LA ESPAÑA DE LAS TRES CULTURAS
La unidad de España, prefigurada ya en la diócesis romana de Hispania, se realizó, aunque fuera en condiciones precarias, en el reino visigodo; unidad política y, hasta cierto punto, unidad religiosa, tras la conversión de los arríanos y la reducción de la minoría judía a una condición próxima a la esclavitud. Este aparatoso edificio, de débiles cimientos, se derrumba con la invasión arabo-berberisca, tras la que siguen centurias de división política e ideológica; nunca estuvieron los pueblos de España más lejos de la unidad; sin embargo, ésa es precisamente la época en la que Américo Castro fijó el nacimiento de la idea de España. Idea basada, según él, en el choque de culturas, del que saldría, como la chispa del pedernal, un destello creador, España, no como unidad, sino como diversidad, producto del choque y convivencia de tres culturas: cristiana, árabe y judía. Sánchez Albornoz impugnó esta concepción de nuestros orígenes, contraponiéndole la tesis clásica, renovada con su prodigiosa erudición: España, creación de Roma, representante de una cultura cristiana y occidental, beligerante frente al Islam, a pesar de préstamos ocasionales cuya importancia no hay que negar ni tampoco magnificar.
Distante del extremismo de ambos autores, de los que mucho he aprendido, me considero más cercano a la tesis de Sánchez Albornoz; la de don Américo tiene el mérito de haber removido aguas estancadas y abierto nuevas perspectivas; han disminuido sus adeptos en el campo de los especialistas en el arabismo y judaísmo hispánicos, y no sólo por motivos científicos, sino porque a muchos de esos especialistas no agrada que el Judaísmo o el Islam se consideren piezas fundamentales en la construcción de España, una entidad que sienten como extraña y hostil. Ésta es la postura actual de no pocos extranjeros. Dentro de España las tesis de don Américo siguen teniendo partidarios, y aun los que no compartimos sus tesis reconocemos la valía de sus aportaciones y la deuda que con él hemos contraído. Se barajan también mucho sus ideas en medios más próximos al ensayismo, mezclando realidades pretéritas y presentes, valoraciones sobre lo que España fue y lo que deberá ser en el futuro; polémica avivada por los problemas derivados de la inmigración y en algunas comunidades también por premisas ideológicas extracientíficas. En la mayoría de estas polémicas se aprecia sobra de voluntarismo y escasez de información imparcial y contrastada, aunque los datos abundan; lo que se echa en falta muchas veces es diligencia en recogerlos e imparcialidad al interpretarlos.
La ceremonia de la confusión comienza ya desde el concepto de cultura; se habla, por ejemplo, de culturas multiculturales, lo que es pura contradicción; las altas culturas tienen múltiples raíces, pero unificadas por el tiempo y una larga elaboración dentro de un marco común. La equiparación de la cultura hebraica a la cristiana y la islámica también se basa en un error; las tres tienen en la Biblia una raíz común, pero el judaísmo no tiene pretensiones de universalidad; es la religión de un pueblo, con escasa vocación de proselitismo. Su cultura peculiar es religiosa; no tuvieron dificultad en aceptar del entorno otros elementos culturales, y esa flexibilidad los convirtió en mensajeros ideales para las tareas de mediación e intercambio cuya expresión más notable fueron las traducciones realizadas en diversos puntos de España en la Edad Media. La figura del converso, esencial para la comprensión de nuestra historia, es la última fase de esa disponibilidad del judío para la adaptación.
La cultura árabe ocupa un lugar intermedio entre el universalismo cristiano y el nacionalismo de tintes racistas del hebreo. No se identifica con el pueblo árabe, pero es indudable que éste ocupa un rango especial dentro del mundo islámico; islamizar es arabizar, aunque se trate de razas muy distintas, sobre todo en cuanto al idioma; el árabe es la lengua sagrada porque en ella escribió Alá el Corán; tal respeto se le tiene al texto sagrado que de ahí dimana en buena parte el enorme retraso de los países islámicos en aceptar la imprenta. ¿Puede aplicarse un medio mecánico a la reproducción de un texto divino? Y las cosas no quedan ahí. Un arabista que traduzca el Corán a otro idioma comete, si no una profanación, por lo menos una indelicadeza de la que debe disculparse ante sus colegas. En las tres religiones hay fundamentalistas que exigen la aplicación íntegra y literal de la Ley, pero el integrismo cristiano nunca ha sido tan extenso y tan estricto, entre otras cosas porque siempre hubo en Occidente, como herencia de Roma, un poder secular, temporal, muy relacionado con el poder eclesiástico, pero distinto de él, y no pocas veces en abierta lucha; una situación que no puede concebirse en el Islam. La interpretación literal del Corán puede tomar perfiles más o menos duros utilizando materiales tomados de la Sunna (Tradición). En la España islámica prevalecieron, según dijimos, las interpretaciones rigoristas propias de la escuela malequí.
Las polémicas sobre la España de las tres culturas giran en torno a dos temas principales: la calidad de la convivencia y el nivel intelectual, con sus repercusiones en el conjunto de la cultura europea. En el primer aspecto hay que recordar que tanto el Islam como el Cristianismo aspiran a conseguir la conversión de toda la Humanidad; el primero acentúa más la obligación de procurarlo, acudiendo si es preciso a la yihad (guerra santa). El cristiano no está sometido de modo expreso a esta obligación; incluso ha sido siempre mayoritaria la opinión de que la evangelización se haga por vías pacíficas, pero en la práctica se ha considerado normal «hacer la guerra al infiel». Un Derecho internacional que consagrara las relaciones de todos los hombres de cualquier raza o religión en plan de igualdad sólo fue esbozado por España en el siglo XVI por los doctores de la Escuela de Salamanca.
La conquista de España fue hecha con una mezcla de acciones militares y pactos. En las luchas posteriores, aunque los cristianos del norte se beneficiaban de la condición de gentes del Libro, el sentido general fue la ofensiva hasta conseguir el reconocimiento de un vasallaje de tintes humillantes. En los relatos de las batallas suele designarse a los cristianos como politeístas, y la mención de sus reyes siempre la acompañan los cronistas con el inciso «Dios lo maldiga». La conducta con los vencidos dependía del temperamento del vencedor; desde el principio abundaron los episodios de extrema violencia. Alvaro Paulo, mozárabe cordobés del siglo IX, recordaba que los árabes habían destruido «los templos que habían construido con mucho trabajo y arte nuestros antepasados». El cronista Al-Mak-kari recuerda que en su avance hacia el noroeste Muza «no dejó iglesia que no fuese quemada ni campana que no fuese rota». Del wali Ocba dice Aljoxani que «llevaba su celo religioso hasta el punto de que cuando caía en su poder un prisionero no lo mataba sin darle la oportunidad de salvar la vida mediante la conversión al Islam», y añade que más de dos mil prisioneros cristianos se acogieron a este eficacísimo método de obtener conversiones. Las devastaciones y tropelías con las que Almanzor hacía méritos para entrar en el paraíso son bien sabidas. Y tampoco es necesario insistir en que por parte cristiana se cometían parecidas atrocidades; por ejemplo, en la toma de Barbastro, o en la de Baeza, después de la batalla de las Navas; los vencidos fueron pasados a cuchillo, sus hijos y mujeres reducidos a esclavitud, y el cronista que relata estos hechos comenta: «No hay palabras para expresar la felicidad de este día».
El siglo XI aparece en el ámbito hispanomusulmán como un intermedio de paz religiosa y pacífica convivencia, aunque con excepciones; la más notable, el pogrom antijudío ocurrido en Granada el año 1066; en aquella taifa berberisca el reyezuelo Badis había concedido un poder excesivo a la familia hebrea de los Negrela; la reacción popular se cifró en miles de muertos y la huida de los supervivientes, que fueron a engrosar la importante aljama de Lucena, en la campiña cordobesa; desde entonces la presencia judía en Granada fue muy reducida. José Luis Lacave considera probable pero no probada la existencia de una sinagoga en el barrio de la Antequeruela; aquella poco relevante comunidad judía debió incrementarse en algunos centenares de familias que huían de la recién establecida Inquisición en los últimos años del reino nazarí.
El paréntesis de los reinos taifas terminó con las invasiones de almorávides y almohades, invasiones favorecidas por los dictámenes de los alfaquíes y ulemas que reprochaban a los reyezuelos su escaso celo por la fe islámica y su tolerancia hacia cristianos y judíos. En lenguaje actual dinamos que representaban el integrismo islámico; en realidad la palabra (y los hechos) siempre han existido; por ejemplo, Algacel defendía el Islam integral frente a los filósofos, y desde entonces hasta hoy mismo puede seguirse idéntica reclamación, y la aplicación de la sharia o ley islámica en todos los aspectos de la vida política y social. Añadiendo otras exigencias, como el velo de las mujeres, que no constan en el Corán.
Prácticamente el mozarabismo terminó en el siglo XII con la huida de miles de cristianos a los reinos del norte y la deportación de otros muchos a Marruecos. Tanto el territorio cristiano como el musulmán se beneficiaron de aquella aportación en una época de gran debilidad demográfica y escasez de brazos. Los mozárabes acogidos en Castilla y León denotaban las huellas de una convivencia secular; muchos tenían nombres cristianos y no pocos estaban circuncidados. Bastantes elementos culturales de nuestra Baja Edad Media que hoy atribuimos a supervivencias mudejares en realidad son de procedencia mozárabe, y eso ayuda a comprender las muy abundantes huellas del pasado andalusí en territorios donde apenas quedaron musulmanes tras las conquistas del siglo XIII y subsiguientes expulsiones.
A los judíos, inicialmente bien tratados por los conquistadores islámicos y colaboradores tanto en tareas de guerra como de gobierno, también les alcanzó la ola de integrismo almohade; no fueron pocos los que, como Maimónides, tuvieron que expatriarse para escapar al dilema muerte o conversión. Hay que poner en relación esa diáspora con la aparición de las primeras aljamas en tierras cristianas: la de Tudela en Navarra (1170), la de Zaragoza cinco años después y la de Zorita de los Canes en Castilla. No se trataba de los primeros grupos de judíos; ya existían en fechas muy anteriores, sino de su reconocimiento jurídico como comunidad organizada. No son raros los datos que pueden aducirse como muestras de convivencia y respeto mutuo, pero la adscripción de muchos judíos al cobro de rentas reales y señoriales y a la usura legal (hasta un 12 por ciento semanal les autorizaba a cobrar el fuero de Cuenca) explican que, con independencia de motivos religiosos, los judíos fueran objeto de odio unas veces, de burla otras, de prevención siempre; recuérdese el episodio del Cid y los prestamistas judíos que relata el Poema.
El endurecimiento de las relaciones religiosas no debe imputarse sólo a los invasores africanos; en la Europa cristiana, en la Europa de las Cruzadas, aumentaban también los síntomas de intolerancia; se mata y expulsa a los judíos en Alemania, en Francia y otros países, y se instaura la Inquisición contra los albigenses. Tan extendido estaba en Europa el odio religioso que los cruzados que habían acudido a España a repeler la ofensiva almohade se sintieron ofendidos porque Alfonso VIII les prohibió repetir las matanzas que efectuaron en Toledo y Calatrava y no participaron en la batalla de las Navas de Tolosa. También hay que hacer constar que en España tuvieron en un principio escaso cumplimiento las prescripciones del IV Concilio de Letrán (1215) que prohibían otorgar cargos públicos a judíos y sarracenos y les obligaban a llevar distintivos discriminatorios en las vestiduras.
El espíritu de cruzada era uno de los aspectos de la creciente solidaridad de los reinos hispánicos con el resto de Occidente: intereses comerciales, religiosos, militares e intelectuales se mezclaban con el visto bueno del Papado, los progresos de la colonización franca (entendiendo por francos a todos los ultrapirenaicos), el auge de las peregrinaciones a Santiago y el interés de los muy influyentes monjes cluniacenses por aquel campo de expansión que se abría hacia Occidente. Las relaciones no eran meramente espirituales:
Alfonso VI había prometido a los abades de Cluny 240 libras de oro anuales con cargo a las sustanciosas parias que percibía de los reyezuelos andalusíes; cuando la reacción almorávide interrumpió los pagos, la famosa abadía borgoñona y sus faraónicos planes constructivos conocieron una grave crisis. Es un curioso ejemplo de los lazos de solidaridad material y espiritual que unían la España cristiana con el resto de Occidente.
Una solidaridad que también tenía aspectos negativos: las ambiciones de los cluniacenses, demasiado influyentes con Alfonso VI, las novedades que traían, no eran del agrado de los castellano-leoneses; no les gustó que un francés, el monje Bernardo, fuera nombrado arzobispo de Toledo y rompiera la palabra real apoderándose de la gran mezquita para convertirla en catedral. Mucho menos gustó que los cluniacenses, siguiendo inspiraciones romanas, sustituyeran el antiquísimo rito mozárabe de origen visigodo por el romano. Alfonso VI, como su sucesor, usó a veces el título de emperador para indicar que no reconocía ningún vínculo de vasallaje respecto al emperador romano-germánico, pero por estas concesiones de tipo religioso indicaba una dependencia hacia las corrientes que llegaban de ultrapuertos.
Parecidos vientos soplaban en el condado de Portugal, a punto ya de desgajarse del reino castellano-leonés; la toma de Lisboa (1147) ocurrió cuando ya declinaba la ofensiva almorávide. En ella tomaron parte, junto a los portugueses, soldados y marinos franceses, ingleses y alemanes. Se perfilaba la dinastía portuguesa con fuerte influencia francesa, borgoñona concretamente, en curiosa anticipación de la influencia que siglos más tarde había de tener aquella tierra nórdica en los destinos hispanos.
La reacción de los almorávides fue tan efímera como la que entre fines del XII y comienzos del XIII protagonizaron los almohades; esta vez no se trataba de los hombres del desierto, sino de las montañas del Atlas; también eran guerreros feroces y fundamentalistas intransigentes; pero la suerte estaba ya echada; podían los marroquíes obtener algún triunfo parcial, pero no alterar el curso de la historia, que se decantaba en favor de un Occidente en pleno auge. Tras la victoria de las Navas de Tolosa (1212) los dominios almohades a este lado del Estrecho se deshicieron rápidamente. La base del fracaso de aquel imperio, de apariencia brillante y que dejó en Sevilla monumentos tan notables como la gran mezquita, su minarete (Giralda) y la enorme cerca de siete kilómetros de longitud, hay que buscarla en la imposibilidad de reunir en un mismo esfuerzo a andalusíes y almohades. Sólo la torpeza de la política cristiana impidió que cristianos y musulmanes se unieran en el mismo rechazo a las gentes de la otra orilla del Estrecho. En al-Ándalus a los almohades se les apreciaba como guerreros, pero se les temía y despreciaba como rudos gobernantes.
Las grandes conquistas cristianas del siglo XIII plantearon en términos agudos un problema que estaba en la base de las relaciones entre los pueblos peninsulares y explica por qué la Conquista duró unos pocos años y la Reconquista siglos. La Conquista dio lugar a un Estado islámico centrado en el sur, en tierras fértiles y bien pobladas que absorbieron sin dificultad a los invasores, mientras que el resto del territorio, que era casi un desierto salpicado de oasis, quedó soldado al Emirato, luego Califato, por tratados de alianza y dependencia, lazos frágiles, como se demostró al fraccionarse aquella endeble construcción política; pero la Reconquista fue acompañada de una lenta repoblación aprovechando el tradicional exceso demográfico de las regiones septentrionales. La repoblación daba consistencia a las nuevas adquisiciones, pero era un proceso muy lento. Al producirse la ocupación del valle del Guadalquivir y el reino de Murcia todavía La Mancha estaba medio desierta. Fernando III ideó una fórmula que ya tenía precedentes en la conquista del reino de Toledo y las tierras levantinas: mantener la población conquistada, limitando la presencia cristiana a la ocupación de las ciudades. Este dominio directo se completaría con un tratado con el reino de Granada, que se mantendría como estado vasallo, completando así la tarea iniciada cinco siglos antes. La prueba de que Fernando III pensaba haber terminado su tarea histórica en España tras la conquista del valle bético es que cuando le sorprendió la muerte se preparaba nuevamente a la lucha, pero en África.
Tal estado de cosas, tal visión de España, suponía la aceptación de un estatus que considerasen justo y tolerable, los pueblos de las tres culturas, tal como expresan los elogios a su memoria en la inscripción tetralingüe (latín, castellano, árabe y hebreo) inscrita en su sepultura en la capilla real de la catedral de Sevilla. El proyecto fracasó por varios motivos: en primer lugar, la incapacidad de los reinos castellano-leoneses para asegurar una repoblación efectiva de tan vastos territorios. Las capitulaciones imponían a los vencidos la obligación de abandonar las ciudades, los recintos urbanos amurallados, lo que se explica por razones militares, pero desorganizaba completamente la sociedad musulmana; una conversión tan radical de profesiones y hábitos de vida era imposible, por lo que muchos andalusíes prefirieron el destierro. La suerte de los que quedaron en el campo no debió ser tampoco nada favorable a los vencidos por la altanería de los nuevos pobladores; unos pasaron el Estrecho, otros se refugiaron en el reino nazarí, cuya cualidad de vasallo siempre fue letra muerta. Las grandes sublevaciones de 1264/1266 en la Baja Andalucía y Murcia obligaron a reconocer el fracaso de los planes primitivos.
Alfonso X tuvo que renunciar a la convivencia de dos sociedades; un modelo que en Valencia tampoco había funcionado bien. No obstante, como estaba lleno de buena voluntad hacia el Islam y sus seguidores, planeó el establecimiento en Sevilla de unos Estudios Generales para los que se obtuvo bula pontificia y que debería haber sido una especie de universidad euroárabe. Una escuela parecida se creó o se readaptó en Murcia; allí enseñaba a oyentes de las tres religiones un maestro de gran prestigio, Ahmed Ibn Abu Bakr, al que se hicieron tentadoras proposiciones para que se bautizara, pero cuando sus correligionarios fueron expulsados él también se refugió en el reino granadino.
Estos intentos de aproximación estaban condenados al fracaso por el clima de creciente intolerancia, que también era responsable de que la frontera no fuera una línea, sino una ancha franja en la que la existencia estaba llena de peligros. No era nada envidiable la suerte de los prisioneros; por eso se multiplicaron las gestiones de las órdenes redentoras, trinitarios y mercedarios, y también se convirtió en profesión la de alfaqueque; eran personas que servían de intermediarios, procuraban informaciones y gestionaban rescates.
Todavía hubo en los siglos XIII y XIV una última arremetida del Magreb contra los reinos cristianos de lo que empezaba a denominarse Andalucía; no se trataba de recuperar España para el Islam, tarea imposible, sino de ensanchar el territorio del reino nazarí aprovechando las discordias entre los cristianos; fue la ofensiva de los benimerines, de cuya violencia en tierras de Jaén da testimonio la crónica de Alfonso X con estas palabras: «No pasaron junto a árbol que no talaran, ni por aldea que no arrasaran, ni por mieses que no incendiaran. Se apoderaron de todos los rebaños, mataron a los hombres que encontraron y cautivaron a los niños y mujeres». El problema del Estrecho surgió como necesidad apremiante para cortar la comunicación entre los musulmanes de ambas orillas. La batalla del Salado (1340) terminó con esta pesadilla, aunque las relaciones entre ambas orillas siguieran siendo frecuentes; no pocos cristianos cautivados en mar o tierra terminaron en mazmorras marroquíes o argelinas su desastrada vida, y no pocos renegaron para escapar a sus sufrimientos.
La existencia del reino de Granada era un problema andaluz que en Castilla suscitaba escaso interés; se preveía que su conquista sería larga y costosa. Por otra parte, la minoría mudejar tampoco suscitaba los odios que la judía y la conversa. Incluso había muchos préstamos culturales y un aprecio por los arreos, armas y vestidos de estilo mudejar que sorprendía a los visitantes extranjeros y que, por supuesto, carecía de trasfondo ideológico y de verdadero aprecio. Hoy, en todo el mundo se bebe coca-cola y se visten vaqueros sin que eso signifique aprecio por la ideología norteamericana.
La convivencia terminó de manera desastrosa, con expulsiones masivas que acarrearon perjuicios económicos y perpetuaron odios religiosos y raciales que han influido negativamente en la imagen de España ante el mundo. Recordar la colaboración y los préstamos culturales que tuvieron lugar en la España medieval es tarea mucho más gratificante, a la que aludiremos (porque es capítulo importante de nuestro pasado) tomando algunas ideas, algunos datos de los especialistas que se han ocupado de esta materia.
La invasión arabo-berberisca sorprendió a la España visigoda en momentos de gran pobreza cultural, como ya quedó indicado; clima depresivo que no era particular de España; más bien se puede decir que dentro del panorama general de analfabetismo y cerrazón intelectual que siguieron en Occidente a la crisis del Imperio y las invasiones bárbaras, España conservaba un nivel algo más elevado, puesto que los hispanos emigrados a Francia contribuyeron al renacimiento carolingio. Pero no hay que hacerse ilusiones acerca del significado y alcance de esta aportación: el propio san Isidoro, figura señera en un paisaje desolado, nos indica los límites de su concepto de la cultura cuando en su Regla monástica advierte a los monjes que no deben dedicar demasiada atención a los escritores paganos para que no sean contaminados por sus errores.
Era aquélla una cultura eminentemente eclesiástica, y lo siguió siendo durante los siglos VIII, IX y X, tanto en los reinos cristianos del norte como en las comunidades mozárabes del centro y sur. Lo evidencian los catálogos de bibliotecas monacales y catedralicias, receptáculos de la cultura escrita. El contenido era en todas muy parecido: Biblia, santos padres, leyes canónicas, poetas cristianos y algunos clásicos paganos; especialmente rica podía considerarse la biblioteca de la catedral de Oviedo, que en el año 882 poseía 41 códices, con obras de Gramática, Geometría, glosarios y poetas clásicos: Virgilio casi nunca faltaba por el carácter cristiano que se atribuía a la IV égloga. En la catedral de Vich había en el año 957 un Virgilio y un Horacio; todos los demás volúmenes, hasta un total de 53, eran de carácter eclesiástico. La de Ripoll era más rica: estaban representados autores que habían llegado a ser rarísimos en España, como Macrobio, Boecio, Persio, y manuscritos de Música y Agrimensura, pero ésta era una excepción; la producción propia casi se reduce a la polémica teológica entre el arzobispo Elipando de Toledo y el famoso comentario al Apocalipsis del monje Beato de Liébana, cuyo interés para nosotros es más bien de orden artístico que literario. Y lo peor no era la suma escasez de producción, sino la tendencia decreciente; Sánchez Albornoz advierte que si del siglo IX asturiano nos quedan dos crónicas y algunas inscripciones poéticas, del siguiente sólo hay una continuación de una de las crónicas «y después nada: ni inscripciones poéticas, ni epitafios (…) Incluso decae hasta el extremo límite de la degradación la prosa bárbara de los diplomas. La sociedad asturleonesa volvía a la infancia por lo que hace a la actividad intelectual».
El contraste con la cultura andalusí no era tan grande si el término de comparación lo fijamos en la Marca Hispánica; más alejada de Córdoba que Castilla-León, estaba espiritualmente más cerca gracias a eslabones intermedios como Zaragoza, Lérida y Gerona. Entre los siglos X y XI circulaban por esa gran diagonal hombres, oro… y libros. Podría ser ésa la explicación de que el monje Gerberto de Aurillac fuera enviado por el conde Borrell de Barcelona al monasterio de Santa María de Ripoll, donde estudió las materias de Cuadrivium, o sea, la dimensión científica del saber clásico. La ciencia allí adquirida le capacitó para una carrera que terminó con su elección al pontificado.
Nunca fue tan grande la distancia entre la cultura hispanoárabe y la cristiana como en la época del califato de Córdoba. El sistema público de enseñanza, desaparecido tras la caída del Imperio romano, volvió a extenderse a amplias capas de población; había centros elementales, medios y superiores, planes de estudios, bibliotecas, libros de texto e incentivos que para el alumno desaplicado podían ser unos golpes de regla aplicados en la planta de los pies. Había maestros famosos cuyos servicios eran bien cotizados y un mecenazgo real que sufrió un eclipse con el puritanismo de Almanzor, pero volvió a brillar en las capitales de los reinos de taifas. Los reyezuelos tenían cortes de refinado ambiente donde los poetas les servían de secretarios, redactores de cartas alambicadas y directores de relaciones públicas. Ni siquiera el régimen militarista de almorávides y almohades, apoyados por alfaquíes y ulemas, detuvo esta pleamar, aunque está claro que la obstaculizó, como lo demuestran las peripecias individuales de algunos de los nombres más famosos.
Averroes (Ibn Rusd, 1126-1198), quizá, dice Vernet, el español que ha ejercido más influencia en el pensamiento humano, fue hijo y nieto de cadí, mantuvo relaciones amistosas con el califa almohade Abu Yaqub Yusuf, quien le confió cargos de gran importancia. Al jubilarse Ibn Tufail le sucedió en el puesto de médico de la corte, pero a fines del XII el califa Yaqub al Mansur, que preparaba la guerra contra los cristianos, creyó oportuno congraciarse con los alfaquíes enemigos de las enseñanzas filosóficas; desterró al filósofo a Lucena, sus obras fueron prohibidas y quemadas, pero antes de morir lo rehabilitó y permitió su entierro en Sevilla. La influencia de Averroes, tanto en el pensamiento musulmán como en el cristiano medieval, fue enorme; sus comentaristas tardíos (averroístas de Padua) le dieron una fama de agnóstico que no se corresponde con la realidad, pero es cierto que a través de sus obras y comentarios se ponían de relieve aquellos aspectos del pensamiento del Estagirita que, como la eternidad del Mundo, eran incompatibles tanto con el Cristianismo como con el Islam.
Cimas poco inferiores a la de Averroes, aunque con menos escándalos por sus doctrinas, alcanzó el judío cordobés Maimónides, su contemporáneo (1135-1204). Huyendo de la intolerancia que reinaba en al-Ándalus emigró a Marruecos, donde, curiosamente, esas mismas dinastías almorávides y almohades se mostraban más tolerantes, pero no tanto como para sentirse seguro, por lo que acabó estableciéndose en Egipto, donde alcanzó tal reputación que fue médico de cámara de los Fatimitas y luego del famoso Saladino. Escribió su obra en árabe y a través de traducciones ejerció también gran influencia en Occidente. El pensamiento de Maimónides tenía muchos puntos de contacto con el de Averroes; ambos eran racionalistas, enemigos de la Astrología, las supersticiones y la contaminación de las ciencias por la Mística. Su Guía de los que dudan es una obra clásica para el estudio de las relaciones entre la ciencia y la fe. En este punto su postura es menos radical que la de Averroes, pero también suscitó recelos entre los teólogos. Más apreciada fue su obra médica; contribuyó al predominio indiscutible que los judíos y musulmanes españoles tuvieron en Europa hasta finales de la Edad Media en esa parcela del saber que abarcaba más espacio del que tuvo cuando se delimitaron más claramente los dominios del macro y el microcosmos, el Universo y el Hombre.
El predominio indiscutible de médicos y filósofos de al-Ándalus estuvo reforzado por el correspondiente a otras ramas del saber: Matemáticas, Astronomía, Botánica, Geografía, ciencia esta última que debía mucho a la Geografía clásica, pero abarcaba más, porque recogía noticias de países de los que Estrabón y Tolomeo sólo tuvieron datos vagos o erróneos. Las noticias que reunió El Idrisí en su obra geográfica proceden no sólo de tratados anteriores, sino de los viajes que realizó por Asia y África. Natural de Ceuta, pero formado científicamente en Córdoba, como Averroes y Maimónides, tuvo también como ellos que emigrar y acabó estableciéndose en la corte de Roger II en Sicilia; aquella isla, aunque recién conquistada por los normandos, fue crisol de culturas y a través de dicho rey, y más tarde del emperador Federico II, la principal vía (juntamente con España) de penetración de los conocimientos científicos y la especulación filosófica del Islam en la Europa cristiana.
Los pocos datos antes mencionados sobre los máximos representantes de la cultura andalusí bastan para poner de relieve el enorme desfase cronológico entre apogeo político y apogeo cultural. Un fenómeno frecuente; piénsese en nuestro siglo XVII, pero que en el caso de al-Ándalus alcanzó unas dimensiones sin precedentes; es un fenómeno enlazado con el despliegue general de la cultura árabe a través de varios siglos sobre un escenario extensísimo en el que se verificaron no sólo contactos y contaminaciones, sino creaciones de gran originalidad. Los pueblos germánicos recibieron una cultura romana decadente que en sus manos decayó aún más. Los árabes dominaron desde el siglo VII gran parte del imperio de Oriente, que había conservado mejor las tradiciones, las escuelas, las bibliotecas que atesoraban el saber de la Antigüedad, y a esta herencia unieron corrientes culturales llegadas de Persia, de la India e incluso algunas aportaciones de China. Sobre este fondo tan rico creció la cultura de los Abbasíes, del califato de Bagdad, hasta que la irrupción de los nómadas de las estepas la dejaron moribunda; su culminación correspondió a los siglos IX-XI, mientras en al-Ándalus puede fijarse entre el X y el XII.
Hoy cualquier persona culta conoce varios idiomas; no era ése el caso en la Edad Media, por eso necesitaban traductores, personal especializado del que un alto porcentaje correspondía a los judíos. Comenzaron muy pronto las traducciones con fines científicos en Mesopotamia, luego en al-Ándalus; cuando el emperador bizantino Constantino VII regaló a Abderramán III un ejemplar de la Materia médica de Dioscórides, el califa agradeció el regalo, pero advirtió que en Córdoba no había nadie que supiera griego; entonces llegó un monje para traducir el códice al árabe. Este episodio, ocurrido en la Córdoba califal a mediados del siglo X, puede considerarse como el punto de partida de lo que con bastante impropiedad se ha venido llamando Escuela de Traductores de Toledo, que ni se limitó a Toledo ni tuvo ningún sentido institucional, sino que fue labor de estudiosos hispanos y extranjeros atraídos por la fama de la existencia de obras desconocidas en Occidente. No atraían a estos hombres, de variadas procedencias (Hermán el Alemán, Adelardo de Bath, Gerardo de Cremona, Rodolfo de Brujas…), ni los primores de la poesía hispanoárabe, ni las efusiones místicas de los sufíes, ni la abundante producción histórica; su atención se centraba en el complejo filosófico-científico representado por la obra de Aristóteles, que entonces luchaba en Europa por desbancar a la tradición neoplatónica representada por san Agustín. Era tarea más difícil cristianizar a Aristóteles que a Platón, y este reto, que alimentó la controversia en los monasterios, las escuelas catedralicias y las primeras universidades, exigía un conocimiento más completo de la obra del Estagirita.
Pero en tomo a este tema central filosófico-teológico crecía también el interés por la ciencia pura y su base fundamental, las Matemáticas. Aquí ya no bastaba la herencia griega, aunque con Euclides y Diofanto rozara los límites de las matemáticas superiores; se necesitaba la aportación india, origen de los guarismos o algoritmos, el valor posicional de las cifras, cuyo primer testimonio en la Península lo hallamos en el códice Vigilano en el monasterio riojano de Albelda (siglo X) en el que al texto de Aritmética tomado de san Isidoro se le añaden las nuevas cifras que, con la adición del cero, se debían «al sutilísimo ingenio de los indios».
Esas actividades traductoras, iniciadas ya en la propia Córdoba y continuadas en Gerona, Lérida y Zaragoza, tomaron gran desarrollo en el Toledo de los siglos XII y XIII, gran crisol de culturas. El proceso de traducción era muy complejo: había que empezar por identificar los manuscritos, separar el original árabe o griego de los escolios y adiciones; solía ser un judío el que hacía la versión al romance que luego un cristiano traducía al latín. Era inevitable que el resultado final fuera imperfecto; por eso no es extraño que cuando los humanistas comenzaron a editar los originales directamente con arreglo a las leyes de la crítica filológica y reproducirlos en innumerables ediciones por medio de la imprenta toda esta producción anterior se hundiera, incluso la que con mucha más amplitud de criterio dirigió Alfonso X, no dirigida ya a la controversia escolástica, sino al conjunto de saberes y a la tabulación literaria.
El aludido desfase cronológico se percibe también con relación a Oriente, y explica el hecho, que ya llamó la atención de Menéndez Pidal, de que los grandes genios de al-Ándalus «fueran desconocidos, o poco menos, en el Oriente musulmán; varias de las obras que escribieron ni siquiera se conservan en su texto árabe original, sino en traducciones»; hecho que hay que poner en relación con las destrucciones causadas por las invasiones mongólicas, mientras que en la Europa cristiana del siglo XII se consolidaba una cultura caballeresca y feudal en la que el ámbito religioso y el político, el militar y el cultural, unidos pero distintos, daban pruebas de una asombrosa vitalidad y capacidad expansiva; las Cruzadas fueron un fenómeno de base religiosa pero con fuertes implicaciones políticas, económicas, artísticas y científicas. Las peregrinaciones a Santiago fueron un fenómeno correlativo y su expansión ofrece una coincidencia cronológica que no puede ser fruto del azar; nacían de la misma raíz: el enorme dinamismo de una sociedad emergente en vías de expansión, con notorias ventajas para la España cristiana, que se beneficiaba de la proximidad geográfica y de la identidad confesional. Por eso, lo que tratándose de las Cruzadas, a pesar del indudable interés de los contactos y legados a los que dieron lugar, terminó en fracaso y ha dejado posos amargos muy vivos todavía, no sólo en el mundo islámico, sino en la Cristiandad ortodoxa (toma de Constantinopla durante la IV cruzada), en la España cristiana medieval, la peregrinación a Santiago sólo aportó beneficios.
Es posible que los reyes asturleoneses intuyeran las ventajas materiales que podría traer el descubrimiento de la presunta sepultura del Apóstol, en el contexto de una sociedad muy sacralizada y muy imbuida del valor de símbolos materiales compensatorios o propiciatorios: reliquias salvíficas, penitencias públicas, largas y peligrosas peregrinaciones como medio de expiación de crímenes… Por eso, la noticia de una nueva ruta, una nueva peregrinación, fue acogida con enorme interés, que fue creciendo hasta originar verdaderas riadas humanas a partir del siglo XII. Esta nueva ruta para muchos fue complementaria: después de visitar las basílicas romanas o combatir en Tierra Santa iban a Compostela; pero para otros era una alternativa mucho más cómoda, y en la estela de los peregrinos llegaron artesanos, mercaderes y artistas. La pertenencia de España al Occidente, ya decidida por la fuerza de las armas, se reforzaba con la creación de una ruta que era como un cordón umbilical y venía no a sustituir, sino a completar la ruta tradicional, la que atravesaba los Pirineos por la Marca Hispánica y Occitania. Esta otra vitalizaba los puertos del Pirineo occidental, bastante accesibles pero peligrosos, como demostró el desastre de Roncesvalles; aquella especie de tierra de nadie que formaban por el norte el desierto de arena de las Landas y por el sur aquellas tierras vasconas que parecían tan poco hospitalarias iba a sufrir una transformación radical con el apoyo de los reyes de Navarra; Sancho Ramírez, además de acondicionar hospederías en Jaca y Pamplona, fundó Estella y Puente la Reina; por ésta se llegaba a ese rincón fértil en frutos naturales y contactos humanos que es La Rioja; allí santo Domingo de la Calzada reparó caminos y puentes; la ciudad que lleva su nombre era el eslabón que enlazaba las nuevas ciudades navarras con las nuevas o renovadas de Castilla-León: Burgos, Carrión de los Condes, Sahagún, León, Astorga… Eran ciudades muy pequeñas, en nada comparables a las de al-Ándalus, donde Córdoba y Sevilla había alcanzado o rozado los cien mil habitantes, porque en ellas, a más de los representantes del poder, se asentaban latifundistas, con sus clientelas y el vulgo que vivía a sus expensas. Las ciudades cristianas del norte casi nunca llegaron a los ocho mil habitantes, algunas no pasaban de dos o tres mil. A pesar de ello eran verdaderas ciudades, por su censo socio-profesional, por la existencia de mercados privilegiados, por su papel en la transmisión de la cultura. Sus habitantes recibían el nombre, muy expresivo, de ruanos, hombres de la rúa, de la calle, del camino; tenían gran movilidad; muchos eran francos, de procedencia extranjera. Abundaban también los judíos. Los intentos de mediatización señorial tropezaron con su repulsa, a veces violenta, como la de los burgueses de Sahagún contra los monjes o el conflicto siempre latente entre el vecindario de Santiago y los arzobispos.
El Camino de Santiago vehiculaba hombres, productos, ideas de procedencia foránea en el sentido de los paralelos, mientras que la tendencia habitual de las grandes rutas era seguir la dirección norte-sur del avance de la Reconquista y la repoblación. En este sentido se fomentaba la unidad de regiones alejadas, en definitiva, la unidad de España, compatible con fronteras internas; la banda occidental, lo que luego se llamaría Portugal, se separó de León precisamente durante el apogeo del Camino, porque sería un error sobrevalorar el significado de éste; más que una superficie era una cadena, un rosario de burgos sobrepuesto a una infraestructura antiquísima que permaneció más o menos alterada; la mayoría de la población gallega seguía viviendo en aldeas y lugares agrupados en parroquias, en no pocos casos los aldeanos seguían ocupando las pallozas e incluso los antiquísimos castros. Siempre fue Galicia una región arcaizante. Más cambios se detectaban en el rosario de ciudades que seguían el curso del Duero, en la renacida Meseta que, tras haber sido una Extremadura, se convirtió en el eje de la potente Castilla medieval. Incluso a lo largo de la costa cantábrica nacía o renacía una modesta vida urbana. Algunos peregrinos se aventuraban por esta ruta costera, se sorprendían de la rusticidad de los vascos de Guipúzcoa y Vizcaya, de idioma incomprensible, de cristianización reciente, y por ello sin identidad propia en el mapa diocesano: una parte del territorio pertenecía a la diócesis de Pamplona, mientras Vizcaya y Álava acabaron cayendo en la órbita de Calahorra, es decir, de La Rioja, donde la mezcla de castellanos y vascos era antigua, biológica y cultural, como se comprueba por las glosas emilianenses y silenses. De esta influencia euskérica obtuvo el castellano sus vocales rotundas, sus erres chirriantes, tormento de los hispanistas extranjeros.
Por la ruta principal y por las alternativas mucho del aire europeo penetró hasta el extremo occidental de España. Jaca, uno de los puntos de acceso que se ofrecía al peregrino, edificó la primera catedral de España en un románico simple y bello. Casi a la vez que comenzaron las obras en Jaca se iniciaron en Santiago las tareas para reemplazar la basílica destruida por Almanzor por la que hoy existe. Entre esos ochocientos kilómetros, ermitas, parroquias, monasterios, el espíritu de Cluny, invasión pacífica de ideas y personajes franceses y ritos romanos, los juglares que cantan las hazañas extraordinarias de Mío Cid Campeador y piden a los oyentes, si no tienen dineros, «un vaso de bon vino». El tercer vértice, Toledo, treinta mil habitantes encerrados en una peña que circunda el Tajo: musulmanes que en buena parte se convierten en mozárabes muy islamizados; francos favorecidos por Alfonso VI, entre ellos el primer arzobispo tras largo paréntesis, el cluniacense Bernardo. Y judíos, que aquí se encuentran como peces en el agua, comercian, prestan, arriendan… y ofrecen sus servicios como traductores. No es que falte una creatividad judaica, pero está muy plegada a su religiosidad; en asuntos profanos se orientan según soplen los vientos a la cultura musulmana o a la cristiana. Por eso creo que no le falta razón a Mikel Epalza para decir que en Toledo más que de tres culturas habría que hablar de tres religiones y dos culturas.
Dentro del triángulo delimitado por esos tres vértices: Jaca, Santiago, Toledo, unos bordes montuosos de vocación pastoril, una costa todavía muy salvaje y una Meseta que en el siglo X era un desierto; la habían elegido los visigodos como asentamiento principal, debieron abandonarla al sobrevenir la invasión muslímica, refugiándose en el norte y dejando abandonadas las llanuras, las vegas, los páramos. Las disputas actuales no se refieren a la despoblación de la cuenca del Duero, sino a medir su grado; parece probado que en algunos parajes apartados se conservaron minúsculos grupos humanos. Esto sucedía en el siglo X, en el XII ya se había cubierto el territorio de aldeas, villas y ciudades, y por el Sur sus agricultores y ganaderos habían llegado a la línea del Tajo y se habían implantado con tal solidez que la contraofensiva de los fundamentalistas africanos sólo había conseguido algunos éxitos limitados, efímeros. Sin negar que en esta recuperación influyera una aportación humana traspirenaica y la llegada de los últimos grupos mozárabes fugitivos de al-Ándalus, la base de su recuperación tuvo que ser el potencial demográfico de las poblaciones del norte: vascos, cántabros, astures y galaicos, atestiguada desde los tiempos de Roma y motor de la presión continua que en la época visigoda se imponía a la vigilancia de los reyes. Si ese exceso de población debe relacionarse con la pervivencia de la familia extensa y los regímenes clánicos es cuestión a debatir por los demógrafos. Aquí basta dejar constancia del hecho. La Meseta, desde el Tajo hasta los montes cantábricos, se constituyó en el núcleo de España, hecho nuevo que perduraría hasta la crisis del XVII, e incluso más tarde por efectos de inercia.
Ese núcleo duro de la nueva España que se estaba forjando, aparte de su solidez interna, se sentía apoyada por el resto de la Europa cristiana, un proceso de identificación que llegó a su ápice con la pretensión de Alfonso X de ostentar la corona del Sacro Imperio Romano-Germánico, y más tarde se hizo realidad en la persona de Carlos de Gante. Ni en uno ni en otro caso, ni en el intento fallido de Alfonso X ni en el logrado de Carlos V, les acompañó la opinión mayoritaria de los castellanos, porque ya no se trataba de afirmar la hegemonía de Castilla en el conjunto hispano y su independencia de las pretensiones universalistas del viejo Imperio resucitado por Carlomagno, sino de liderar esa misma construcción cuyo fracaso era patente y atraería sobre los hispanos más cargas que beneficios. Aun así, era reconfortante para el castellano del XII-XIII sentirse no sólo apoyado por Europa, sino miembro privilegiado de esa misma Europa, mientras los musulmanes del Sur compraban muy caro el apoyo de unas dinastías bereberes a las que en el fondo odiaban y que después de Las Navas y los combates por el Estrecho abandonaron el Islam español a su suerte.
Estos hechos tenían su contrapartida en el ámbito cultural y en las mentalidades. La actividad de los traductores estaba promovida por hombres que, reconociendo las carencias de la Europa cristiana, venían a las ciudades fronterizas de al-Ándalus a obtener una preciosa información. Pero en el siglo XIII la situación ya ha cambiado: la iniciativa de esa labor de traducción (que siempre fue acompañada de otras de enseñanza y de libre creación) se institucionaliza por iniciativa del rey castellano y se integra en un proyecto más vasto, cuyas líneas esenciales ha delineado, entre otros. Francisco Márquez Villanueva. Comparando ese proyecto con el que medio milenio antes realizara Isidoro de Sevilla (tan lento era entonces el curso de la historia) advertimos coincidencias notables, entre ellas el reconocimiento de una España ensalzada, idealizada. Los Laudes Hispaniae de Alfonso el Sabio se inspiran en los del prelado hispalense y expresan un auténtico patriotismo español, que el santo ponía bajo la protección de «la nobilísima estirpe de los godos», mientras el Rey Sabio reconocía sus raíces múltiples, romanas y visigodas, cristianas y árabes, populares y eruditas, y de ahí que la obra histórica alfonsí supere enormemente el escueto marco de las crónicas visigodas: prosifica poemas y utiliza fuentes árabes con una amplitud de criterio que tardó siglos en superarse.
Para Alfonso, como para Isidoro, España era mater gentium, madre de muchos pueblos, no sólo en el sentido orgánico, sino espiritual; le hubiera gustado una colaboración activa con la intelectualidad andalusí que obtuvo escasos frutos por el estado lamentable a que la redujeron sus disensiones internas y las conquistas cristianas del siglo XIII. En cambio, la participación de los judíos fue mayor que nunca; debieron sentir aquélla como una Edad de Oro en comparación con las desventuras del siglo XIV. La amplitud de la visión cultural alfonsí se extiende no sólo al marco geográfico (presencia importante de la literatura india), sino a la inclusión de un material mucho más rico y variado, y hay que apuntar también un hecho decisivo: el uso del romance como lenguaje no sólo de la cultura, sino del Derecho, un hecho que no se dio en los Estados y estadillos musulmanes, sometidos a la supremacía del árabe, lengua sagrada, lengua de cultura; de aquella unidad lingüística derivada del latín, que dio lugar a multitud de dialectos, sólo ha podido rescatar la erudición moderna los escasos, conmovedores, venerables restos de las jarchas, canciones populares, producto del mozarabismo, que nació con él y murió con él.
La gran debilidad del al-Ándalus pienso que fue su incapacidad de consolidar un modelo territorial que aunara la unidad de Hispania con su diversidad. La disidencia del Norte resultó insalvable; en el apogeo de su poder, el Califato no pretendió dominarlo, Abderramán III y Almanzor dirigieron expediciones de castigo, no de conquista permanente, quizás porque no disponían de colonos para consolidarlas. Los romanos habían establecido en las fronteras limitanei, los cristianos fundaron extremaduras, delimitadas por castillos y ciudades. Y reconocieron que el territorio de la Marca Hispánica y Finisterre no se podía integrar en un solo Estado, había que aunar unidad y diversidad en dosis adecuadas, mediante alianzas, matrimonios regios o el curioso proyecto imperial de Alfonso VII. Pero el Islam no halló alternativa viable al Califato, pues no puede considerarse tal la veintena de efímeros reinos de taifas. Hubiera tenido que idear un tratamiento más adecuado para los desiertos virtuales, los no man’s lands del interior; lo único que se les ocurrió a los califas fue crear unas fronteras que no eran análogas a las extremaduras porque no eran zonas de repoblación, sino vacíos muy mal comunicados con la zona vital del califato, que, a través de milenios, seguía siendo el mismo espacio con distintos nombres: la antigua Bética, el antiquísimo Tartesos, cuya prolongación hacia el norte seguía las costas mediterráneas, no el interior. Por eso los términos de Toledo y Córdoba, aunque tan distantes, eran contiguos, porque entre una y otra sólo había breñales, malezas, pastores, golfines. En realidad, Toledo fue una entidad independiente hasta la conquista cristiana, y lo mismo y aún más hay que decir de Zaragoza, prácticamente incomunicada con Córdoba, como lo demuestra la siguiente anécdota: en el siglo X dos monjes de Saint Germain des Pres llegaron a la Marca para buscar el cuerpo de algún mártir mozárabe; en Barcelona, el conde Hunifredo les dio una carta de presentación para el gobernador de Zaragoza, éste les dijo que tuvieran paciencia: «Hace más de ocho años que no hay caravanas de pasajeros a Córdoba». Por fin se formó una y llegaron el año 958 a Córdoba, donde obtuvieron los cuerpos de dos mártires. Para el regreso se unieron a un cuerpo de ejército que el califa enviaba contra Toledo y gracias a ello no fueron molestados por los salteadores.
Si la vinculación física del valle del Ebro con el del Guadalquivir era tan precaria mucho más había de serlo con Marruecos, y ello explica que en plena ofensiva almorávide la Reconquista aragonesa progresara a pesar de la debilidad de sus bases de partida; Pedro I conquistó Huesca en 1096 y Alfonso I, Zaragoza en 1118, con el concurso de auxiliares transpirenaicos; la ofensiva cristiana continuó al sur del Ebro, pero la cuenca de este río, salvo el privilegiado oasis riojano, tiene graves carencias naturales; antigua cubeta lacustre, sus suelos, a más de áridos, son con frecuencia salinos; reina la estepa, apunta el desierto (Bardenas, Monegros). Hay valles fértiles, pero necesitan hombres avezados a las técnicas de regadío, que no se improvisan. Esos problemas naturales se sumaban y entrecruzaban con otros humanos: en vez de la lenta y sólida repoblación de la cuenca del Duero, en la del Ebro hubo una desesperada caza al hombre; los musulmanes que no huyeron fueron fijados en las vegas bajo un régimen señorial muy duro, socialmente aislados y en una oposición con los pastores pirenaicos que a veces degeneró en guerra abierta. Alfonso I ideó una espectacular caza al hombre: transportar a tierras aragonesas los oprimidos mozárabes del al-Ándalus; la expedición salió de Zaragoza, rodeó las murallas de Córdoba, Granada y Málaga (no pretendía tomarlas) y regresó con unos miles de mozárabes que aliviaron en alguna medida la falta de brazos que sufría el reino aragonés. Sumaba así otro elemento al ya complicado damero de un reino construido sobre cimientos dispares: algunos ricos ornes prepotentes, bastantes infanzones pobres y engreídos, burgueses dispuestos a aliarse a los nobles contra los reyes y una masa servil, rústica, objeto, no sujeto, del protagonismo político y social.
Sufría también Aragón de la falta de esas zonas de expansión de que gozaba Castilla. No tenía costas propias; estaba encajonada entre los valles pirenaicos, la poderosa Castilla, el reino de Valencia y los condados catalanes. La aproximación a Castilla, intentada por Alfonso I, fracasó, no tanto por las desavenencias conyugales de que fue responsable doña Urraca como por la mala voluntad de los castellanos hacia un soberano aragonés. Valencia era meta codiciada y frágil; ya el Cid la había conseguido de forma transitoria; para un pueblo pobre encerrado en las estepas interiores era una presa tentadora, pero había que ponerse de acuerdo antes con los catalanes. Así tejía sus hilos el Destino para llegar a un acercamiento entre dos pueblos contiguos pero distintos. Favorecía el hallazgo de una fórmula el hecho de que los catalanes estuvieran acostumbrados a vivir no bajo un régimen unitario monárquico, sino de condados que coexistían en convivencia pacífica; cuando Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, casó con Petronila de Aragón mató de un tiro una bandada de pájaros: resolvió el problema suscitado por el absurdo testamento de Alfonso el Batallador; evitó llamarse rey de Aragón, aunque de hecho lo fuera; marcó las distancias frente a las pretensiones de Castilla; daba luz verde a una futura conquista de Valencia por catalanes y aragoneses conjuntamente, y, sobre todo, sentó las bases de una convivencia de Aragón y Cataluña, ampliada luego a Valencia y Baleares, basada en la igualdad de derechos y en unas relaciones contractuales entre príncipes y vasallos que eliminaba el principio del derecho absoluto del príncipe en favor de un teórico pacto que reconocía derechos y deberes mutuos al soberano y a los vasallos.
La confederación así creada no sólo reconstruía la antigua Tarraconense, sino, en parte, la Septimania visigótica, reconociendo y fortificando lazos con las poblaciones del sureste francés, países de oc de tradición romana, distinta y en ocasiones opuesta a la Francia germanizada del oui. Importante resultado de esa tradición romano-mediterránea fueron la expansión, en parte pacífica, en parte guerrera, por medio de las campañas del siglo XIV que implantaron la soberanía catalano-aragonesa en las grandes islas italianas, la posterior adquisición del reino de Napóles, las hazañas de los almogávares en una Grecia disputada entre helenos y turcos (ducados de Atenas y Neopatria), la presencia de naves, que entonces eran indistintamente mercantiles y guerreras, en todo el ámbito mediterráneo, apoyando un despliegue mercantil que llevó productos de la industria textil catalana hasta Egipto.
Toda esta febril expansión de los siglos XIII-XIV necesitaba de una definición frente a los dos grandes Estados contiguos: Francia y Castilla; como era usual en la Edad Media (y mucho después) bajo el manto de discordias religiosas se escondían problemas políticos; la herejía albigense, propagada por la Provenza y el Languedoc, reflejaba la antipatía de los meridionales hacia los francos, y se llegó a la paradoja de que Pedro II de Aragón, que se había declarado vasallo de la Santa Sede, que por sus servicios a la Cristiandad contra el Islam había merecido el sobrenombre de Católico, muriera defendiendo a sus vasallos occitanos acusados de albigenses en Muret.
De vez en cuando hay que plantear algún hito cronológico en la narración no sólo como recurso pedagógico, sino para esclarecer la lógica interna de los hechos y la trama que une acontecimientos en apariencia independientes: la batalla de Muret tuvo lugar en 1213; un año antes, a mil kilómetros de allí, Alfonso VIII, con ayuda de caballeros aragoneses, había desbaratado el ejército almohade en Las Navas de Tolosa; victoria que liquidaba virtualmente el poderío del Islam en España en beneficio de Castilla, que en breve plazo se apoderaría del antiquísimo solar de los tartesios, del meollo de la Bética, del núcleo duro del Califato, asomándose al Estrecho y a un espacio atlántico cargado de promesas. En cambio, el desastre de Muret frenaba la aspiración catalano-aragonesa de atraer a su órbita no sólo a los señores de la antigua Septimania sino, eventualmente, a los de la Provenza y aun de la cuenca del Garona, constituyendo un Estado franco-español del que los Pirineos serían no frontera, sino eje. Proyecto atrevido, pero nebuloso, sin base real. Desde Vouillé el norte de Francia había afirmado su predominio sobre el sur, y ese veredicto de la historia parece inapelable; por eso el tratado de Corbeil firmado entre Luis IX de Francia y Jaime I de Aragón no merece las críticas que no pocos catalanes le dirigen, pues si bien es cierto que daba mucho a cambio de nada, a saber, las aspiraciones catalanas sobre el Languedoc a cambio de la plena soberanía, de la renuncia de los reyes franceses a unos derechos sobre los condados catalanes que habían perdido toda vigencia hacía mucho tiempo, también era un triunfo del realismo acatar lo inevitable. Y por la frontera sur la disputa con Castilla se zanjaba en beneficio de ésta, atribuyéndole el antiguo reino árabe de Murcia, con lo que obtenía una salida al Mediterráneo, y el reino nazarí quedaba rodeado por territorio castellano y predestinado a ser absorbido en un plazo más o menos largo.
De esta manera la supremacía castellana se afirmaba en el siglo XIII y la confederación catalano-aragonesa quedaba en segundo plano y forzada, en cierto modo, a buscar fuera de la Península un campo de expansión a su energía vital. En opinión de Vicens Vives, «mucho oro albigense debió refugiarse en Cataluña huyendo de la persecución de los cruzados franceses. Y este oro, cayendo propicio sobre las energías acumuladas por la gente del Principado, fue la palanca sobre la que saltaron los mercaderes barceloneses hacia el gran tráfico de las especias con el Próximo Oriente: Alejandría, Rodas, Constantinopla». No puede dejar de impresionarnos la capacidad de Jaime II para hacer frente a un reino de Francia mucho más vasto que el suyo y además apoyado por una Sede pontificia más interesada en las combinaciones políticas que en la tan necesaria reforma de la Iglesia. A la Corona de Aragón se le reconoció la soberanía sobre Córcega y Cerdeña, pero en estas islas la situación no era la misma que en Baleares; en ellas no había población musulmana que someter o expulsar; la mejor defensa de Córcega era su primitivismo, su rechazo a todo lo que viniera del exterior; Cerdeña, aunque también era un mundo muy arcaico, era más accesible y se integró en la Corona aragonesa tras superar una larga serie de conflictos armados con los clanes isleños y con las repúblicas de Genova y Pisa, que se disputaban el control de la isla. No era ésta ámbito propicio a la colonización, pero un importante contingente de catalanes se asentó en Aighero, donde aún subsisten numerosas huellas de la presencia catalana, aunque se ha producido un declive en el uso del catalán por el asentamiento de italianos expulsados de Croacia tras la II Guerra Mundial.
El caso de Sicilia era muy distinto: tierra de vieja civilización, encrucijada de culturas, gran productora y exportadora de trigo, sujeta a la doble amenaza de franceses y turcos, estaba dispuesta a reconocer una soberanía catalano-aragonesa que le sirviera de bastión defensivo y garantizara su personalidad, Sicilia dista sólo un tiro de fusil de la Italia peninsular, del reino de Nápoles; el juego complicado de alianzas y escisiones dinásticas, las eventuales protestas y rechazos, no invalidan ciertos hechos fundamentales: las afinidades mediterráneas, los intereses compartidos, el trasiego de personas e ideas, desembocaron en una relación estable entre napolitanos y españoles que sólo terminó (y no por iniciativa de los napolitanos) en el siglo XVIII. Por la vía italiana entraron en España las auras renacentistas, a la vez que por las relaciones entre Castilla y Flandes penetraba el distinto y no menos valioso legado del renacentismo nórdico.
A la escala de aquella Europa la confederación catalano-aragonesa tenía un volumen considerable, pero en España la sobrepujaba Castilla, y por importantes que fueran los intereses mediterráneos de Cataluña, clarificar sus relaciones con los demás Estados peninsulares era vital para Aragón. La política de alianzas matrimoniales tendía, por su propia dinámica, a desembocar en uniones que, aunque se anunciaran meramente personales, siempre cobraban mayor trascendencia. Un momento crucial se alcanzó cuando en 1410 murió sin sucesión directa el rey Martín el Humano. No había reglas sucesorias claras, aunque por costumbre se aceptaban dos principios fundamentales: la primogenitura y la masculinidad. Entre los nueve compromisarios que se reunieron en Caspe seis (tres aragoneses, dos valencianos y un catalán) se pronunciaron a favor del pretendiente castellano Fernando el de Antequera, miembro de la casa real de Castilla, emparentado por vía femenina con el rey Martín. El prestigio de San Vicente Ferrer, compromisario por Valencia, y el apoyo bajo cuerda de Castilla resultaron determinantes en la solución, pero don Jaime, conde de Urgell, candidato de los catalanes, no se resignó a la derrota y amagó un golpe de fuerza que terminó en fracaso. La solución dada al problema sucesorio en Aragón, al introducir a los Trastámara castellanos en aquellos reinos, fue el prólogo a la futura unión de los reinos peninsulares, a la vez que introducía en Castilla un elemento perturbador por las intromisiones de los infantes de Aragón en las luchas internas que padeció Castilla en el siglo XV.
Aunque los historiadores catalanes conceden una importancia quizá excesiva al desenlace del pleito sucesorio, las agitaciones que sacudieron el Principado a fines de la Edad Media fueron de naturaleza más socioeconómica que política. Había una fuerte inmigración francesa que acudía a rellenar los huecos producidos por la peste negra; una población judía y conversa más integrada que en Castilla, dispuesta a dejarse convencer por las prédicas de San Vicente Ferrer; una burguesía urbana que dominaba el municipio barcelonés, el cual, a su vez, dominaba la mayor parte de Cataluña; una clase rural de remesas insatisfecha por las trabas legales que limitaban su ascenso social. En los otros países de la confederación quizá el panorama no era tan complicado y agresivo, pero los motivos de discordia no faltaban, ya entre mudéjares y cristianos viejos de Aragón y Valencia, ya entre ciudadanos y forenses de Mallorca.
En este complicado panorama la España de las tres culturas se transformaba sin desaparecer dejando posos, herencias tenaces, con tendencia a la simplificación y la cristianización. Continuaban las traducciones, pero con novedades importantes: el Humanismo no sólo traducía textos, sino que revolvía las librerías monacales buscando otros nuevos, desconocidos. La imprenta revolucionó todo el sistema; algunos impresores buscaban la colaboración de humanistas para fijar un texto crítico y se empezaron a desdeñar las traducciones medievales como corruptas. Textos que habían sido esenciales, como Avicena, fueron relegados; se perdía la primacía que como transmisora de culturas había tenido España durante siglos. Ahora el Occidente no sólo traducía directamente del griego, sino que añadía su propia aportación, investigaba, ponía los cimientos de su predominio científico, base de su fabuloso desarrollo material.
No fue éste un proceso lineal, sino entreverado de tendencias varias. Perdían los árabes la superioridad en las artes de la navegación que les había dado la supremacía en el Mediterráneo, y ese desfase les impidió tomar parte en la gran aventura atlántica; los Cresques mallorquines, siguiendo patrones italianos, confeccionaron en el siglo XIV cartas náuticas de una perfección sin precedentes. Incidentalmente podemos recordar unas palabras de David Román acerca de la diferencia entre una literatura judaico-medieval, que en el Este de España se vuelca hacia la exégesis talmúdica y el misticismo cabalístico, y la labor científica, de mucha mayor envergadura que los judíos castellanos desarrollaban bajo la égida de Alfonso el Sabio.
Hubo, hasta cierto punto, un relevo en la Baja Edad Media: se extingue la llamarada alfonsí en la explosión de violencia y odios del siglo XIV, mientras en los reinos orientales sube el papel de los judíos y conversos que ingresan en bastante número en la administración; Fernando el Católico heredará esta tendencia. La plasticidad de aquella situación se revela no sólo en casos como los de Cresques, sino en la carrera de otro mallorquín: Raimundo Lulio, que en 1298 pidió a la Sorbona que estableciera cátedras de árabe y griego. Lulio, polígrafo y políglota, abrió anchos surcos en el espacio y en el tiempo. Dejó muchos discípulos franceses como fruto de su docencia en París y Montpellier; influjos de su azarosa vida se advierten en la literatura caballeresca y de su pensamiento filosófico en autores tan diversos como Nicolás de Cusa, Giordano Bruno y Campanella.
A fines de la Edad Media donde mejor se conservaba el espíritu de las tres culturas era en los reinos orientales de la Península y en la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo; en ella se dieron cita catalanes, aragoneses, humanistas italianos y castellanos huidos de las guerras civiles que asolaban su país. El latín coexistía amistosamente con las lenguas vernáculas, según el modelo que más tarde ilustró Nebrija. No hay que olvidar que bajo el nombre de Renacimiento se esconden tendencias muy diversas: universalismo y nacionalismo, racionalismo y esoterismo, lenguas clásicas y modernas. Ya Alfonso el Sabio había elevado el castellano a la categoría de lenguaje culto y a la vez oficial, cancilleresco. En los otros reinos la evolución fue más lenta; se hacía mucho uso del latín, pero Alfonso V escribía en catalán a su mujer, que había quedado en Barcelona en calidad de lugarteniente, y en catalán seguían emitiendo su documentación los municipios y las parroquias de Cataluña, Valencia y Baleares. Un castellano teñido de aragonesismos hablaba Alfonso V, como su nieto Fernando el Católico. Añadamos una estimable cuota de italiano para tener idea de aquella amistosa coexistencia lingüística.
En cambio, la vigencia del árabe y el hebreo tenía en España sus días contados, más que por el imperio de la ley por la evolución de las mentalidades; el cultivo del hebreo se redujo a un grupo muy reducido; continuó habiendo cátedra de hebreo en Salamanca, pero después de los rigores inquisitoriales los que se preocupaban de su limpieza de sangre se apuntaban al bando de los que decían que la lectura de la Vulgata era más segura que la del texto hebreo. Parecidos prejuicios pesaban sobre el uso del árabe, expresamente prohibido por las leyes que querían desarraigar de los moriscos el islamismo cortándole sus entronques vitales. La peripecia de Nicolás Clenardo ilustra este ambiente: el citado humanista holandés vino a España con Hernando Colón con la esperanza de hallar un buen maestro de árabe. Le recomendaron un morisco granadino que residía en Sevilla; lo encontró trabajando en una fábrica de cerámica y rehusó el encargo porque podría dañar la fama que había adquirido de buen cristiano.
La Biblia, o para expresarnos con más rigor, el Antiguo Testamento, es nexo entre las tres religiones que encarnan las tres culturas. La convivencia del siglo XV nos brinda uno de sus rasgos más atrayentes en la Biblia de la Casa de Alba, producto de una invitación que don Luis Núñez de Guzmán, gran maestre de Calatrava, hizo al rabino Mosé Arragel de Guadalajara asegurándole que tendría plena libertad para realizar su tarea, y no sólo lo cumplió, sino que le facilitó la colaboración del teólogo franciscano Arias de Encina.
En la Políglota Complutense, auspiciada por Cisneros, colaboraron cristianos viejos como Antonio de Nebrija y judíos conversos: Pablo de Zamora y Alfonso Coronel. En 1553, cuando ya los puentes se habían roto, tenemos otro interesante caso de colaboración: algunos judíos expulsados de España publicaron en Ferrara, cerca de Milán, una Biblia en lengua española con el visto bueno de la Inquisición. Y al terminar el siglo XVI Felipe II costea una lujosa reedición ampliada y mejorada de la Complutense: la Biblia Regia o Biblia de Amberes. En ella aparentemente ya no hay ninguna colaboración hebraica… pero investigaciones recientes han confirmado lo que hasta hace poco eran sólo sospechas: las raíces hebraicas de Benito Arias Montano, el genial impulsor de la Biblia Regia. No hay mejor símbolo para expresar que el espíritu de las tres culturas, aunque diluido y en apariencia muerto, seguía manteniendo cierta vigencia.