CONQUISTA Y RECONQUISTA
En 1937 apareció, póstuma, Mahoma y Carlomagno, de Henri Pirenne, una de las obras históricas más importantes del siglo XX. Su tesis puede resumirse así: las invasiones germánicas, aunque espectaculares, no cambiaron las bases económicas y sociales creadas por el Imperio Romano; los nuevos Estados se adaptaron a las antiguas circunscripciones, el ordenamiento jurídico cambió poco y lo mismo ocurrió con las relaciones sociales; los germanos se integraron, adoptaron la religión de los vencidos, la gran propiedad siguió dominando en el agro, persistió la vida urbana porque persistieron las relaciones económicas y el Mediterráneo siguió siendo un frecuentado medio de comunicación. Con las conquistas de los árabes en el siglo VII todo cambió: en el este del Mediterráneo el Imperio Bizantino se defendió bien y mantuvo su prosperidad, pero en Occidente las comunicaciones marítimas se hicieron raras y peligrosas, el comercio internacional casi desapareció, apenas circuló ya la moneda de oro, la economía se contrajo, las ciudades disminuyeron de número y tamaño, los soberanos, que no disponían de numerario, empezaron a pagar los servicios con tierras, el enquistamiento económico transcendió al ámbito político y social anunciando la aparición del feudalismo. Esta tesis, sostenida con gran talento y copia de datos, ha sido después discutida y, en parte, demolida, pero queda en ella mucho aprovechable. Su argumentación se aplica principalmente a la Galia y al imperio de Carlomagno.
El caso de España es distinto; aquí la llegada de los árabes rompió lazos marítimos, pero creó o reforzó otros nuevos; era una nación partida en dos, una bajo la sombra de Mahoma y otra que se amparaba en Carlomagno, y esa misma duplicidad la hallamos en todos los campos de la actividad humana, por ejemplo, el nervio del comercio internacional, la moneda de oro. A fines de la monarquía visigoda las pocas monedas de oro circulantes eran muy pequeñas y de muy baja ley: no más de diez quilates. El comercio exterior no se interrumpió del todo, pero las antes activas comunicaciones marítimas habían descendido tanto que, por citar un solo ejemplo, una carta de Recaredo al papa Gregorio el Magno es contestada con enorme retraso porque encontrar un navío que fuera de Roma a España a veces tardaba años. Tampoco se cumplía en la España visigótica la continuidad de instituciones que postulaba Pirenne; la que tenía mayor vitalidad, el municipio, quedó truncada por la retirada de los poderosos a sus villas y la desaparición de los decuriones. El caso de España era muy distinto del de Francia, principal referente del historiador belga; aquí la conquista árabe revitalizó en vez de obstaculizar el papel del Mediterráneo como cauce de comunicación exterior.
Esto quiere decir que la Conquista y posterior Reconquista fueron fenómenos de inmensa trascendencia que singularizaron los destinos de España, haciéndola bascular hacia África y hacia Oriente hasta que la mayor capacidad potencial del Norte, de Europa, la integraron de nuevo en su órbita. Este movimiento pendular, con muchos vaivenes, duró seis siglos y medio si lo hacemos terminar a mediados del siglo XIV, cuando, con la conquista del Estrecho por los cristianos, cesó toda posibilidad de intervención africana; el reino nazarita de Granada fue un mero epílogo que no podía alterar el hecho irrevocable de la reintegración de España al ámbito occidental. Ese dilatadísimo horizonte temporal se divide en dos fases de una desigualdad sorprendente: cuatro años de Conquista, seis siglos de Reconquista. La explicación de una disimetría tan llamativa ha de buscarse no sólo en la diversa actitud de las poblaciones concernidas, sino en una mayor solidaridad de los musulmanes a uno y otro lado del Estrecho frente a la ayuda muy escasa, muy esporádica, que a la España cristiana llegó a través de los pasos pirenaicos; no necesitaba el rico Occidente de las tierras de España, mientras que las poblaciones norteafricanas siempre codiciaron las tierras de la otra orilla.
Cumpliendo el mandato coránico de la yihad los árabes conquistaron con relativa facilidad el África bizantina, desde Egipto hasta Túnez. Tropezaron, en cambio, con feroz resistencia en el Magreb, cuya conquista y pacificación no terminó hasta el año 709 con la conquista de Tánger. Ceuta estaba en poder de los visigodos; según la tradición, su gobernador, el mítico conde don Julián, habría facilitado a los árabes el paso del Estrecho, por venganza personal o por connivencia con los partidarios y descendientes del rey Witiza. Es muy posible que esa leyenda encierre un fondo de verdad, y la posterior conducta de los witizanos lo apoya, pero, sin necesidad de apoyarse en la traición de un bando nobiliario, los árabes hubieran emprendido la conquista del Estado visigodo en cumplimiento de su misión religiosa, que además les ofrecía la perspectiva de abundante botín; una tarea en la que podían contar con la cooperación de los bereberes.
Prescindiendo de detalles como la batalla que tuvo lugar el año 711 (tanto da que fuera en el Guadalete, el Barbate o la Janda), hay una coincidencia sustancial entre las fuentes árabes y cristianas sobre el desarrollo de los acontecimientos. La más próxima a los hechos es la crónica redactada probablemente en Córdoba por un mozárabe el año 754; ofrece un relato muy superficial, insistiendo en los aspectos dramáticos: «Aunque todos los miembros se convirtieran en lenguas no podrían expresar los males sin cuento que afligieron a España». Las fuentes árabes son más tardías; recogen tradiciones alteradas por el paso del tiempo, lo que ocasiona divergencias, pero hay ciertas coincidencias en los hechos esenciales. Tarik, vencedor en el Guadalete, no encontrando resistencia eficaz después de su victoria, se encaminó a Toledo por el camino más corto y en la capital halló copioso botín. Su jefe inmediato, Muza, celoso del éxito de su subordinado, desembarca a su vez y sigue una ruta más occidental, capturando dos ciudades de primer orden: Hispalis (Sevilla) y Mérida. Ambos jefes se reunieron en Toledo. A partir de aquí un ejército musulmán se dirigió hacia el noroeste y otro por el valle del Ebro ocupó Zaragoza y Barcelona. En el 715 podía darse por terminada la conquista de la Península, salvo pequeños enclaves. El avance continuó en años sucesivos hasta que en el 732 la caballería de Carlos Martel le puso término en Poitiers.
Éste es el esquema de los hechos, que da pie a ciertas evidencias, algunas conjeturas y también algunos misterios, como el de la palabra al-Ándalus con que los conquistadores designaron el terreno ocupado, palabra cuyo origen y etimología son desconocidos. Es evidente, en cambio, que la conquista de España no se debió tanto al poder de los vencedores como a la impotencia de los vencidos. No se sabe el volumen del ejército con el que Tarik se enfrentó a don Rodrigo; se habla de 12 000 hombres, en su mayoría bereberes, mientras que Muza habría contado con unos 18 000, con predominio de árabes. Otras partidas más pequeñas debieron cruzar el Estrecho, pero de todas formas hubieran sido absorbidas por los millones de nativos si en éstos hubiera habido una voluntad firme de resistencia.
Faltaba esa voluntad; la masa popular era pasiva y las clases dirigentes no consiguieron galvanizarla; el aparato estatal desapareció, quedando al descubierto la inconsistencia del Estado visigodo; la guerra se redujo a una serie de episodios inconexos, asedios de ciudades en las que los restos del ejército vencido trató de hacerse fuerte; donde las fortificaciones eran sólidas la resistencia duró meses, como fue el caso de Mérida, de la que se dice en el Ajbar Machmua que tenía unas murallas «como no han hecho otras los hombres». Pero este caso era excepcional; Córdoba, a pesar de su rango, tenía sus defensas en tan mal estado que el gobernador prefirió encerrarse con los pocos hombres con que contaba en la iglesia de San Acisclo. Los relatos de la conquista son como una radiografía de la monarquía desaparecida: un conjunto de células gobernadas por jefes o clientelas locales que, al desaparecer el poder central, buscan una avenencia tratando de salvar lo que pudieran de sus intereses por medio de pactos. Conocemos el texto de uno de esos pactos, el que creó el protectorado de Todmir en Murcia, pero hubo otros casos y otras fórmulas, incluyendo la adopción de la religión triunfante, como hicieron los Banu Casi de Aragón. También se islamizaron los witizanos y recibieron en pago de su traición una parte del patrimonio fiscal del Estado, que consistía en miles de fincas rústicas con su correspondiente dotación de siervos y un inmenso tesoro de joyas, oro y piedras preciosas. Esta masa de bienes, que era lo que se habían estado disputando las facciones nobiliarias durante siglos, procedía de una parte del antiguo patrimonio del Estado romano, de otra de las incautaciones y confiscaciones operadas durante la etapa visigótica en los bienes de los condenados, los traidores, los vencidos. Después del Guadalete debió operarse una gigantesca rebatiña, atestiguada por los textos y por los hallazgos arqueológicos. El tesoro de Guarrazar es el más importante de los hallados hasta ahora, pero ¡cuántos otros permanecerán todavía enterrados! Esto explica que durante la Edad Media existiera toda una literatura de tipo esotérico, con recetas y encantamientos para hallar tesoros. Pues bien, a pesar de lo mucho que se ocultó, a pesar de que los fugitivos llevarían lo más fácilmente transportable, el botín de los vencedores fue enorme, sobre todo en Toledo, abandonada cobardemente sin lucha. Aunque adornada de detalles fantásticos, debe tener un fondo de verdad la disputa entre Tarik y Muza sobre el hallazgo de la legendaria Mesa de Salomón, de incalculable valor.
Es lógico sospechar que en aquel ambiente caótico los bajos fondos también participaron del saqueo de iglesias y palacios, y que los esclavos y siervos de la gleba encontraron oportunidades para mejorar su condición. Los perdedores, en unos casos concertaron pactos para salvar lo salvable, otros se refugiaron en las montañas del noroeste, entre tribus indómitas que serían la base de una revancha; otros fueron retrocediendo lentamente hacia la Tarraconense y cuando la marea inundó también estas tierras se internaron en la Septimania y en los dominios de los reyes francos, y aquí ya no estamos en el terreno de las hipótesis, sino de realidades comprobadas, pues son muchos los documentos carolingios del siglo VIII referentes a los hispani llegados a la zona pirenaica, núcleo inicial de la Marca Hispánica.
Comparando la invasión árabe con la visigótica se aprecian profundas diferencias: aquélla fue fulminante, ésta muy lenta; las dos provocaron la entrada de etnias distintas cuya fusión con la nativa fue laboriosa. La reacción de la masa indígena fue en ambos casos muy débil, excepto en las poblaciones poco romanizadas del norte. En ambos casos, diferencias religiosas oponían vencedores y vencidos, pero mientras en el caso de los visigodos no puede hablarse de persecución y al final se dejaron integrar e incluso concedieron un papel esencial a la Iglesia de los vencidos, la invasión arábiga fue una guerra religiosa, lo que añadió más violencia al fenómeno, y como la sede casi única del saber era la Iglesia Católica, las destrucciones operadas tuvieron efectos culturales muy nefastos. Nos imaginamos a los monjes llevando consigo algo de la herencia isidoriana, trasplantada a regiones remotas. Así se explica la presencia de numerosos ejemplares de las Etimologías en Occidente. De la antigua Septimania, fieramente disputada entre los musulmanes establecidos en Narbona y los francos, salieron para altos destinos algunos de los más destacados personajes eclesiásticos de la Galia carolingia: Agobardo, Claudio de Turín, Teodulfo, poeta y teólogo, colaborador de Carlomagno que lo nombró obispo de Orleans.
En el otro extremo, en el ángulo noroeste peninsular, a pesar de la rudeza de los habitantes, muy someramente cristianizados, un pasaje del Ajbar Machmua revela que también allí la lucha revestía un carácter religioso; refiriéndose a las consecuencias de la sublevación de Pelayo en Asturias dice: «Los muslimes de Galicia y Astorga resistieron largo tiempo hasta que (…) en el año 33 (o sea, en 748-749) fueron vencidos y arrojados de Galicia, volviéndose a hacer cristianos todos aquellos que estaban dudosos en su religión y dejando de pagar los tributos». El pasaje citado parece referirse a los indígenas, no a los bereberes de reciente y dudosa islamización. En todo caso testifica el tremendo caos no sólo material, sino moral que debía reinar en España por aquellas fechas. Es posible que aquellos años de mediados del siglo VIII representen el punto de inflexión más bajo de toda la historia de España; el país estaba nominalmente regido por el califa abbasí residente en Damasco a través de unos gobernadores o walíes entre los que no faltaron personajes de carácter, pero que no podían desarrollar una política coherente por el escaso tiempo que duraba su mandato (se sucedieron veinte en cuarenta años) y por la indisciplina de las tropas bajo su mando. No había diferencia clara entre el ejército y el pueblo invasor, y éste se hallaba dividido en tres etnias muy distintas y muy hostiles entre sí: los árabes de Arabia, por decirlo así; los yemeníes (del Yemen, en el extremo sur de la península arábiga); los sirios, mucho más al norte, en la región de Damasco, capital de los abbasíes, y la masa de los bereberes, recién convertidos, de fidelidad dudosa y considerados de categoría inferior.
Aun antes de terminar la conquista de España ya habían estallado las luchas entre árabes y bereberes; se quejaban éstos de que se les había relegado a las tierras más pobres. Puede sorprender que una pequeña minoría se quejara de no tener sitio en un país medio despoblado, pero hay que considerar que, como más tarde los españoles en América, lo que los invasores buscaban no eran tierras para cultivar, sino gentes que las cultivaran para ellos. A consecuencia de la invasión la producción agraria debía estar muy desorganizada; no sólo hubo fuga de propietarios, sino de los siervos adscritos a ella. Campos y caminos debían estar llenos de incontrolados, y los esfuerzos de las nuevas autoridades por fijar la población, establecer un catastro, normalizar la percepción de rentas y tributos, no debió dar muchos resultados. Caminamos un poco a ciegas en este terreno, que es fundamental, porque no existe documentación pública ni privada y los cronistas árabes ignoran por completo a la población nativa; relatan con detalle las luchas de los invasores entre sí, pero no dicen una palabra de la población sometida, sumida en la pasividad y el desprecio; sólo más tarde, con la revuelta de los muladíes comienzan a aparecer en escena.
En líneas generales los árabes se reservaron las mejores tierras en los valles del Guadalquivir y del Ebro, y los bereberes se instalaron en zonas menos fértiles de León, Extremadura y Levante. La noticia de revueltas en Berbería contra los árabes, el resentimiento acumulado entre los bereberes de España y las consecuencias de unos años de gran esterilidad en los años 740 provocaron una formidable sublevación; no consiguieron los bereberes arrancar el poder a los árabes, pero hubo amplios movimientos de población. La consecuencia más importante fue el abandono de tierras en la zona noroeste, facilitando la ampliación del área que ya controlaba el recién creado reino asturiano.
Las noticias que tenemos sobre el origen de este reino proceden de crónicas muy posteriores que magnifican los hechos. Según la versión tradicional, Pelayo, de la noble sangre de los reyes godos, que en un principio había colaborado con los invasores, escapó de Córdoba y se dirigió, como tantos otros magnates, a las montañas de Asturias, encabezando una rebelión que triunfó en Covadonga, inicio de la reconquista. La crítica actual admite el hecho reduciéndolo a sus justas proporciones; hubo una batalla, quizás no más que una escaramuza, en el año 718 o, según los cálculos actuales, un poco más tarde; unos centenares de enemigos murieron en el combate; otros perecieron ahogados en la retirada. Los cristianos vieron en estos hechos la mano de Dios. Los clérigos y magnates refugiados no sólo dieron un sentido providencial a estos hechos, sino que trataron de restaurar el sistema precedente, organizando una administración, una Iglesia, una corte a imitación de la visigoda que tras una breve estancia en Cangas de Onís se instaló en Oviedo, que llegó a ser pálido reflejo de la urbs regia toledana.
La unión de la tradicional agresividad de los montañeses y su tendencia expansiva con los principios racionalizadores y organizativos de los refugiados constituía un instrumento políticomilitar de gran eficacia, pero los gobernantes instalados en Córdoba no advirtieron la amenaza latente en aquella alianza hasta mucho más tarde. Con Alfonso I la monarquía asturiana inicia su expansión hacia el sur de las montañas, hacia las planicies de la cuenca del Duero, castigando con destrucciones sistemáticas su escasa población hasta formar un vacío estratégico, a lo que colaboró la voluntaria retirada de los bereberes.
A mediados del siglo VIII varios hechos decisivos cambiaron el rumbo de los acontecimientos: en Francia se consolidó el poder de la dinastía carolingia; en Italia, los lombardos expulsaron a los bizantinos de Rávena, último punto de apoyo que les quedaba en aquella península; en el mundo árabe, los califas omeyas son sustituidos y exterminados por los abbasidas, que trasladan la capital del califato de Damasco a Bagdad. Abderramán, superviviente de la matanza, desembarca en Almuñécar y se proclama emir con el apoyo de su extensa clientela; se hace reconocer soberano, rompe lazos políticos con el califato e instala su capital en Córdoba, restaurada de sus pasadas ruinas (756). La vieja capital de la Bética iba a revivir y superar sus días de esplendor y al-Ándalus ya no sería una provincia lejana gobernada por emires sin autoridad y desgarrada por conflictos tribales. El primer emir independiente luchó por acabar con la anarquía y establecer las bases de un verdadero Estado.
Para ello tenía que luchar en varios frentes; la presión exterior todavía no era peligrosa; el peligro mayor era interno y dimanaba de la difícil coexistencia de razas y pueblos con intereses divergentes. La supremacía de los árabes no podía ponerse en cuestión, pero estaban separados por odios intensos: yemeníes contra sirios, partidarios de los omeyas y del nuevo poder abbasida; bereberes descontentos, y también aumentaba la fermentación entre los hispanos, ya se mantuvieran en la religión cristiana (mozárabes), ya se hubiesen convertido al Islam (muladíes). Para precaverse de tantos enemigos Abderramán I utilizó un recurso muy empleado también por sus sucesores: constituir un ejército permanente, mercenario, con gentes de toda clase y condición, incluyendo esclavos extranjeros (eslavos).
Se ha emitido la hipótesis, plausible, de que entre esta nube de adversarios de Abderramán I figurasen los árabes de la Frontera Superior, o sea, de lo que luego se llamó Aragón, y que buscasen el apoyo de Carlomagno ofreciéndole la plaza de Zaragoza; el caudillo franco aceptó, pero a última hora los conjurados cambiaron de parecer y halló cerradas las puertas de la ciudad. Durante el regreso la retaguardia de su ejército, mandada por Rolando, fue atacada y destruida en el paso de Roncesvalles (778). El hecho causó en Occidente enorme impresión y fue inmortalizado por el más célebre de los poemas épicos. Aunque en la redacción que conocemos, bastante posterior al suceso, éste se presenta como una lucha entre cristianos y musulmanes, existe bastante acuerdo en que los vascos debieron ser los únicos o principales responsables de la tragedia.
Las noticias llegadas desde unas tierras del Norte que entonces parecían enormemente lejanas no interesaban mucho en el Sur, en la antigua Bética y sus aledaños, verdadero corazón de al-Ándalus por su fertilidad, su proximidad al norte de África, sus puertos en comunicación con el Oriente, Córdoba se revistió de nuevas murallas, el emir trató con los cristianos para que le cedieran la basílica de san Vicente sobre cuyas ruinas edificó una gran mezquita. El engrandecimiento de la capital formaba parte de la política de Abderramán de fortalecer y prestigiar la dinastía; pero fuera de las familias ligadas a los Omeyas era escaso el grado de adhesión a la dinastía y al Estado. El largo reinado del primer emir independiente fue una inacabable lucha para reprimir disidencias, comprar fidelidades, armonizar grupos sociales que convivían sin conciencia ni voluntad de unidad, y lo mismo puede decirse de sus sucesores Hixem I y Alhakem I. El particularismo separatista era especialmente fuerte en Toledo, que señoreaba las tierras del Tajo Medio y cuya subordinación a Córdoba era nominal. Alhakem se valió de una treta para eliminar la oligarquía toledana. Con la misma energía feroz reprimió un movimiento insurreccional de la plebe de la propia Córdoba; los revoltosos fueron diezmados, ejecutados en gran número, arrasadas sus casas. Los supervivientes tuvieron que buscarse un hogar fuera de España y después de muchas vicisitudes se instalaron unos en la isla de Creta y otros en la recién fundada ciudad de Fez.
En tales circunstancias poca atención podían prestar los emires a lo que ocurría en las lejanas fronteras del norte. Aún no se percibía con claridad el peligro y los emires se limitaban a enviar muy de tarde en tarde alguna expedición de castigo. En el ángulo noroeste el desinterés de los andalusíes era total; no les interesaban aquellas tierras húmedas y frías, buenas para acoger mozárabes perseguidos, pero no árabes refinados. Por su parte, los reyes asturianos no disponían de colonos suficientes para efectuar una repoblación sistemática, por eso se limitaban a efectuar incursiones profundas por toda la cuenca del Duero, incluyendo gran parte de la antigua Lusitania. Esta política tenía que conducir a la despoblación de las zonas más afectadas. Se ha discutido mucho sobre la efectividad de la despoblación de la Meseta norte; no se considera hoy que fuera total, como sostenía Sánchez Albornoz; trabajos arqueológicos y onomásticos demuestran que, agazapados en los repliegues del terreno, en especial entre el Duero y el Sistema Central, subsistieron pequeños grupos humanos en condiciones muy precarias. La repoblación con gentes venidas del norte y llegadas del sur estableciendo un cordón defensivo no tuvo lugar hasta el siglo X.
En la cuenca del Ebro y ángulo nordeste la situación era distinta; allí no hubo despoblación; acogiéndose a pactos o por medio de interesadas conversiones al islamismo subsistió la población anterior; incluso en los valles pirenaicos había una notable presencia humana. La lejanía e impotencia del reino cordobés favoreció la tendencia expansiva de la monarquía franca; tras la reconquista de Narbona los carolingios llevan su ofensiva al sur de los Pirineos: Gerona cae en poder de los francos el 797, Barcelona el 801, pero la ofensiva se detuvo en el Llobregat; con las comarcas al norte del río se constituyó la Marca Hispánica que, según el modelo carolingio, debía ser antemural del Imperio. De aquí resultó una notable disimetría en el avance del proceso reconquistador que tuvo consecuencias perdurables para el orden futuro, político y cultural, de España: avanzando en un amplio frente desde las montañas cantábricas, lo que luego fue el reino castellano-leonés alcanzó la frontera del Tajo en 1085, fecha de la conquista de Toledo, mientras en el este los cristianos, a pesar de la esporádica ayuda de los francos, no hallaban vacíos estratégicos, avanzaban muy lentamente frente a la oposición de una población arabizada que se pegaba al terreno; Zaragoza no cayó en manos cristianas hasta el año 1118 y Lérida en 1149. Esta ventaja espacial y temporal explica que, aun después de haberse desgajado Portugal, la corona de Castilla tuviera en el conjunto peninsular una superioridad incontestable.
No debemos olvidar que estamos en el tiempo largo de unas sociedades que se movían con gran lentitud; lo que nosotros mediríamos en decenios o lustros entonces requería siglos. ¿Qué novedades aportó el siglo IX en al-Ándalus? Los problemas seguían siendo los mismos; de tarde en tarde surgía una novedad, como la aparición en las costas andaluzas de aquellas temibles naves vikingas que por toda la Europa occidental remontaban los ríos y esparcían el terror y la destrucción. La condición de río navegable del Guadalquivir, excepcional en la Península, ventaja muy apreciable, en este caso resultaba contraproducente: los mayus (extraño nombre que se daba a los normandos) remontaron el río, asaltaron Sevilla, robaron y asesinaron a placer, y se extendieron por las cercanías sosteniendo a la vez violentos combates con las tropas de refuerzo enviadas desde Córdoba.
Este episodio, aunque enojoso, era excepcional, pero había otros problemas endémicos, casi diríamos estructurales, que cobraron especial violencia durante el mando de los últimos emires: desde la proclamación de Abderramán II en 822 a la de Abderramán III en 912, la heterogeneidad de la población y su incapacidad para integrarse en una patria común era una fuente perenne de inestabilidad. Los conflictos de estos grupos entre sí y con el Estado revestían con gran frecuencia carácter religioso, y no debe negarse la parte de sinceridad que hubiera en ese componente religioso, muy difícil de separar de otras motivaciones y del papel que situaciones de este tipo brindan a personalidades ambiciosas y audaces. También conviene tener presente, tratándose de una sociedad islámica en la que no existía distinción entre religioso y laico, sagrado y profano, que en lo que con cierta impropiedad llamaríamos clero musulmán de al-Ándalus, muy estricto, muy influyente, predominaba la doctrina malekí, la más rigurosa, casi podríamos decir la más integrisla de las cuatro escuelas ortodoxas en que se reparte el Islam sunní.
El fondo de la población andalusí seguía siendo el hispanorromano, con ligeras aportaciones visigodas y judías. La aportación árabe, importante en calidad y rango, no lo fue en cantidad; podríamos estimarla en unas cincuenta mil personas, verdadera aristocracia, acaparadora de cargos, tierras y distinciones. En el siglo IX las violentas luchas entre las diversas tribus y linajes árabes se fueron esfumando. Al contrario que los árabes, el número de bereberes no cesó de aumentar por el goteo constante de inmigrados. Su actitud respecto a los árabes seguía siendo distante y reivindicativa; en cambio, su religiosidad islámica era sincera, a pesar de su tardía conversión.
Los judíos desempeñaron un gran papel en los comienzos de la conquista como auxiliares de los invasores; descendió después su protagonismo e incluso se manifestaron tendencias antihebraicas, pero, en general, se les respetó su condición de gentes del Libro, con autonomía interna en sus aljamas e intervención destacada en la gestión de asuntos públicos. Aunque hubo pocos conversos al Islam, su cultura se arabizó fuertemente, lo que acentuó su papel de intermediarios y transmisores respecto a las culturas árabe y latina.
El fenómeno más llamativo fue el de la conversión de grandes masas de nativos al Islam. Sobre la amplitud y ritmo de estas conversiones hay pocos elementos de evaluación; el esfuerzo más interesante ha sido hasta ahora el del profesor Richard W. Bulliet, quien, basándose en los numerosos datos que tenemos sobre escritores y ulemas, propone un modelo de conversión lenta, tardía. Un 10 por ciento en el siglo VIII, poco más de un 20 por ciento en el IX; en el X, o sea, en el esplendor del califato, los musulmanes ya serían por lo menos la mitad de la población, proporción que subiría al 80 por ciento, y en el siglo XII sería islámica la casi totalidad de la población de al-Ándalus. Hay que tener en cuenta que para dicha fecha ya se habían producido acciones violentas de almorávides y almohades con huida y deportaciones de cristianos.
El profesor Barceló discrepa; cree que la islamización fue más rápida en las clases rurales, lo que contradeciría la regla casi general del mayor apego de las masas campesinas a sus creencias tradicionales; pero hay que tener en cuenta que la cristianización de los campesinos en la época visigoda fue muy superficial y que no pocos pasarían directamente del paganismo al Islam. Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre estos cálculos es innegable que durante el emirato y el califato, es decir, durante siglos, hubo una coexistencia relativamente pacífica entre las tres religiones, siempre respetando la supremacía del Islam. En principio, los matrimonios mixtos estaban prohibidos; si se producían, los hijos debían educarse como musulmanes. Los actos públicos de culto estaban prohibidos para judíos y cristianos; no se podían edificar iglesias o sinagogas sin autorización especial. Por último (y este hecho jugaba a favor de las conversiones), judíos y cristianos estaban sometidos al pago de impuestos especiales. Una evolución análoga tuvo lugar en Berbería, pero aquí el cristianismo desapareció con más rapidez, lo que, sin duda, está en relación con la superficialidad de la implantación de la cultura romano-cristiana en esa zona.
Los cristianos que pasaban al Islam eran llamados muladíes. Como se trataba de un acto que cambiaba el estatus jurídico de la persona necesitaba estar acreditado en acto público. Un formulario notarial proporciona el modelo siguiente: «Fulano de tal, sano y en pleno dominio de sus facultades mentales, aporta testigos para este acto por el que renuncia a la religión cristiana y abraza la islámica. Afirma que no hay más Dios que Allah, el único; que Muhammad es su siervo, que Jesús, hijo de María, es su enviado, su verbo y su espíritu, que transmitió a María. Se ha purificado y ha rezado. Acepta las normas del Islam: ablución, limosna legal y peregrinación a la Casa Santa (…) Da gracias a Dios que lo encaminó al Islam, única religión, que anula las demás y las supera a todas. Su conversión ha sido espontánea, sin temor ni esperanza de recompensa». Puede advertirse que el respeto con que son tratadas las figuras de Jesús y María facilitaría el paso que daba el converso y acallaría sus escrúpulos. A pesar de todo, los más ambiciosos no resistían la tentación de embrollar sus orígenes y hacerse pasar por descendientes de árabes, como hizo Ibn Hazm, el autor de El Collar de la Paloma, como hicieron tantos otros; por eso, basarse en la abundante literatura biográfica y genealógica para investigar procedencias es un método cuestionable. Con la conversión desaparecían las barreras jurídicas, pero permanecían las sociales; por eso, en los frecuentes movimientos de protesta los muladíes aparecían asociados a los mozárabes, los siervos y otras minorías descontentas.
Los mozárabes (plural de mostarab, mixto de árabe) eran cristianos de religión, pero arabizados en muchos aspectos; adoptaban nombres árabes, se preciaban de cultivar la poesía árabe, no comían productos del cerdo y en su atuendo y maneras mostraban el atractivo que ejercía sobre ellos una civilización considerada superior. Es una historia triste la de los mozárabes; en los tiempos que siguieron inmediatamente a la conquista se beneficiaron de pactos y concesiones que, conforme se afirmaba y extendía el Islam, se fueron reduciendo. Formaban minorías influyentes en las grandes ciudades como Toledo, Córdoba, Sevilla. Tenían iglesias, clérigos, obispos incluso, que a veces celebraban concilios, y autoridades propias que aplicaban en los litigios las normas del Derecho canónico y el Fuero Juzgo. La autoridad superior era el comes, conde, que representaba a su pueblo ante las autoridades islámicas.
Esta situación legal parece favorable, y de hecho muchos mozárabes debían estar satisfechos con su situación, pero otros se resentían de las trabas legales y sociales que pesaban sobre ellos, y, sobre todo, había un grupo clerical exaltado que veía con indignación la pérdida de tradiciones, las conversiones, el retroceso irreversible del cristianismo y la cultura clásica a él asociada. Piénsese que Eulogio, obispo de Córdoba y la figura preeminente de aquella comunidad, tuvo que viajar hasta una abadía de Navarra para procurarse obras tan esenciales como la Eneida de Virgilio y las Etimologías de san Isidoro. ¡A esto había quedado reducido el patrimonio cultural de la Iglesia visigoda! Este sentimiento de frustración y un hálito de enfermizo misticismo debieron ser los motores del extraño movimiento registrado en alguna parte del clero cordobés que provocaba el martirio voluntario; para ello bastaba pronunciar en público algunos insultos contra Mahoma y su doctrina, lo que conducía a la decapitación inmediata. El emir Abderramán II veía con disgusto estos incidentes; a petición suya se reunió un concilio que declaró no ser aquéllos auténticos mártires, sino más bien suicidas. Sin embargo, el clima entre los mozárabes cordobeses siguió siendo muy tenso; Mohamad I, nuevo emir, aumentó las medidas vejatorias contra los cristianos, incrementó los tributos, hizo demoler las iglesias edificadas después de la conquista y sancionó la condena a muerte del obispo Eulogio, la figura más destacada de aquel grupo. Su delito era haber protegido la conversión al cristianismo de una joven musulmana (año 859).
Más sosegada fue la existencia de los mozárabes de Toledo, ciudad que mantenía una actitud de resistencia permanente frente a las autoridades cordobesas y en la que la convivencia de credos y razas fue ejemplar. Florecientes fueron también, hasta las persecuciones del siglo XII, las comunidades mozárabes de Sevilla, Mérida y Zaragoza. Esta mozarabía urbana fue agitada por movimientos heterodoxos que revelan, de una parte, la insuficiencia doctrinal que afectaba a buena parte del clero y, de otra, la contaminación de conceptos islámicos; se referían a la Trinidad y a la divinidad de Cristo en un sentido que parecía querer acortar distancias con la doctrina coránica. La más famosa de estas herejías fue el adopcionismo (Jesús, no verdadero Dios, sino hijo adoptivo de Dios) defendida nada menos que por el arzobispo de Toledo, Elipando. La controversia fue seguida con gran interés tanto en la España cristiana del norte (réplica a Elipando por el obispo Félix de Urgell) como en el resto de Occidente.
Sin duda hubo una relación entre la insurrección de Omar Ben Hafsun y estas inquietudes espirituales. Omar era nieto de un terrateniente de familia hispanogoda que había abrazado el Islam y, en calidad de muladí, había experimentado las ventajas e inconvenientes de este grupo. La polémica reinante acerca del significado del movimiento que acaudilló Omar no busca una causa única; es evidente que fueron varias, y que se inscriben en el confuso panorama de revueltas que sacudieron al-Ándalus, y en especial sus comarcas meridionales, en el siglo IX. El descontento generalizado nacía de múltiples raíces: la arrogancia de la aristocracia árabe dominante, los esfuerzos de los emires por consolidar un Estado que no tenía bases firmes y que, a falta de un amplio consenso ciudadano, necesitaba el apoyo de un ejército mercenario. Este ejército, y los esplendores de la corte, requerían la recaudación de tributos, tarea difícil en una sociedad que generaba excedentes muy modestos, y como esta presión fiscal aceleraba el proceso de conversión, había que aplicarla también a los fieles islámicos transgrediendo las normas del Corán.
La guerrilla dirigida por Omar recogía, pues, descontentos de varia procedencia; desde Bobastro, en la serranía de Ronda, donde aún se conservan restos de una fortaleza y una iglesia, el movimiento insurreccional se extendió en todas direcciones: Archidona, Ecija, Baena, Lucena, Elvira, Jaén, llegaron a estar en sus manos, siempre de forma ocasional, porque el movimiento que acaudillaba era esencialmente rural, no contaba con el apoyo de la burguesía urbana; algunas similitudes ofrecía con los bagaudas y con los carlistas catalanes del siglo XIX, que ocupaban ciudades, extraían de ellas recursos voluntarios, pero eran incapaces de retenerlas. Aunque hubo épocas en las que dominó territorios extensos y firmó paces, no logró crear ni siquiera el embrión de un verdadero Estado. Al final de su azarosa existencia Omar volvió al cristianismo de sus antepasados o, por mejor decir, hizo público lo que mantenía en secreto, pues Abderramán III hizo desenterrar su cuerpo al tomar Bobastro para mostrar que no estaba circuncidado. Sus hijos, cristianos también, resistieron hasta el año 928 en que se entregaron a Abderramán III.
Había este emir asumido el poder supremo el año 912 en las difíciles circunstancias que hemos visto; el emirato cordobés parecía un edificio ruinoso, carcomido por las disensiones internas y amenazado por unos Estados cristianos septentrionales cada vez más agresivos; las incursiones de Ordoño II de León abarcaban casi toda la antigua Lusitania y en los límites de Galicia se consolidaba la repoblación cristiana. En La Rioja la situación seguía siendo muy confusa, el Ebro no actuaba como frontera. Toledo, con toda la zona del Tajo Medio, continuaba su tradición de autonomía, de rebeldía permanente frente a las autoridades cordobesas. En suma, inestabilidad interior y múltiples amenazas exteriores. ¿Cómo, partiendo de bases tan precarias, consiguió el emirato-califato cordobés elevarse a una situación tan brillante en el siglo X?
No tenemos suficiente información para dar respuestas decisivas; mucha parte del éxito tendría carácter más coyuntural que estructural y estaría ligado a las dotes personales de Abderramán III y de Alhakem II. Por lo pronto, que el primero reinara nada menos que cuarenta y nueve años (del 912 al 961) ya fue una baza importante a favor de la estabilidad; no introdujo cambios esenciales en la administración, sino que aplicó con firmeza aquellas normas esenciales que venían rigiendo la administración central y, sobre todo, el ejército; la población de al-Ándalus, en general, no era guerrera, por eso los emires basaban su ejército en los contingentes árabes y bereberes, pero éstos eran indisciplinados; más seguridad podía tenerse en los esclavos comprados en los mercados especializados de Oriente y de la misma Europa; en algunas ciudades de Francia había judíos especializados en este tráfico; operaban, sobre todo, con prisioneros de pueblos del Este europeo, que por ello han recibido el nombre de eslavos; vendían castrados (eunucos) para el servicio doméstico; algunos llegaron a ocupar altas posiciones en la corte. La mayoría eran destinados al servicio militar, ignoraban la lengua del país, no se mezclaban con los indígenas y estaban sometidos a una rígida disciplina.
Sostener un numeroso ejército mercenario era costoso y daba origen a quejas por la dura fiscalidad, pero debió haber también en el siglo X andalusí un crecimiento económico, visible en el desarrollo de las ciudades. Ante todo, la de Córdoba; su campiña no estaba entonces desierta, la poblaban innumerables alquerías, de suerte que el límite de la aglomeración urbana se tomó impreciso: más allá de las murallas se extendían por largo trecho los barrios suburbanos, los campamentos militares y, sin solución de continuidad, la enorme ciudad residencial construida por Abderramán III en la falda de la sierra (Medina Azahara). Otra semejante, aunque de menores dimensiones, edificó Almanzor a fines del siglo en dirección opuesta: la Alamiriya. Las descripciones ponderativas de los contemporáneos y los restos de poblaciones periurbanas que aparecen en las excavaciones han llevado a calcular con enorme exceso la población de la Córdoba califal; es posible que en épocas de máxima concentración de tropas se rebasaran los cien mil e incluso ciento cincuenta mil habitantes en el conjunto de la aglomeración urbana, una cifra prodigiosa en una época en la que París y Roma no pasaban de cuarenta mil, pero hablar de medio millón carece de cualquier fundamento. Tras las sucesivas ampliaciones de la gran mezquita llegó a tener diez mil metros cuadrados de superficie, suficiente para albergar gran muchedumbre en las horas de rezo.
La estabilidad política conseguida tras la derrota de los seguidores de Omar Ben Hafsun y la vuelta a la obediencia de Toledo, Mérida, Valencia y demás territorios insumisos favoreció la actividad económica, lo cual encajaba dentro de la favorable coyuntura de todo el Occidente en el siglo X. Pero, además, la España califal sacó provecho de sus relaciones con Oriente en cuanto a perfeccionamientos agrícolas, mejora y ampliación de las técnicas de regadío e introducción de nuevas plantas alimenticias que mejoraron la dieta y permitieron alimentar una población en fase de crecimiento: arroz, naranjo, caña de azúcar, melón, sandía, nuevas variedades de cereales y también plantas de aprovechamiento industrial como el moral y el algodón. Los avances agrícolas fueron a la par con los de la artesanía y el comercio a gran distancia. No existía una distinción clara entre marina comercial y de guerra; la actividad de las atarazanas servía indistintamente como factor comercial y defensivo. En ambos aspectos el ámbito sudeste, que miraba a la vez al Magreb y al Oriente, resultaba privilegiado, de ahí la prosperidad de una nueva ciudad que creció en medio de una estepa desolada: Almería.
A esta bonanza económica se unió otro factor de prestigio en beneficio de Abderramán III: la crisis del califato de Bagdad, suplantado en el norte de África por los fatimitas, chiitas heterodoxos; la respuesta de Abderramán fue proclamarse califa y defender aquella importante porción de poder e influencia que siempre trataron de mantener los musulmanes españoles en las costas norteafricanas, control indispensable para la recluta de soldados y la recepción del oro de Sudán. Ambas cosas eran inseparables: si no había oro, no se podían acuñar los renombrados dinares, y si no había buenas monedas, no se podía pagar a los indispensables mercenarios.
La proclamación de Abderramán III como califa tuvo lugar el año 929. Voló la fama del nuevo poder que se levantaba en Occidente: el emperador Otón I de Alemania le envió una embajada; el emperador bizantino le regaló un ejemplar del célebre manual de Dioscórides y envió artistas que realizaron los mosaicos del mihrab de la gran mezquita. Progresaban las obras de Medina Azahara con el concurso de miles de trabajadores diestros en todas las artes; junto a restos romanos aprovechados lucían las maravillas del arte oriental; guardias de diversas razas velaban su sueño; concubinas de toda procedencia poblaban su harem; poetas cantaban sus loores. Sin embargo, el califa no era feliz; en una ocasión confesó que sólo había tenido doce días de total felicidad. Problemas de psicología personal y los cuidados propios de regir un imperio explicarían en parte esta actitud, no rara en grandes gobernantes que han gobernado por sí mismos y no han dejado la pesada labor en manos de ministros y favoritos.
Entre sus problemas el más preocupante era la actitud cada vez más agresiva de los Estados cristianos del norte. No existía ya el desierto estratégico del valle del Duero; los infieles habían repoblado ciudades, levantado castillos y desde allí lanzaban ofensivas hacia el Sur; navarros y leoneses disputaban a los musulmanes los ricos valles de La Rioja; incursiones más profundas amenazaban Toledo y Mérida. Se luchaba con éxito diverso en los accesos de la Meseta norte; aunque divididos, los cristianos se mostraban solidarios ante el formidable peligro que representaban los enormes ejércitos que subían desde Córdoba en la estación propicia; en 939, cuando Abderramán llegó a Simancas, encontró ante sí caballeros procedentes de un amplio frente, desde Viseo, en lo que más tarde se llamó Portugal, hasta Bambaluna (Pamplona). Fue un choque de dos masas de caballería muy duro; el desastre sobrevino en la retirada: Abderramán perdió toda su impedimenta y a duras penas salvó la vida. Cuando llegó a Córdoba mandó crucificar a sus generales, a los que acusó de traición. Quizá esa reacción desproporcionada e injusta nos desvela por qué Abderramán III, a pesar de todo su poder y magnificencia, no se sentía feliz. En adelante siguió enviando expediciones de castigo, pero nunca más se puso al frente de sus tropas.
Alhakem II heredó de su padre un Estado sólido y próspero, sin rival en Europa, una administración desarrollada, una corte brillante y un ejército numeroso. Nunca llegó al-Ándalus a mayor altura. No era hombre belicoso, se limitó a dejar que sus generales dirigieran las campañas de rutina contra los Estados cristianos del norte cuando no reconocían su hegemonía y las demostraciones de fuerza necesaria para mantener su posición más allá del Estrecho frente a las amenazas que pudieran sobrevenir de las tribus bereberes y de los Fatimitas de Egipto. Su personal inclinación le llevaba al mundo de las letras, la poesía, la música. A los esplendores de Medina Azahara (joyas, marfiles, tapices) añadió la mayor biblioteca que existía entonces en Occidente. Sin embargo, este hombre culto y bien intencionado se dejó enredar en una intriga palaciega cuyo resultado fue nombrar a un heredero incapaz que sería juguete de su madre la sultana y de su favorito Abu Amir Muhamad, luego condecorado con el título de Al Mansur (El Victorioso). Como tantas veces ocurre en la historia, de pequeñas causas surgen grandes efectos siempre que esas causas pequeñas liberen tensiones ocultas o pongan al descubierto grietas cubiertas de oropeles. La sultana y el primer ministro prescindieron pronto del nuevo califa, Hixem II, con el pretexto de que quería renunciar a toda actividad política para dedicarse únicamente a la meditación y las prácticas religiosas. El pretexto estaba bien elegido, porque Almanzor quería apoyarse en el ejército y en el clero, que, como queda dicho, seguía la escuela malekí, estricta y pacata. Los numerosos alfaquíes, ulemas y muftíes cordobeses no veían con buenos ojos aquella inmensa biblioteca que había reunido Alhakem II, donde, sin duda alguna, había obras filosóficas y científicas no compatibles con la estricta ortodoxia. El primer ministro no tuvo inconveniente en permitir que hicieran un expurgo, y no hay que ver en ello una artimaña política: la piedad de El Victorioso era sincera; aliada con el afán de lograr la gloria militar, explica la constancia con la que durante veinte años castigó los reinos cristianos con devastadoras expediciones: iglesias y monasterios fueron objetivos preferidos, sus edificios arrasados hasta los cimientos, sus moradores cautivados o degollados, como ocurrió a la numerosa comunidad de San Pedro de Cárdena. El episodio más espectacular de esta cruzada anticristiana fue la destrucción del templo que albergaba los restos de Santiago, famoso ya en toda la Cristiandad; sus puertas y campanas se llevaron a Córdoba a hombros de cautivos y se utilizaron en las obras de ampliación de la gran mezquita como símbolo del triunfo del sometimiento de la Cruz a la Media Luna.
Sin embargo, para valorar en su justa medida este colosal enfrentamiento entre las dos mitades de España en los años finales del siglo X hay que recordar ciertas circunstancias: Almanzor no parece haber considerado la posibilidad de eliminar los reinos cristianos; tomó Barcelona y a los pocos años la abandonaron sus tropas. Concedió treguas y paces a reyes que parecía que estaban ya al borde de la ruina total. Más aún: estableció alianzas con mujeres cristianas, una princesa de Asturias y otra navarra. En sus incursiones depredadoras solía servirse de mercenarios cristianos y contingentes enviados por tributarios. La consecuencia que se saca de estos hechos es que Almanzor no creía posible destruir los reinos cristianos del Norte, lo que confiere a su obra político-militar, a pesar de su relevancia, un carácter provisional y pasajero. Los reinos del Norte se plegaron como cañas ante el vendaval, pero no se rompieron; pocos años después de la muerte del caudillo musulmán (año 1002) resultaban más amenazadores que nunca. En contraste con esta vitalidad, el derrumbamiento del califato fue tan rápido y total que da pie a pensar que no era un auténtico organismo, sino un artilugio cuyas partes, sujetas con alambre, se dispersaron en cuanto desapareció el puño de hierro que las mantenía unidas.
La crisis tuvo una fase inicial que podemos llamar legitimista; durante ocho años hubo una sensación de continuidad: un hijo de Almanzor continuó la política de su padre; a su muerte surge un cisma entre los partidarios de los Omeyas y los de la nueva dinastía creada por Almanzor, situación muy confusa, porque Almanzor nunca derrocó de modo expreso a los Omeyas. Es difícil figurarse a las tropas y a la plebe cordobesa luchando a muerte por unos figurantes; lo decisivo era, en la capital, la lucha de intereses opuestos: la administración palatina, los militares berberiscos y al fondo un populacho ávido de botín. Primero fue saqueado y destruido el palacio de Almanzor, luego tocó la misma suerte a Medina Azahara. Y mientras estos hechos sucedían, en la capital las fuerzas centrífugas, largo tiempo contenidas, triunfaban por doquier. Cuando en 1031 fue depuesto el último califa fantoche hacía tiempo que el Califato omeya había dejado de existir; algunas piezas sueltas de los palacios reales se hallan dispersas en los museos, alguna página se ha encontrado de la fabulosa biblioteca de Alhakem II, sin duda rica en miniaturas y encuadernaciones de inestimable valor. Las milicias bereberes, que rompieron la disciplina al faltarles las pagas, y la plebe de aluvión que atrae toda gran ciudad fueron los depredadores materiales, pero las razones profundas de tantos desastres fueron otras.
La unidad del Califato dependía de la existencia de un gobierno central fuerte; tras el saqueo de Córdoba y los palacios reales por los berberiscos no había ya nada capaz de frenar las fuerzas centrífugas que desembocaron en el régimen de los taifas. Hay cierta tendencia a penalizar esta etapa de la historia de al-Ándalus, lógica por otra parte; todos los espíritus selectos de la época, como Ibn Hazm o Ibn Hayan, lamentaron la desaparición del Califato porque anunciaba una pérdida de poder del Islam en la Península y anunciaba una dependencia inevitable, ya de los reinos cristianos, ya de los poderes imperantes en el Magreb. Pero hay que preguntarse si estas consecuencias adversas tenían que haberse producido forzosamente; si en el norte de España existían simultáneamente media docena de Estados, ¿por qué no podría haber veinte o más en al-Ándalus? Algunos de estos reinos, demasiado pequeños, sucumbieron pronto; tal sucedió con las taifas berberiscas de Carmena, Morón, Arcos y otras; pero otros reinos tenían bases geopolíticas suficientes y larga tradición de autogobierno, por ejemplo, Toledo o la Zaragoza de los Tuchibies, que de hecho había venido gozando de una soberanía tolerada por los califas. La población nativa acogió la desintegración del Califato con sentimientos mezclados; el concepto de un Estado nacional sólo podía ser vislumbrado por algunas mentes privilegiadas. De hecho, en la formación de los reinos de taifas y en las muchas remodelaciones que sufrió su número y distribución los sentimientos de la población indígena quedaban supeditados a la relación de fuerzas entre las oligarquías, ellas mismas de diversa procedencia y cambiante signo, y ello ayuda a comprender su poca estabilidad y desastroso fin.
En principio, aquellos territorios que dominaron los bereberes, caso frecuente en el Sur, con los reinos de Málaga y Granada a la cabeza, contaban con escaso apoyo de la población local, poco amiga de aquellas bandas violentas y extranjeras; donde tomaron el mando los eslavos, miembros de aquella aristocracia cívico-militar que había gozado de la confianza de Almanzor, aceptaban su mando con menos repugnancia. La máxima estabilidad parecía reservada a las taifas dirigidas por oligarquías locales de secular arraigo, de estirpe árabe mezclada muchas veces con familias muladíes; el caso más típico, Sevilla, ciudad de composición racial muy compleja en la que los bandos se habían disputado el poder en enfrentamientos sangrientos. Al caer el califato el control recayó en la familia de los Banu Abbad, de origen araboyemenita. En Córdoba las cosas ocurrieron de otra manera: al desgajarse una a una las antiguas coras o provincias se quedó sola; no tenían los linajes cordobeses interés por hacerse cargo de una ciudad en plena ruina cuyos habitantes, al desaparecer el Califato, emigraban dejando la ciudad reducida a su nivel primitivo: 40 000-50 000 habitantes. No había que pensar en expansiones o recuperaciones; a lo sumo, en conservar la independencia como república urbana, pero acabó siendo absorbida por el reino de Sevilla, el más expansivo. La Sevilla de Motadid y Motamid, los reyes poetas, llegó a abarcar, por conquista o absorción, desde el Algarve portugués a los confines de la taifa valenciana.
Pero ni siquiera esta macrotaifa era capaz de resistir a los reinos cristianos del Norte. Volvía a ponerse de relieve uno de los defectos fundamentales del Islam español: la escasa vocación guerrera de una población de alto nivel económico y cultural que prefería las artes de la paz. No había más alternativa que comprar la paz pagando panas o comprar la guerra pagando mercenarios. Emires y califas habían elegido la segunda alternativa, los reyezuelos de taifas prefirieron la primera con pésimos resultados. Algunos de ellos tuvieron bajo su mando territorios extensos con ciudades importantes y numerosos castillos: taifas de Zaragoza, Valencia, Toledo, Badajoz, que había suplantado a Mérida y abarcaba un enorme territorio a ambos lados del Guadiana. Si en el norte —repito— vivían y convivían media docena de reinos cristianos, en el centro-sur podían haber prolongado largo tiempo su existencia otra media docena de Estados musulmanes, pero faltaba, entre otras cosas, espíritu de cooperación ante un peligro común. Sólo en un caso se manifestó la necesaria solidaridad: en 1064 gentes del norte (francos y normandos) atravesaron el Pirineo aragonés y se lanzaron contra la floreciente ciudad de Barbastro cometiendo desafueros inauditos; se extendió la noticia por al-Ándalus y una fuerza conjunta recuperó la ciudad. Pero éste fue un hecho aislado; la norma habitual era la disensión. Las guerras fratricidas, muchas veces en cooperación con los cristianos.
Fernando I de Castilla y León y su sucesor Alfonso VI eran los que podían sacar más ventajas de esta situación; hubieran podido imponer una especie de protectorado a los reyezuelos de taifas en condiciones moderadas, que no les impulsaran a tomar la resolución desesperada de buscar ayuda más allá del Estrecho, pero su actitud fue demasiado agresiva: en unas ocasiones practicaron una política de conquista y anexiones; el fruto más considerable fue la toma de Toledo el año 1085, fecha clave en el proceso reconquistador. Pero, con más frecuencia, prefirieron convertir a los taifas en tributarios, quizás porque comprendían que, sin una reserva humana que completara la conquista con la repoblación, carecería de solidez la mera ocupación del territorio. El sistema combinaba el acercamiento diplomático, incluso con ayuda militar contra los vecinos, y la brutal coacción mediante expediciones punitivas que arrasaban los territorios; pero los inmensos tesoros que habían reunido los califas se habían dilapidado en la época de las revueltas y el numerario de que disponían los reyezuelos era reducido; como, por otra parte, mantenían cortes ostentosas, los ingresos regulares eran insuficientes; tuvieron que imponer tributos no autorizados por el Corán y, en casos extremos, recurrir al despojo de los ciudadanos ricos. Si aun así no se reunían las cantidades necesarias se recurría a la alteración monetaria, como revela una anécdota relativa al rey Motamid de Sevilla: era el más poderoso de los taifas y aun así no había conseguido reunir la elevadísima cantidad que debía entregar a la embajada que Alfonso VI envió con este objeto. El judío encargado de pesar las piezas de oro las rechazó con palabras insultantes que irritaron profundamente a aquel príncipe tan famoso por su incontrolable violencia como por su refinada cultura; el judío deslenguado fue crucificado y Motamid tuvo que dar disculpas, a la vez que seguía meditando en el problema que preocupaba a todos los andalusíes: ¿cuál de las dos calamidades era preferible: continuar esclavizados a las exigencias de los cristianos o pedir auxilio a los correligionarios de Marruecos?
Para comprender la gravedad del dilema hay que hacer una referencia a la situación al otro lado del Estrecho: toda potencia política instaurada en España ha tratado, o bien de controlar aquellas tierras, o, por lo menos, dominar las llaves (Tánger, Ceuta, Tetuán) sirviéndose de ellas ya como cabezas de puente, ya como puntos defensivos. La Bética romana tuvo como complemento a la Mauritania Tingitana; los últimos reyes godos no olvidaron esta necesidad geopolítica y su caída se atribuye a la traición del gobernador de una de esas plazas; la conquista árabe suprimió, en cierto modo, el Estrecho en su papel de foso, sustituyéndolo por el de puente. Los califas extendieron las medidas preventivas ante el peligro que podía llegar del este, de los fatimitas. En 790 la dinastía idrisita fundó Fez con la colaboración de gran número de emigrados andalusíes. No lejos se conservan las ruinas de Volubilis, legado de la presencia romana.
El reino idrisita fue derrocado por los almorávides, tribus camelleras del Sahara a quienes Abdala Ibn Yasim había caldeado con su celo religioso, duro y fanático hasta un extremo increíble; aquellos hombres a quienes llamaban velados, porque protegían el rostro de las arenas del desierto con un velo negro, sometieron a los habitantes de los oasis, luego a los negros de la curva del Níger y finalmente Marruecos y el occidente argelino. Su jefe, Yusuf Ibn Tasufin, fundó Marrakech en 1062. En 1084 se apoderó de Ceuta. Pero hacer pasar un ejército a través del Estrecho en pequeñas naves siempre fue una operación lenta y complicada. Yusuf no pudo impedir que el año siguiente Alfonso VI se apoderase de Toledo, un hito crucial en la pugna entre dos culturas. En 1086, ante las peticiones de socorro que recibía de los reinos de taifas, encabezó un ejército mixto de africanos y andalusíes que venció a los castellanos en Sagrajas, cerca de Mérida. En un segundo viaje luchó y triunfó en Aledo, aliviando la presión que los cristianos ejercían sobre el flanco sureste. Su conocimiento directo de la debilidad de aquellos pequeños reinos le sugirió la idea de absorberlos, y en un tercer viaje se apoderó de Granada, Málaga y Sevilla (cuyo último rey murió en el exilio) dando fin a aquellas culturas urbanas donde se mezclaban el refinamiento, la corrupción, una interpretación algo laxa de los preceptos coránicos y una cultura profana de brillantes destellos.
La inestabilidad del Imperio almorávide condujo a su fragmentación y la formación de lo que suele llamarse «segundos reinos de taifas», de características parecidas a los anteriores y tan poco capaces como ellos de enfrentarse al poder creciente de los cristianos. Las repúblicas mercantiles de Italia también se interesaban por estos despojos; naves de Genova y de Pisa, unidas a las de Alfonso VII de Castilla, conquistaron Almería, principal emporio entonces del comercio mediterráneo de la España islámica.
Entre tanto, en el norte de África seguían los espíritus en ebullición: los montañeses del Atlas (almohades) suplantaron a los nómadas saharianos animados de un integrismo islámico que hacía hincapié en la unicidad del Ser Supremo. Nuevamente se vieron los andalusíes en el dilema de someterse a los cristianos en un régimen de parias, que si se hubiera mantenido dentro de unos límites razonables podrían haber aceptado como mal menor, o pedir el auxilio de aquellos norteafricanos que detestaban. Prevaleció la segunda opción y en un principio parecía que esa elección era acertada, porque si bien el centro de gravedad del Imperio almohade siguió estando en el norte de África, la porción andalusí gozó de amplia autonomía y Sevilla, su capital, fue embellecida con grandiosos monumentos: ampliación del recinto amurallado, del arsenal, construcción de la gran mezquita y su célebre alminar, indicios todos de prosperidad comercial y supremacía política. El régimen almohade parecía bastante sólido, sobre todo cuando, en 1195, sus guerreros derrotaron al ejército de Alfonso VIII en Alarcos. Pero seguía subsistiendo el principal obstáculo a la consolidación del régimen almohade en al-Ándalus: poca armonía entre las gentes de uno y otro lado del Estrecho, dependencia militar respecto a unas tropas africanas poco apreciadas por los andalusíes. El sur de España y el norte de África seguían siendo dos trozos mal soldados de una construcción imperial de apariencias grandiosas pero de cimientos poco sólidos, como se vio tras la falta de reacción a la derrota de las Navas de Tolosa (1212), pórtico del derrumbe de todo el Islam de la cuenca del Guadalquivir.
La espectacular mutación del siglo XI nos obliga a reiterar y precisar algunos conceptos sobre la llamada Reconquista, fenómeno puramente español, sin equivalente en Europa, generador de la individualidad hispánica y cuya simplificación en los manuales escolares ha producido tantas confusiones y malentendidos. La Reconquista no fue lo contrario de la conquista, aunque así parecieran entenderlo los cronistas cristianos. Evidentemente, hay congruencias, semejanzas: el factor religioso, aunque no único, estuvo presente durante ocho siglos de luchas. La marcha de los ejércitos fue inversa: los árabes y sus aliados avanzaron de sur a norte; los cristianos de norte a sur, lo que da la impresión de un tejer y destejer, enmendar un entuerto, recuperar lo perdido. Esto creían verlo claro los miembros de las minorías dirigentes de los Estados del norte peninsular y trataban de inculcar estas ideas en las masas populares. Pero mirando las cosas de cerca se apreciaban notables diferencias. Los invasores del siglo VIII eran unas bandas guerreras que derrotaron al ejército visigodo y se apoderaron de toda la Península, ya con breves episodios bélicos, ya con acuerdos o pactos con oligarquías locales. La masa no tenía voluntad ni medios de resistir. En aquel primer empuje las hordas invasoras no se detuvieron ni siquiera en los Pirineos pues la catedral de la Seo de Urgell tuvo que ser restaurada después de su profanación. Solamente algunos recónditos valles, como los de Andorra, se libraron de la invasión.
En el oeste los árabes también llegaron hasta el mar. Hubo un gobernador árabe en Gijón, aunque la presencia extraña en aquellas breñas fue de poca duración. No era la primera vez que pueblos conquistadores hollaban aquellos parajes; hay testimonios de una presencia romana en la costa cantábrica: rarísimos en el País Vasco son algo más abundantes en Cantabria y en la Asturias centrooriental; faltan edificios de gran fuste pero se han recogido inscripciones funerarias, elementos decorativos e incluso algún que otro testimonio de la existencia de villas. Algunos de estos elementos fueron reutilizados en la época visigoda, prueba de que el aislamiento de aquellas poblaciones no era total, por lo menos al este del Nalón; al oeste, hasta Galicia, la falta de restos es total. Dentro de lo poquísimo que sabemos, los indicios hacen pensar que la romanización no caló en profundidad, que subsistieron las antiguas unidades tribales y familiares y que la vida urbana era desconocida. Las ciudades (Astorga. León, Vitoria) fueron creadas y defendidas por romanos y visigodos como puntos defensivos contra unas poblaciones que se sentían estrechas en las montañas y buscaban alimentos en las llanuras.
¿Qué sucedió para que no mucho después de la invasión árabe el diploma del rey Silo nos enseñe que había en Asturias una cancillería regia que expedía documentos con una caligrafía perfecta, para que los monumentos ramirenses demuestren que allí trabajaron canteros que continuaban las técnicas de la mejor tradición constructora de Roma? La explicación tradicional es la única posible: hubo una emigración de clérigos y magnates desde la zona invadida hasta aquellas tierras que produjeron una revolución social y mental; los detalles, los procedimientos, los ignoramos y probablemente los ignoraremos siempre. Quizás la inmigración no fue pacífica; quizás hubo resistencia, revueltas. Hay una mención aislada referente a la represión de una rebelión de siervos por el rey Aurelio. El exasperante laconismo de las crónicas no nos permite saber más y la investigación arqueológica no da mucho de sí. Lo cierto es que aquellas tierras rebeldes a toda sujeción nos aparecen en los tiempos del Emirato y el Califato como un contrapoder muy modesto en la forma pero muy eficaz en cuanto a potencia bélica.
Este hecho es fundamental: emires y califas tuvieron que mantener ejércitos profesionales, costosos y de fidelidad con frecuencia dudosa. En el norte cristiano la sociedad y el ejército eran una misma cosa, como en la antigua Roma, y esto dio a aquellos Estados pobres, embrionarios, una ventaja que a la postre resultó decisiva. Las gentes del Norte eran aguerridas por secular herencia del primitivismo tribal, pero también porque al trasponer los montes y establecerse en la siempre amenazada llanura se convertían en «gentes de frontera», una frontera que se fue desplazando de norte a sur sin perder su peligrosidad, al punto de que incluso en el siglo XV, cerca ya de terminar la fantástica aventura iniciada en los Pirineos, se condonaban penas por delitos atroces avecinándose algunos años en los pueblos fronterizos con el reino de Granada. Y como ya desde los comienzos de la reconquista la fuerza principal era la caballería, el asentamiento no sólo era un factor indisoluble de la acción militar, sino que atacaba en su raíz aquel igualitarismo primitivo (tesis tan cara a Sánchez Albornoz) en la repoblación de la cuenca del Duero. Efectivamente, hubo facilidades para el asentamiento de hombres libres, dueños de parcelas que cultivaban y defendían, pero ese germen democrático se agostó pronto no sólo por la presión de los más poderosos, sino porque no todos podían mantener un caballo, y pronto surgió una caballería villana con privilegios semejantes a los que gozaban caballeros de linaje.
Entre todos los núcleos cristianos del norte, el reino asturleonés fue, con mucha diferencia, el más importante, no sólo por el refuerzo visigodo y después mozárabe que le llegó desde las tierras del sur, sino porque su campo de expansión era amplísimo; Galicia, que incluía el norte de lo que luego se llamó Portugal, tenía una personalidad y algunos islotes urbanos, pero no llegó a cuajar como Estado propio, ni siquiera cuando el auge del culto a Santiago la ligó a Occidente por el cordón umbilical de las peregrinaciones y su arzobispado compitió y aun suplantó al toledano como primera institución eclesiástica de España. Unas veces unida al reino asturleonés, otras separada de forma más bien personal que funcional, Galicia fue una gran reserva de hombres y de espacio para los reyes de Asturias y León.
El traslado de la capitalidad desde Oviedo hasta el antiguo campamento romano, de la Legión VII realizado por Ordoño II a comienzos del siglo X, no sólo dotó de un símbolo al futuro escudo de España; anunciaba la intención de cambiar las incursiones depredadoras de los tres primeros Alfonsos por una política de repoblación sistemática que hiciera de la cuenca del Duero el centro de gravedad de la dinastía, relegando a un segundo plano a Galicia y Asturias. Este esquema tripartito aún se enriquecería con un cuarto elemento hacia el este, Castilla, «un pequeño rincón», una tierra amenazada y por eso llena de castillos, entre los cántabros, los vascones y el alto Ebro, con centro en las frías parameras de Burgos y apetencias hacia las montañas sorianas, ricas en finos pastos, y los valles de La Rioja, codiciados por todos los pueblos circundantes. Al contrario que Galicia y Asturias, de talante generalmente sumiso, Castilla nació con ímpetus suficientes para combatir a la vez contra el soberano leonés y contra los ejércitos califales. Los hombres de esta tierra dura y fría dan una impresión de vitalidad tremenda; Fernán González, fundador del condado autónomo de Castilla, se enfrentó a la vez con sus soberanos leoneses y con un Califato de Córdoba en pleno apogeo. En el siglo siguiente saldrá de aquellas tierras un héroe no ya nacional, sino universal: Rodrigo Díaz de Vivar.
En un Estado que para los patrones de la época era muy grande no podían faltar los particularismos, pero a la postre sólo Portugal, en fechas más tardías, se separó del conjunto, y Castilla, que comenzó su carrera actuando con acusado particularismo, al fin no sólo se integro, sino que lideró el mayor de los Estados salidos de la Reconquista. Una parte de este éxito hay que cargarlo en cuenta a la solidez de un principio monárquico que sobrevivió a todos los avatares; ciertamente, hubo conjuraciones, guerras civiles, incluso algunos repartos familiares reveladores de que la noción del Estado estaba aún muy lejos de haberse librado de tintes personalistas pero, en conjunto, la monarquía leonesa tuvo una solidez que no habían tenido las anteriores; el mérito no hay que atribuirlo sólo al apoyo de la Iglesia; ya se lo había dado antes a los reyes godos sin grandes resultados; a pesar de la unción sagrada y las más enérgicas fórmulas de los concilios aquella monarquía cayó víctima de sus discordias internas. La ausencia de cohesión y lealtad fue debida a la falta de un ejército profesional. El ejército visigodo era reclutado con gran proporción de elementos marginados; el pretorianismo fue una causa mayor de inestabilidad en el Imperio romano y después en el califato cordobés. Ese terrible factor de disolución interna no existía en los reinos cristianos; allí hubo guardias palatinas, condottieros y algunos esbozos de ejércitos privados como el que reunió el Cid, pero estos gérmenes de insubordinación no representaban el peligro que las milicias berberiscas, eslavas y cristianas, que acabaron reduciendo a migajas el califato cordobés. El prestigio que la monarquía asturleonesa adquirió y legó a sus sucesores se condensó en forma de un legitimismo monárquico que constituyó uno de los cimientos de la Monarquía española, por lo menos hasta Carlos IV de Borbón.
Al este de Castilla-León la Reconquista se vació en moldes muy peculiares: hubo un protagonismo vasco, diferenciado a pesar de la pequeñez del territorio: el Oeste, lo que hoy cubren las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, casi libres de influjos romanos, muy tardíamente cristianizadas, siguió teniendo unas estructuras sociales arcaicas, sin ciudades, sin obispos. El territorio alavés y Navarra eran zonas de contactos y mezclas, favorecidos por la existencia de pasos practicables en los Pirineos occidentales hacia la llanura de Aquitania y la savia proporcionada por las peregrinaciones a Santiago que, más allá de su significado religioso, acarreaba hombres, productos, ideas, y como en todas las ocasiones en los que una montaña pobre colinda con áreas agrícolas, la tentación de completar la escasa dieta alimenticia con los cereales, los frutales y el vino de las llanuras. Navarra tenía un centro urbano de cierta importancia, Pamplona, fundada por Pompeyo, sede de un obispado, perdida y recobrada a raíz de la invasión arábiga; su influencia se completaba con la de los monasterios, que ejercían ciertas funciones urbanas en territorios de acusado ruralismo; en el de San Salvador de Leyre reposan los restos de numerosos reyes, reinas y príncipes navarros. Había una contradicción entre el aislacionismo vasco y la situación de su país en un cruce de caminos; de ahí dimanaron, a lo largo de toda la historia, coexistencias problemáticas y giros inesperados; muy pronto aparecen en Navarra familias emergentes como los Arista, en relación con los Banu Casi de Tudela, muladíes descendientes de un Casius que lograron mantener su dominio sobre una zona fronteriza especulando con las disensiones entre cristianos y musulmanes. Fracasado en Roncesvalles el intento de Carlomagno de intervenir en la región y eventualmente crear una marca fronteriza, la política navarra se movió durante siglos entre sus vecinos peninsulares en un juego de luchas y alianzas que tan pronto ampliaban como encogían aquel reino. Una coincidencia de elementos favorables llevó a Sancho el Mayor (h. 992-1035) a integrar bajo su mando, a más de sus territorios patrimoniales, el condado de Castilla y el Alto Aragón. Pero a su muerte repartió sus dominios entre sus hijos, demostrando así la falta de un verdadero ideario político. Nunca volvería Navarra a tener semejante oportunidad; encerrada en estrechos límites por el avance reconquistador de Aragón y Castilla, estaba destinada a girar en su órbita o en la del vecino francés.
En Cataluña se daba, aún más que en Cantabria y Asturias, el contraste entre unos valles pirenaicos superpoblados y unas llanuras despobladas, cubiertas de malezas. El tránsito de expediciones guerreras había ahuyentado a la población; en las ruinas de Ampurias sobrevivían en condiciones míseras un puñado de familias. La estancia en la costa era también muy peligrosa; los montes de la Costa Brava estaban desiertos, cubiertos de densos bosques. La repoblación se efectuó por el sistema de la presura, la ocupación de una parcela con autorización de la autoridad, en este caso el conde. Los condados que integraban la Marca Hispánica actuaban con gran fluidez; se producían uniones y permutaciones bajo la supervisión más teórica que real de los últimos carolingios, poco interesados en el control de aquella región remota. En cambio, se hacía cada vez más efectiva la hegemonía del condado de Barcelona. La falta de apoyo del monarca franco a esta ciudad, emblemática a pesar de su pequeñez (no más de tres mil habitantes), destruida por Almanzor, sirvió de pretexto al conde Borrell II para proclamarse independiente, a la vez que aseguraba su hegemonía sobre los demás condados catalanes. Completó la operación alcanzando el reconocimiento de esta nueva situación por el Pontificado; sirvieron de agentes los monjes cluniacenses que, como en Navarra y Castilla, eran a la vez agentes de desarrollo económico, guías espirituales y medio de enlace con Europa.
La implosión del califato cordobés fue, también para Cataluña, la oportunidad para un viraje decisivo; ya no habría que temer a las periódicas razzias que asolaban el país; por el contrario, los signos de prosperidad se multiplicaban; en el siglo XI el oro abundaba en Cataluña de tal manera que, según P. Bonnassié, Barcelona se convirtió en la primera plaza europea de acuñación de monedas de áureo metal. La procedencia no está clara, pero es casi seguro que se relaciona con botines de guerra y salarios de mercenarios catalanes llamados por los bandos que se disputaban los despojos del Califato. Sin embargo, los progresos territoriales fueron lentos, porque el Islam estaba sólidamente implantado al sur del Llobregat, y aun dividido en taifas se defendió largo tiempo contra las fuerzas unidas de catalanes y aragoneses. Tortosa no cayó hasta el año 1148; con anterioridad se había rendido Tarragona, ciudad cargada de simbolismo, cabeza de la antigua Tarraconense, elevada a la categoría de sede arzobispal, competidora de Santiago, Braga y Toledo en la disputa por la primacía eclesiástica de la España cristiana.