poder imperial.

Los Reyes Católicos habían rehecho la Hispania romana culminando un proceso lento, de manera semejante a como los reyes de Francia habían reconstituido la Galia. Eran procesos lógicos que inspiraban políticas que podríamos llamar nacionales. Pero el conjunto de dominios que heredó Carlos de Gante más bien se parecía a los objetos de un bazar que a una construcción política; de una parte, la herencia española, ya de por sí vasta y heterogénea; de otra, el ambicioso proyecto de los duques de Borgoña, que trataron de crear un gran Estado entre Francia y Alemania teniendo como eje al Rin; tierras de formidable potencia económica y espléndida ubicación, crisol de culturas, posible lazo de unión entre germanos y latinos. En la crisis que siguió a la muerte de Carlos el Temerario Francia se apropió Borgoña y la retuvo con el pretexto, de sorprendente modernidad, de que era de lengua francesa. Pero el Franco Condado, el actual Benelux y las tierras contiguas conquistadas más tarde por Francia, constituían una constelación urbana que sólo podía compararse con la del centro-norte de Italia. Y de su abuelo Maximiliano, Carlos recibió los dominios patrimoniales de los Habsburgos, situados en Austria, más la pretensión al título imperial que no por ley, sino por costumbre, iba ligado a esta dinastía. El rey Francisco I de Francia quiso romper esta tradición y obtener el título imperial, mas a costa de muchas gestiones, promesas y dinero los que representaban los intereses de don Carlos consiguieron que ciñera la corona del Sacro Imperio Romano Germánico.

Los intereses de esta vastísima colección de Estados eran distintos y en algunos casos divergentes. Tampoco hubo política económica común ni su titular tenía los mismos derechos en cada uno de los miembros de este conjunto; no era lo mismo ser rey de Napóles que conde de Flandes o señor de Vizcaya; en unos casos la autoridad real era absoluta, en otros compartida y en todos los casos más o menos limitada por fueros y privilegios. Este agregado inorgánico tenía como denominador común la persona del soberano. Para unificar de alguna manera la política general Carlos V creó un Consejo de Estado, puramente consultivo, en el que participaron personalidades expertas en los problemas de las diversas partes de aquel Imperio, pero su eficacia no estuvo a la altura de su misión.

Pilotar este conjunto era tanto más difícil cuanto que, por su misma naturaleza, suscitaba muchos problemas y concitaba poderosos enemigos, y la dignidad imperial obligaba no sólo a mantener el orden en el caos alemán, formado por centenares de entidades, sino a tutelar la cristiandad entera, mantener su unidad, defenderla de ataques exteriores y promover su dilatación. En la idea del Imperio estaba incluida la idea de Europa, concebida, desde Carlomagno, como la expresión política de un conjunto de naciones cristianas solidarias. Carlos V era emperador en un doble sentido: el legal, que tenía un contorno centroeuropeo más unos derechos vasalláticos más vagos en territorios del norte de Italia, y otro, de facto, aplicable al conjunto de sus dominios y que algunos idealistas hubieran querido ver convertido en Monarquía Universal. Ni Carlos V ni sus consejeros abrazaron esta utopía, pero tuvieron unas pretensiones hegemónicas justificadas que se manifestaban, entre otros ritos simbólicos, por el derecho de precedencia de sus embajadores.

La ideología y el talante personal de Carlos V cuadran perfectamente con la cronología de su reinado. Quizás sorprenda que ya en pleno siglo XVI conservara rasgos tan típicamente medievales como la propuesta a Francisco I de dirimir sus diferencias mediante un combate personal. Pero había también en él rasgos muy modernos, como su aguda percepción del tiempo, su pasión por los relojes y otras obras de artificio. Murió en Yuste rodeado de atlas, brújulas y relojes. Esa ambivalencia en cuanto a la cronología la hallamos también en cuanto al espacio. Viajó incesantemente, y aunque esos viajes eran motivados, cuesta creer que los hubiera verificado si no hubiese extraído placer de ellos. Extrovertido y sensual, gustaba del contacto humano hasta que una evolución regresiva lo convirtió en sus últimos años en un hombre misántropo y malhumorado. Tuvo serios problemas familiares, sobre todo con su hermano Fernando, criado en España y que hubiera podido disputarle el dominio de Castilla si no hubiera sido expedido rápidamente a Alemania. La intensidad de sus sentimientos dinásticos, familiares, es otro rasgo que apunta hacia el Medioevo, aunque es verdad que en la Edad Moderna los reyes, a pesar del crecimiento del Estado impersonal que acabaría por suplantarlos, eran también muy sensibles a los motivos familiares. Un siglo más tarde, Felipe IV todavía consideraba el conjunto de sus Estados como una especie de mayorazgo que había recibido y debía transmitir íntegro a sus descendientes.

Don Carlos sólo dominó con perfección dos idiomas: el francés nativo de Borgoña («nuestra patria», como decía a su hijo Felipe en el testamento político de 1548) y el español que aprendió más tarde y llegó a usar con preferencia. Del alemán y del italiano sólo tuvo un conocimiento imperfecto. Lo mismo le ocurría con el latín, y esto en aquella época era grave, no sólo dificultaba su comunicación con embajadores y otros personajes, sino que revelaba una laguna en su formación y una falta de interés por la alta cultura. Don Carlos estuvo lejos de ser una persona tan culta como su hijo; las referencias que se suelen hacer al erasmismo de Carlos V más bien hay que referirlas a personas de su entorno, en el fondo no había muchos puntos de contacto entre el Emperador y el gran humanista, cuya mayor preocupación era la paz entre los príncipes cristianos; Carlos V no buscaba la guerra, pero tampoco la rehuía, y Tiziano, pintándolo lanza en ristre, no falseó su imagen. Tenía un enemigo nato, el Islam, concretamente el Turco, entonces en su apogeo; por tierra amenazaba al Imperio, por mar a sus dominios de Italia y España. No se llegó a la confrontación terrestre porque, a la vista del ejército que reunió el Emperador, los turcos levantaron el sitio de Viena y don Carlos se contentó con este gesto; no trató de explotarlo y borrar las consecuencias del desastre de Mohacs que pocos años antes, en 1526, puso en poder de los otomanos la llanura húngara, incluida Budapest. Las hostilidades en el Mediterráneo tuvieron también carácter defensivo, eran muy grandes las quejas de sus vasallos por la inseguridad no sólo de las comunicaciones marítimas, sino de las riberas mediterráneas. La conquista de Túnez alivió sólo parcialmente esta situación, y cuando Carlos V quiso ampliar esta ventaja con la conquista del gran centro pirático de Argel experimentó una derrota que quedó inulta. El ideal de la cruzada era ya cosa del pasado.

Esta actitud de tibia defensiva ante el Islam se explica porque desde el principio de su reinado se dibujó Francia como el más temible adversario. Con una extensión semejante a la de España, Francia tenía duplicada población y riqueza, posición central y capacidad de recuperación demostrada tras los desastres de la guerra de los Cien Años. Francisco I quería ilustrar su reinado asumiendo el papel del príncipe guerrero según el ideal renacentista, que en este punto continuaba la tradición medieval. Los puntos de conflicto con Carlos de Gante eran varios. La pretensión a la Corona imperial era nueva en un rey de Francia, pero tenía valedores y dinero; Carlos V triunfó gracias a que Jakob Fugger, el renombrado banquero de Augsburgo, puso al servicio de Carlos todo su capital para comprar la conciencia de los siete electores.

Las aspiraciones de los reyes de Francia a expandirse en tierras italianas eran antiguas. Les atraía aquella presa rica, culta y casi inerme que tenían a las puertas de la casa; no acababan de digerir que hubiesen sido expulsados de Nápoles, donde seguía existiendo un partido angevino (de los Anjou). Ahora, en el reinado de Francisco I, se les había despertado el apetito por el ducado de Milán, riquísimo, de envidiable posición, fértil en ingenios (Leonardo fue amigo entrañable del rey Francisco) y en situación política inestable. Contaba el francés también con dos fuertes bazas: la postura francófila de la república de Venecia y los tratados con los cantones suizos que le proporcionaban excelente infantería. Carlos, en cambio, podía contar con la ayuda de los mercenarios alemanes, los temibles lansquenetes. El 24 de febrero de 1525 chocaron ante los muros de Pavía 28 000 franceses y suizos y otros tantos españoles y alemanes. La fuerte caballería francesa había sido detenida por las largas picas de la infantería y luego destruida por los arcabuceros españoles; el propio rey francés había quedado prisionero. Conducido a Madrid, soportó dos años de prisión porque el Emperador exigía la devolución de Borgoña que Francisco se resistía a entregar. Venció al fin su tenacidad, y el fruto de la victoria se redujo a un rescate de dos millones de escudos. El comportamiento de ambos monarcas fue caballeroso, pocos años después Carlos pidió a su rival paso libre para castigar a los rebeldes de Gante y pudo atravesar Francia recibiendo muestras de cortesía y aprecio.

El efecto inmediato de la batalla de Pavía fue extraordinario: el ducado de Milán quedó en poder de los españoles durante dos siglos; los estrategas sacaron sus conclusiones y los diplomáticos también. La hegemonía española en Italia tenía enemigos, y uno de ellos era el papa Clemente VII, un Médici, celoso, como los venecianos y florentinos, del incontrastable poder de Carlos en Italia. El castigo que recibió fue terrible: una soldadesca indisciplinada mandada por el condestable de Borbón, un gran feudal francés traidor a su rey, asaltó la Ciudad Eterna y la sometió a un horroroso saqueo, mientras el Papa se ponía a salvo en el castillo de Sant’Angelo. La impresión en toda la Cristiandad fue tremenda; Carlos V pareció muy afectado, pero ni castigó a los responsables, ni devolvió la libertad al Papa hasta que no se sometió a ciertas condiciones; pagó un fuerte rescate y más tarde lo coronó Emperador en Bolonia, aquella ciudad de altas torres por la que había luchado Julio II y en la que un colegio español fundado por el cardenal Albornoz ofrecía renombrados cursos de Derecho romano.

Los años centrales del reinado fueron los más felices para don Carlos, lo mismo en el plano familiar que en el político: en 1526 celebró sus bodas, seguidas de largas estancias en los palacios de ensueño de Sevilla y Granada; el año siguiente nació su heredero en Valladolid; en 1528 la república de Genova abandona su tradicional alianza con Francia y pone al servicio de la Corona de España su puerto, sus navíos, la capacidad financiera de sus banqueros, los más experimentados de Europa; en 1530 Clemente VII lo corona Emperador, y en 1535 conquista Túnez y La Goleta. Al mismo tiempo llegaban a Sevilla los despojos fabulosos de las conquistas de Cortés y Pizarro en Ultramar. Era demasiado. En el reloj del destino las agujas iban a cambiar de sentido. Se espesaban los nubarrones en Alemania, en Inglaterra, en Francia. La Reforma luterana seguía su curso ganando adeptos, minando a la vez la autoridad política del Emperador y la religiosa que él representaba. Inglaterra era el tercero en discordia en un tablero europeo donde se jugaba con pocas fichas; en un duelo hispano-francés su intervención podía ser decisiva, y la tormentosa vida sentimental de Enrique VIII amenazaba acabar con aquella amistad que Fernando el Católico había cultivado.

Carlos V sabía contenerse, tenía capacidad y paciencia de negociador. Los asuntos internos de sus Estados no le interesaban mucho. Los de Castilla los dejó en manos de su esposa hasta su muerte (1539); después, en las del inteligente y ambicioso don Francisco de los Cobos; en los años finales, en las de su hijo Felipe, con el que sostuvo una activa correspondencia; su tema principal, la necesidad de que le enviaran recursos; a medida que se embrollaban las cosas el dinero se hacía cada vez más necesario. Podía hacer frente a Francia y a los turcos, pero los progresos de la herejía en Alemania y las amenazas de Enrique VIII de separarse de la Iglesia católica si el Papa no solucionaba su problema conyugal complicaban cada vez más el panorama. ¿Cómo podía el Emperador sin deshonrarse consentir que el Papa autorizase el repudio de su tía Catalina por el rey de Inglaterra? Al fin, lo que no hizo el Papa lo hizo el arzobispo de Canterbury: Inglaterra se separaba de la Iglesia católica y, a la vez, se distanciaba de la política Carolina.

Igual resultado negativo tuvieron las interminables negociaciones con los protestantes alemanes. La muerte de Lutero no solucionó nada; persistieron sus doctrinas y surgieron otros protestantes más radicales al calor de la profunda aversión que en amplios círculos suscitaba la corrupción de la corte romana, los deseos sinceros de una reforma eclesiástica y las ambiciones de los príncipes que aumentaban su poder y se enriquecían con la secularización de los ricos obispados y abadías. Por su parte, el Papado tampoco tenía mucho interés por la celebración de un concilio en el que, además de cuestiones de fe, se trataría de la deseada y temida reforma. Las sesiones se inauguraron en Trento, ciudad situada en terreno que podría llamarse neutral, entre Italia y Alemania, pero el objetivo principal, por el que tanto luchó don Carlos, mantener la unidad de la Cristiandad, no se logró, pues los protestantes no acudieron y los decretos conciliares, en vez de zanjar las diferencias, las ahondaron.

En los años finales del reinado, un Carlos V prematuramente envejecido, pero todavía lleno de ardor combativo, se dispone a cortar el nudo gordiano por la fuerza de las armas. Muchos protestantes alemanes no se adhirieron a la Liga de Smalkalda; aunque diferían en materia religiosa del Emperador le reconocían como soberano legítimo; Don Carlos, apoyado por contingentes de la famosa infantería española, triunfó en la Liga de Smalkalda en Mühlberg. En el mismo año (1547) mueren Francisco I y Enrique VIII. Se abren nuevos horizontes. Suspendido el concilio, Carlos V, sobrepasando todo lo que la ley y la costumbre reconocían a la potestad regia en materia eclesiástica, dictó un Interim, un credo que debían observar protestantes y católicos hasta que el concilio universal decidiera.

En 1548 el príncipe don Felipe es llamado a Flandes para que tome contacto con sus futuros vasallos. Todo parece preparado para una transmisión pacífica de poderes y, de repente, todo se derrumba. Reaparece la guerra religiosa en Alemania, ahora con el apoyo del nuevo rey francés, Enrique II, a quienes los protestantes alemanes entregan Metz, Toul y Verdún, ciudades imperiales. Sorprendido por los acontecimientos, don Carlos ha tenido que huir a Italia atravesando los Alpes nevados en pleno invierno. En un último esfuerzo sitia Metz con un ejército numeroso que, incapaz de conquistar la ciudad, es diezmado por las enfermedades y las deserciones. Enfermo y desmoralizado don Carlos renuncia en su hijo sus inmensos dominios, pero la corona imperial será para el hermano menor, Fernando.

El epílogo de Yuste se conoce hasta en sus menores detalles: el señor de ambos mundos, aquejado de la gota, apenas se mueve de sus modestos aposentos. Acompaña con frecuencia a los monjes en el coro y el refectorio, pesca en un reducido estanque. Y su mesa continúa estando tan bien provista de viandas como siempre. Sigue el curso de los acontecimientos mundiales, se alegra de la victoria de San Quintín, exige a su hijo que se castigue a los herejes. También le indignó mucho que los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla entregaran a sus dueños un gran cargamento de plata al que él ya había echado los tejos. Genio y figura…

La división de la herencia de Carlos V parecía ofrecer a su hijo una oportunidad de liberarse de pesadas hipotecas, de aliviar a los españoles y a España del fardo pesadísimo de la política imperial. La oportunidad fue desechada o, por mejor decir, no fue tenida en cuenta, porque ni Felipe II ni sus sucesores se consideraron meramente reyes de España y obligados a seguir una línea política acorde con los intereses de este país. España estaba subordinada a una política de más altos vuelos que tenía como objetivos mantener la integridad de los dominios de la Casa de Austria, considerada como una especie de mayorazgo indivisible e inalterable (así lo consideraron autores políticos de la época). En segundo lugar, el mantenimiento de un orden europeo amenazado por las ambiciones hegemónicas de Francia y por la potencia del Imperio Otomano.

Formaba parte también de las obligaciones del monarca velar por la integridad de la Iglesia católica en colaboración con el Pontificado. Los intereses específicos de los reinos de España se tenían más en cuenta en relación con las Indias, aunque ellas también estaban subordinadas al plan general. Un plan que, como se ve, era vastísimo y comportaba obligaciones muy diversas y aun contradictorias; por ejemplo: ¿qué actitud había que tomar con una Francia que no quería ajustarse a este esquema? ¿Qué tarea era prioritaria, combatir el Islam o la herejía? Quedaban, pues, abiertas a Felipe II muchas opciones, y para resolver las dudas siempre podía apoyarse en dictámenes de juntas de juristas y teólogos que invariablemente optaban por las que intuían ser preferencias reales.

La personalidad de Felipe II, sin duda una de las más importantes de la historia universal, influyó grandemente en el desarrollo de los acontecimientos; tomó decisiones que otro no hubiera tomado; su responsabilidad, tanto en lo bueno como en lo malo, es grande, y aunque después de los últimos estudios se le conoce mejor y se le juzga con menos apasionamiento, siempre suscitará una gran división de opiniones. No se parecía demasiado a su padre; era mucho más culto, no sólo amante de las artes, sino entendido en artes, coleccionista de libros y manuscritos, consciente de la importancia de los centros educativos, frío e impasible en apariencia, pero roído interiormente por profundos sentimientos de amor y odio, poco amigo del trato directo con las personas, lo que perjudicaba su conocimiento exacto de los hechos, porque nunca pueden los papeles sustituir el contacto, la presencia física; renunciar a la vida itinerante de su padre quizá era necesario, pero encerrarse en Madrid y El Escorial fue un error y él lo sabía, puesto que al ocurrir la unión con Portugal se demoró allí largo tiempo; si hubiera hecho lo mismo con Flandes quizás se hubiera evitado el trágico curso de los acontecimientos. La montaña de papeles que nos ha dejado en herencia, si nos regocija a los historiadores, quizás fue la arboleda que le impidió ver con claridad las realidades del bosque.

Un punto en que se aprecia con claridad la diferencia con su padre es que mientras Carlos V al final de su vida estaba harto de los negocios públicos, don Felipe, aquejado de no menores dolencias y agobiado por dificultades y reveses políticos, conservó el ansia de mando hasta el último momento y trabajó en su silla de inválido hasta que lo trasladaron al lecho de muerte. Tuvo un conocimiento mucho más completo que su padre del conjunto de sus dominios, comprendió el valor de las Indias, se dio cuenta de que sin finanzas adecuadas no era posible una política exterior enérgica, y aunque tuviera que recurrir a arbitrios momentáneos, trató de ampliar las bases de la Real Hacienda con recursos permanentes, línea en la que se inscriben dos nuevas imposiciones al clero: el Subsidio eclesiástico y el Excusado, que era una ampliación de la participación de la Monarquía en el tradicional diezmo. Si, a pesar de todo, las finanzas regias fueron de mal en peor y tuvo que recurrir en cuatro ocasiones a suspender las consignaciones a sus banqueros fue debido a las exigencias de una política exterior demasiado ambiciosa.

Esa primacía de la política exterior no le impidió estar muy atento a la interior, por lo menos en el caso de España; multiplicó las encuestas, descripciones, trabajos cartográficos, tanto por curiosidad desinteresada como por el convencimiento de que un conocimiento exacto de los recursos es premisa indispensable de una administración eficiente, y ésa fue una de las razones para que la España del XVI llegara a tener la más avanzada administración de Europa. Sobresale entre todos esos trabajos el conjunto de las Relaciones Topográficas, redactadas por las autoridades municipales de setecientos pueblos del arzobispado de Toledo sobre un cuestionario de 1575, fuente inestimable para el conocimiento de la vida rural y las realidades sociales. Producto de ese interés por los problemas de orden interno es la masa enorme de material legislativo que tiene como cúspide la Recopilación de leyes destos reinos editada en 1569, flanqueada por una multitud de ordenanzas y reglamentos de municipios, consulados, gremios y otras instituciones. Complemento lógico de este océano de papel destinado a señalar a cada uno su misión, sus obligaciones, fue la creación de un gran archivo estatal en Simancas. Fue como una catarsis, una purificación de aquella fortaleza que había sido teatro de terribles tragedias.

Como gobernante, Felipe tenía otra gran ventaja sobre su padre: había sido instruido en los secretos del Poder y lo había ejercido desde los dieciséis años; una instrucción teórico-práctica que asimiló inmediatamente, imponiendo a sus consejeros una distancia de la que algunos se quejaron a su padre. ¿Fue precisamente porque era todavía un mozuelo por lo que creyó que tenía que hacerse respetar con una pose hieráticia que ya no abandonó? Hay testimonios de que en círculos muy íntimos abandonaba aquella máscara y se mostraba amistoso y jovial.

La decisión de fijar la Corte en Madrid la tomó en 1561 y la elección fue sin duda un acierto. Las otras dos candidatas, Valladolid y Toledo, eran ciudades ya saturadas, mientras que en la pequeña villa del Manzanares se podía construir una ciudad de nueva planta, capaz de absorber a todo el personal que requería una Corte: empleados, pretendientes, gentes de servicio y extranjeros. Ésta era la fachada administrativa de la Corte; la otra, la mansión real, también se beneficiaba de estar entre dos sitios reales: Aranjuez al sur, buena estación de invierno, y al norte lugares de bosques y caza, donde pronto empezaría la edificación de El Escorial. No fue una Corte abierta como la de los reyes franceses; don Felipe gustaba de la intimidad, se rodeó de pocas personas, pero ello bastó para producir un cambio importante en las relaciones entre el monarca y la Nobleza; aunque ésta hubiera ya sido sometida, convenía que sus más altos representantes concibieran como situación ideal ser admitidos en la proximidad de la presencia real. Era el principio de una evolución que convertiría a la «Nobleza cortesana» en la máxima beneficiaría de los favores reales.

No están claros los motivos que impulsaron a Carlos V, poco antes de su abdicación, a imponer a su hijo el ceremonial fastuoso de la Corte de Borgoña; quizás quería que se perpetuase el origen y carácter de la dinastía, o tal vez pensaba que realzaría su dignidad a los ojos de los castellanos y sería un contrapeso a la prevista castellanización de su descendencia. Lo cierto es que don Felipe obedeció la letra, no el espíritu; licenció a la mayoría del personal de origen borgoñón (más que de la misma Borgoña, del Flandes meridional, Luxemburgo y el Franco Condado), pero aceptó el ceremonial de la Casa de Borgoña no como sustitución, sino como adición a la Casa de Castilla, lo que produjo una inútil duplicación de cargos y un considerable aumento de los gastos de Corte.

Los matrimonios regios fueron instrumento político de la Casa de Austria, que en este punto concordaba con la tradición castellana. Mientras el César, tras enviudar, no contrajo nuevas nupcias, don Felipe matrimonió cuatro veces, siempre por razones de Estado, con independencia de factores sentimentales que ciertamente existieron; la primera mujer, María Manuela de Portugal, murió al dar a luz al príncipe don Carlos. El enlace respondía a una tradición luso-castellana de acercamiento recíproco que daría sus frutos en 1580. El segundo matrimonio, con su tía María, que tenía por objeto reforzar la influencia del Catolicismo en Inglaterra, sólo dejó allí el mal recuerdo de la persecución religiosa. El tercer matrimonio, con Isabel de Valois, no era una novedad absoluta; ya había habido reinas francesas en la Castilla medieval, y don Fernando se había casado con Germana de Foix, pero esta boda, a más de llenar de felicidad a Felipe II como esposo y padre, tenía una significación especial: sustituir la tradicional rivalidad por una situación amistosa. La cuarta esposa. Ana de Austria, entraba en la rutina de las buenas relaciones con el Imperio.

El significado profundo de la boda con una princesa francesa fue la aproximación a Francia, la gran baza con que contó Felipe II, efecto indirecto de la gran conmoción religiosa que atravesó Europa en la segunda mitad de aquel siglo. La contaminación protestante al interior de España fue vista como un peligro terrible tanto por el Emperador como por su hijo y atajada brutalmente en los autos de fe de Valladolid y Sevilla, en los que casi un centenar de protestantes fueron ejecutados, unos en persona, otros en efigie. Después de 1562 sólo de forma ocasional aparecen condenas de protestantes, en su mayoría extranjeros. En España la amenaza se había disipado, mientras que en Francia el Calvinismo, una versión más radical y combativa que el Luteranismo del reformismo religioso, se extendía por regiones enteras, paralizaba la Monarquía, sumergía el país en guerras sangrientas y lo anuló como potencia internacional casi hasta el final del siglo. Ésa fue la gran baza que don Felipe desaprovechó metiéndose en el avispero de Flandes.

Hay que confesar, sin embargo, que difícilmente hubieran podido los calvinistas iniciar su rebeldía de una manera más propicia para excitar la ira de don Felipe: invadir las iglesias y destruir las imágenes era una provocación intolerable para un monarca coleccionista de reliquias, enamorado de los esplendores litúrgicos y muy apegado a los aspectos plásticos de la religiosidad. Los motivos políticos no exigían con menos fuerza un castigo ejemplar: las Provincias Unidas, a más de su importancia comercial y sus tradicionales relaciones con Castilla, estaban ancladas en la cuna de la dinastía borgoñona, con una tradición de libertades comunales que con frecuencia se había manifestado en revueltas; sólo un cuarto de siglo antes había tenido lugar la sublevación de Gante, reprimida por Carlos V con rigor ejemplar. Nada tiene, pues, de extraño que Felipe II decidiera someter por las armas a unos herejes que, a la vez, eran súbditos rebeldes. Pero pudo haber elegido a un jefe menos brutal que el duque de Alba, buen militar y pésimo gobernante que dejó de sí mismo y de la nación que representaba una imagen negativa que aún perdura. Sucesivos caudillos: Requesens, don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, combinaron el esfuerzo militar con las maniobras políticas para sacar aquel conflicto del atolladero; hubo ocasiones en las que el acuerdo parecía posible, como cuando Guillermo de Orange fue recibido en Bruselas y se trató de que se le nombrara gobernador en nombre del rey de España. Fracasaron las negociaciones porque don Felipe se negó a conceder libertad religiosa a los disidentes. Otro momento favorable se produjo, ya cerca de los finales del reinado, gracias a los éxitos militares del duque de Parma, pero Felipe II exigía de él y de sus tropas más de lo que podían rendir: preparar la invasión de Inglaterra y hacer frente a los hugonotes de Francia sin ceder un ápice de terreno en Flandes.

Este tremendo esfuerzo por atender simultáneamente a varios frentes sólo fue posible porque Castilla atravesaba en la segunda mitad del XVI una fase expansiva y la economía indiana, ya muy desarrollada, era capaz de enviar a España ríos de plata, los mayores envíos que hasta entonces había efectuado. Desde 1580 se contaba también con los recursos de Portugal, y se incrementaban las exigencias de hombres y dinero a los dominios italianos; pero todo era poco para hacer frente a empresas desorbitadas. Francia estaba neutralizada por sus discordias; ésta era una gran baza, pero su masa se interponía entre España y el teatro principal de operaciones; para hacer llegar a Flandes los hombres y el dinero había que dar un rodeo larguísimo que tenía como eje el ducado de Milán, lo que, además de exigir negociaciones con Saboya y los cantones suizos, dueños de los pasos de los Alpes, creaba en Francia una sensación de cerco; parecía a los franceses que el «pasillo español» los separaba del resto de Europa, que estaban atrapados entre el Rin y los Pirineos, y esta fiebre obsidional pesaría en adelante en las relaciones entre ambos países.

La necesidad de aquel gran rodeo se debía al deterioro de las relaciones con Inglaterra; la potencia naval inglesa, unida a la holandesa, hacía muy insegura la ruta marítima desde nuestros puertos cantábricos a los de Flandes, como ya experimentaban, desde el comienzo de los disturbios, los comerciantes de Burgos, con gran detrimento de sus exportaciones de lana merina. El viraje antiespañol de Isabel de Inglaterra compensaba el acercamiento de Francia y complicaba enormemente la posición internacional de España. Felipe II lo sabía y por eso toleró largo tiempo los desmanes de Isabel, su persecución a los católicos, las ayudas a los rebeldes de Flandes, las piraterías de Drake y Hawkins. Su paciencia con los ingleses demuestra que su fanatismo religioso tenía límites; les toleró cosas que no toleraba a los flamencos porque no eran sus súbditos; sólo se decidió a actuar tras larga espera y sucesivos fracasos de tentativas conciliadoras. Así surgió la idea de la invasión, tras muchas dudas e informes contradictorios de Alejandro Farnesio, que tenía que suministrar las tropas de invasión. Don Felipe, que siempre era tardo en sus resoluciones, se decidió a obrar pensando que «Dios no podía permitir el fracaso de una empresa que es tan de su servicio», una curiosa manera de interpretar el papel de la divinidad en los asuntos terrestres. Todo se puso mal para la escuadra que salió de Lisboa en 1588 rumbo al mar del Norte; murió su experimentado almirante, don Alvaro de Bazán, y lo sustituyó el duque de Medina Sidonia, que no tenía experiencia en acciones de esta clase; la batalla en el canal de La Mancha se prolongó desde el 31 de julio al 8 de agosto de 1588 sin resultados decisivos, pero como se agotaban las municiones y las tropas preparadas en Flandes no podían embarcar porque los buques holandeses habían taponado las salidas, no cabía más que dar la operación por fallida y regresar a España; fue en el regreso, contorneando las Islas Británicas por el norte, cuando se produjeron las pérdidas que redujeron la orgullosa Armada a un puñado de naos desvencijadas y náufragos agotados.

Felipe II, tenaz e implacable en sus resoluciones, no se dio por vencido; pidió a las ciudades de voto en cortes un nuevo esfuerzo. Éste fue el origen del famoso impuesto de Millones que en adelante gravaría duramente la economía castellana. También se necesitaban hombres; las vocaciones militares habían bajado mucho, como siempre ha ocurrido en épocas de paz interior. La infantería española era la mejor del mundo; su núcleo eran los segundones excluidos del mayorazgo, los hidalgos pobres o de medio pelo que querían hacer carrera; se notaba cada vez más el desvío de la alta nobleza de la profesión de las armas. Los españoles constituían la fuerza de choque de los tercios. En los momentos culminantes España llegó a tener en Flandes cerca de ochenta mil hombres, pero apenas la tercera parte eran españoles; el resto, italianos, alemanes y flamencos, y a finales del siglo también ingleses e irlandeses. Era la mejor fuerza armada que había en el mundo, pero profesional, costosa; si faltaban las pagas se relajaba la disciplina, se producían motines y a veces se produjo el lamentable espectáculo de los saqueos de ciudades; el más famoso, el de Amberes en 1576, consecuencia directa de la bancarrota estatal del año precedente, que había bloqueado el envío de numerario.

Otra consecuencia directa de que las buenas tropas estuvieran en el exterior era que el interior de España estaba mal guarnecido. Los esfuerzos por crear un ejército territorial, unas milicias, dieron pobre resultado. Felipe II se dio cuenta del problema y encargó a los ayuntamientos que lo resolvieran. Se crearon las milicias, pero como había poco dinero el armamento era deficiente y mal entretenido; las armas se oxidaban en los almacenes. El aliciente que se ofrecía a los que se alistaran eran las ventajas de gozar del fuero militar, mucho más permisivo que el ordinario; mas el de lucir en los desfiles un vistoso atuendo. Los milicianos se entrenaban los días de fiesta y se lucían en las paradas, pero cuando se les quiso utilizar en alarmas costeras o en la guerra de los moriscos de Granada se vio que el valor militar de aquellas milicias era muy escaso. El fracaso más sonado ocurrió en 1596, casi a fines del reinado: una escuadra anglo-holandesa al mando del duque de Essex se presentó ante Cádiz, entonces mal fortificado y con pequeña guarnición. La resistencia fue corta, pero lo más significativo fue que los asaltantes estuvieron saqueando la ciudad con orden, sin prisas; se llevaron gran botín y numerosos prisioneros por los que se pagaron fuertes rescates, ante la pasividad de las milicias de los pueblos vecinos, que reconocían así su baja moral y sus escasos medios.

Momentos estelares también hubo en aquel largo reinado. Lepanto y Portugal fueron los más señalados. Lepanto fue fruto de la conjunción momentánea de dos potencias habitualmente esquivas: la república de Venecia era más amiga de los franceses que de los Austrias, que la presionaban muy de cerca, pero la ofensiva turca sobre sus posesiones del Mediterráneo oriental la obligo a unir circunstancialmente su poderosa escuadra con la española, y esta potente formación derrotó a la turca en 1571. Se dice que esta victoria fue estéril, porque los otomanos repararon con rapidez sus pérdidas y siguieron haciendo pesar su amenazas sobre las costas cristianas, pero la lección recibida fue asimilada. Turquía se orientó hacia Irán, su enemigo tradicional, y a falta de un tratado de paz mantuvo una tregua con Felipe II, que también tenía interés en congelar el conflicto en el Mediterráneo. Ni las apremiantes llamadas de los moriscos ni las incitaciones de Isabel de Inglaterra consiguieron que el Imperio otomano reanudara las hostilidades marítimas en Occidente.

Concordaba esto muy bien con el progresivo desinterés de los Austrias por el Mediterráneo, mientras que el otro evento favorable a que aludíamos antes, la unión con Portugal, no sólo rehacía la unidad peninsular, desaparecida desde la caída del reino visigodo, sino el espíritu del Tratado de Tordesillas, la hegemonía ibérica de los océanos, amenazada por la creciente actividad naval de ingleses, holandeses y, en menor medida, de los franceses. En el fondo se trataba de saber si la globalización mundial nacida del avance técnico de los europeos, sería un monopolio hispano-luso o habría que compartirlo con otros competidores.

Quizás eran los marranos, los poderosos comerciantes portugueses de origen judío, los que tenían mayor conciencia de los datos del problema; inmersos en un paradójico contexto social, acumulaban casi toda la actividad comercial y la moneda circulante, y a la vez estaban sometidos a muchas trabas legales y sociales, a la vigilancia y rigores de la Inquisición y a la prohibición de abandonar el país. La unión con España significaría más libertad de movimientos y la posibilidad de participar en los negocios de las Indias occidentales. Por eso fue el colectivo más interesado en que don Felipe sucediera a su sobrino don Sebastián, muerto en la batalla de Alcazarquivir, fracaso tremendo de un temerario intento de conquistar Marruecos. Felipistas eran también gran parte de la aristocracia y del alto clero, mientras las órdenes religiosas y las masas populares eran ferozmente anticastellanas. Postura que puede parecer paradójica si tenemos en cuenta los activos intercambios y la honda castellanización de las letras portuguesas. Los principales escritores lusitanos del XVI: Camoens, Gil Vicente, Montemayor, eran bilingües. Pero la masa de la población, que aceptaba ser hispana en el sentido amplio, en el sentido cultural de la palabra, mantenía el espíritu de Aljubarrota: no quería una castellanización política. Por eso, aunque el mejor derecho de don Felipe, hijo de Isabel de Portugal y nieto de don Manuel El Afortunado, era indiscutible, tuvo que abrirse paso hacia Lisboa utilizando la fuerza. Allí permaneció dos años muy felices: fue jurado rey en las cortes de Tomar (1581); dictó leyes favorables a Portugal, garantizando que mantendría su independencia respecto a Castilla, lo mismo que sus Indias; se creó un Consejo de Portugal. La autoridad regia, en ausencia del monarca, estaría representada por un virrey. Felipe II se interesó por la navegabilidad del Tajo, que podría ser vía de transporte de los cereales de Castilla a una Lusitania deficitaria en granos. Desalojado el pretendiente don Antonio, bastardo real, cabeza del bando anticastellano, de su último refugio en las Azores, tranquilo el reino, parecía consumada la difícil operación, pero subsistían las ascuas de la protesta, que las torpezas de futuros gobernantes se encargaron de reavivar. Una curiosa modalidad de esta protesta popular fue el sebastianismo, la creencia de que el rey don Sebastián había sobrevivido a la derrota de Alcazarquivir, vivía oculto y algún día reaparecería para liberar a su pueblo del yugo castellano.

La enorme complicación de la política exterior filipina no apartaba los problemas internos de la atención vigilante del monarca. Drama familiar y a la vez político, muy explotado por la propaganda y la leyenda enemiga, fue la reaparición en su primogénito de aquella veta de locura que ya se había manifestado en su abuela Juana y que se solucionó con la ficción de la corregencia de don Carlos y doña Juana, pero el caso del príncipe don Carlos, jurado como heredero, era mucho más grave; sólo las personas muy allegadas a la corte conocían las extravagancias de sus procedimientos, los raptos de violencia incontrolada y su proyecto de ir a Flandes contra la voluntad de su padre. Encerrado en un cuarto de palacio, murió al poco tiempo víctima de sus excesos (1568).

Los moriscos del reino de Granada hicieron gestiones para que se ampliasen los cuarenta años de plazo que Carlos V les había dado para que continuaran usando sus vestidos, baños y otras señas de identidad cultural. No sólo fueron inútiles tales gestiones, sino que la Inquisición y la Chancillería multiplicaron las vejaciones hasta agotar la paciencia de aquella pobre gente maltratada lanzándola a una sublevación tan sangrienta como inútil. Duró la carnicería tres años a partir de la Navidad de 1568; casi todo aquel reino quedó asolado, abundando los casos de espantosa crueldad por ambas partes. Confirmado el poco valor militar de las milicias señoriales y concejiles hubo que traer tercios de Italia y confiarlos al mando de don Juan de Austria, el bastardo real. Se le aconsejó a don Felipe la expulsión de los 100 000 supervivientes, pero prefirió darles una última oportunidad: serían desterrados al interior de Castilla divididos en pequeños grupos para facilitar su integración; el desplazamiento se hizo en pleno invierno y en circunstancias espantosas que causaron una gran mortalidad. Los supervivientes, en contra de lo previsto, se fueron aglomerando en las ciudades, empleándose como mano de obra barata, ejerciendo de transportistas, hortelanos y otros oficios no agremiados con su reconocida laboriosidad y gran afán de supervivencia, cortada en el siguiente reinado por el inicuo decreto de expulsión general.

En el reino de Aragón tampoco las cosas andaban muy bien; aunque aquel reino mantenía su personalidad y sus fueros, los recelos contra el predominio castellano seguían vivos; el régimen señorial era muy duro, la hostilidad entre cristianos viejos y moriscos también era muy enconada y llegó a términos de verdadera guerra civil entre los montañeses de los Pirineos y los moriscos de la ribera del Ebro. Sobre este escenario turbulento se representó el drama de la ejecución del justicia mayor Juan de Lanuza; había un doble motivo: la actuación de la Inquisición, tribunal odiado por los aragoneses como instrumento del absolutismo real, y la entrada de tropas castellanas que constituía contrafuero. Al fondo, la figura del traidor, Antonio Pérez, testimonio vivo de que, a pesar de su vigilancia, a pesar de su desconfianza, al rey se le podía engañar. Por eso fue tan grande su ira cuando se enteró de los trapicheos de su secretario, su corrupción, sus tratos con la princesa de Éboli y sus artimañas para que el rey cargara con la responsabilidad del asesinato de Escobedo, agente en Madrid de su hermanastro don Juan de Austria. Mal consejo dieron al rey quienes le sugirieron que por la vía de la Inquisición podría perseguir al ministro infiel sin topar con la malla judicial de los fueros aragoneses; sobre este punto los aragoneses eran tan susceptibles que llegaron a constituir un ejército que no pasaba de ser una tropa desorganizada que no resistió el choque de las fuerzas reales. Lanuza fue ejecutado sin formación de causa juntamente con otros implicados. En las cortes de Tarazona (1592) Felipe II mantuvo los fueros de Aragón con dos modificaciones sustanciales: podría elegir al Justicia Mayor y nombrar virrey extranjero, es decir, no aragonés.

El examen de estos casos nos revela a un monarca justiciero, que no supo conciliar lo que él consideraba estricta justicia con algunas gotas de misericordia. Mejor impresión nos dejan algunos detalles de su vida privada, algunas pruebas de un criterio amplio e incluso tolerante en materias intelectuales. En la biblioteca que reunió en El Escorial los manuscritos árabes y hebreos no eran menos apreciados que los latinos. Desconfió de la creciente influencia de los colegiales procedentes de los colegios mayores; mantuvo una actitud amistosa y hasta protectora hacia personas a las que la Inquisición hubiera procesado de buena gana, como Arias Montano y el padre Sigüenza. Tuvo contactos amistosos con fray Luis de León después de ser liberado por la Inquisición. Fue arrastrado por aquella corriente de intolerancia expresada en los expurgos de libros y los estatutos de limpieza de sangre, pero no se le puede atribuir la autoría de tales excesos. La famosa impermeabilización de la que tanto se ha hablado tiene mucho de mito. ¿Cómo se podía impermeabilizar un país relacionado con toda Europa y donde todos podían entrar y salir sin problemas? Al llegar a las fronteras interiores o exteriores lo que los viajeros temían no era que los examinaran sobre sus antecedentes religiosos, sino que los aduaneros les cobraran derechos excesivos. Lo que sí se endureció fue la actitud de la Inquisición bajo los mandatos de Valdés y Quiroga, la intensificación del control sobre la producción intelectual por medio de las listas de libros prohibidos, la suspicacia, los «tiempos recios» de que habló Santa Teresa. Ese apoyo a una Inquisición cada vez más altanera sí fue responsabilidad de Felipe II, pero el famoso decreto prohibiendo estudiar en universidades extranjeras no tuvo mucha repercusión; a muy pocos españoles se les ocurría estudiar más allá de las fronteras del Imperio. Era la evolución interna de los estudios y de la producción editorial la que acusaba las consecuencias de un clima espiritual muy enrarecido.

Los años finales de aquel reinado agravaron los problemas pendientes hasta un punto insoportable; a más del agravamiento de las hostilidades con Inglaterra y la persistencia de las hostilidades en los Países Bajos, las relaciones franco-españolas llegaron a una situación crítica; el tratado de Chateau-Cambresis y el matrimonio con Isabel de Valois prometían una era de paz y relaciones amistosas entre ambos países, pero Isabel murió pronto; las guerras civiles en Francia redoblaron su intensidad y el rey español, tanto por motivos religiosos como políticos, apoyó al partido católico intransigente subvencionando a sus jefes. La noticia de la matanza de hugonotes perpetrada en la Noche de San Bartolomé (1572) lo llenó de satisfacción, pero el partido hugonote no sólo no estaba muerto, sino que tomó un carácter más peligroso para España cuando, al ser asesinado Enrique III, se extinguió la dinastía de Valois, apareciendo como pretendiente al trono francés Enrique de Borbón, doblemente peligroso para España en su calidad de protestante y de soberano de la Navarra francesa. Felipe II redobló su apoyo financiero a la Liga Católica y entrevió la posibilidad de que Isabel Clara, la hija que había tenido con Isabel de Valois, llegara a ser reina de Francia.

Pero la idea de una Francia subordinada a España irritaba no sólo a los protestantes, sino a muchos católicos, y cuando Enrique de Borbón, pensando que «París bien vale una misa», abjuró el protestantismo, el Parlamento de París y la mayoría de la nación lo reconocieron como rey de Francia. Felipe II, sin embargo, tenía una voluntad de hierro y una tenacidad sin límites; sabía que había ciudades y aun regiones en Francia enemigas del Borbón y que los intransigentes de la Liga aceptarían a su hija como reina. Tenía que presionar también en Roma para que el Papa no aceptara la sospechosa conversión de Enrique IV y mantuviera su excomunión. Llegó un momento en que ordenó a Alejandro Farnesio que ocupara militarmente París en apoyo de la Liga. Era forzar demasiado las cosas: Farnesio, que esperaba pacificar Flandes, ni logró la paz en Flandes ni pudo conservar París. Clemente VIII levantó la excomunión al Borbón y Felipe II, que acababa de decretar la cuarta bancarrota de su reinado, firmó la paz de Vervins a la vez que legaba los Países Bajos a su hija Isabel y su marido austríaco. Era una solución aceptable: hubiera podido significar el fin del embrollo flamenco y una coexistencia amistosa con Francia. Vervins no fue, como se ha dicho, una derrota de la diplomacia española; se devolvían las ciudades ocupadas de Francia, pero se mantenía la posición dominante de España en Italia, que era lo más importante, y como a la vez se había mantenido la supremacía católica en Francia, premisa indispensable de unas relaciones de buena amistad entre ambas naciones, puede decirse que la tenacidad de Felipe II no había sido inútil. Sólo legaba a su hijo una guerra viva, la guerra con la reina de Inglaterra. La expansión en América y la unión con Portugal eran logros de tal calibre que un balance puramente político de aquel reinado hecho sobre un mapamundi tenía que señalar un saldo altamente positivo para el «imperio donde no se ponía el sol», el más grande que han visto ni verán los siglos. Quizás este pensamiento mitigó los sufrimientos de aquel monarca durante los largos días de su atroz agonía.

A estas alturas de nuestro discurso es indispensable decir algo acerca de la Leyenda Negra antiespañola, puesto que Felipe II es su principal protagonista. La expresión fue acuñada por Julián Juderías en 1913; su libro ha sido continuado y ampliado por otros que han ido apareciendo de autores nacionales y extranjeros, de suerte que se trata de un tema bien estudiado en cuanto a la materialidad de los hechos; en cuanto a su interpretación, siempre habrá diferencias insalvables. Para aclarar las ideas conviene no confundir esa Leyenda Negra con otras análogas referidas a diversos países ni con las sátiras, epigramas y denuestos que engendra toda vecindad, y que se intercambian lo mismo entre unos pueblos y otros que entre barrios de un mismo pueblo, regiones de una misma nación y naciones contiguas; con los chistes de los ingleses a costa de los escoceses pueden llenarse (y creo que se han llenado) volúmenes enteros, lo mismo que de los insultos de los franceses hacia los alemanes y viceversa. Tampoco se trata de los odios que se atrae toda potencia hegemónica: para los judíos de hace veinte siglos Roma era la Bestia del Apocalipsis, y hoy Estados Unidos es para muchos el Gran Satán. En la Leyenda Negra antiespañola también entró ese ingrediente, pero hay más, hay otros que la diferencian de otras leyendas negras y le dan un aire específico.

Suelen colocarse sus orígenes en la Italia renacentista, concretamente en las reacciones suscitadas por la conquista y presencia española en Nápoles y Sicilia, el escandaloso pontificado de Alejandro VI, el Saco de Roma y en general la presencia de españoles, tildados de bárbaros, ignorantes y crueles. Estas imágenes son ciertas, pero se les pueden oponer otras favorables recogidas por Benedetto Croce y que, en conjunto, sugieren una convivencia entre italianos y españoles no demasiado conflictiva. Los ataques formaban parte de las reacciones normales por parte de una sociedad sometida por extraños y no creo que, propiamente hablando, se pueda describir como una primera fase de la Leyenda Negra. Lo que sí puede decirse es que ya en la época de Carlos V reinaban en Europa sentimientos mezclados de extrañeza, admiración y rechazo hacia una potencia surgida, por decirlo así, en el extrarradio; hacia unos hombres que no parecían plenamente europeos y se mostraban dominantes y altivos; lo que tiene cierta congruencia con la recomendación de Hernando Colón a un emisario que envió al extranjero para comprar libros de que procurara hacerse pasar por italiano por no ser los españoles bien queridos.

Pero éstos son antecedentes; la verdadera Leyenda Negra se articuló en el reinado de Felipe II sobre tres conceptos: Inquisición, política exterior y trato a los indios. La Inquisición, en su primera fase, no suscitó extrañeza ni rechazo, salvo, claro está, en los judíos y judaizantes; parecía lógico y hasta laudable que se persiguiera a judíos y herejes; el perjuicio colateral para la reputación de España y los españoles surgió de la idea de que en España debía haber muchos moros y judíos, puesto que se necesitaban medidas extraordinarias para combatirlos; esa mala fama, de tintes racistas, que se propagó por Europa acerca de los españoles parece que fue el motivo de que Erasmo, antisemita notorio, rechazara la invitación de la Universidad Complutense y pronunciara aquel desdeñoso Non placet Hispania (no me gusta España), donde, sin embargo, tenía tantos admiradores. La ofensiva contra la Inquisición española y sus horrores se desencadenó cuando empezó a condenar protestantes; añadió un elemento religioso a la lucha política que las potencias protestantes sostenían contra España y la propaganda fue tan intensa, tan hábil, que contagió también a las naciones católicas y ha quedado adherida hasta hoy como una especie de sambenito infamante a la idea de España y los españoles. Es inútil argumentar que ha habido otras inquisiciones y algunas más sangrientas; es el elemento de la Leyenda Negra que se ha hecho más popular, el que ha calado más hondo.

No obstante, el núcleo duro de la Leyenda fue de naturaleza política y se formó a raíz de la lucha desencadenada por Felipe II contra los rebeldes de Flandes, complicada después por las hostilidades contra la Inglaterra de Isabel y la intervención en las guerras civiles de Francia. Felipe II se metió en un avispero del que saldría mal parado. Evaluaba la gigantesca lucha en términos militares sin tener en cuenta el arma propagandística forjada por sus enemigos y que demostró ser de una potencia asombrosa. Aparecen entonces los temas clásicos: en la Apología dirigida por Guillermo de Orange en 1581 «a todos los reyes de la cristiandad y otros potentados» acusa a Felipe de haber asesinado a su mujer la reina Isabel y a su hijo Carlos por celos. Poco después el traidor Antonio Pérez añadía al sombrío drama el picante episodio de los supuestos amores del rey con la princesa de Éboli. A la vez se desarrollaba en Inglaterra toda una literatura basada en el fracaso de la Invencible y las conjuraciones de los papistas. El Árbol del Odio extendió sus ramas mezclando los temas políticos con los religiosos y luego con los americanistas. No obstante, en los últimos años se observa un reflujo de la leyenda clásica, la que inspiró a tantos músicos y literatos, y hoy, a más de reconocerse la falsedad de las acusaciones sobre su vida privada, la figura de Felipe II en el Extranjero ha mejorado sustancialmente.

En cambio, se mantiene y se amplifica la leyenda americana, distinta de la anterior en que no es leyenda, sino que desgraciadamente hay una base, aunque fray Bartolomé de las Casas exagerase de modo notorio. Sus afirmaciones fueron utilizadas por los enemigos de Felipe II en el momento decisivo de la lucha; la Brevíssima relación de la destruyción de las Indias la escribió el dominico en 1539, pero no la publicó hasta 1552, cuando se habían corregido la mayoría de los abusos denunciados. Se puede sospechar que a los enemigos de Felipe II y del Imperio la suerte de los indios, como la de los judíos, les interesaba más bien poco, pero vieron en ese opúsculo un proyectil utilizable. La primera versión francesa apareció en 1579, la primera inglesa en 1583, la primera holandesa en 1596, la primera alemana, acompañada de truculentos grabados en 1597, en sospechosa coincidencia con la marea alta de las hostilidades entre España y dichas potencias.

En Italia y Francia los ataques a la política hegemónica de España iban acompañados de escritos de otra índole, de ataques al hombre español, pintado unas veces como militarote brutal, otras como hidalgo arrogante y sin blanca, soberbio, pomposo y a la vez ridículo. En esta línea cómica se inscribe la Sátira menipea, obra de varios autores publicada en 1594 en París con motivo de la coronación de Enrique IV, una de las mayores derrotas diplomáticas de Felipe II. Entre la variedad de personajes que desfilan España está representada por un charlatán que pregona las excelencias del Catholicon d’Espagne, una especie de bálsamo curalotodo. Pero el prestigio de España y de todo lo español siguió siendo muy grande hasta mediados del siglo XVII. España seduce e inquieta a los franceses, ha escrito Joseph Pérez: «Nunca ha estado tan presente en Francia como en el reinado de Luis XIII; se aprendía entonces el español, como hoy el inglés; se leían y traducían los grandes autores de la literatura española, empezando por El Quijote; se admiraba el teatro español; se hacen llegar de Madrid los guantes, los perfumes, los artículos de lujo que imponía la moda. Y al mismo tiempo se criticaban las baladronadas de los españoles, su orgullo y su hipocresía».

Desde el reinado de Carlos II todo cambia; los grandes desastres, el empobrecimiento, el estancamiento cultural, cambiaron los improperios nacidos del temor por el desprecio y las burlas al ídolo caído. Sólo había un factor que todavía concitaba un gran respeto: los reyes de España seguían siendo los reyes de Indias, y ese imperio transmarino, además de inmenso, producía grandes riquezas, les tresors d‘Espagne, objeto de las reflexiones de Montesquieu y de tantos otros. Quizá ésa fuera una de las causas de que en el siglo XVIII, mientras los otros temas de la Leyenda Negra pierden actualidad, el de Indias lo conserva; la literatura ilustrada, por otra parte, sería muy crítica con lo que España representaba en el mundo de la cultura. El famoso artículo de Masson en la Enciclopedia Metódica cuestionaba la importancia de España no ya en el terreno político, sino en el cultural, un aspecto que los europeos del XVII no habían tenido en cuenta; no negaban que España fuera un gran país, sino que había hecho mal uso de sus fuerzas y de sus talentos. La respuesta de Masson corrió a cargo de particulares, pero la crítica de la acción de España en América afectaba más al Gobierno por sus posibles repercusiones políticas; se prohibieron las historias de América de Robertson y del abate Raynal y se encargó a don Juan Bautista Muñoz la redacción de una gran historia de América de la que sólo nos ha quedado una magnífica colección de documentos reunidos como materiales preparatorios.

Comparándola con otras semejantes (puede decirse que cada país tiene la suya), la leyenda negra antiespañola sobresale por su violencia, duración y variedad de temas; se transforma, no muere; se mezcla con temas actuales y tiene, en mayor proporción que ninguna otra, una alta participación de críticos españoles; lo fueron el padre Las Casas y Antonio Pérez, lo son hoy muchos teóricos de la identidad española, del nacionalismo español, de los intérpretes en sentido negativo de nuestro pasado. Y el intercambio de insultos y ditirambos (porque también hay una leyenda rosa no menos falsa y aburrida) contribuye, por lo menos, a dar vivacidad e interés a un pasado apasionante.