Capítulo IV

LA ESPAÑA DE LOS REYES CATÓLICOS

Una ojeada a la situación de la Península Ibérica a mediados del siglo XV descubre un panorama de gran variedad e intenso dramatismo. En Portugal, un reino de un millón de habitantes, de los que cincuenta mil vivían en una capital en pleno auge; la expansión oceánica proseguía con vigor, tanto en los archipiélagos como a lo largo de la costa africana. Los motores de este impulso eran el príncipe don Enrique el Navegante, la Santa Sede, que no cesaba de estimular la cruzada contra el Islam y la evangelización de los idólatras, y una burguesía de negocios en la que preponderaban los judíos, todavía no muy acosados; más adelante lo serían sin perder por eso su papel esencial en la vida económica. El rey Alfonso V, contemporáneo de Enrique IV de Castilla, no vivía, como éste, bajo la perenne amenaza de una nobleza turbulenta; pero como era casi tan manirroto como el castellano, cuando en 1481 le sucedió Juan II se quejó de que sólo había heredado los caminos, porque las tierras las había transferido en gran parte a los grandes feudales. Aunque concentrara su atención en el Océano y África, el Portugal del Cuatrocientos estaba muy en contacto con Europa, de donde recibía humanistas y artistas y enviaba estudiantes. Las relaciones con Castilla seguían siendo privilegiadas; no pocos de los más notables escritores portugueses fueron bilingües, y Salamanca acogía tantos o más estudiantes portugueses que París. La idea de una federación dinástica con Castilla influyó durante mucho tiempo en la política de ambos reinos. Y no hay que olvidar que la captación del oro del Níger, acuñado en forma de cruzados, proporcionaba dotes muy apetitosas a las infantas portuguesas.

Muy otro panorama ofrecía Navarra, pequeño reino privado de toda posibilidad de expansión territorial, sujeto pasivo de las ambiciones de Francia, Castilla y Aragón. El afrancesamiento de la dinastía afectaba a la corte, a las residencias reales, pero la masa de la población seguía hablando vasco en las comarcas del centro y norte, y un romance semejante al castellano y el aragonés en el sur. No había universidad; cinco abadías resumían la historia y el pasado cultural de un pueblo que, a pesar de sus limitaciones, quería preservar su individualidad. La división entre agramonteses y beamonteses respondía al esquema general de bandos extendido por toda la Península, pero también tenía cierto sentido social; los primeros, representantes de una burguesía urbana, se decantaron a favor de Juan II de Aragón cuando los azares de los enlaces dinásticos lo convirtieron también en rey de Navarra; los segundos, montañeses agrestes, apoyaron a su hijo Carlos en una guerra que se extendió también a Cataluña. En parte como resultado de estas disensiones Navarra acabaría cayendo en la órbita de Castilla a principios del siglo XVI.

Las discordias sociales también empañaron el destino de Cataluña en el siglo XV; quedaba lejos la prosperidad del siglo XIII. No se habían restañado las heridas del XIV y en el XV se unía, al declive económico y la insatisfacción que en amplios sectores había dejado la resolución del pleito sucesorio, profundas tensiones entre los estamentos mal soldados que componían aquella sociedad: los nobles, que en combinación con la alta burguesía acaparaban el gobierno de los municipios; la plebe urbana, descontenta por su exclusión, y un campesinado que en gran parte, sobre todo en la Cataluña del norte, la Vieja Cataluña, permanecía bajo un duro sistema feudal; éstos eran los campesinos de remensa, cuyo status jurídico recordaba al de los siervos de la gleba, pero con la fuerza que les daba su conciencia de clase y las ventajas de explotar con carácter hereditario una parcela de tierra y constituir una fuerza de trabajo muy apreciada en una época de grave crisis demográfica, pues la peste reaparecía una y otra vez; el censo de 1497 muestra que Cataluña había descendido en siglo y medio de 450 000 habitantes a menos de 300 000 y Barcelona de 50 000 a escasos 30 000.

El deseo de los payeses de eliminar los malos usos, los abusos más flagrantes, chocó con la intransigencia de los señores y al final degeneró en guerra abierta. Paralelamente a este conflicto campesino se desarrollaba en los decenios centrales del siglo XV otro de carácter urbano en toda la Corona de Aragón, con especial incidencia en Cataluña; según el modelo usual en la época se planteó en dos bandos: la busca y la biga. Los buscaires, artesanos y mercaderes, acusaban a los bigaires, o sea, a la alta burguesía mercantil, de monopolizar en su provecho el gobierno de Barcelona y de todas las poblaciones que de ella dependían; consiguieron expulsarlos del municipio apoyados por Alfonso V, que permanecía en Napóles (nunca volvió de allá), pero gobernaba el principado por medio de la reina regente María, y luego de su hermano Juan.

El triunfo de la busca se concretó en un reparto de las cinco consellerías: dos quedaban en poder de los ciudadanos honrados, o sea, de la biga, pero en minoría respecto a los otros tres, elegidos uno por los mercaderes, otro por los artistas (denominación que englobaba a las profesiones liberales) y otro los menestrales, el estamento popular. Permaneció el Consejo de Ciento en su papel cada vez más relevante, de asesor de los conselleres, dividido en cuatro secciones que representaban a los cuatro estamentos que se repartían las consellerías.

El acuerdo tomado en 1452 parecía que garantizaba la paz en el municipio barcelonés, pero años más tarde muere Alfonso V y su hermano, que ya era rey de Navarra, se convierte en Juan II de Aragón, trasladando a Cataluña el conflicto que lo enfrentaba con su hijo el príncipe de Viana y que viene a sumarse a los que ya desgarraban el Principado. Los catalanes se inclinaban en su mayoría por el hijo y cuando el príncipe muere acusaron a su padre de haberlo envenenado. Bajo el conflicto dinástico se escondían los profundos enfrentamientos sociales que desgarraban Cataluña y llevaron a una guerra civil que duró diez años (1462-1472). «Al lado de Juan II, escribe Vicens Vives, lucharon parte de la nobleza, casi todo el clero y, aunque parezca sorprendente, la mayoría de los payeses de remensa; enfrente se alinearon la baja nobleza, el patriciado urbano y parte de los artesanos»; esta enumeración, hecha por el máximo conocedor del problema, revela hasta qué punto eran numerosas y profundas las fracturas que dividían la sociedad catalana. Ante una situación desesperada Juan II buscó la ayuda de Luis XI de Francia, y como garantía del pago de un préstamo le entregó los condados de Rosellón y Cerdaña, es decir, la Cataluña transpirenaica, que representaba una sexta parte del total. Por su parte, los rebeldes buscaron la ayuda de Castilla y de Portugal, sin éxito. Al fin, Juan II logró dominar la situación ofreciendo una capitulación generosa a los vencidos, y para fortalecer su situación favoreció el casamiento de su hijo Fernando con la princesa Isabel de Castilla, que se perfilaba ya como heredera de su hermano Enrique IV.

Carácter netamente social fueron los contemporáneos disturbios que agitaron Mallorca: ciudadanos contra forenses, es decir, habitantes de la capital, contra campesinos. Palma detentaba una supremacía aún mayor que la que Barcelona tenía en Cataluña; pero dentro de la capital también había proletarios partidarios de los insurrectos; no se hubiera acabado el conflicto con el triunfo de la oligarquía urbana, si Alfonso V no hubiera dispuesto el envío de mercenarios italianos que reprimieron la sublevación (1453). Los forenses tuvieron que pagar las deudas atrasadas a los ciudadanos, pues aquella guerra fue originada en gran parte por la negativa de los deudores a pagar los elevados réditos de los censales que pesaban sobre sus tierras.

El reino de Valencia aparece como el más próspero de los que formaban la confederación, aunque tampoco faltaban problemas; el pueblo era de carácter levantisco, los mudéjares seguían económicamente oprimidos pero a la vez defendidos por sus señores. La ciudad de Valencia, gracias a sus relaciones mercantiles, la industria sedera y la feracidad de su huerta, era rica; su taula o banco municipal de depósitos, sacó más de una vez de apuros a la realeza. Entre otras obras públicas se termina su catedral y se construye la lonja. Es posible que llegara en sus mejores momentos a los 70 000 habitantes, en cuyo caso disputaría a Granada la calidad de ciudad más populosa de España en el siglo XV. Los viajeros extranjeros alababan su belleza, limpieza (poco frecuente entonces) y el buen funcionamiento de los servicios municipales, incluyendo la mancebía.

El desarrollo cultural de Valencia corría parejo con el buen momento de su economía; su universidad fue siempre muy reputada. A pesar del irresistible avance del castellano, todavía su presencia literaria era muy reducida; en 1474 se imprimió en Valencia una obrita que posiblemente fue la primera que produjo en España el invento de Gutenberg: Obres e trobes en lahors de la Verge Maria. Y en 1490 vio allí la luz la primera edición de Tirant lo Blanch, en opinión de Menéndez Pelayo, el mejor libro de caballerías después del Amadís.

Aragón era el primer reino en dignidad de la confederación que llevaba su nombre; el único también donde el castellano reinaba de forma mayoritaria; pero su situación material era lastimosa; era el más extenso, pero también el más desfavorecido por la naturaleza; muchas zonas de alta montaña; mucho yeso en sus llanuras y una gran sequedad limitaban sus posibilidades; pero también influía en su estado decadente la pésima constitución político-social. Las celebradas libertades de Aragón en realidad sólo favorecían a una nobleza que tiranizaba a sus vasallos, tanto mudéjares como cristianos. Hubo una burguesía ciudadana, más democrática al sur del Ebro, mientras que en Zaragoza, Huesca y Barbastro seguía el modelo feudal y no rara vez se alineó con la nobleza contra los reyes.

En el ocaso de la Edad Media eran todavía patentes en Aragón las cicatrices de las guerras y de las tremendas epidemias que una y otra vez habían reiterado los horrores de la Peste Negra. A Zaragoza se le calculan 20 000 habitantes a mediados del siglo XV. Huesca, Tarazona, Teruel, Calatayud y algunas ciudades más llegarían, a lo sumo, a seis mil. Y centenares de aldeas y lugarejos de cien o doscientos moradores; en total, unos doscientos mil para 47 000 kilómetros cuadrados. Un siglo después, cuando el reino se había repuesto algo de su postración, un viajero italiano lo llamaba paese desertísimo.

Pocos y mal avenidos. Las frecuentes convocatorias de cortes no deben falsear la visión de las cosas; en ellas se mercadeaba entre los cuatro brazos y el rey; a cambio de mercedes y privilegios, los asistentes a las cortes otorgaban unos subsidios que no habían de pagar ellos, sino las clases populares. Los bandos nobiliarios se enfrentaban en guerras privadas que a veces alcanzaban gran intensidad, como cuando la familia La Caballería, conversos poderosos, se enfrentó a la de los Cerdán, destruyendo sus lugares y matándoles sus vasallos, o el encuentro entre los Urreas y los Lunas, secundados por sus respectivos familiares, amigos y clientes. Para la Corona esta situación era menos peligrosa que la de Cataluña, puesto que los nobles no trataban de aumentar su poder estamental dentro del concepto de una monarquía pactista, sino de obtener ventajas particulares. Habría que esperar a que Fernando el Católico se hiciera dueño de la situación e impusiera un poco de orden.

En total, la Corona de Aragón reunía algo menos de un millón de habitantes, muy diversos y muy enfrentados, con una minoría mudéjar inasimilable y maltratada, y una burguesía urbana en malas relaciones con una nobleza feudal a la que trataba de emular. No es de extrañar que al producirse la unión dinástica la confederación ocupara un puesto secundario en relación con Castilla.

El reino nazarí de Granada se mantenía, con leves alteraciones, en los mismos límites que al terminar la gran ofensiva cristiana del siglo XIII. En sus treinta mil kilómetros cuadrados se calcula vivían unos cuatrocientos mil habitantes: cincuenta mil en la capital, doce mil en Málaga, que había suplantado a la muy decaída Almena como emporio comercial, asiento de mercaderes genoveses. Loja, llave de la vega granadina, era la tercera población; le seguían otras de menor rango y una multitud de aldeas como correspondía a un país agrícola con población y propiedad rural muy diseminadas. En teoría era un feudo de Castilla, obligado a pagarle parias, y si aquel modelo hubiera prevalecido, hubiera sido mejor; pero existía una incompatibilidad religiosa que se fue agravando a lo largo de la Edad Media. La pérdida del Estrecho agravó la situación de los granadinos, imposibilitados en adelante de recibir refuerzos considerables del Magreb; las esperanzas que luego pusieron en la creciente potencia turca no se materializaron porque en el Mediterráneo occidental hubo una fuerte piratería, pero no un predominio marítimo del Islam.

A pesar de su inferioridad el reino nazarí aprovechó las disensiones castellanas del siglo XIV para mantener su independencia e incluso tomar la ofensiva; hubo momentos en los que incluso Córdoba, Jaén y Ubeda estuvieron amenazadas; fue aquél el siglo en el que se construyeron la partes esenciales de la Alhambra, y alarifes moros colaboraron en las obras del alcázar de Sevilla. A caballo entre el siglo XIV y XV vivió Ibn al Jatib, polígrafo insigne y hombre de Estado, la última gran figura del Islam español. Luego, mientras Castilla se reponía de sus desastres, las cosas iban a peor en el reino granadino; los bandos nobiliarios, tan perniciosos en la España cristiana, tuvieron allí también protagonismo destacado, aprovechando la falta de normas precisas acerca de la sucesión al trono, lo que facilitaba la tarea de los ambiciosos y el estallido de guerras civiles, a veces con repercusiones fuera de las fronteras; los abencerrajes, rivales de los zegríes, recibieron apoyo de Castilla. A la vez, se multiplicaban los incidentes fronterizos, incluso durante la vigencia de treguas.

Una tradicional maurofilia literaria que comenzó muy temprano, con la boga de los romances fronterizos, y continúa hoy con ciertos matices políticos, idealiza las condiciones de vida existentes en ese capítulo final del Islam español que fue el reino de Granada; la capital habría sido la más bella y populosa de Europa, elevada su cultura, ejemplar su espíritu de tolerancia y convivencia. Una consideración desapasionada de los hechos obliga a trazar un cuadro menos sugestivo; en el reino de Granada se vivía mal; la población tenía que trabajar duramente para arrancar el sustento a una tierra que, salvo islotes privilegiados, es poco generosa; las clases elevadas no daban ejemplo de civismo ni en el aspecto social ni en el político y los monarcas, para mantener una corte brillante, defenderse de sus enemigos y pagar parias a los castellanos, tenían que abrumar a sus vasallos con impuestos que sobrepasaban las normas coránicas. La actividad cultural había bajado de nivel, aislados como estaban tanto de los grandes focos de cultura oriental que los habían alimentado durante siglos como de los cristianos en ascenso. Y la tolerancia no tenía muchas ocasiones de ejercitarse, puesto que la minoría hebrea se reducía a muy pequeños grupos y apenas había más cristianos que los prisioneros que gemían en las mazmorras. No había una sola iglesia en todo el reino nazarí. Salvo episodios individuales puede afirmarse que la convivencia no era buena ni mala, sino inexistente.

Y después de pasar somera revista a los reinos periféricos nos toca referimos a la Corona de Castilla, conglomerado de reinos, principados y señoríos que en conjunto suponían a mediados del siglo XV una extensión y una población (¿cuatro millones de pobladores?) superior a las de todos los otros estados peninsulares juntos. Los contrastes eran grandes dentro de este conjunto; las zonas periféricas del Atlántico norte vivían bastante aisladas, la Andalucía Baja también vivía su propia vida y la Meseta, por contraste, aparecía como la zona de más vitalidad, residencia habitual de una corte itinerante y principal área de decisión política, una situación algo artificial que se prolongó durante dos siglos. La explicación hay que buscarla no sólo en el eclipse temporal de los reinos periféricos, sino en una coyuntura económica favorable de la zona mesetaria, donde se conjugaban dos elementos complementarios: una producción cerealista y una cabaña de ganadería lanar trashumante cuyo producto era sumamente apreciado en los grandes centros textiles extranjeros, singularmente en Flandes.

En ese área meseteña, siglos atrás despoblada, crecían ciudades prestigiosas: Valladolid, Burgos, Salamanca, Ávila, Soria, Segovia, Medina del Campo. El Sistema Central no era un obstáculo, no marcaba un límite: Segovia y Ávila se expansionaron hacia el sur; en realidad, el límite de este área de prosperidad era el Tajo, y Toledo seguía haciendo un papel de ciudad fronteriza frente a una Mancha muy rural y menos desarrollada; un papel que, en tono menor, también correspondía a Talavera en el oeste. Cuenca y Alcalá de Henares en el este. En esa extensa área de Castilla-León con sus prolongaciones se forjó el prodigioso tesoro artístico que todavía hoy le confiere la primacía peninsular y en cuya génesis colaboraron la Iglesia, los magnates y los municipios.

La Andalucía Baja era otro mundo, relacionado con el anterior pero distinto; Fernando III y Alfonso X fueron enterrados en la catedral de Sevilla; Fernando IV y Alfonso XI en la de Córdoba. Ningún Trastámara medieval reposa en Andalucía. Granada guarda los restos de Fernando e Isabel, y hubiera seguido albergando el panteón real sin la decisión de Felipe II de edificarlo en la Meseta, y en esta alternancia hay algo más que un mero simbolismo; los últimos Trastámaras, muy apegados a la Meseta, a sus ciudades y a sus problemas, apenas se ocuparon de Andalucía, salvo alguna que otra expedición contra el reino de Granada. Los tres reinos que empezaban a englobarse bajo el nombre de Andalucía tenían sus propios problemas y trataban de resolverlos por sí mismos; el más agobiante, la escasez de hombres, debida a la expulsión de los mudéjares, las asoladoras epidemias y la inseguridad de la frontera que desanimaba a los pobladores. Consecuencia de ello fue la concentración de la propiedad rural en favor de algunas pocas familias de la alta nobleza. La inseguridad fronteriza determinó también la creación de los caballeros de cuantía; todo aquél que tuviera determinado nivel de fortuna debía mantener caballo y armas; se creó así una clase social semejante a la de los caballeros villanos de Castilla, con bastante representación urbana, pero sin fuerza suficiente para oponerse a las grandes familias que en las campiñas de Sevilla y Córdoba controlaban enormes extensiones y además se disputaban el predominio en las ciudades.

Esas grandes familias (los Guzmán, Ribera, Fernández de Córdoba…) incluían también en su clientela grupos sociales menores: burgueses y conversos; el conjunto formaba un panorama agitado, cambiante, que dilapidaba su dinamismo en luchas estériles en espera de una mano fuerte que lo encauzara; pero esa mano fuerte no podía ser más que la realeza que, como digo, se interesaba poco por Andalucía. Los dos últimos Trastámaras no estaban a la altura de su difícil misión, y quizás por esas carencias personales se apoyaron en favoritos, en validos, una figura recurrente en la historia de España que mezclaba las responsabilidades políticas que le transfería el monarca con una relación personal y unos favores que suscitaban los celos de las familias aristocráticas, pues en Castilla, a diferencia de lo que ocurría en Aragón, la aristocracia no planteaba una oposición institucional a la Corona; lo que buscaba era utilizar en su provecho los poderes de esa misma Corona. Tal planteamiento exigía de los reyes una energía de carácter para evitar la manipulación de la que carecieron tanto Juan II (1407-1454) como Enrique IV (1454-1474). El primero, al alcanzar la mayoría de edad tras una tormentosa regencia, se echó en manos de don Alvaro de Luna. Como ocurrió en todos los valimientos posteriores, don Alvaro no fue odiado por los nobles en conjunto, sino por aquéllos que no pertenecían a su bando, a su clientela. El núcleo de esa aristocracia adversa la formaban los infantes de Aragón, es decir, los hijos de aquel don Fernando que en calidad de tío del rey había ejercido la regencia en Castilla y que luego se convirtió en rey de Aragón por el Compromiso de Caspe. La discordia interior se ampliaba así al plano internacional pues, contra la hostilidad de Aragón, Juan II procuró reforzar los lazos tradicionales de amistad entre Castilla y Francia. El pleito interior se solucionó en favor de los aristócratas que obtuvieron del rey la condena a muerte de don Alvaro.

Enrique IV fue, a pesar de los intentos reivindicatorios, una de las figuras más lamentables de nuestra historia. Tras unos inicios prometedores, su reinado se deslizó luego por un entramado de amistades sospechosas, incapacidad gubernativa, despilfarro, inmoralidad y enajenación de bienes, rentas y villas de realengo en favor de unos aristócratas insaciables, y esa falta de autoridad en la cumbre repercutía en todo el cuerpo social en forma de desórdenes, anarquía, abusos impunes, quejas insatisfechas y una literatura de escándalo (Coplas del Provincial, Coplas de Mingo Revulgo) cuya procacidad excede todo lo imaginable. (Hoy, gracias a la reivindicación de la homosexualidad, no escandalizaría tanto).

¿Fue aquel rey un perverso o un incapaz? El dilema es inexcusable, porque alguien tenía que ser responsable de la situación lastimosa del Reino; la evocaba años después Andrés Bemáldez, cura de Los Palacios, al hacer el elogio de la reina Isabel: «Por ella fue librada Castilla de ladrones y robadores, bandidos y salteadores de caminos, de los cuales era llena cuando comenzó a reinar. Por ella fue destruida la soberbia de los malos caballeros, traidores y desobedientes de la Corona real». Esto se escribía post eventum, pero ya en 1464, cuando se habían desvanecido las favorables impresiones de los comienzos del reinado, una junta de magnates, prelados y representantes de las ciudades reunida en Burgos, reprochaba al rey haber abandonado la «guerra divinal», la guerra santa contra los moros granadinos, y le instaba a detener la inseguridad, los abusos y el proceso de enajenación de rentas reales. El infeliz monarca enajenaba no sólo sus bienes, sino los de la nación, unas veces para acallar peticiones y amenazas, otra para contentar a sus amigos; entre ellos se contaba el condestable Miguel Lucas de Iranzo, que llegó a ser una especie de virrey de la Alta Andalucía y pereció asesinado en la catedral de Jaén por defender a los conversos. Pero el más querido del rey fue don Beltrán de la Cueva, que desde simple paje en la corte fue elevado a la categoría de duque de Alburquerque y maestre de la orden de Santiago, con gran indignación de los nobles de rancia estirpe, como los Pacheco, marqueses de Villena.

A esta altura la historia se confunde con las intimidades de la alcoba regia; Enrique IV casó con la reina Blanca de Navarra; la reina alegó impotencia del marido y se disolvió el vínculo. El segundo matrimonio, con Juana de Portugal, motivó un gran escándalo; se tildó de bastarda a la princesa Juana, a la que se llamó la Beltraneja por la supuesta paternidad del favorito. Hace un siglo, un historiador rompió lanzas en favor de la legitimidad de la que llamó «la Excelente Señora». Más tarde don Gregorio Marañón apoyó esta tesis, poniendo en duda la impotencia de Enrique IV, y esta opinión ha progresado tanto que hoy existe casi unanimidad en sostener la legitimidad de Juana; pero los historiadores no estamos obligados, como los jueces, a respetar la presunción de inocencia y creo que la cuestión está lejos de haber recibido una solución; la impotencia del rey, cierta o no, es cosa distinta de la legitimidad de la princesa; por otra parte, nadie niega la conducta escandalosa de la reina Juana, que quizás buscaba fuera de su hogar lo que no encontraba dentro y que huyó de la corte cuando tuvo que dar a luz a un incuestionable bastardo. Y quien hace un cesto hace ciento. También hay que tener en cuenta que en el tratado de los Toros de Guisando Enrique desheredó a Juana en favor de su hermana Isabel. Indicios no probatorios pero que siembran dudas. El problema no está resuelto ni tal vez lo estará nunca.

La facción adversa a don Enrique rebajó al límite la dignidad de la monarquía en la farsa de Ávila (deposición y ultrajes a un muñeco que representaba al rey) y reconoció a su hermano Alfonso con el nombre de Alfonso XII. Al ocurrir la prematura muerte del antirrey ofrecieron la corona a Isabel, pero ésta se negó a desposeer a su hermano; quería ser reina legal, no un juguete de las facciones nobiliarias. Su matrimonio se convertía en asunto de Estado, no sólo para castellanos, sino para los aragoneses; Juan II de Aragón, muy acosado en el interior de sus reinos, consideró una victoria el triunfo de la candidatura de su hijo Fernando. El matrimonio, que no contaba con la aprobación de Enrique IV, se celebró en secreto en 1469; ofició el sacramento el intrigante arzobispo de Toledo Alonso Carrillo, pasando por alto que como los contrayentes eran primos, necesitaban una dispensa papal que se obtuvo a posteriori. Enrique IV murió en Segovia en diciembre de 1474 dejando las cosas más embrolladas que nunca. Si valía su sola voluntad, la reina legítima era su presunta hija Juana, pero faltaba el consentimiento del reino expresado en unas cortes que era imposible reunir en la situación en que vivía Castilla. La transmisión de poder se verificó mediante un acto de fuerza: Andrés Cabrera, alcaide del alcázar de Segovia, enarboló el pendón de Isabel. Segovia, residencia habitual de Enrique IV, tenía cierto aire de capitalidad y en su alcázar había armas, tesoros, documentos. Don Fernando acudió desde Aragón a marchas forzadas; se sintió algo decepcionado porque él aspiraba a ser rey de Castilla por su ascendencia, no meramente como rey consorte. Hubo cierta tensión entre los esposos y sus séquitos que se resolvió amistosamente por la Concordia de Segovia, en virtud de la cual en los documentos de la chancillería regia precedería el nombre de Fernando al de Isabel, pero en la enumeración de los reinos el de Castilla precedería al de Aragón; las rentas de Castilla y las de Aragón se emplearían en los territorios respectivos. La reina concedería en Castilla las mercedes y oficios (a don Fernando no se le podía reconocer igual potestad en Aragón porque todavía vivía su padre). En la administración de justicia intervendrían ambos si estaban juntos, y cada uno por su cuenta si estaban separados. Estas y otras normas revelan que Isabel procuró y consiguió que se respetase no sólo su autoridad personal, sino la de Castilla y la superioridad al menos simbólica que a ésta tocaba por su mayores dimensiones. No se trataba de una unión de reinos, sino de una unión personal que sólo tuvo plena efectividad cuando en 1479 murió Juan II de Aragón.

La guerra civil resultó inevitable porque el bando de los juanistas se negó a reconocer a Isabel y Fernando. Veamos primero el perfil de estos príncipes: del examen de los retratos de Isabel existentes en el palacio de Windsor que, junto con los que, procedentes de la cartuja de Miradores, se guardan en el palacio de Oriente y son los que tienen más garantías de autenticidad, deducía don Diego Ángulo que era visible la gran proporción de sangre inglesa de doña Isabel (por su abuela Catalina de Lancaster) y los rasgos físicos que señalaron los cronistas, aunque se dejaron llevar por la adulación, pues sus atractivos físicos eran escasos. «El gesto serio, casi adusto, en armonía con la afirmación de los contemporáneos de que rara vez reía». Volvemos a citar a su gran admirador el Cura de Los Palacios: «Fue la reina más temida y acatada que nunca fue en el mundo, porque todos los duques, maestres, condes, marqueses y grandes señores la temían e avían miedo de ella». Fue una mujer «de temple varonil», como solía decirse tiempo atrás; pero no hay que tomar las cosas en mal sentido: padeció mucho por las veleidades sentimentales de su marido, de quien estuvo profundamente enamorada, aunque sin abdicar un ápice de sus derechos. Tuvo una gran capacidad de trabajo y de sufrimiento, que no le escatimó el destino en sus últimos años. Fue una gran reina, pero no una santa como pretenden algunos entusiastas; le faltaba sensibilidad humana y le sobraba afición a la ostentación y el lujo, como le reprochaba su confesor, fray Hernando de Talavera. Una afortunada consecuencia de esas aficiones es la espléndida colección de primitivos flamencos que se conserva en la Capilla Real de Granada.

Fernando el Católico formaba con ella digna pareja. Nadie le ha atribuido la santidad, pero muchos, desde Maquiavelo, han visto en él el modelo del Príncipe, dotado de unas virtudes que no tenían que ser las mismas que se exigen a un particular. Aunque tenía sólo veintidós años cuando entró a reinar en Castilla, tenía ya cierta experiencia de gobierno como rey de Sicilia y regente de Aragón. Hernando del Pulgar lo pinta como «hombre de buen esfuerzo e gran trabajador en las guerras (…) inclinado a facer justicia; también era piadoso e compadecíase de los miserables (…) e como quiera que amaba mucho a su mujer, pero dábase a otras mujeres». De sus varios hijos bastardos el preferido fue don Alfonso, arzobispo de Zaragoza, para el que obtuvo innumerables beneficios de la corte apostólica. Las guerras consumieron su hacienda de tal modo que cuando murió apenas se halló con que hacerle un entierro digno. Confiesa Pulgar que era hombre de verdad, «las necesidades grandes en que le ponían las guerras le facían algunas veces variar»; sutil manera de decir que engañaba a sus rivales. También dice Pulgar que tenía una gracia singular que «cualquiera que con él fablase luego le amaba e deaba servir porque tenía la comunicación amigable». Pero tras estas apariencias corteses se escondía una voluntad de hierro; en tratándose de la Razón de Estado era implacable y a veces injusto. Con sus virtudes y defectos, aquella pareja real era lo que Castilla necesitaba después de unos reinados blandengues que la habían puesto al borde de la ruina.

Puesto que la guerra era inevitable cada bando trató de sumar aliados; la cuestión de la legitimidad era irrelevante; lo que importaba era el programa de los que apoyaban a cada candidata al trono; continuar el régimen anterior o implantar otro basado en el orden y la autoridad real. Al partido de Juana le perjudicó que su mascarón de proa fuera don Juan Pacheco, representante de la intriga y de los abusos señoriales; por eso la mayoría de las ciudades y del clero se pusieron de parte de Isabel; a su causa se sumaron varias de las más prestigiosas familias nobles castellanas: los Mendoza, Enríquez (almirantes de Castilla), Velasco (condestable), Pimentel y otras; lo hicieron no sólo por espíritu de bandería, tampoco sólo por celo del bien común (que no hay que negarles), sino también porque comprendían que un mínimum de orden y respeto a la autoridad monárquica era garantía de la pacífica posesión de sus patrimonios. Pero hubo oscilaciones, cambios de última hora: el propio arzobispo Carrillo se volvió hacia el partido juanista o portugués, cuando comprendió que Isabel no sería el instrumento dócil que había pensado.

En el resto de España se daban situaciones diversas; Galicia era una de las regiones más afectadas por los desórdenes; acababa de salir del movimiento irmandiño que fue una especie de guerra de todos contra todos: primero, de burgueses contra señores, después se sumó la protesta del campesinado, y ante los excesos cometidos la clase media se asustó y cambió de campo. Grande y cambiante fue el protagonismo de la Sede compostelana por la inmensidad de sus dominios y rentas; una familia, la de los Fonseca, la acaparó casi en régimen de mayorazgo. Al tomar el rey de Portugal parte relevante en la guerra sucesoria era inevitable que los gallegos se pronunciaran en uno o en otro sentido, pero aquel territorio se hallaba demasiado lejos del teatro de operaciones para influir en el resultado.

En Andalucía el pleito sucesorio tampoco interesaba más que en función de los intereses de la alta nobleza. El desorden era también allí tremendo y se complicaba con la cuestión de los conversos, a quienes favorecía el duque de Medina Sidonia, enfrentado a don Rodrigo Ponce de León, que había tomado el título de marqués de Cádiz. Ambos bandos habían combatido incluso dentro de Sevilla por la posesión de esta ciudad; una de las primeras medidas de Isabel fue asegurar al duque que podría continuar percibiendo los derechos de aduana que cobraba en Sanlúcar de Barrameda. En el sureste peninsular los intereses de don Pedro Fajardo, prepotente en Murcia, chocaban con los de los Pacheco, marqueses de Villena, dueños de la mayor parte de la actual provincia de Albacete. En el recuento de fuerzas también apuntaban Isabel y Fernando en su haber el señorío de Vizcaya; los vizcaínos estaban descontentos con los condes de Haro por sus intentos de someterlos a un régimen señorial; proporcionaron los vascos a Isabel y Fernando una excelente infantería que se distinguió en la batalla de Toro.

Era éste un caso excepcional; la infantería proporcionada por la Hermandad de ciudades valía más bien como fuerza auxiliar; el elemento decisivo en la lucha era la caballería, ligera (a la gineta) o pesada (lanzas). La lanza constaba de un caballero revestido de armadura y acompañado de uno, dos o más escuderos o peones. Esta tropa, cara y cualificada, que hacía entonces en la batalla el papel que hoy los carros de combate, sólo podían proporcionarla los grandes señores que mantenían una hueste profesional y que, además, dominaban las Ordenes de caballería.

Los primeros meses de 1475 transcurrieron en negociaciones, preparativos y tensa expectación. Fue el rey de Portugal el que inició las acciones guerreras; Alfonso V aspiraba a unir las coronas de Portugal y Castilla mediante un matrimonio con su sobrina Juana; celebró unos desposorios que después rompió alegando que no se había obtenido la licencia papal. La batalla de Toro enfrentó al rey portugués y sus aliados castellanos con las fuerzas de Isabel y Fernando, que resultaron victoriosas. Fue una batalla de tipo medieval, sin intervención de la artillería, en la que el arzobispo Carrillo y el cardenal Mendoza lucharon personalmente en sus respectivos bandos. La victoria no era decisiva, pero en toda España se tuvo la impresión de que la causa de doña Juana estaba perdida; muchos indecisos se decidieron y otros cambiaron de bando. El voluble arzobispo Carrillo pidió perdón y se le respetó su cargo entregando las fortalezas; contra el marqués de Villena se usaron otras armas, peligrosas: incitar a sus vasallos a la rebelión. Por otra parte, Luis XI de Francia, que se había comprometido a actuar en favor del rey portugués, se desinteresó después del fracaso de una invasión por Guipúzcoa. Finalmente, también Alfonso V dio por perdida la partida; el Tratado de Alcazovas (1479) reguló todas las cuestiones pendientes entre ambas Coronas: se reconocía el dominio castellano sobre las Cananas y a Portugal los territorios y rutas marítimas situadas al sur de dicho archipiélago. Un tratado de paz con Portugal finalizó las cuestiones pendientes y facilitó a los reyes dedicarse a las cuestiones más urgentes de orden interior.

Las cortes celebradas en Toledo el año 1480 figuran entre los actos más importantes de aquel reinado. En gran parte retomaron el programa de reformas formulado por la Junta de Burgos en 1464; pero también se trató de resolver otros problemas; el más acuciante, la restitución al patrimonio real de los bienes y rentas enajenados de forma irregular en los reinados anteriores; se encomendó esta tarea, que le valió muchas enemistades, a fray Hernando de Talavera. Según las tablas elaboradas por St. Haliczer las quince mayores familias del reino vieron sus rentas disminuidas en un 41,8 por ciento, el clero en un 52, la baja nobleza en un 58 y la clase media burguesa en un 59. Parece, pues, que hubo algún trato de favor para la aristocracia, lo que concuerda con la política general de aquellos reyes; sería exagerado decir que después de la guerra no hubo vencedores ni vencidos; los más adictos recibieron favores y los adversarios recortes en bienes mal adquiridos; hubo muchas torres y castillos derribados o desmochados pero poquísimas ejecuciones capitales; la de Pardo de Cela, el famoso jefe de irmandiños, parece que se hizo sin anuencia de los reyes. ¡Ya querríamos que todas nuestras guerras civiles hubieran terminado lo mismo! Al proceder así, Isabel y Fernando no actuaban sólo por generosidad, sino porque necesitaban de una nobleza fuerte y adicta para vertebrar un estado en formación. Ello no obstaba para que la Santa Hermandad actuara con gran energía contra los salteadores de caminos, y que la recién fundada Inquisición procediera con un rigor inusitado contra los judaizantes; diversos temas, diversas varas de medir, y un predominio evidente de la cabeza sobre el corazón en las más altas cimas del poder.

Liquidada la guerra sucesoria, la conquista del reino de Granada era el siguiente objetivo por toda clase de motivos, religiosos, económicos y políticos. No habían aprovechado los granadinos las discordias de los castellanos, porque ellos también estaban enzarzados y debilitados en luchas internas entre el viejo sultán Muley Hacen, su hijo Boabdil y, en ocasiones, un hermano del sultán apodado el Zagal. Llegó a haber tres reyes en Granada en plena lucha contra los cristianos. Asombra que en tales condiciones fueran capaces de resistir diez años a las fuerzas combinadas de Castilla y Aragón. Algunas razones lo explican: el reino nazarí, aunque pequeño, era áspero, montuoso y sembrado de castillos; su población, que en parte se componía de refugiados, combatía con el valor de la desesperación porque estaba ante el dilema de someterse o escapar al norte de África.

Mientras los granadinos combatían en su propio terreno, los castellanos tenían que desplazarse y asegurar el abastecimiento de un ejército numeroso, lo que originaba graves problemas logísticos y económicos. El mayor esfuerzo recayó sobre los nobles y los municipios andaluces. Si Andalucía no se hubiera hallado en una fase de recuperación difícilmente hubiera sido posible la conquista del reino nazarí. La guerra empezó de modo eventual, por uno de aquellos incidentes habituales en la frontera; los granadinos se apoderaron en un golpe de mano de Zahara; el marqués de Cádiz replicó tomando por sorpresa Alhama, donde quedó encerrado, en postura difícil. En un gesto caballeroso, su rival, el duque de Medina Sidonia, acudió a liberarlo. Esto sucedía en 1482, el año siguiente las tropas reales participan ya en las hostilidades, pero sufren sendos descalabros en Loja y la Axarquía (Montes de Málaga). Ya no era posible retroceder; había que seguir hasta el final.

La guerra fue una sucesión de asedios; muy pocas batallas campales. Fue decisiva la intervención de una poderosa artillería dirigida por Francisco Ramírez de Madrid, marido de Beatriz Galindo, La Latina, preceptora de Isabel la Católica. Cuando las murallas estaban aportilladas los habitantes pedían capitulación, que se les concedía con cláusulas generosas. Málaga fue una excepción; el castillo de Gibralfaro estaba guarnecido por voluntarios africanos que combatieron con gran valor causando a las tropas cristianas numerosas bajas. Los reyes hicieron responsables de estas pérdidas a la población civil inocente; los malagueños fueron vendidos como esclavos.

Otro asedio muy largo y costoso fue el de Baza en 1489; había muerto ya el rey Muley Hacen, mas no por eso reconocían todos los granadinos a su hijo Boabdil; sospechaban, y estaban en lo cierto, que había contraído pactos con los Reyes Católicos, declarándose su vasallo. Toda la zona oriental del reino obedecía a su tío el Zagal, empeñado en la defensa de Baza; cuando esta plaza cayó, tras prolongado asedio, toda la actual provincia de Almería se sometió, también mediante pactos, y algunos de los más altos jefes de la resistencia se convirtieron para conservar sus rentas y dominios. El caso más destacado fue el de Cidi Yahia, el defensor de Baza, que se convirtió en don Pedro de Granada Venegas, miembro de muy dilatada familia.

Granada aún resistía contra toda esperanza. Boabdil negoció secretamente una capitulación y entregó las llaves de la Alhambra en cuyas torres ondeó el pendón de Castilla el 2 de enero de 1492.

Las condiciones de la capitulación fueron muy generosas, más de lo que hacía posible el estado de los ánimos en España y en Europa entera que, amenazada por el avance turco, se regocijó de la eliminación de aquella cabeza de puente del Islam. Hubo festejos públicos, tedeum en las catedrales europeas y hasta una corrida de toros en Roma. Los Reyes Católicos respetaron la personalidad del reino de Granada, dotaron a su capital de voto en Cortes, trasladaron a ella la chancillería de Ciudad Real, convirtieron la Alhambra en sede de una capitanía general, dispusieron medidas de mejora urbanas y quisieron ser enterrados en ella. Pero las capitulaciones no se cumplieron: el ayuntamiento mixto, de regidores cristianos y musulmanes, sólo funcionó unos años, el celo religioso del primer arzobispo, fray Hernando de Talavera, orientado hacia una evangelización que respetara las peculiaridades de la población sometida, dio poco fruto. Los que esperaban una conversión rápida se sintieron defraudados; los cristianos que acudieron a la ciudad recién conquistada soportaban con impaciencia las llamadas a la oración desde los alminares de las numerosas mezquitas, y a su vez los granadinos no podían disimular su aborrecimiento al escuchar los toques de campana.

En 1499 los reyes volvieron a Granada. Los acompañaba fray Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo, de mentalidad totalmente opuesta a la de Talavera; pretendía acelerar el proceso de conversión con medios coactivos. A la vez, los mudejares se veían obligados al pago de tributos no estipulados en las capitulaciones. El descontento por estas y otras causas fue origen de una revuelta que comenzó en el barrio del Albaicín y se extendió a gran parte del Reino. La guerra se prolongó todo el año siguiente y los comienzos de 1501 y terminó con una paz ficticia: puestos en el dilema de bautizarse o abandonar el país, la mayoría optó por una conversión aparente; los que querían y podían emigrar a África ya lo habían hecho anteriormente, incluyendo a Boabdil, que vendió los dominios que había recibido en la Alpujarra y terminó sus días en Marruecos. Repobladores llegados, principalmente, de los otros reinos andaluces ocuparon el puesto de los emigrantes; sus relaciones con los nativos fueron malas, impregnadas de desprecio y conciencia de superioridad. Estuvieron algo más defendidos en los señoríos, por conveniencia de los propios señores. Los reyes hubieran preferido un reino en el que la autoridad real estuviera libre de trabas, pero tenían que recompensar a los grandes señores que habían ayudado a la conquista con hombres y dinero.

Toda esta historia nos deja un poso de sentimientos contradictorios; por una parte, la reintegración del reino nazarí al ámbito andaluz y español; la desaparición de una frontera, causa de inseguridad y despoblación, era un beneficio considerable para todos; la transformación de la ciudad de Granada se hizo con el propósito de mantener su rango; a los palacios reales, conservados en perfecto estado, se añadieron construcciones magníficas; la Granada renacentista y barroca no tenía nada que envidiar a la nazarí; allí nacieron don Alvaro de Bazán, fray Luis de Granada y otras figuras ilustres de nuestra historia; allí Sebastián de Nebrija dio a las prensas las obras de su padre, apud inclytam Granatam; en los jardines de la Alhambra conversó Boscán con el embajador veneciano Andrea Navagiero y aprendió de él la técnica de los sonetos «al itálico modo». Pero junto a estas imágenes de un pueblo enamorado del poder y la belleza se escuchan los lamentos del pueblo vencido, transmitidos por el enigmático Mancebo de Arévalo en la Kaida del Andalusiya; quejas de un pueblo que había defendido valientemente su libertad y que mereció ser mejor tratado.

La adquisición de las islas Canarias no fue tan importante como la del reino nazarí, pero no transcurrió mucho tiempo sin que se advirtiera su gran interés geopolítico; desde el inicio mismo de su reinado los Reyes Católicos comprendieron que para Castilla el Atlántico tenía la misma importancia que el Mediterráneo para la Corona aragonesa; de ahí el forcejeo con la Monarquía portuguesa acerca de la costa occidental de Marruecos y las aguas que la bañan. El dominio del archipiélago canario era fundamental; por eso reivindicaron su soberanía en las cuatro islas que ya pertenecían a señoríos de particulares y conquistaron las otras tres: Tenerife, Gran Canaria y La Palma. Tras las violencias inherentes a la conquista las islas recibieron un estatuto especial; hubo un capitán general en Santa Cruz de Tenerife, mientras Las Palmas fue sede de un obispado y una audiencia. Hubo en Canarias más autonomía y menos presión fiscal que en Castilla; gracias a ello, y al papel de etapa que adquirió tras el descubrimiento de América, la población aumentó a pesar de las erupciones volcánicas y los ataques de los piratas. Subsistió parte de la población indígena, que se asimiló pronto, así como la inmigración extranjera, y en lengua, usos y costumbres fue una réplica perfecta de la España peninsular. Como en Granada e Indias, los reyes recabaron de la Santa Sede el patronato eclesiástico que les era debido por su afán por extender el área de la cristiandad.

No tenían los reyes la misma libertad de movimiento y decisión en sus reinos patrimoniales que en los nuevamente adquiridos; de ahí las vacilaciones y aun contradicciones que se observan en su política interior, sobre todo en relación con la nobleza; así, mientras el problema de los remensas de Cataluña recibió solución definitiva por la sentencia de Guadalupe (1486) con la abolición de los malos usos, lo que permitió que se consolidara en Cataluña una sólida clase media campesina, la sentencia de Celada (1497) consagraba el poder absoluto y arbitrario de los señores aragoneses sobre sus vasallos. Y es que en Aragón la aristocracia tenía un poder que don Fernando no creyó oportuno desafiar.

El respeto de los reyes hacia la aristocracia se basaba en la evidencia de su fuerza material; aún después de la incorporación a la Corona de los maestrazgos de las órdenes militares y otras medidas seguía siendo muy grande; había señores devotos de la realeza y otros que tascaban el freno impacientes; las medidas para reducir su poder se rodeaban de precauciones y se acompañaban de compensaciones; cuando los reyes decidieron recuperar para el realengo Cartagena, señorío de los Fajardo, les dieron a cambio Los Vélez y otras villas reconquistadas en Almería. Siguiendo la misma política de recuperar las principales plazas portuarias del Sur dieron a los Ponce de León los títulos de condes de Casares y duques de Arcos en vez del de marqueses de Cádiz. Por el mismo procedimiento pasaron a poder de la Corona dos plazas de inmensa importancia estratégica conquistadas por los Medina Sidonia: Gibraltar y Melilla.

Si no trataban a la alta nobleza con la misma desenvoltura que a los ciudadanos y los clérigos era porque necesitaban de ella, tanto para el gobierno interior como para la política exterior, pues por primera vez en nuestra historia España, la suma de Castilla y Aragón, tenía una política exterior coherente, común, heredera de tradiciones anteriores, y para ello necesitaban de unos recursos (diplomacia, dinero, ejército) para los que el concurso activo de la Aristocracia era indispensable. Las finalidades de esa política eran esencialmente tres: mejorar las relaciones con Portugal, sin descartar una futura unión dinástica; continuar la lucha contra el Islam en el norte de África y mantener la presencia en el sur de Italia.

En el primer aspecto, restañadas las heridas causadas por la guerra sucesoria (en la que Portugal, no lo olvidemos, había intervenido no contra Castilla, sino como aliado de uno de los dos bandos que la dividían) se trataba de coordinar esfuerzos y eliminar fricciones, primero en África y el Atlántico adyacente, lo que se consiguió en el tratado de Alcazovas, y cuando el descubrimiento de América amplió enormemente el horizonte, por el tratado de Tordesillas. Pero se trataba también de preparar una unión dinástica, punto en el que los reyes portugueses no mostraban menos interés que los castellanos. Por fortuna, la unión de Isabel y Fernando, que sólo tuvieron un hijo varón, fue fecunda en hijas: Isabel casó con don Manuel el Afortunado; de esta unión nació el príncipe Miguel, que murió de cortísima edad después de haber sido jurado príncipe heredero de Portugal, Castilla y Aragón. Don Manuel volvió a casarse con otra infanta, María, y al morir recomendó a su heredero que casara a su hermana Isabel con el que luego fue emperador Carlos V. En esta recomendación, o más bien orden, no hay que ver sólo fines políticos, sino dinásticos y paternales; los huesos de don Manuel debieron exultar de gozo en su tumba cuando su hija se convirtió no sólo en reina de múltiples coronas, sino en emperatriz de Occidente.

Las relaciones con Francia eran las más conflictivas; en este punto se aprecia claramente que si doña Isabel tenía gran intervención en la política interior, la exterior estaba dominada por don Fernando y la política antifrancesa de Aragón; Luis XI no había devuelto los condados de Rosellón y Cerdaña; su sucesor, Carlos VIII, alimentaba proyectos que ponían en peligro la secular hegemonía catalano-aragonesa en la Italia meridional. Para neutralizar a una Francia que renacía con gran fuerza tras los desastres de la guerra de los Cien Años, la extraordinaria habilidad diplomática de don Fernando tejió una sutil tela de araña hecha de velos nupciales que la envolvían: matrimonio inglés de la infanta Catalina, fuente después de graves complicaciones, y doble matrimonio de Margarita de Borgoña con el príncipe heredero Juan y de Juana con Felipe el Hermoso, con lo que las cuestiones pendientes con Francia ya no se limitaban a Italia, sino a la disputada herencia flamenco-borgoñona de Carlos el Temerario. Para aumentar la presión, don Fernando apoyó a la duquesa de Bretaña, región particularista que no quería ser absorbida por Francia.

El problema italiano se presentaba muy embarullado por la multitud de actores en presencia y su variedad de intereses, lo que dotaba a sus posturas de una gran versatilidad. Los príncipes y repúblicas de Italia, conscientes de su debilidad militar, maniobraban con destreza anudando alianzas, cambiando de campo, enfrentando unas con otras a las grandes potencias, que en este caso eran tres: Francia, España y el Imperio que reclamaba una vaga soberanía. Al fondo la amenaza turca, presente en el Adriático y en Túnez, capaz no sólo de alimentar la permanente piratería, sino de poner pie en la Península, como ya ocurrió en Otranto, donde cometieron crueldades inauditas. Incluso Roma se sentía amenazada.

Roma era una ciudad llena de españoles; incluso tuvo en aquel tiempo dos papas españoles, los dos últimos o, por mejor decir, los únicos dos seguros, porque la hispanidad de san Dámaso es cuestionable. ¡Curiosa figura la de Rodrigo de Borja! Aunque ha encontrado defensores pasa por ser la encarnación de la más corrompida corte pontificia del Renacimiento. Sin embargo, fue elegido papa, tomando el nombre de Alejandro VI, en aquel año 1492 preñado de acontecimientos. Y lo fue por la unanimidad del colegio cardenalicio, quizás porque se confiaba en su demostrada habilidad para desviar de Roma el tornado que significaban los proyectos de Carlos VIII de Francia sobre el reino napolitano. A los Reyes Católicos les sorprendió agradablemente la noticia. Ya cuando era vicecanciller de los papas anteriores habían hecho con él buenos negocios aprovechando el intenso afecto que sentía por su numerosa prole sacrilega. Ahora que era papa ese comercio de favores recíprocos podía alcanzar el más alto nivel, y en efecto las bulas alejandrinas que otorgaban a Castilla la soberanía sobre el Nuevo Mundo tuvieron como contrapartida la concesión del ducado de Gandía a uno de los hijos de Alejandro VI.

Las relaciones entre los papas y los reyes de España siguieron siendo muy estrechas hasta el siglo XVII porque, a más de cabezas de la Cristiandad y, por tanto, de la Iglesia española, los papas eran señores temporales de un Estado que ocupaba todo el centro de Italia, y al que podían presionar no sólo con amenazas militares sino con medidas económicas. Por eso, al replantearse la cuestión de Napóles era factor importante que un español ocupara la Silla de San Pedro. Al aproximarse el ejército de Carlos VIII el papa se encerró en el castillo de Sant’Angelo. Fernando el Católico sacó partido de esta circunstancia con una habilidad que también se podría calificar de doblez o engaño; había pactado con el rey francés la devolución de Rosellón y Cerdaña a cambio de dejarle las manos libres en Napóles por el tratado de Barcelona (1493), pero como no le agradaba la idea de ver al francés instalado en un reino tan ligado a la Corona de Aragón, alegó que en el tratado no se preveía un ataque a la Santa Sede. Ésta era una argucia legal; moralmente también podía alegar que los franceses cometían en Napóles mil tropelías, achaque propio de toda guerra hecha con mercenarios.

Éste fue el origen de las famosas Guerras de Italia, famosas no sólo porque establecieron la soberanía española en Napóles durante dos siglos, sino porque forman un capítulo importante de la historia militar, de la revolución del arte de la guerra. En esencia esa revolución consistía en trasladar el protagonismo en el campo de batalla de la caballería pesada a una infantería provista de armas de fuego. La fuerza principal del ejército francés consistía en lanceros revestidos de armaduras y acompañados de pajes y escuderos. Como segundo elemento figuraban en el ejército francés miles de suizos con largas picas que lo mismo servían para atacar que para detener la caballería enemiga. Gonzalo Fernández de Córdoba, el hombre a quien Fernando V confió la misión de arrojar a los franceses de Napóles, estudió y halló la solución del problema a costa de tiempo y de algunos reveses iniciales. No era un combatiente impetuoso sino un táctico prudente, capaz de esperar meses hasta que se presentara una coyuntura favorable. Los hombres que recibió de España eran, en su mayoría, veteranos de la guerra de Granada, que había sido una guerra muy distinta; había que entrenarlos para un nuevo tipo de acción. La experiencia le enseñó que la única manera de evitar el choque con la temible caballería francesa era detenerla con tiros a distancia, utilizando, tanto los arcabuces, que hacían un disparo cada dos minutos, como las ballestas, menos eficaces pero más rápidas. Después haría intervenir a los piqueros y la caballería ligera. Con esta táctica, basada en la supremacía de la infantería y las armas de fuego, el Gran Capitán reconquistó Napóles y echó las bases de la organización militar española concretada en los tercios, unidades que combinaban las diversas armas pero con predominio de la infantería.

La retirada de los franceses de Italia no sólo se debió a la acción militar, sino a la alianza que los Reyes Católicos habían ido tejiendo, en la que entraban Milán, Venecia, el Papa y el emperador Maximiliano. Pero la cuestión de Italia no estaba aún decidida, al atolondrado Carlos VIII sucedió Luis XII, también dispuesto a utilizar las energías del más vigoroso reino de Occidente para dominar Italia. Por su parte, don Fernando tampoco estaba satisfecho de haber realizado tan gran esfuerzo sólo para restablecer en el trono de Napóles a la rama bastarda de la dinastía aragonesa. Poseyendo Sicilia era grande la tentación de recuperar aquel ubérrimo reino napolitano, residencia predilecta de su tío Alfonso V. Ni él ni el rey francés eran sinceros al firmar el tratado de Granada (1500), que repartía en dos zonas de influencia aquel reino, dejando en el aire, quizás adrede, el destino de varias regiones. El conflicto no tardó en producirse; enviado de nuevo Gonzalo Fernández de Córdoba, aguardó la ocasión propicia, venció en Ceriñola y Gareliano y aseguró así el dominio de España de un modo durable. Suele censurarse el comportamiento de don Fernando con el hombre que le había proporcionado victorias decisivas; lo llamó a España y no le permitió volver a Italia; le concedió honores y rentas pero no el maestrazgo de la orden de Santiago. ¿Eran infundados sus recelos? Es imposible asegurarlo. En todo caso, la estirpe del Gran Capitán, que a sus títulos españoles unió el ducado italiano de Sesa, brilló con un esplendor del que da fe el monasterio de San Jerónimo de Granada, donde hallaron digno reposo sus restos mortales.

En el declive de las carreras de hombres como fray Hernando de Talavera y el Gran Capitán influyó la decadencia física y moral de la reina Isabel, que había sido su valedora. Antes de morir, víctima de un cáncer, en 1504, la habían destrozado tres tragedias familiares: la locura de su hija Juana, la muerte del príncipe don Juan y la del principito Miguel. Fueron tragedias para la reina y para toda España, cuyos destinos fueron desviados por aquellas muertes. Suele elogiarse la política matrimonial de los Reyes Católicos, pero la verdad es que sus resultados fueron más bien negativos. Las alianzas matrimoniales con reyes portugueses dieron lugar a una posterior unificación que no duró largo tiempo y a la postre contribuyó más a separar que a unir; los matrimonios ingleses de Catalina, primero con el príncipe Arturo y luego con Enrique VIII, tuvieron consecuencias nefastas, y el doble matrimonio borgoñón (Juan con Margarita, Juana con Felipe el Hermoso), de momento decepcionaron a los Reyes Católicos en cuanto a la capacidad del emperador Maximiliano para intervenir en los asuntos de Italia, que se demostró que era casi nula; luego introdujo en Castilla a un rey flamenco que sólo trajo divisiones y a la postre involucró a España en unas cuestiones derivadas de la soberanía de Flandes que nos trajeron mucha gloria y muchos desastres.

Así como el protagonismo en la política exterior lo ostentó don Fernando, las grandes cuestiones de política interior, especialmente religiosas, sin dejar ni mucho menos indiferentes a Fernando, son más imputables a Isabel, aunque siempre procediendo ambos consortes tan unidos que es difícil distinguir el grado de autoría de cada uno. Es probable que la sensibilidad de la reina en materias de religión y las experiencias que vivió en su primera visita a Sevilla la impulsaran a seguir la opinión de quienes venían insistiendo en la idea de que había que establecer una Inquisición que castigara a los judaizantes. En páginas posteriores trataremos de esta institución, su desarrollo posterior y consecuencias para no fragmentar un tema de tal interés. La expulsión de los judíos también está íntimamente relacionada con el mismo problema.

La minoría judía nunca se repuso de las violencias de 1391 y la campaña de conversiones orquestadas que siguieron. Quedaron los más fieles, repartidos en multitud de juderías, la mayoría de muy pequeño tamaño. Las investigaciones más recientes no permiten pensar que hubiera más de cien mil judíos en toda España en 1492. También desmienten las fábulas sobre su poder y riquezas; había algunos altos funcionarios, algunos judíos enriquecidos por la usura, pero la gran mayoría pertenecían, bien a una clase media de profesionales (médicos y escribanos sobre todo) o a un artesanado con cierta especialización: sastres, zapateros, ebanistas… Las grandes fortunas eran pocas, y también las situaciones de miseria por el sentido de solidaridad del grupo. El decreto de 31 de marzo de 1492 que los ponía en el dilema de bautizarse o emigrar sorprendió a todos, y la única explicación coherente es la que se da en el mismo decreto: evitar que su ejemplo y su práctica religiosa impulsaran a los conversos a judaizar. Se han propuesto otras explicaciones que no resisten un examen serio: el supuesto racismo de los monarcas no existió; estaban rodeados de judíos y conversos; el producto de los bienes confiscados no igualaba ni de lejos las pérdidas que sufría la Hacienda Real con la desaparición de un grupo de buenos contribuyentes, la presión social se había desviado hacia los conversos, y la nobleza, que constituía la clase más influyente, estaba más inclinada a proteger a los judíos que a destruirlos.

Si los reyes pensaron que la mayoría de los judíos se convertiría sufrieron una decepción, pues si bien los bautismos de última hora fueron numerosos y hubo bastantes regresos, la gran mayoría dio un bello ejemplo de cohesión y perseverancia eligiendo el difícil camino del exilio. Debieron ser unos 80 000 y los caminos que siguieron fueron diversos; muchos traspasaron la frontera de Portugal, pero allí sólo les ofrecían una estancia de pocos meses, otros fueron a Marruecos, corriendo suertes diversas, no pocos engrosaron los grupos judíos que ya existían; otros, maltratados por las tribus del Rif, regresaron espantados y despojados de todo. Algunos llegaron hasta Turquía, donde apreciaban sus conocimientos profesionales. Otros se diseminaron por varias naciones europeas y bajo el rótulo general de sefardíes mantuvieron largo tiempo el recuerdo y el idioma de su patria de origen.

Antes que España, casi todas las naciones europeas habían expulsado a los judíos. ¿Por qué en el caso de España este acto tuvo más repercusión? Quizás por su volumen, por la alta calidad de los expulsados, por haberse producido en una época en la que era mayor la comunicación y difusión de las noticias, o porque en las demás naciones las órdenes de expulsión cayeron en desuso y en España se mantuvieron con rigidez. Pero no hay que creer que en su tiempo fuera criticada; incluso humanistas de la talla de Maquiavelo y Guicciardini la alabaron como medida de buen gobierno; fue en el Siglo de las Luces cuando empezó a ser criticada.

Al morir Isabel la Católica se produjo una grave crisis institucional, puesto que entre Castilla y Aragón no existía más que una unión personal. En su testamento la reina disponía que le sucediera como reina de Castilla su hija Juana, y en caso de incapacidad gobernara en su nombre don Fernando. Las cortes reunidas en Toro no lo apoyaron con la firmeza que él hubiera deseado; se manifestaban en Castilla, sobre todo entre los miembros de la aristocracia, deseos de sacudirse una presión que les parecía demasiado autoritaria, volver a los «buenos tiempos», cuando reyes sin autoridad repartían mercedes a manos llenas. Al llegar a España Felipe el Hermoso, estos sentimientos se manifestaron con tanta evidencia que don Fernando, descorazonado, abandonó Castilla y, por despecho o cálculo político, tomó una determinación que ha sido muy criticada: contraer matrimonio con Germana de Foix, sobrina de Luis XII, como gesto de acercamiento a Francia. De esta unión nació un hijo que, de haber sobrevivido, hubiera sido rey sólo de Aragón, pero aquellas carambolas del destino que antes habían segado las esperanzas puestas en los príncipes Juan y Miguel, esta vez jugaron en favor de la unidad; casi a la vez murieron el hijo de Germana y el propio Felipe I, sumiendo a sus partidarios en el desconcierto, porque la demencia de doña Juana se hizo tan evidente que no quedaba otro recurso que poner en vigor la regencia del rey aragonés.

En su segunda etapa de gobierno don Fernando se ocupó de modo primordial de la política internacional, de orientación antifrancesa, puesto que tanto Luis XII como Francisco I persistían en alcanzar la hegemonía en la península italiana. Los asuntos internos quedaron al cuidado de dos arzobispos, el de Toledo en Castilla y el de Zaragoza en la Corona aragonesa; curiosa y significativa muestra de lo que pesaba el estamento eclesiástico en la vida española. Jiménez de Cisneros fue un excelente gobernador y don Fernando premió sus desvelos gestionando para él el capelo cardenalicio. La preocupación principal de Cisneros fue la reforma del clero regular, que impulsó con energía lindando con la dureza. Mantuvo a raya a los aristócratas levantiscos, se hizo acreedor al reconocimiento de la posteridad con su mecenazgo cultural (universidad de Alcalá, Políglota Complutense), desfogó sus ardores de cruzado asaltando personalmente las murallas de Oran. Algo de ese espíritu de cruzada ya en vías de extinción alcanzó también a don Fernando e inspiró una curiosa anécdota ya en el fin de sus días: marchaba moribundo en dirección a Guadalupe, que no llegó a alcanzar, y se resistía a tomar las disposiciones necesarias para una muerte cristiana, porque decía que una monja de El Barco de Ávila le había pronosticado que no moriría sin tomar Jerusalén.

De menos relieve pero también notable es la figura de Alfonso de Aragón, hijo bastardo de don Fernando, destinado, como otros bastardos ilustres, a la carrera eclesiástica para disponer del poder y riquezas de la Iglesia. Sólo dijo una misa en su vida, y su padre le gestionó tal cantidad de prebendas en la curia romana que se dice comentó el papa: Insatiabilis est filius regis iste. Pero también hay que decir que como lugarteniente y virrey gobernó con acierto aquellos reinos. Tuvo un hijo sacrílego que le sucedió en la sede zaragozana, convertida en una especie de mayorazgo de la Casa real de Aragón.

Capítulo muy destacado de las relaciones con Francia era la cuestión de Navarra; hemos aludido antes al afrancesamiento de su dinastía, lo que en caso de guerra representaba un peligro evidente. Juan de Albret, último rey de Navarra, era a la vez feudatario del rey de Francia, y ello lo colocaba en postura dificilísima ante la exigencia de Fernando el Católico de que dejara paso libre a sus tropas. Para colmo, el infeliz rey se vio envuelto en la maraña de las guerras de Italia como resultado de la soberanía temporal de los papas y la mezcla abusiva de negocios religiosos y políticos; el papa Julio II formaba parte de la Gran Liga dirigida por don Fernando para frenar las ambiciones del rey francés, de donde resultaba el siguiente silogismo: el rey de Francia era enemigo del papa y cismático; el rey de Navarra era aliado del rey francés, luego él también era cismático y merecía ser excomulgado y privado de su reino, así constaba en la bula Pastor ille coelestis expedida en 1512, reforzada el año siguiente por otra del mismo tenor. De esta manera, la invasión de Navarra llevada a cabo por el duque de Alba y apoyada por el partido beamontés se convertía en una especie de guerra de religión. El desenlace fue rápido; tras corta resistencia Navarra quedó unida por lazos dinásticos a Castilla con pleno respeto a su personalidad, sus cortes y sus fueros. Pero un trozo del territorio navarro al norte del los Pirineos quedó separado y girando en la órbita del reino de Francia; desde Enrique IV de Borbón los monarcas franceses se titularon reyes de Francia y de Navarra.

El Rey Católico designó en su testamento como heredero (respetando la soberanía nominal de doña Juana, recluida de por vida en Tordesillas) a su nieto Carlos, residente en Flandes. Hubiera sido más acertado nombrar a su hermano Fernando, criado en España, pero había que respetar las leyes sucesorias, que imponían la primogenitura. En tanto llegara Carlos, el cardenal Cisneros ejercería la regencia en Castilla y el arzobispo de Zaragoza en Aragón. Pocas dificultades tuvo éste que superar, pero Cisneros debió hacer uso de toda su energía y dotes de mando para refrenar las ambiciones de la inquieta nobleza. Comprendió la necesidad de que la realeza tuviera no sólo una Guardia, sino un potente ejército que planeó con el nombre de Gente de la Ordenanza, pero la resistencia de los magnates a que se creara un ejército real y popular hizo fracasar el proyecto. Cisneros murió cuando marchaba al encuentro de don Carlos antes de saber que su destitución ya estaba decidida por la camarilla flamenca.

Antes de continuar nuestro relato prefiero intercalar aquí una noticia sucinta sobre la imagen y actividades del Santo Oficio de la Inquisición, un legado poco afortunado de Fernando e Isabel.

Las más frecuentes y justificadas críticas contra los Reyes Católicos son las que se refieren a su política represiva contra los disidentes religiosos; una constante en su reinado, pues a los comienzos del mismo establecen el Tribunal de la Inquisición. En 1492 promulgan el decreto de expulsión de los judíos y más tarde rompen los pactos firmados con los musulmanes granadinos que les aseguraban la libertad religiosa. Son vanos los esfuerzos de los apologistas por minimizar estos hechos; lo procedente es determinar sus causas, sus fines y sus repercusiones. La Inquisición, además de haber adquirido una notoriedad universal, con gran detrimento de la reputación de España, es una institución que ha suscitado y aún suscita grandes controversias sobre su naturaleza, origen y fines que se perseguían con su implantación. ¿Maquinaria política en el fondo, justificada por razones religiosas? ¿Producto de unos odios sociales y racistas que los reyes utilizaron en su provecho? Sin llegar a las aberrantes conclusiones de B. Netanyahu, no son pocos los que piensan así, incluyendo destacados especialistas en la materia.

En parte, la confusión se produce por establecer unas fronteras estrictas entre lo espiritual y lo temporal que en aquella época no existían; los soberanos (no solamente los españoles) tenían deberes y atribuciones muy amplias en materia eclesiástica; el disidente, el hereje, no sólo era un transgresor religioso, sino un elemento peligroso y un súbdito infiel. Otra circunstancia que empaña nuestra visión es la dificultad que hoy se experimenta, en un mundo muy secularizado, en admitir que unos soberanos actúen por móviles puramente religiosos; siempre se busca por debajo el motivo político, el motivo social, que sin duda podía ir adherido aunque no fuera predominante. Antes de los Reyes Católicos la Inquisición ya era reclamada como sanción contra los judeo-conversos apóstatas por individuos y por órdenes religiosas enteras, sobre todo por los franciscanos, pero Enrique IV no se decidió; en su reinado, como antes en el de Juan II, los conversos se habían visto muy mezclados en los disturbios, buscaban y hallaban protectores en las filas de la alta nobleza, y de esa manera se implicaban en luchas políticas y sociales, que en Toledo tuvieron gran virulencia y motivaron el primer estatuto de limpieza de sangre, que excluía a los conversos de ciertos cargos y profesiones. Igual mezcla de factores diversos se daba en Andalucía, donde menudearon las violencias contra los conversos; uno de ellos, Antón de Montero, se lamentaba de que a pesar de cumplir todos sus deberes como cristiano y comer «lonchas de tocino grueso» nunca pudo borrar «este rastro de confeso».

Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios, localidad cercana a Sevilla, en su Crónica de los Reyes Católicos, también declamaba contra aquellos conversos, malos cristianos, contra su empinación (soberbia), sus éxitos sociales, su «gran riqueza e vanagloria, de muchos sabios e doctos, obispos, canónigos, contadores, secretarios de reyes e de grandes señores», y llevado de un odio monstruoso, expresaba el deseo de que «pues que la leña esta encendida que arda fasta el cabo». Pero no eran los judeo-conversos los únicos que triunfaban, ascendían, se enriquecían; también había muchos cristianos viejos soberbios y arribistas, y sus éxitos no despertaban un odio tan feroz porque faltaba el componente religioso. Los Reyes Católicos, cuya corte estaba llena de conversos, no se dejaban arrastrar por estas pasiones; se daban cuenta de su intensidad, sobre todo en Andalucía y en el reino de Toledo (como revelaba el episodio del Niño de la Guardia, supuesta víctima de un asesinato ritual). La idea de una Inquisición flotaba en el ambiente; era una idea que tenía defensores y contradictores dentro de su propio entorno. También había que considerar el daño económico que suponía la destrucción de una minoría laboriosa en la que figuraban no pocos mercaderes, secretarios, tesoreros reales y municipales y otras personas especializadas. Sin duda, el retraso de dos años entre la fecha en que el papa Sixto IV otorgó la bula fundacional y la de 1480 en que comenzó a funcionar el primer tribunal inquisitorial, el de Sevilla, se debió a gestiones encontradas y vacilaciones regias, pero una vez tomada la decisión los reyes apoyaron a la Inquisición como cosa suya. Cuando el papa, movido por los relatos (y quizás también por las dádivas) de los conversos amenazados, quiso rectificar, Isabel y Fernando le hicieron saber que sólo ellos dirigirían la temible institución, dentro de la misma línea de conducta que les llevó a sostener y conseguir que sólo ellos designarían a los que habían de ocupar las sedes episcopales. Motivos religiosos que encajaban en el profundo sentido de responsabilidad que tenían los monarcas y que accesoriamente les procuraban también un refuerzo de su soberanía temporal, aunque, en el caso de don Fernando la Inquisición le procuró la enemistad de un sector que antes le era favorable; quienes se sentían amenazados por la Inquisición se arrimaron al bando de Felipe el Hermoso, y de no ser por su muerte prematura es posible que la Inquisición hubiera tomado otro giro. La lucha de don Fernando contra este sector explica la escandalosa impunidad del inquisidor Rodríguez Lucero, que en Córdoba cometió atrocidades sin cuento; los conversos cordobeses que inmoló en Córdoba eran enemigos de don Fernando y éste, supuestamente, le pagó dejando sin efecto la condena a que se había hecho merecedor por sus excesos. Mucho tiempo después Felipe II se sirvió de la Inquisición aragonesa para intentar atrapar a Antonio Pérez. En el reinado de Felipe IV hubo otro caso muy claro y muy sonado de manipulación política de la Inquisición: el proceso a Jerónimo Villanueva, colaborador del conde duque de Olivares. Otro caso muy famoso fue el de Macanaz, en el reinado de Felipe V, pero fue sólo a partir de la Revolución Francesa cuando la Inquisición tomó un tinte claramente político; con anterioridad, lo que puede decirse es que, colaborando con el mantenimiento de la ortodoxia, la obediencia a las autoridades y las buenas costumbres, la Inquisición era considerada por los reyes como un factor de estabilidad social, pero los procesos puramente políticos representaron un porcentaje mínimo.

La autoridad de los reyes sobre la Inquisición se basaba en que era una institución muy jerarquizada y ellos tenían el control de los órganos de decisión: el inquisidor general y el Consejo de la Suprema Inquisición. Había también una dependencia económica, porque, tras los años iniciales en los que las confiscaciones de los bienes de los reos fueron numerosas, la Inquisición era deficitaria, y los reyes tuvieron que subvencionarla. Aunque teóricamente la Inquisición dependía del papa, en la práctica era un coto cerrado que los reyes defendieron con todos los medios de presión de que disponían: el enfrentamiento más agrio se produjo cuando, basándose en algunas expresiones poco claras de su Catecismo, la Inquisición, gobernada entonces por el temible inquisidor general Valdés, procesó nada menos que al arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, es decir, a la más alta autoridad de la Iglesia española. El Papa insistió con tal energía en que el proceso debía celebrarse en Roma que Felipe II consintió en ello, pero a la vez presionó para que se le condenase; el papa no se atrevió a absolverlo aunque estaba convencido de su inocencia; se le condenó como sospechoso de herejía, abjuró de algunas proposiciones contenidas en su Catecismo y poco después murió; Gregorio XIII le proporcionó en una iglesia romana una sepultura digna con una inscripción elogiosa. En fecha reciente sus restos han sido trasladados a la Catedral Primada.

A comienzos del reinado de Carlos V la Inquisición estuvo a punto de ser extinguida; había cumplido su misión, la de exterminar aquella fracción (quizás la quinta o sexta parte) de los judeoconversos que se había hecho culpable o sospechosa de recaer en el judaísmo; para sobrevivir buscó y halló nuevas víctimas: moriscos que, tras forzada aceptación del bautismo, seguían observando los preceptos islámicos, marranos portugueses que conservaban un judaísmo más o menos alterado y que, tras la unión peninsular de 1580, entraron en España en gran número; cristianos viejos mal adoctrinados, culpables de proposiciones, como decir que no era pecado cohabitar con mujer soltera o con prostituta; clérigos solicitantes en el ministerio de la confesión. Al perseguir estas desviaciones la Inquisición colaboraba con el espíritu reformista del concilio de Trento, aunque se apartara de su primer objetivo, pues un bígamo, por ejemplo, atentaba contra la moral pero no era un hereje.

Lo que confirió a la Inquisición una nueva y terrible dimensión fueron las salpicaduras del protestantismo, detectadas en España a mediados del siglo XVI y conocidas como brotes luteranos aunque no todos los casos fueran asimilables a la doctrina de Lutero. Las implicaciones políticas de tales novedades religiosas tuvieron no poca responsabilidad en el fracaso final de Carlos V; por ello, desde su retiro en Yuste, conjuraba a su hijo para que arrancara de raíz aquellos brotes. Felipe II no necesitaba de las exhortaciones paternas para usar el máximo rigor; presidió algunos de los autos de fe en los que se condenó a muerte a los presuntos protestantes y tuvo no poca responsabilidad en el ensoberbecimiento de la Inquisición. Los condenados en los autos de Valladolid y Sevilla no eran gente vulgar, predominaban los nobles, los clérigos, personas que por sus viajes y lecturas habían tomado una actitud crítica respecto a la vieja fe y sus representantes. Ahogada en su cuna, la Reforma religiosa no volvió a manifestarse en España más que en algunos casos aislados, en su mayoría protagonizados por extranjeros.

Entró la Inquisición en el siglo XVII revestida del máximo poder; los órganos centrales controlaban minuciosamente los tribunales de España, Sicilia, Cerdeña e Indias; una red de agentes subalternos, comisarios y familiares se extendía por todas las comarcas; vigilaban, transmitían informaciones; no cobraban sueldos pero disfrutaban de ciertas exenciones y de una consideración social que les proporcionaba ventajas; era más fácil y más barato obtener un puesto de familiar que un hábito de Santiago, y ello les daba acceso a las oligarquías locales; incluso podía facilitar un casamiento ventajoso. A nivel popular la Inquisición era temida y respetada en grado sumo. En las altas esferas su arrogancia le granjeó muchos y fuertes enemigos; en el siglo XVII aparecieron resquebrajaduras; la institución de la Privanza le fue fatal; cada favorito quería poner un inquisidor general que estuviera a sus órdenes; por eso hubo bastante trasiego y dimisiones en la cúpula inquisitorial. El malestar de la alta administración se concretó en la famosa consulta de 1696 en la que se denunciaban la prepotencia y los abusos de la Inquisición.

En el siglo XVIII los Borbones toleraron más que favorecieron la Inquisición; tras su última ofensiva contra los restos del marranismo de origen portugués las condenas graves se hicieron raras, cesaron los autos públicos en las plazas, sustituidos por ceremonias más simples en algún templo o en el interior del mismo recinto inquisitorial; dejó de interesar el cargo de familiar y todo anunciaba una muerte por consunción, que se hubiera producido si la alarma producida por las ideas volterianas y los sucesos revolucionarios de Francia no le hubieran insuflado una nueva vitalidad.

Los juicios sobre la Inquisición se han resentido mucho del partidismo político y religioso; hoy se ve aquel fenómeno con más serenidad, sin que por ello desaparezcan las discrepancias; quienes tratan de disculpar aquella institución alegan que sus procedimientos no eran más crueles que los que usaban los tribunales civiles, y que se ha exagerado mucho el número de víctimas; en efecto, las diez mil condenas a muerte no parecen una cifra sobrecogedora repartidas a lo largo de cuatro siglos, cuando se prodigaba en todos los países incluso por delitos de menor cuantía, y no hay comparación posible con los holocaustos que ha vivido nuestra época. Esto es cierto, pero no hay que apresurarse a absolver a la Inquisición, porque aparte de la pena de muerte aplicaba otras durísimas: confiscación de bienes, galeras, azotes, cuyas consecuencias no recaían sólo sobre el reo, sino sobre toda su parentela. Para una sociedad tan pagada de la dignidad y el honor recibir doscientos azotes públicamente era un suplicio peor que la muerte; y la Inquisición se ensañaba con la víctima y sus familiares, cuidando de que los humillantes sambenitos colgasen en sitios públicos, con el nombre y circunstancias del reo para que su infamia fuera eterna. Lo único que podían hacer los descendientes era buscar otra residencia y cambiar de apellidos; es lo que hizo la familia de santa Teresa de Jesús, con buenos resultados. La mayoría no tuvieron tanta suerte.

Otra cuestión discutida es la concerniente a la responsabilidad de la Inquisición en la decadencia de la cultura española. Menéndez Pelayo, y con él otros apologistas, han alegado que puesto que la Inquisición coexistió, todavía en plena fuerza, con el Siglo de Oro de nuestra cultura, no puede hacérsela responsable de sus fallos, de sus lagunas y de su posterior decadencia. Hay que aclarar una cuestión previa: la Inquisición perseguía doctrinas, no comportamientos morales, por lo tanto, no hay que extrañarse de que en los índices de libros prohibidos no se incluyeran obras de contenido erótico e incluso anticlericales como La Celestina y El Lazarillo; más bien habría que preguntarse por qué, en sus etapas finales, se constituyó en guardiana de la moralidad e incluso llegó a molestar a coleccionistas de pinturas ligeras de ropa.

Dicho esto, hay que reconocer que en la lista negra de la Inquisición española no figuran víctimas de la categoría de Giordano Bruno, quemado por la Inquisición romana; el humanista Etienne Dolet, que sufrió la misma pena por el dictamen de la Sorbona parisiense; Servet, víctima de Calvino, o Tomás Moro, decapitado por orden de Enrique VIII. La nómina de escritores perseguidos por la Inquisición española no es larga y en la mayoría de los casos sus procesos no dieron lugar a condenas graves, pero no por eso hay que dejar de reconocer sus responsabilidades; es claro que la tuvo en la decadencia de los estudios hebraicos, florecientes en Salamanca hasta el proceso de fray Luis de León y sus dos compañeros, Grajal y Cantalapiedra. No se le puede imputar el retraso (fundamental) en la física y las matemáticas. En este aspecto hay que buscar otras causas. Pero es indudable que el clima de alarma creado por la Inquisición en el siglo XVI, alimentó una atmósfera de recelo; santa Teresa, denunciada, fue absuelta pero el susto fue mayúsculo; san Ignacio, denunciado, también fue absuelto; mas, por si acaso, los jesuitas trasladaron a París el grupo deliberante; el temor de san Francisco de Borja cuando la Inquisición prohibió sus Obras del cristiano fue tan grande que huyó a Portugal. Todo el pujante misticismo quedó bajo sospecha tras la persecución de los alumbrados por la dificultad de trazar una línea de separación entre la mística ortodoxa y la heterodoxa.

Prescindiendo de casos concretos, la atmósfera enrarecida de sospecha y temor que engendraron estos hechos emponzoñó toda la vida intelectual. Una de sus manifestaciones fue la ruina del espíritu crítico, el temor a expresar opiniones que parecieran poco piadosas, y ello favoreció la impunidad de los forjadores de leyendas, de falsas historias, tan abundantes a partir de la segunda mitad del siglo XVI; había temor a manifestar libremente su opinión en materias que rozaran, aunque fuera de modo tangencial, el dogma. Y ese temor a expresarse con libertad se extendió a todas aquellas ciencias que tuvieran alguna conexión con el fenómeno religioso. En ese sentido sí puede decirse que la Inquisición no fue una causa mayor pero sí coadyudante del declive cultural de nuestro país.