Capítulo XIV

EL FRANQUISMO

Para muchos españoles el franquismo es pura historia; para otros muchos es todavía una mezcla de historia y vivencia, y es muy aleccionador ver cómo las revelaciones de las memorias personales, de los documentos que se sacan a la luz, en unos casos confirman y en otros modifican o desmienten ideas que en su tiempo pasaban por evidentes. El relato de aquellos hechos deja impresiones contradictorias en el lector actual; por una parte, sorprende la variedad y densidad de los sucesos de toda índole: culturales, económicos, humanos, y por otra, los testigos de la época la recordamos como una prolongación inacabable de lo mismo, un drama que aburre y exaspera por su duración y su monotonía. La escena se animó a partir de los años sesenta; antes era una repetición inacabable de los mismos temas, los mismos discursos y en el centro el mismo personaje, pues si hay alguno en la historia que haya permanecido igual a sí mismo tanto tiempo es, sin duda. Francisco Franco.

La psicología del personaje ha sido analizada desde diversos ángulos, y a pesar de los muy encontrados enfoques, hay coincidencias que se imponen porque son evidentes: fue un hombre de chance en grado increíble; la muerte de Calvo Sotelo, Sanjurjo, Mola y José Antonio apartó de su camino hacia el poder supremo los rivales más cualificados. En su larguísimo mandato no surgió dentro de España ninguna oposición que pudiera inquietarlo, y cuando los sucesos internacionales llegaron a un punto en el que parecía imposible que no fuera derrocado, el panorama evolucionó de tal manera que encontró apoyos inesperados. Fue un caso singular y quizá irrepetible, sin conexión con los espadones de nuestro siglo XIX, ni con el bonachón y extravertido don Miguel Primo de Rivera, ni con los dictadores grotescos y corruptos del tercer mundo, ni con los coetáneos jefes de los movimientos totalitarios: Mussolini, Hitler, Stalin, que, cada uno en su estilo, tenían don de gentes, un soporte ideológico y un partido. Franco carecía de calor humano; helaba al interlocutor no con la majestad de Felipe II, sino con su frialdad de pescado. No fue un asceta; con frecuencia abandonaba su mesa de despacho atiborrada de papeles para dedicarse a la caza o la pesca; su verdadera pasión era el poder, y lo satisfizo más allá de toda expectativa; hay que remontarse hasta Felipe II para encontrar otro personaje histórico que acumulase tanto poder y con tal fruición. «Mi magistratura es vitalicia», decía sin molestarse en probarlo. ¡Tan evidente le parecía! Lo que suscitaba controversias es la fuente y la naturaleza de ese poder. Sigue habiendo quienes llaman a su régimen fascista, aunque pienso que más bien por inercia que por razones objetivas. De los totalitarismos que han imperado en la Europa reciente, el fascismo fue el menos totalitario y el menos sanguinario. Mussolini compartió su poder con un monarca y un Gran Consejo que acabaron con él.

Tal desenlace, en el caso de Franco, era imposible. Tuvo apariencias fascistoides el franquismo por motivos históricos y por oportunismo muy dentro del gusto de la época; en los años treinta lo mismo los marxistas que las formaciones derechistas desfilaban, cantaban himnos, desplegaban banderas. Lo hacían también los falangistas. El poder de Franco no emanaba de Falange, sino, en primer lugar, del ejército, luego de amplios poderes lácticos amenazados por la revolución y de grandes masas populares poco o nada interesadas en la política y que ansiaban paz y orden. Del fascismo clásico el franquismo, a través de Falange, tomó ciertos signos externos: saludo, camisa, léxico (las jerarquías) y un sentido social que es lo que se puede anotar en su haber como más positivo. Pero las relaciones entre Estado, Falange y Movimiento nunca fueron claras porque la única fuente real de poder era el Caudillo. A Franco le resultaba cómodo contar con Falange para dar una apariencia de civilidad a su régimen y para descargar en él tareas ingratas, pero nunca le dio verdadero poder. Nunca cedió Franco una partícula de poder, y esto lo experimentaron muy pronto lo mismo los falangistas de Hedilla que los tradicionalistas de Fal Conde.

Tenía, sin embargo, que prestar gran atención a dos huesos duros de roer: los generales monárquicos y la Iglesia. De los primeros se desembarazó gracias a una combinación de astucia y de torpezas cometidas por el entorno del príncipe don Juan, heredero de la Corona por abdicación de Alfonso XIII, realizada en febrero de 1941 en Roma, donde falleció poco después. La posible competencia con la Iglesia por el dominio de áreas de poder le preocupaba mucho más, y fue uno de los grandes ejes de la política de Franco en toda la dilatada época en que rigió los destinos del país. Franco fue un creyente sin problemas ni fisuras; poco practicante en su juventud, aumentó con el tiempo su religiosidad, fenómeno corriente en su tiempo, visible incluso en miembros de la emigración y producto del adoctrinamiento religioso de la juventud española en las primeras décadas del siglo. Mas, si bien aumentó su práctica religiosa hasta lindar la superstición (¡el brazo incorrupto de santa Teresa!), siempre distinguió entre prácticas devotas y cuota de poder que se debía reservar a la Iglesia en la sociedad española, y en este punto se mostró inflexible. La Iglesia española merecía el apoyo total del Estado como reparación a sus sufrimientos y premio a su colaboración en la reforma de una sociedad tan hondamente afectada por propagandas y leyes que se estimaban tan destructoras de la unidad religiosa como de la unidad patria. En este punto Franco asumía plenamente los principios del llamado nacionalcatolicismo, la unidad del ideal religioso y del patriótico. Y en este punto, Falange, sin llegar a la identificación con los ideales católicos propia del carlismo y de los partidos que se habían agrupado en los partidos de derecha, quedaba muy lejos no sólo del claro sentido anticristiano del nazismo, sino del moderado anticlericalismo del Fascio italiano. En España estos problemas no se entendían bien por falta de información, y la postura claramente antinazi del Vaticano, en unos años en que el movimiento franquista necesitaba la ayuda alemana, produjo al Régimen no pocos quebraderos de cabeza; incluso se prohibió la difusión de la encíclica Mit brennender Sorge en la que Pío XI denunciaba el anticristianismo de la doctrina hitleriana.

A partir del 18 de julio todas las leyes republicanas lesivas a la Iglesia quedaron anuladas y restablecida la legislación anterior sobre confesionalidad del Estado, ayuda económica a la Iglesia, legislación familiar, enseñanza, etc. Lógica era la solidaridad entre dos instituciones que tenían ideales semejantes y enemigos comunes, lógica también y justa la protección a una Iglesia tan cruelmente perseguida, pero desde los primeros momentos se advirtieron en esta colaboración fisuras que con el tiempo se convertirían en peligrosas grietas. Una parte de la Iglesia se dio demasiada prisa por recuperar el terreno perdido y conquistar otros: la Ley de Educación Secundaria de 1938 que se hizo firmar a Franco cuando la ofensiva de Teruel no le permitía atender asuntos no militares con conocimiento de causa, rebasaba todo lo que la Iglesia, sobre todo las órdenes enseñantes, deseaban en provecho propio y menoscabo de la enseñanza estatal; la colaboración muchas veces pecaba por excesiva y destinada a impresionar a las masas con su teatralidad y aparato: misas de campaña, entradas del Caudillo en iglesias bajo palio, etc. Apuntaba en ciertas jerarquías eclesiásticas un afán de control y una jactancia de su influencia en el ámbito político que debía haber empleado en obtener medidas de clemencia para los presos y sancionados. Algo hizo la Iglesia española en este terreno, pero poco; mucho menos de lo que hubiera podido lograr si hubiera adoptado una actitud firme. Por su parte, el Estado llevaba hasta el límite sus concesiones, pero se mantenía inexorable ante cualquier actitud de disidencia; a pesar de todas las gestiones, Vidal i Barraquer no pudo regresar a la sede tarraconense.

En la postguerra el Estado aflojó algún tanto su talante represivo, pero la Iglesia no sólo lo mantuvo en cuanto a la fe y las costumbres, sino que incluso se hizo más exigente; libros y películas que permitía circular la estricta censura estatal eran denunciadas por los prelados. Las confesiones no católicas volvieron a una semiclandestinidad, lo que no libró a centros y capillitas protestantes de ser asaltadas en 1947, sin reparar en que con tales actos perjudicaban gravemente al gobierno de Franco en unos momentos en los que sufría un acoso internacional. Deseaba la diplomacia franquista afirmar un concordato con la Santa Sede, pero ésta no quería comprometerse con un régimen que estaba siendo objeto de un amplio acoso diplomático desde 1945. Cuando mejoró la situación internacional de Franco se procedió a redactar y firmar el concordato de 1953. Su gestación fue rápida y las facilidades que ofrecía el Estado español eran tan generosas que la Curia romana llegó a sospechar una trampa; pero no había ninguna trampa, el Régimen franquista estaba dispuesto a dar todo a la Iglesia a cambio de una sola cosa: seguir disfrutando del secular privilegio de nombrar los obispos. Hoy la lectura de aquel concordato produce extrañeza, y más aún que por ambas partes se le considerase modélico; a la Iglesia española le atribuía privilegios exorbitantes de todo género: jurídicos, fiscales, educativos, castrenses (…). No sólo se garantizaba la enseñanza de la religión católica «como materia ordinaria y obligatoria» en todos los centros docentes, estatales o privados, sino que la enseñanza de cualquier materia debería ajustarse a los principios del dogma y la moral de la Iglesia católica, y añadía (art. 26): «Los ordinarios (o sea, los prelados) ejercerán libremente su misión de vigilancia sobre dichos centros docentes en lo que concierne a la pureza de la fe, las buenas costumbres y la educación religiosa», y hubo obispos que ejercieron este derecho de inspección.

Esto sucedía bajo el pontificado de Pío XII, ya por entonces enfermo y demasiado influido por una Curia de ideas muy tradicionales. El cambio inaugurado por el pontificado de Juan XXIII y el Concilio llenó de estupor a la Iglesia española y al Régimen, y aquella alianza entre el Trono y el Altar empezó a resquebrajarse.

Contando con el ejército, la Iglesia y los representantes más destacados de la vida económica, las manifestaciones de una oposición interior no podían pasar de tentativas individuales enérgicamente reprimidas; pero el desarrollo de los sucesos internacionales pusieron al Régimen franquista en peligro inminente de desaparición. Los triunfos iniciales del Eje alimentaban la tentación de entrar en guerra, pero Franco se limitó en 1939 a declarar la No Beligerancia de España. Se discute sobre sus verdaderas intenciones cuando la fulminante victoria de la Wehrmacht llevó las tropas alemanas hasta los Pirineos. Es indudable que Franco y su entorno pensaron que la guerra estaba decidida y que España podría ganar subiéndose al carro de los vencedores como había hecho Italia. Sin embargo, el paso decisivo no se dio por motivos discutidos, en los que probablemente intervinieron factores diversos: el agotamiento del país, la indefensión de nuestras costas ante ataques aéreos y marítimos, el nulo entusiasmo de los militares ante la perspectiva de volver a empuñar las armas, la indecisión característica de Franco y su innata desconfianza, pues Italia ya había manifestado su interés por controlar el estrecho de Gibraltar y los alemanes también manifestaban apetencia por Canarias, pretensiones que chocaban con el patriotismo de Franco, enemigo de ceder ni una pulgada del territorio nacional. En las negociaciones que tuvieron lugar en Hendaya entre Hitler y Franco y las entrevistas de Serrano Súñer en Berlín y Roma se hicieron proyectos, incluso se tomaron acuerdos que hubieran significado para España la ruina total. Afortunadamente, había otro factor favorable: el escaso interés de Hitler por la aventura mediterránea a la que quería arrastrarlo Mussolini. Cuando desistió de la operación Gibraltar y decidió la invasión de Rusia, Hitler firmó la sentencia de muerte de su régimen y aseguró la supervivencia del español. En qué medida este notabilísimo éxito se debió a las circunstancias o a la política de Franco es y seguirá siendo materia de discusión. Lo que está claro es que cuando el 8 de noviembre de 1942 Roosevelt anunció a Franco el desembarco en África del norte, asegurándole a la vez que nada tenía que temer si guardaba una actitud de neutralidad, el Régimen franquista pudo considerarse a salvo hasta cierto punto.

Sólo hasta cierto punto, porque, sea por fidelidad al antiguo aliado, sea porque Franco no acababa de creer en la posibilidad de una derrota militar de Alemania, continuó proporcionándole información, materias primas y otras facilidades. La retirada de la División Azul y la ruptura de relaciones con Japón fueron gestos de última hora que no contrapesaban las acusaciones de los rusos, de los frentepopulistas franceses y otros muchos enemigos interiores y exteriores. 1945 fue un año terrible para España en todos los sentidos: la sequía ocasionó la pérdida de las cosechas; el racionamiento, de pésima calidad, no alcanzaba a proporcionar a las poblaciones un mínimum de subsistencia, y a la vez se producían enriquecimientos ilícitos, corrupciones en grande y pequeña escala que se ocultaban cuidadosamente, y unas desigualdades oficiales de trato, como el racionamiento extra para las autoridades y las fuerzas de orden público, que evidenciaban la vacua palabrería de los eslóganes oficiales.

Estas circunstancias que agobiaban la existencia de los que vivían en el interior de España alentaban las esperanzas de quienes ya especulaban con la inminente caída del Régimen; ante todo, los emigrados. La emigración política de 1936/1939 fue mucho mayor que las de liberales y carlistas en el siglo anterior. Los cuatrocientos mil españoles que atravesaron la frontera francesa al producirse el derrumbamiento de Cataluña se redujeron a unos cien mil después del regreso de la mayor parte de ellos. Otros grandes contingentes fueron a diversos países de América española. Fue el gobierno mexicano el que les dispensó mejor acogida. Emigración selecta de la que formaron parte millares de profesionales muy cualificados, incluyendo el 12 por ciento del escalafón de catedráticos de universidad. Hubo episodios conmovedores, como la expatriación de Ignacio Bolívar, director del Museo de Ciencias Naturales. Tenía ochenta y nueve años cuando salió de España, y al preguntarle a dónde iba contestó: «¡A morir con dignidad!».

Otros aspectos de la emigración son más turbios; se constituyeron una sociedades de apoyo (SERÉ, JARE). De la gestión de esta última se encargó Prieto, y cuando le preguntaron qué resultado pensaba obtener, contestó en su estilo desgarrado: «Llenarme de mierda», aludiendo a los problemas que planteaba administrar el tesoro del VITA, un barco que transportaba caudales del Estado, de particulares, de instituciones, incautados por el gobierno republicano. ¿Figuraba entre ellos el riquísimo monetario del Museo Arqueológico Nacional incautado en noviembre de 1936 y del que nunca más se supo? En todo caso, una pérdida más de las infinitas que causaron las guerras y revoluciones. Alcalá Zamora declaró que renunciaba a recibir nada de dichos caudales. La mayoría de los exiliados no fueron tan puntillosos y con ellos se constituyeron empresas que proporcionaron sustento a los emigrados, a la vez que enriquecieron el patrimonio económico y cultural de México. En estos medios las noticias sobre la derrota del Eje y la situación insostenible de Franco produjeron el júbilo natural. Se había formado un gobierno republicano en el exilio y se reunieron cortes a las que asistieron los escasos supervivientes de tantas tragedias. Se trazaban planes y se buscaban alianzas.

Los refugiados republicanos en Francia eran más impacientes; muchos habían perecido en los campos de concentración alemanes; otros habían militado en las filas de la resistencia; algunas unidades entraron con De Gaulle en el París liberado. El derrumbe inmediato del Régimen de Franco les parecía fácil e inminente. Con la deformada visión propia de todos los exiliados creían que en cuanto aparecieran en España la población se les uniría con entusiasmo. El gobierno francés no hizo nada para impedir que algunos miles de combatientes antifranquistas atravesaran la frontera pirenaica; pero la reacción de la población osciló entre la indiferencia y el rechazo activo. Las infiltraciones sólo consiguieron aumentar el número de partidas de guerrilleros que recorrían varias zonas del país creando inseguridad en los medios rurales, pero sin esperanzas de conseguir ningún resultado efectivo.

Más que en estas escaramuzas era en el nivel diplomático donde residía para Franco el inminente peligro. España fue excluida de la ONU. Se pronunciaron solemnes condenas. Se retiraron casi todos los embajadores acreditados en Madrid. Don Juan, el pretendiente, creyó llegada su hora. Estaba, y lo estuvo toda su vida, muy mal informado y aconsejado. Publicó en Lausana un manifiesto en el que propugnaba la restauración de la Monarquía como único medio de devolver a España la paz y la unidad interna, liquidar las consecuencias de la guerra civil y reintegrar el país a la comunidad internacional. Dos años más tarde reiteró estas mismas ideas desde Estoril, a donde se había trasladado para seguir más de cerca los acontecimientos. Franco no perdonó nunca a don Juan, a pesar de que posteriormente cambió su tono y sus planteamientos. A la ofensiva exterior Franco replicó con medidas coyunturales que no alteraban la esencia del Régimen; España siguió siendo un estado policial con las comisarías llenas de fichas y las cárceles atestadas de presos, pero se prescindió del saludo brazo en alto. Se promulgó un Fuero de los Españoles asegurando derechos puramente teóricos, porque no se desarrollaban las leyes pertinentes. Martín Artajo, un hombre de Acción Católica, se puso al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Paralelamente a estos movimientos el exilio se movía, quería dar una sensación de estabilidad y moderación sin lograr apoyos, porque colocar al frente del gobierno en el exilio a un hombre tan sectario y desprestigiado como Alvaro de Albornoz no era el método más eficaz para reclutar adhesiones, y el plan de Prieto de organizar, de acuerdo con los monárquicos, un referéndum institucional nadie podía tomarlo en serio. La situación de España en 1945, con mucha sangre reciente y mucho odio, era semejante a la que hoy reina en Bosnia o en Kosovo; organizar un referéndum hubiera requerido una ocupación internacional, tarea de la que las potencias no querían encargarse.

Pero, con independencia de las torpezas y errores de sus adversarios, de la ayuda de sus pocos amigos exteriores (el Portugal de Salazar, la Argentina de Perón), lo que salvó al franquismo fue la guerra fría iniciada apenas terminó la caliente. En la conferencia de Potsdam, Truman y Churchill, a pesar de su poca simpatía por Franco, lo defendieron como integrante del sector que se reservaban en el oeste frente a un imperialismo estalinista que sumergía la Europa central y oriental. Franco se benefició una vez más de su buena estrella; Francia reabrió sus fronteras y el Régimen completó su fachada institucional, beneficiándose además del amplio apoyo popular que le granjeó la equivocada política de cerco y acoso. No fue difícil a la propaganda del Régimen transmitir a las masas la impresión de que el comunismo, con la complicidad de las democracias occidentales, atentaba contra la libertad y la independencia de España. Quizás nunca gozó Franco de más popularidad que en aquellos difíciles años, cuando las muchedumbres se reunían en grandes manifestaciones y refrendaban con amplias mayorías las Leyes Fundamentales.

Entre ellas había una de especial trascendencia: la Ley de Sucesión, que Franco dio a conocer a don Juan por medio del almirante Carrero Blanco, que empezaba a funcionar como brazo derecho del dictador. La ley definía a España como «un Estado católico, social y representativo que se constituye en reino conforme a la tradición». La ley no afectaba a los poderes de Franco, que seguirían vigentes hasta su muerte. Al producirse la vacante, el Gobierno y el Consejo del Reino someterían a las Cortes la elección de un candidato que debería ser la persona de sangre real con más derechos, español, católico y con no menos de treinta años de edad, el cual debería jurar las Leyes Fundamentales antes de entrar en el ejercicio del cargo. Don Juan, asombrado, dijo que aquello no sería la monarquía tradicional, sino una monarquía electiva como en tiempos de los godos, pero, en vez de resignarse a lo inevitable (no había otra fuerza efectiva capaz de restaurar la Monarquía en España), protestó ruidosamente; sólo consiguió que Franco lo descartara; en su lugar se pactó que el príncipe don Juan se educaría en España con vistas al futuro. Un referéndum aprobó la Ley sucesoria por amplio margen.

En la década de los cincuenta empezaron a notarse síntomas de deshielo y a recogerse los frutos de los sacrificios anteriores: se abolió el odioso racionamiento y dejó de ser un delito comprar y vender pan blanco; perdieron o minoraron sus ilícitas ganancias los estraperlistas de alto, medio y bajo pelaje que medraban a costa de la miseria del pueblo; empezaron a funcionar los pantanos recién construidos; mejoró el transporte, pensando ya en futuros ingresos por el turismo; se levantaron hoteles en Mallorca y la Costa del Sol. En el quinquenio 1951/1955 todos los indicadores económicos se disparan y el de producción industrial crece hasta el 6,6 por ciento anual. Es un reflejo de la extraordinaria pujanza de la reconstrucción europea, que se expande a pesar de barreras proteccionistas y rigideces estructurales. Y apuntan los primeros síntomas de que ese crecimiento europeo necesitará de la colaboración de la mano de obra española, acabando con el paro encubierto y dando salida a una demografía que se recuperaba rápidamente del bache producido por la guerra.

Mientras el mundo occidental se recuperaba de los destrozos de la II Guerra Mundial, la tensión internacional no cesaba de agravarse por el expansionismo del régimen estalinista, que amenazaba al mundo con un holocausto nuclear y provocaba reacciones tan desmedidas como el macartismo norteamericano. Y esos fenómenos negativos tenían para el Régimen franquista consecuencias muy positivas; Estados Unidos pasa por alto escrúpulos democráticos y negocia el ingreso de España en la ONU, a la vez que instala en nuestro suelo bases aéreas y en Rota una base para submarinos. Estamos en 1953, el año de la firma del Concordato. El cerco internacional antifranquista no sólo ha sido roto, sino que ha sido sustituido por una estrecha colaboración. En los medios de la emigración se disipan todas las ilusiones; unos vuelven, otros se resignan a morir en el exilio, o bien están con un pie dentro y otro fuera, incómodos en ambas posturas; el caso quizás más dramático, el de Ortega y Gasset, que se hizo la ilusión de presenciar e incluso colaborar en un cambio sustancial en el ambiente español.

La historia humana tiene leyes, comportamientos, que, como los del corazón, parecen independientes de la cabeza, de la lógica. El aislamiento internacional había fortificado el régimen de Franco dándole fuerzas para resistir lo que parecía una crisis mortal. La sustancial mejora de relaciones iniciada en los años cincuenta desencadenó en cambio crisis internas y descubrió oposiciones latentes. El ejército seguía fiel a Franco y al Régimen. También las fuerzas empresariales. Las novedades surgieron de la actitud de la Universidad, el mundo del trabajo y de la Iglesia. La actitud de los intelectuales y de la Universidad había pesado mucho en la crisis final de la Monarquía; por eso, y también por motivos ideológicos, el mundo de la enseñanza y la cultura había sido sometido a depuraciones personales, censura, adoctrinamiento y vigilancia, tareas en las que colaboraron oficialmente Falange y en otro plano distinto la Iglesia. Las atrocidades de los primeros momentos se cambiaron luego por procedimientos que se pretendían más sutiles pero que se revelaron inútiles y aun contraproducentes. Muchos sancionados no sólo consiguieron que se les indultara, sino que se incorporaron con verdadero entusiasmo a las filas del vencedor. Las tareas de adoctrinamiento llevadas a cabo por los falangistas en los cursos de Formación del Espíritu Nacional y por la Iglesia en los cursos obligatorios de Formación religiosa fueron un fracaso rotundo por mala elección del personal y el uso de métodos rutinarios y faltos de atractivo. El dirigismo en la prensa se reflejaba en unos contenidos aburridos y un índice de audiencia escaso. La llamada «Prensa del Movimiento» formada a base de la incautación de edificios y maquinaria de periódicos republicanos era un agujero negro que costaba muchos millones al Estado. Arriba, órgano oficial del Movimiento, fundado por Primo de Rivera, se instaló en los talleres de El Sol; se beneficiaba de cupos preferenciales en la distribución de papel y en los años cuarenta superó los cien mil ejemplares, pero después entró en una decadencia acelerada; en los años setenta tiraba quince mil ejemplares, pero sólo una pequeña parte de ellos eran objeto de venta.

Considerando las circunstancias en que se desenvolvía la cultura en la época franquista, algunos hablan de erial. El calificativo es inadecuado; ciertamente, la emigración en el orden exterior, la censura y otras cortapisas en el interior dañaron enormemente la cantidad y calidad de la producción literaria y científica. Pero los escalafones de universidades e institutos de Enseñanza Media (estos últimos todavía entonces centros prestigiosos) contenían gran cantidad de excelentes profesionales que se esforzaban por superar los escollos que se atravesaban en su camino: censura, falta de recursos, incomunicación; el material científico disponible era escaso, las novedades bibliográficas llegaban con cuentagotas, importantes revistas extranjeras habían cesado de recibirse desde 1936. Pero en el terreno de la creación literaria e histórica, más autosuficiente, a los supervivientes de la generación anterior, Menéndez Pidal, Azorín, Baroja, Benavente, Pla, García Gómez y muchos más se agregaban continuamente otros nombres que testimoniaban no haber disminuido el caudal de potencia creativa que alumbré España a fines del siglo anterior. No puede llamarse erial un territorio donde brotan figuras como Camilo José Cela, Buero Vallejo, Torrente Ballester, Zubiri, Laín, Delibes, Carande, Vicens Vives y tantos otros, sin contar con un buen puñado de excelentes poetas, músicos, cineastas y artistas. Lo que sí hay que confesar es que en aquellos años de interminable y fastidiosa espera se creía que en ciertos cajones reservados, obras maestras aguardaban la oportunidad de poder ver la luz. Esas expectativas sólo en muy pocos casos se han cumplido.

Los estudios históricos pueden servir de ejemplo de la revigorización que supuso la reanudación de los contactos con el mundo exterior. Por su carga ideológica la Historia siempre ha tenido la desgracia de ser utilizada como arma propagandística. Los planes de estudio franquistas no sólo mantuvieron esta tendencia, sino que en los cursos paralelos de Historia que impartía el profesorado falangista se llevaba hasta la caricatura. Pero los historiadores profesionales mantuvieron en general un tono objetivo y científico. Sobrevivían al choque de la guerra los trozos dispersos del positivismo documentalista de raíz germánica, contrapunto científico a la vulgarización histórica de herencia romántica que en las bibliotecas familiares representaba la historia de don Modesto Lafuente y en tono popular las obras de Castelar.

La renovación de los estudios históricos en Europa se adscribe en buena parte a la revista francesa Anuales, que acogió sucesiva o simultáneamente varias escuelas o tendencias que alimentaron polémicas fecundas. Hay una tesis consagrada según la cual el historiador catalán Jaime Vicens Vives regresó del Congreso Internacional de Historia de 1950 trayendo en la maleta una nueva visión del quehacer histórico que, con su gran dinamismo, puso en práctica apoyado por buen número de colaboradores. Es una versión demasiado simplificada de los hechos, pero subraya la realidad de un giro motivado por influencias externas. Ahora bien, por las mismas fechas el panorama intelectual español se ve sacudido por la polémica entre Américo Castro y don Claudio Sánchez Albornoz que (a mil leguas los dos de los planteamientos de Anuales) se interrogan sobre el ser y existir de España. Es una polémica un poco pasada ya de moda y de rosca, pero que, comparándola con el mensaje de Vicens y su escuela y completándola con las excelentes tesis que por entonces elaboran hispanistas como Pierre Vilar, B. Bennassar, Pierre Ponsot, B. Vicent y otros demuestra: a) que no era tan árido el panorama intelectual de España en las décadas centrales de nuestro siglo, y b) que el exilio (al que pertenecían Castro y Sánchez Albornoz) no significó una pérdida total de valores, no se cortaron amarras, fue otro medio de mantenerse en contacto con el exterior.

Por primera vez en 1956 se produjeron en la Universidad de Madrid incidentes de cierta gravedad que costaron el cargo a don Joaquín Ruiz Jiménez, que había llegado con propósitos renovadores al Ministerio de Educación. En años sucesivos se registraron nuevos incidentes; los de 1956 contaron con el apoyo de varios catedráticos universitarios que fueron sancionados; pero la principal demanda de los estudiantes recibió satisfacción; se suprimió el SEU, organismo que expresaba la hegemonía oficial de Falange en la vida estudiantil universitaria.

Por la tradición de los alborotos universitarios y por dañar la imagen de la vida cultural franquista estos incidentes resultaban molestos pero no eran una amenaza grave para el Régimen. El factor que parecía revestir mayor gravedad provenía del mundo del trabajo; de allí había surgido un peligro mortal para la II República (y, por supuesto, había contribuido a que la primera tuviera corta vida y desastrado fin) Franco y sus hombres eran conscientes de esa realidad. Ni el Caudillo ni Falange eran entusiastas del sistema capitalista, profesaban un populismo expresado en mensajes simplistas: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan», y otros que en la época del racionamiento y el estraperlo se prestaban a la ironía fácil. Aunque el proletariado revolucionario había sufrido tremenda represión parecía que allí se escondía la mayor amenaza. No fue así, porque el curso de la historia humana marca rumbos inesperados; tan pronto se forman peligrosos remolinos en un mar en calma como se disipan por sí mismas turbulencias amenazadoras. La cuestión agraria arrastraba siglos de conflicto y en 1940 no se percibían síntomas de mejoría; un cuarto de siglo más tarde el problema se había resuelto de una vez por todas por cauces inesperados, ligados a las grandes transformaciones que se estaban experimentando en la sociedad occidental. El franquismo triunfante había anulado no sólo las revolucionarias incautaciones de fincas, sino todos los planes de reforma agraria. En su lugar se pusieron en práctica dos medidas acertadas pero de escasa amplitud y de muy lenta aplicación: la concentración parcelaria y la colonización interior.

La concentración parcelaria era un remedio contra el minifundismo y sus perjuicios: terreno perdido en lindes, cuestiones sobre derechos de paso, dificultad de aplicar la mecanización en parcelas minúsculas. Se hizo una labor interesante, aunque de pocos vuelos, se pusieron cataplasmas para no acudir a la cirugía.

El Instituto de Colonización continuó una obra ya iniciada; ahora en mayor escala, utilizando las superficies ganadas para el regadío para crear parcelas demasiado pequeñas en régimen de lotes provistos de viviendas unifamiliares. Los regadíos del Guadiana fueron la más ambiciosa experiencia con resultados muy trompeteados, pero que en el conjunto español sólo representaban un alivio para el problema que representaba el millón de jornaleros del sur de España y otra tanta cantidad de pequeños propietarios que malvivían en todo el ámbito peninsular. La solución llegó por sí misma mediante una combinación de factores inesperados: aumento de la productividad del suelo, posibilidad de migración, ya a los puestos que dentro de España creaban la industria y los servicios en las ciudades, ya en una Europa que necesitaba mano de obra para su reconstrucción. Se abandonaron terrenos poco productivos, recobraron su vocación forestal y ganadera muchas tierras que se habían roturado abusivamente. El censo agrícola, reducido a una cuarta parte, produjo más alimentos en condiciones de trabajo más dignas. El mítico reparto de tierras dejó de ser el ideal de una población obrera que, si permanecía en el ámbito rural, quería seguir modos de vida y condiciones de trabajo parecidas a las del obrero urbano.

Frente a la pacificación espontánea del agro, en la industria siempre quedó un rescoldo de las viejas luchas. El Régimen intentó, mediante los sindicatos verticales, superar el tradicional enfrentamiento empresario-obrero, pero esto sólo se logró sobre el papel; en el fondo, los intereses seguían siendo distintos. No había problemas de paro, sino de reubicación de la mano de obra, y también un grave problema de capacidad profesional que se quiso resolver con los institutos y universidades laborales. Los focos de inquietud obrera seguían teniendo soterrada virulencia en Cataluña y la cornisa cantábrica; hubo huelgas ilegales (todas las huelgas eran ilegales) en Asturias, Cantabria y País Vasco. Aparte de las reivindicaciones sindicales y salariales existían en esas provincias problemas estructurales muy serios; una gran parte del equipo industrial tenía que ser por completo renovado, y las minas, sobre todo las minas asturianas de hulla, producían pérdidas enormes. Fue en esa zona donde comenzaron su aventura las Comisiones Obreras, unas veces toleradas, otras perseguidas, levadura de un marxismo de nuevo cuño que ya no debía seguir siendo un espantajo para la burguesía. Había un problema obrero, pero planteado en términos muy distintos de los que habían ensangrentado a España en las décadas anteriores.

A ese clima social, no idílico pero tampoco trágico, contribuían el aumento general del nivel de vida, la válvula de seguridad que (con sus dramas personales y familiares) era la emigración, y también la creciente extensión de la Seguridad Social, quizás el aspecto más positivo de aquel Régimen. Los primeros pasos se habían dado en los comienzos del siglo: leyes de accidentes de trabajo, reglamentación del trabajo de los menores, descanso dominical, jornadas de cuarenta y ocho horas… La Segunda República poco pudo hacer en su breve y azarosa vida. Lo esencial de la Seguridad Social tal como hoy la conocemos la llevó a cabo José María Girón de Velasco, ministro de Trabajo entre 1941 y 1957; a él se debieron el Seguro de Enfermedad, el Plus de Cargas Familiares, farmacia gratis, la paga de Navidad y otras conquistas. Hay también que señalar la paulatina extensión de los beneficios de la Seguridad Social a los campesinos.

No era mera coincidencia que Girón fuera cesado cuando subió al poder el equipo del Opus Dei. Girón representaba el dirigismo paternalista en que se había convertido la doctrina social de Falange después de ser absorbida por el Estado franquista. Los opusdeístas eran una familia político-religiosa de nuevo cuño, de indudable originalidad. Fundada por el beato José María Escrivá de Balaguer, representaba en el siglo XX una innovación que algunos comparan a la que Íñigo de Loyola introdujo en el catolicismo militante del siglo XVI. No es de extrañar que aquella institución que su fundador tituló la Obra Divina (Opus Dei), recordando el lema de los benedictinos, contara desde el principio con la animadversión de entidades rivales: Propagandistas católicos y jesuitas. Pero tuvo desde el principio también altos apoyos. Era una novedad audaz compaginar la vida seglar y la vida religiosa, franquear la zanja que se había ido abriendo entre Iglesia y sociedad. El papado, que ya había hecho algún experimento con los curas obreros y había fracasado, apostó a esta otra carta mucho más elaborada, que no miraba a los obreros, sino a los profesores, los banqueros, los tecnócratas. Tarea más fácil, cosecha más lucida. Tanto más cuanto que ofrecía anchurosas perspectivas a los que querían combinar la tarea del obrero que siega la mies del Señor con una posible promoción personal.

España, que no recibió las ayudas del Plan Marshall, restañó las heridas de la guerra con gran lentitud y grandes sacrificios, haciendo amplio uso de la inflación provocada por la continua emisión de billetes del Banco de España. Quizás no había otra alternativa para evitar el colapso, pero la continua inflación, que había reducido el valor adquisitivo de la peseta de 1936 a quince céntimos en 1956, falseaba todos los planes de futuro, dificultaba proyectos a largo plazo, reducía a la miseria ahorradores de toda la vida e incitaba a gastar rápidamente la ganancia obtenida. Hacia 1957 la combinación de este proceso inflacionista con la rigidez de un sistema económico con alto grado de intervención y los principios de apertura que se colaban por las rendijas desequilibraron la balanza comercial española de tal manera que los asesores financieros de Franco tuvieron que comunicarle que sólo quedaban divisas para tres o cuatro semanas. Entonces, las perpetuas vacilaciones y aplazamientos del dictador tuvieron que decidirse, y como le habían informado de que el Opus Dei tenía un equipo muy competente de financieros, a ellos encomendó la solución del conflicto. Por primera vez entraron representantes de la Obra en el gobierno nombrado en febrero de 1957, y su presencia se incrementó en posteriores remodelaciones ministeriales a costa de otras familias del Régimen que habitualmente entraban también en la cesta. Pero no deja de ser muy típico del modo de proceder de Franco que en ese ministerio de 1957 que se estrenaba con ciertos aires de modernidad y aperturismo entrara también, como ministro de Información y Turismo (responsable de las publicaciones y espectáculos), Gabriel Arias Salgado, representante de los más pacatos y obtusos criterios en cuanto a ideología y moralidad pública.

El Plan de Estabilización fue un conjunto de medidas de saneamiento monetario tomadas con la cooperación y el consejo de altas autoridades financieras internacionales y que tenían por objeto reducir el déficit público y la inflación, unificar los múltiples cambios exteriores de la peseta, definirla en términos de equivalencia en oro fino y atraer sobre España la confianza y los caudales del exterior. Terminadas estas medidas en 1961 se procedió a elaborar el primero de los Planes de Desarrollo, siguiendo el modelo que por entonces había puesto de moda Francia; su base era promover la industrialización mediante una planificación indicativa que combinaba los estímulos estatales con la iniciativa privada. Deberían también servir los polos de desarrollo para ampliar el mapa industrial español y romper el casi monopolio de Cataluña y el País Vasco. La industrialización de Madrid se hizo sin necesidad de un polo específico y alteró la imagen tradicional de una ciudad de burócratas combinándola con otra dotada de un poderoso cinturón industrial que se extiende hasta Guadalajara. Hubo polos que tuvieron franco éxito, como los de Burgos, Huelva y Zaragoza; otros, como el de Sevilla, sólo obtuvieron discretos resultados, y también los hubo que fracasaron sin apelación. No se ha conseguido, por ejemplo, que Extremadura y La Mancha se doten de una modesta infraestructura industrial. Pero, en conjunto, los polos contribuyeron a un crecimiento espectacular que bastará ilustrar con un par de ejemplos: la producción de energía eléctrica, que era en 1900 sólo de 128 000 000 kWm, pasó en 1935 a 3272 millones; quince años después, a pesar de los desastres de la guerra, se había duplicado 6916 millones, cifra que se triplica en los diez años siguientes y se vuelve a triplicar en la siguiente década. En 1975 se alcanzaron los 82 000 millones y ya la electrificación había llegado a los rincones más apartados del país modificando todos los hábitos y condiciones de vida. Candilejas, velones, quinqués y velas de sebo pasaron a ser objetos de museo.

El otro indicador elegido es de alcance sociológico más restringido, pero mide mejor la amplitud de la industrialización: la producción de acero, limitada casi a los viejos Altos Hornos de Bilbao, alcanzó con gran dificultad el millón de toneladas durante la dictadura de Primo de Rivera. Este tope no se volvió a recuperar hasta mediados de los años cincuenta, pero en 1970 ya se habían sobrepasado los siete millones y en 1975 los once millones, uno de los más altos del mundo.

Tras la frialdad de estas cifras adivinamos cambios inmensos: con esa riada de acero se fabricaban barcos y coches en cantidades antes impensables; se posibilita la fuerte demanda de obras públicas y se hace posible también un incremento en la construcción de viviendas que supera todas las previsiones porque el español no sólo aspira a tener vivienda en propiedad, sino que la clase media, cada vez en mayores proporciones, quiere tener una segunda vivienda. En industrias tradicionales, por ejemplo, las textiles, los incrementos son mucho menores, pero es interesante anotar el ascenso espectacular de la industria editorial española, hoy una de las mayores de Europa.

La financiación necesaria llegó por varios conductos: las remesas de emigrantes crecieron hasta las turbulencias económicas de fines de los años sesenta; en cambio, el crecimiento del turismo no se detuvo, y aunque era un turismo barato, la oferta española era tan variada que llegó a competir con la francesa y la italiana. El tercer factor fue la entrada de capital extranjero, atraído por la estabilidad política y social, las perspectivas de crecimiento de un país poco desarrollado y la posibilidad de contar con una base de penetración en la Unión Europea mediante la implantación en un país cuya integración se adivinaba próxima.

No se consiguió este crecimiento sin contrapartidas pesadas: desplazamiento de grandes masas de población, rupturas familiares, abandono de muchas pequeñas entidades de población, salarios más bajos que en el resto de Europa, destrucciones medioambientales favorecidas por la especulación y la escasa sensibilidad hacia un ecologismo todavía muy poco desarrollado, y no se trataba sólo de paisajes naturales dañados o destruidos, sino de cascos urbanos que en veinte años sufrieron más daños que en los siglos precedentes. También aquí la unión entre desarrollo económico y corrupción fue característica de la época, de todas las épocas de dinero fácil y escasos controles administrativos. Quiebras como la de SOFICO, affaires como el de MATESA, forman también parte del panorama del franquismo final.

Las transformaciones en el mundo rural fueron también profundas, hasta el punto de que técnicas milenarias, enseres y aperos de uso corriente quedaron convertidas en piezas de museo cuyo uso había que explicar a los visitantes. Los planificadores no estaban inclinados a invertir grandes sumas en la mejora del agro, sobre todo en grandes obras de regadío, porque la rentabilidad que podía obtenerse de esas inversiones no podía ser tan grande ni tan rápida como en los proyectos industriales, pero el Gobierno insistió, acertadamente, en llevarlas a cabo por motivos sociales, para crear una riqueza más estable que la industrial o la de servicios, para redimir tierras sedientas, para frenar la despoblación rural, y esos fines se han alcanzado en gran medida, aunque no con el mismo éxito; los regadíos de Aragón y Extremadura no han dado de sí todo lo que se esperaba; patético es el caso de Aragón, donde la mitad de toda la población está concentrada en la capital. Pero hay también resultados brillantes; el trasvase Tajo-Segura, aunque no haya alcanzado las metas soñadas, ha enriquecido mucho el conjunto de la región murciana; las perforaciones realizadas en el sureste de Almería han permitido captar unos caudales de aguas subterráneas que antes se perdían en el mar y hoy sirven de base a una gran riqueza hortofrutícola. Los kilómetros y kilómetros de plásticos no forman un paisaje agradable, pero gracias a ellos Almería ya no es la cenicienta de España. En total se riegan hoy tres millones y medio de hectáreas, y ese 7 por ciento de la superficie nacional produce, sin los sobresaltos meteorológicos propios del secano, más de la mitad de toda la producción agraria.

Estos cambios materiales han ido acompañados de otros de todo orden; puede afirmarse que las transformaciones experimentadas en las décadas de los sesenta y setenta no tienen igual en toda nuestra milenaria historia, y eso podrá apreciarse cada vez con más claridad con la perspectiva que da la lejanía.

No sabemos si el Régimen franquista hubiera podido sobrevivir a su fundador en una época de cambios menos dramáticos. Es dudoso por el carácter muy personal de aquel Régimen. Franco no consintió que se edificase un verdadero poder fuera del suyo. En los consejos de ministros se debatían problemas administrativos, nunca políticos; las Cortes, el Consejo Nacional del Movimiento, eran instituciones dé pura fachada; las elecciones y plebiscitos fueron, sin excepción, trucados, incluso sabiendo que podrían ganarse dejando que el pueblo se manifestara en libertad. Y esa actitud se mantuvo hasta el fin. Recuerdo una elección a concejales en la que todos los candidatos eran adictos al Movimiento. Ningún riesgo había en que se votara libremente; sin embargo, al empezar el escrutinio llegó un emisario del Gobierno Civil con las actas ya redactadas. El que las llevaba había sido alumno mío, se turbó un poco al verme y dijo: «Don Antonio, esto hay que hacerlo así porque si no, ya sabe usted, vienen los comunistas (…)». La verdadera razón era que en una elección libre quizás ganaría el Gobierno, pero entrarían representantes de la oposición, y eso no lo consiente una dictadura.

El comunismo servía de espantajo, pero los enemigos más peligrosos del Régimen eran otros. El ejército, principal apoyo, era un bloque sin fisuras, pero la Iglesia, otro presunto baluarte, empezó a tambalearse; la protesta obrera creció mucho por unos cambios en los que pagaba parte de la factura del enriquecimiento con liberalizaciones y recortes salariales; reaparecían los nacionalismos periféricos y existía la posibilidad de que la gran masa neutra que venía apoyando al Régimen por inercia, por temor a cambios bruscos, a revivir dramas pasados, efectuara un lento viraje. Había también que tener en cuenta otros factores, incluyendo los exteriores, que cada vez cobraban más fuerza. Analizar el peso respectivo de cada uno en los orígenes del Gran Viraje es tarea tan apasionante como compleja por la naturaleza diversa de esos factores y las interacciones producidas, como en una complicada reacción química.

El concordato representó el punto culminante de la colaboración entre la Iglesia y el Régimen en beneficio mutuo. «¡A mí écheme usted obispos!», decía un orondo director general a quienes acudían en solicitud de alguna prebenda. Era fuerte baza la recomendación de un obispo. La fachada exterior del edificio eclesial español era deslumbrante. Una mirada crítica al interior infundía menos optimismo; se enseñaba mucha teología, pero, con pocas excepciones, se alimentaba del tomismo tradicional. Los teólogos renovadores (Congar, Rahner, Teilhard de Chardin) eran ignorados o mirados con desconfianza. La falta de comunicación se reveló en el desconcierto que al episcopado español produjo desde un principio el rumbo del Vaticano II. Casi todos los obispos españoles formaron parte de lo que Pablo VI, aplicando up poco de vaselina a la escocedura, llamó «gloriosa minoritas», los 200 obispos (entre más de mil) que votaron contra el decreto de libertad religiosa.

La Iglesia española acató el nuevo rumbo que marcaba el Concilio, pero en su seno se agravaron las tensiones hasta formar dos bloques bien definidos: los que aceptaban sin reservas el nuevo espíritu y los que lo acataban a regañadientes y con brotes de insubordinación. Dentro de la Conferencia episcopal, organismo colegial recién creado, el arzobispo de Toledo, Enrique Tarancón, representaba la primera tendencia, y el obispo de Cuenca, Guerra Campos, la segunda. La cuestión tenía repercusiones políticas evidentes, porque el grupo tradicional o inmovilista permanecía dentro de la atmósfera del franquismo, mientras en el innovador se le pedía al Régimen una reconversión como la que había efectuado la Iglesia, tomando como norte la libertad y el respeto a los derechos humanos. Cada uno de estos dos sectores segregó unos grupúsculos extremistas: del sector integrista salieron, por ejemplo, los Guerrilleros de Cristo Rey; del aperturista, grupos afines o proclives al marxismo. Y en otros rumbos, mezclando las nuevas rutas eclesiales con los reverdecidos nacionalismos aparecían los curas y frailes vascos simpatizantes e incluso colaboradores con ETA, y en Cataluña las actividades de Escarré, abad de Montserrat, o las manifestaciones de curas reclamando democracia en Barcelona, vapuleados por la policía, espectáculo de muy subido color e inédito en España.

Para Franco y sus colaboradores estas actitudes de sectores numerosos del clero español eran traicioneras. El almirante Carrero incluso tuvo el gesto, muy poco elegante, de recordar a la Iglesia los favores y el dinero recibidos de Franco. Roma se esforzaba por aplacar los ánimos. Pablo VI, precisamente porque siendo arzobispo de Milán había tenido roces con Franco, se esforzó por dar pruebas de buena voluntad, pero había una demanda a la que no podía renunciar, porque estaba dentro de la doctrina conciliar. Pidió a Franco que renunciara a la presentación de obispos. Ante la negativa recurrió a una añagaza hábil pero que habría sido más convincente si hubiera ido acompañada de la renuncia a los privilegios concordatarios: dejó de nombrar obispos titulares y nombró para ocupar las vacantes obispos auxiliares, sobre los que el concordato no decía nada.

Estas disensiones hirieron profundamente a un Franco que ya estaba en franco declive físico y mental. Nunca fue muy receptivo a influencias exteriores; percibía los cambios que se operaban en su entorno pero no comprendía su raíz ni asumía sus consecuencias. El núcleo duro de Falange permanecía también vigilante, desconfiado, impermeable. Se había confiado en que la apertura económica facilitaría una moderada apertura política, y algo se avanzaba en este sentido pero muy poco. En 1962, el año en que se inauguró el concilio, el año en que se puso en ejecución el primer plan de desarrollo, los medios oficiales de comunicación organizaron un escándalo fenomenal porque representantes de las fuerzas democráticas del interior habían acudido a un congreso en Munich; hubo sanciones contra los personajes implicados y en la prensa del Movimiento volvió a declamarse hasta la saciedad contra el «contubernio de Munich», versión actualizada del famoso «contubernio judeo-masónico».

Sin embargo, aunque con grandes cautelas y retrasos se registraban avances; don Manuel Fraga consiguió sacar adelante una Ley de Prensa que suprimía la censura previa, aunque el Gobierno conservaba otros medios de control, como pudo comprobar Antonio Fontán cuando se clausuró su periódico Madrid, por una alusión a la conveniencia de que los gobernantes, como había hecho De Gaulle, «se retiraran a tiempo». Avance era también la promulgación de una Ley Orgánica del Estado que separaba las presidencias del Estado y del Gobierno y preveía la constitución de unas asociaciones políticas (se quería evitar a todo trance el nombre de partidos) sobre cuya naturaleza se discutió largo tiempo sin llegar a ningún resultado.

La lentitud de los cambios resultaba preocupante porque, como queda dicho, la decadencia vital de Franco era cada día más evidente y urgía buscar un sucesor. Había que llevar a la práctica la solución monárquica prevista desde muchos años atrás nombrando la persona en quien recaería la Corona de España. Descartado un pretendiente carlista de la rama de los Borbón Parma, descartado también por el veto de Franco don Juan a causa de sus veleidades liberales, el camino quedaba expedito para el príncipe don Juan Carlos, designado heredero de la jefatura del Estado el 22 de julio de 1969 como fruto de intensas presiones de dos personas que tenían directo acceso a Franco: el almirante Carrero y el ministro López Rodó, personalidad relevante del Opus Dei.

Pero todavía quedaban seis años de gobierno de un Caudillo senil, que se resistía a dejar el poder, aun después de que una grave enfermedad le obligara a ceder temporalmente su ejercicio. Fueron seis años pródigos en acontecimientos; no se interrumpió el crecimiento; seguían inaugurándose pantanos y hoteles; la afluencia de la juventud a las aulas universitarias se hacía masiva, desbordaba todas las previsiones. Al mismo tiempo se precisaba la actividad de ETA en el País Vasco con rasgos cada vez más sangrientos, y en el panorama internacional la presión descolonizadora obligó a renunciar a los últimos vestigios del que fue el mayor imperio colonial del mundo. La descolonización de Guinea Ecuatorial se hizo en las peores condiciones posibles; aquel gobierno tan diestro en manipular las elecciones en la metrópoli fue incapaz de lograr que el destino de Guinea recayera, por vías aparentemente legales, en un tirano sanguinario. El abandono de la zona norte de Marruecos fue consecuencia inevitable de la renuncia de Francia al protectorado; pero el acto final del drama, la Marcha Verde sobre el Sahara, tuvo un desenlace tan adverso para los presuntos liberados como poco gallardo para España. Para Franco, tan identificado con la presencia de España en Marruecos, el abandono de aquellos territorios, por el hecho en sí y por las circunstancias que lo rodearon, fue el más amargo trance que se podía imaginar como colofón a cuarenta y un años de ejercicio de un poder sin límites.

Franco murió, tras larga y penosa agonía, el 20 de noviembre de 1975. Había gobernado durante un tiempo suficientemente largo como para que a la generación que sufrió directamente las consecuencias de la guerra sucediere otra que conocía aquellos terribles hechos por relatos, no por vivencias personales. La diferencia es muy grande. Por eso, en aquel otoño había recelo en ciertos sectores, expectación en otros, pero tranquilidad en la masa. Se cumplían las previsiones sucesorias: la proclamación de don Juan Carlos y doña Sofía no fue acogida con grandes manifestaciones de júbilo porque durante muchísimos años la organización de Prensa y Propaganda había extendido sobre ellos y la institución que encarnan un velo de silencio no exento de insinuaciones malévolas. El sentimiento monárquico estaba maltrecho; los soberanos se aplicaron a restaurarlo con su conducta ejemplar. La primera fase de aquel reinado corresponde a lo que suele llamarse la Transición, una de las más originales e interesantes etapas de nuestra historia; ha suscitado estudios numerosos, muchos testimonios de admiración y se le ha considerado como modelo a imitar por los países que quieren realizar de modo pacífico el difícil paso de una situación dictatorial a otra de normalidad democrática. No todas las imitaciones han sido felices; España se benefició de unas circunstancias internacionales favorables y de un deseo muy extendido de evitar los errores y tragedias del pasado, porque «de los escarmentados salen los avisados». Si consideramos como fin de la Transición la aprobación por referéndum de la Constitución de 1978 que nos rige, fueron tres años, con una primera fase de ambigüedad e inmovilismo correspondiente al gobierno de Arias Navarro, seguida de otra plena de cambios fundamentales bajo el liderazgo de Adolfo Suárez. Fue en este momento cuando no pocos de los que habían intervenido en la primera fase de la transición (incluido Fernández Miranda) se llamaron a engaño al comprobar que el cambio era mucho más radical de lo que habían previsto, y este estado de espíritu de una minoría decepcionada explica el fallido golpe del 23 F.

Este interesantísimo período se sitúa entre la auténtica historia, completa y madura, y aquellos otros tiempos más recientes en los que la historia se mezcla con el reportaje más o menos sólido. Para una visión adecuada de los últimos veinte años, tan ricos en acontecimientos de toda índole, faltan aún documentos, faltan testimonios y falta, sobre todo, perspectiva. Pero tenemos ya la intuición del papel decisivo que representan para el ser de España y sus moradores, para su papel histórico de mediadora entre los pueblos que la integran y esa otra unidad superior que es el mundo occidental al que pertenecemos, estas etapas finales del milenio.