Capítulo XIII

LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL

Nacía la Segunda República española de forma apresurada, sin maduración suficiente, recogiendo la herencia de un régimen que había caído víctima de sus propios errores. Suele decirse que fue una república sin republicanos y hasta cierto punto es verdad, porque los partidos republicanos históricos nunca lograron reponerse de las divisiones y desilusiones que marcaron la Primera República y los que surgieron después no tenían suficiente rodaje. En agosto de 1930 se habían reunido en San Sebastián representantes del republicanismo histórico, de los socialistas de Prieto y del catalanismo radical del coronel Maciá para acordar un programa (Pacto) de acción. El Gobierno Provisional de la República incluía representantes de estos partidos y dos neorrepublicanos conservadores: Maura y Alcalá Zamora.

Daba la II República sus primeros pasos en un ambiente de exaltación y júbilo que recordaba los comienzos del Trienio. No duró mucho este ambiente jubiloso y la afirmación de que se había producido un cambio fundamental en la historia de España «sin romper un cristal». Los sucesos de mayo en Madrid (quema de conventos, agresiones al periódico monárquico ABC) empezaron a dar a la República el «perfil agrio y triste» que lamentaba Ortega.

La situación adquirió especial gravedad en Barcelona y Sevilla; en la capital catalana porque, apenas conocido el resultado de las elecciones, Maciá proclamó la República catalana y fue precisa una intervención urgente de Madrid para que se agregara «dentro de la República Federal Española».

En Sevilla, la Exposición Iberoamericana había dejado como legado (igual que la Exposición de Barcelona) bellos edificios, pero también una grave herencia social. Al terminar las obras quedaron en paro miles de obreros; se había anunciado un porvenir esplendoroso sin ningún fundamento, porque la exhibición de obras de arte no genera puestos de trabajo. La vieja tradición anarquista de la capital andaluza resurgió con tal potencia que los problemas sociales de Sevilla (ampliables a una vasta zona de Andalucía) fueron grandes quebraderos de cabeza para los dirigentes republicanos.

Otro inicial error de perspectiva (disculpable por la facilidad y magnitud del triunfo) fue la creencia de que el aplastante triunfo republicano era un hecho consumado, irreversible. No se daban cuenta los triunfadores de la cantidad de mesianismo y novelería que habían intervenido en los acontecimientos de abril de 1931; tanto mayor fue su desconcierto cuando las elecciones de noviembre de 1933 pusieron de manifiesto un cambio de tendencia. Otras torpezas habría que cargar en la cuenta de los vencedores, sobre todo en materia religiosa y en el tratamiento de la cuestión obrera, como veremos. Y no dejó de parecer mezquina la medida de confiscar al ex rey una fortuna personal obtenida por medios legales.

Estos síntomas inquietaban a los observadores independientes, de los que había muchos entre las filas, muy densas, de la intelectualidad. Unos se entregaron o mantuvieron desde el principio, sin reservas, bien al Partido Socialista, como Julián Besteiro o Fernando de los Ríos, o al republicanismo burgués que tenía en don Manuel Azaña su más eximio representante; otros (Unamuno, Marañón, Ortega…) pronto se situaron en posiciones críticas y se dieron cuenta de que, aunque la República les reservaba embajadas y otros honores, el poder efectivo caía en manos de hombres mediocres, de ampulosos oradores (tenores) o de extremistas (jabalíes), según la terminología de Ortega y que en sus manos inexpertas podía disiparse todo el caudal de buena voluntad que en ellos había depositado el pueblo español. ¿Cómo podía, por ejemplo, justificarse el cambio de la bandera bicolor por la tricolor que a la mayoría de los españoles no les decía nada? De pronto se encontraron con que la bandera de España se había convertido en la bandera monárquica y que ese gesto inútil daba lugar a incidentes y resentimientos que no había ninguna necesidad de haber provocado.

Las elecciones generales, celebradas sin la tradicional presión caciquil, dieron un amplio triunfo a republicanos y socialistas; en las Cortes Constituyentes, reunidas en julio de 1931, el partido más numeroso (116 escaños) era el socialista, en el que todavía no se manifestaba con fuerza la oposición entre el ala moderada de Prieto y la radical de Largo Caballero. Le seguía el Partido Radical de Lerroux con 90 diputados. Don Alejandro había evolucionado tanto desde sus años mozos que el antiguo demagogo era ahora la esperanza de los que querían una república burguesa y acogedora. Los aspectos turbios del personaje, que se había labrado una fortunita por medios poco claros, perjudicaban la imagen del partido, muy representado en todo el ámbito español. Seguía otro partido de reciente creación, el Radical Socialista, que no recogía lo mejor, sino lo peor de ambos. Más alta calificación merecía Acción Republicana, típico partido republicano burgués; su líder, don Manuel Azaña, fue, sin duda, el personaje más destacado de la Segunda República. El catalanismo izquierdista de la Esquerra estaba representado por 36 diputados; la derecha clásica, centrada en los medios rurales de Castilla, dispuesta a acatar la legalidad republicana, estaba representada por los 26 diputados agrarios. Maura y Alcalá Zamora sólo habían conseguido reunir unos grupos muy pequeños de republicanos conservadores y la minoría vasconavarra agrupaba tanto a los escasos representantes de la derecha foral y católica como a los herederos de Sabino Arana.

La Constitución que surgió de las deliberaciones de estas Cortes fue unicameral, muy influida por la Constitución alemana de Weimar. Definía España como «una República de trabajadores de todas clases», decretaba la total separación de la Iglesia del Estado, admitía la posibilidad de autonomías regionales, extendía el sufragio universal a las mujeres, no sin encarnizada resistencia de quienes veían una amenaza para la República en el voto de la mujer, y «renunciaba a la guerra como instrumento de política internacional». Avanzada, idealista, utópica… de todo tenía esta Constitución a la que no se podía negar que ocuparía un lugar destacado en el pensamiento político europeo de la época, amenazado ya muy seriamente por el avance de los totalitarismos de izquierda y derecha.

Don Niceto Alcalá Zamora, ex ministro de Alfonso XIII, fue elegido presidente de la República. Era un representante del clásico cacique andaluz, con formación jurídica, oratoria pomposa y una considerable fortuna en las buenas tierras de la campiña cordobesa. Siempre concedió tanta importancia a los menudos sucesos de su ciudad de Cabra como a los generales de la nación. Si se pretendía con su nombramiento tranquilizar a las derechas, que ya estaban sacando clandestinamente dinero del pais, sólo se consiguió a medias. El verdadero hombre fuerte de este primer bienio republicano fue don Manuel Azaña. Oscuro funcionario y relevante escritor, tenía, por su actitud despegada y altiva, una notable capacidad para concitarse admiración y odio. En sus inapreciables Memorias habla mal de todos; ni quería ni buscaba ser popular y, sin embargo, si concitó odios, también recibió muchas y calurosas adhesiones. Tenía desinterés, patriotismo y otras notables dotes de gobernante. No eludía los problemas; cuando el presidente de la República le encargó formar gobierno había cuatro, todos graves y urgentes: la reforma militar, las autonomías regionales, el problema obrero y la cuestión religiosa. Azaña se dispuso a resolverlos al frente de un gobierno en el que figuraban socialistas y regionalistas catalanes y gallegos, más su propio pequeño grupo de Acción Republicana. Los radicales de Lerroux se autoexcluyeron, tendiendo a formar bloque con las derechas.

El problema militar se resolvió hasta cierto punto concediendo el retiro con todo el sueldo a los militares que no se sintieran identificados con la República. Era una solución costosa y de discutible eficacia; muchos de aquellos «retirados de Azaña» formaron parte en las filas de los insurrectos de 1936. La reorganización interna consistió en reducir la oficialidad a límites razonables y aumentar la operatividad del ejército.

El problema autonómico suscitó enconadas resistencias; la Constitución preveía la posibilidad de autonomías regionales, aunque no se pronunciaba la palabra federalismo. La cuestión del Estatuto de Cataluña era insoslayable y dio lugar a manifestaciones de gran violencia dentro y fuera del Parlamento. Derechas e izquierdas se habían puesto de acuerdo en Cataluña para votar un proyecto de estatuto de autonomía que en la posterior discusión en las Cortes quedó bastante recortado. Aun así, concedía a Cataluña una amplia autonomía, con un gobierno (Generalitat), Cortes, ingresos propios, concesiones lingüísticas y Tribunal de Casación. En amplios sectores (no sólo en las derechas clásicas) este proyecto se consideró atentatorio a la unidad de España. Los vascos también redactaron su propio estatuto, pero Navarra se descolgó del proyecto, y las reticencias de las izquierdas sobre el carácter derechista y clerical de las fuerzas autonómicas retrasaron su aprobación hasta los comienzos de la guerra civil.

La cuestión religiosa también dio pie a hondas divisiones. Los sectores más razonables del clero comprendían la necesidad de hacer concesiones, y ésta era también la opinión del nuncio Tedeschini y de Pío XII. Pero al frente de la Iglesia española estaba un estrafalario personaje, don Pedro Segura, a quien Alfonso XIII conoció en su visita a las Hurdes, apreció su celo pastoral y no se le ocurrió mejor idea que hacerlo Primado de España, ni a Segura mejor ocasión para expresarle su agradecimiento que en documento público cuando renunció al trono. Segura fue apresado y conducido a la frontera acusado de evadir caudales de la Iglesia.

El tono burdamente anticlerical que predominaba en el Parlamento hacía prever que se declararían disueltas todas las órdenes religiosas. Azaña, en un hábil y larguísimo discurso, logró que sólo se disolviera la Compañía de Jesús; las demás subsistirían aunque con fuertes limitaciones; la más seria, la prohibición de enseñar. La dura Ley de Congregaciones se consideró en los medios derechistas y católicos una victoria de las logias. La masonería, bastante decaída, se había revigorizado tras la implantación de la República. Se corrió la voz de que la condición de masón facilitaba los avances en la carrera política, no sin motivo, pues, constituyendo el 1 por mil de la población adulta de la nación, llegaron a contar con casi la mitad de los diputados. El propio Azaña, aunque sin convicción, juzgó provechoso hacerse iniciar en una logia madrileña. Martínez Barrio, la más reputada autoridad de la masonería española, veía con preocupación esta politización de la Orden sin poder evitarla. ¡Poco imaginaban los arribistas lo cara que pagarían aquellas ventajas!

En el pronunciamiento del general Sanjurjo, ocurrido en agosto de 1932, intervinieron factores diversos: no se consideraba bien remunerado por su actitud, decisiva para el derrocamiento de Alfonso XIII. Ahora, ante la marcha que tomaba el apoyo que le prestó, consideraba que la República había sido un error y se disponía a enmendarlo recurriendo a la clásica cuartelada. Pero sólo un corto número de tropas respondieron a su llamada. Fracasado el intento, fue condenado a muerte, indultado y encerrado en una prisión militar, donde continuó conspirando. Otros conjurados de signo monárquico fueron desterrados a los arenales del Sahara.

La gravedad de los sucesos relatados no iguala, sin embargo, la de los causados por la conflictividad laboral. Continuaban influyendo en todos los países occidentales las consecuencias de la Gran Depresión, pero con mucha menos intensidad en España que en los más industrializados y más dependientes de la coyuntura internacional. El motor de la economía española seguía siendo la agricultura, y precisamente aquellos años iniciales de la República fueron favorables, el paro bajó, los salarios por día trabajado (peonadas) aumentaron hasta cuatro y cinco pesetas. Esto no bastaba para cubrir las demandas de los jornaleros, que ligaban la idea de la República a la revolución social y el reparto de tierras. Hubo choques sangrientos con la Guardia Civil y la recién creada Guardia de Asalto; el más sonado, el que ocurrió en el lugarejo de Casas Viejas (Cádiz), donde un grupo de anarcosindicalistas se defendieron en sus pobres viviendas hasta el fin. Los supervivientes fueron objeto de represalias atroces. Azaña, mal informado, declaró en el Congreso, antes de conocer los resultados de una comisión investigadora, que en Casas Viejas había pasado «lo que tenía que pasar». Ningún otro suceso le perjudicó tanto ni contribuyó tan directamente a su fracaso como gobernante.

Incluso los más apasionados de su pensamiento político coinciden en que Azaña tenía escasa sensibilidad para los temas sociales. Pero la culpa no era de él solo, sino de su partido, basado en una burguesía liberal muy celosa del derecho de propiedad y cercana del modelo del radicalismo francés. La discusión de la Ley de Reforma Agraria duró más de un año, plazo que consideraban excesivamente largo los que llevaban esperando siglos. Los técnicos aseguraban que un trabajo bien hecho, tanto desde los puntos de vista económicos como jurídicos, tenía que ser detenido. Se trataba de repartir latifundios, pero ¿qué es un latifundio?, ¿qué indemnización se dará al propietario?, ¿cuál será el destino de las tierras expropiadas? Los campesinos veían entonces la posesión individual de la tierra como el ideal, la tan esperada hora del reparto. Los socialistas preferían que el dominio eminente fuera estatal y que la explotación se encomendara a sindicatos campesinos. «En esta discusión llegaron los perros (…)». La represión de los implicados en el complot de agosto de 1932 facilitó algo las cosas, a costa de atropellar las leyes; se decretó la expropiación sin indemnización de las tierras pertenecientes a los grandes de España, una medida de represión política sin base legal. A pesar de todo, cuando cayó el gobierno Azaña (otoño de 1933) se habían asentado poco más de ocho mil familias de campesinos. ¡Eran casi un millón los que esperaban su lote!

La conflictividad social urbana en fábricas, minas y servicios no era menos preocupante. En estos sectores se apreciaba con mayor intensidad la mala coyuntura internacional. La bajada de la peseta favorecía las exportaciones, pero los empresarios rehusaban invertir ante un panorama nada claro. En Cataluña se temía una vuelta al pistolerismo y las huelgas generales; Pestaña y Peyró, dirigentes relativamente moderados de la CNT, cedieron el paso al anarquista Durruti y su Federación Anarquista Ibérica (FAI), que preconizaba la revolución total. En Madrid, Zaragoza, Sevilla, Asturias y País Vasco la tensión era muy fuerte; desde 1932 a 1933 el número de huelgas se triplicó y aumentó mucho la violencia contra los patronos y los esquiroles. La finalidad inmediata de casi todas las huelgas era obtener un salario más elevado; el tope se situaba en 10-12 pesetas diarias. La jornada de ocho horas estaba ya prácticamente adquirida, pero sólo se cobraba por día trabajado y aún no existían la mayoría de los servicios sociales de los que hoy disfrutamos.

Don Niceto Alcalá Zamora se regocijaba del desgaste del gobierno Azaña; todo lo separaba de aquel hombre: el temperamento, las ideas, la carrera política y los ideales para el futuro. Don Niceto había sido elegido miembro de la Academia Española y aportaba a las sesiones fichas con palabras y acepciones nuevas, algo que a Azaña le tenía sin cuidado. De Lerroux también lo separaba todo y, sin embargo, podría convivir mejor con el viejo y corrupto ex emperador del Paralelo. Alardeaba don Niceto de una moral rigurosa; la República había reducido a dos los diez millones de pesetas que la Hacienda monárquica atribuía, en calidad de lista civil, al Jefe del Estado. Don Niceto ahorraba de esa cantidad y periódicamente informaba a la prensa de las devoluciones que efectuaba a la Hacienda.

Don Niceto estaba molesto por el giro que había seguido la República; ni como católico ni como terrateniente había respondido a lo que él deseaba, a lo que había prometido a sus electores. Por eso tuvo una gran satisfacción, aprovechando el desgaste del social-azañismo, para declarar disueltas las Cortes y encargar a los radicales la elección de otras nuevas. Las elecciones de noviembre de 1933 dieron un triunfo, no abultado pero claro, a las derechas. Los perdedores trataron de paliar el desastre distinguiendo entre derechas, centro o izquierdas, pero esto sólo eran artificios contables; había derechas y extremas derechas, izquierdas y extremas izquierdas, pero el centrismo era una entelequia. Las sorpresas fueron muchas: en Cataluña, la Lliga (formación no centrista, sino típicamente derechista) batió limpiamente a la Esquerra. En Asturias, los votos socialistas de los centros fabriles y mineros fueron superados ampliamente por el voto rural que representaba los prados, las vacas y la sidra. Sorprendió a muchos la derrota de la izquierda en la Andalucía latifundista, que se achacó a la consigna de abstención dada por los anarquistas. Se le reprocha también a los socialistas el retraso de la reforma agraria y la Ley de Términos Municipales que impedía colocar trabajadores de otros pueblos, mientras no se hubiera agotado el cupo de los propios. La participación de la mujer por primera vez en las elecciones debió beneficiar a las derechas en los sectores de clase media, no en los obreros, en los que las mujeres no eran menos radicales que los varones.

El vencedor absoluto era José María Gil Robles, profesor salmantino, presidente de la Confederación de Derechas Autónomas (CEDA). Se declaraba republicano, pero su historial y sus maneras no tranquilizaban a los republicanos auténticos. Pertenecía a aquel sector de la derecha que proclamaba en los artículos de El Debate, por la pluma de don Ángel Herrera, la accidentalidad de las formas de gobierno, supeditándolas a los intereses de la religión y la patria. Nada garantizaba que no abandonara la República como había abandonado la Monarquía. Pero había en él actitudes más preocupantes: se hacía aclamar «¡Jefe, jefe!» como los adeptos de Mussolini vociferaban «¡Duce, duce!», y no era ésta la única semejanza entre su actitud y la de los dictadores de otros países europeos. Se comprende que su nombramiento como jefe del gobierno español no se considerara prudente. Un Lerroux envejecido y desacreditado llevaría la responsabilidad, aunque el poder efectivo radicara en Gil Robles.

Hay autores que llaman Bienio negro a esta etapa de gobierno radical-cedista. Parece demasiado truculenta la denominación, a menos que se aplique al tremendo episodio de octubre de 1934. Los pecados de Gil Robles fueron más bien de omisión que de acción. Parecía como si después de haber anhelado el poder no supiera exactamente qué hacer con él. Porque era un programa poco estimulante proclamar una amnistía a los implicados en la conjuración de Sanjurjo, suavizar las relaciones con la Iglesia y suspender la Ley de Términos Municipales, cuando el país necesitaba medidas enérgicas para justificar el cambio de rumbo. Hubo una reacción patronal no bien estudiada, probablemente exagerada, que resultó especialmente nefasta en el ámbito rural. El paso ya cansino de la reforma agraria todavía se hizo más lento, y cuando en el Parlamento se debatía la cuestión de los yunteros de Extremadura y un diputado de la mayoría, al preguntar un diputado socialista qué harían aquellos hombres con su yunta, gritó: «¡Que se la coman!», no tuvo arrestos para declararlo expulsado del partido. Don Manuel Giménez Fernández, ministro de Agricultura, que se había lisonjeado de aplicar las doctrinas social-católicas, dimitió ante la evidente falta de voluntad de su partido por parar la contrarreforma impulsada por empresarios y latifundistas. Gil Robles se disculpó más tarde (¡demasiado tarde!) alegando las resistencias que su política social encontraba en su propio partido.

La inoperancia de la coalición entre la CEDA y los radicales ya llevaba en sí misma su propia sanción en el general desencanto que produciría un cambio de timón en la próxima consulta popular. Pero había en el sector izquierdista gentes que ni querían esperar ni buscar una solución pacífica. Así se fue forjando el ambiente que desembocó en la Revolución de octubre de 1934. Planeada a nivel nacional como huelga general revolucionaria por el partido socialista con alguna participación comunista y anarquista, sólo tuvo consistencia en Asturias, donde tomó la forma de una agresión de tremenda violencia a una población que el año anterior había votado en distinto sentido. Esta «primera batalla de la guerra civil», en palabras de G. Brenan, tuvo como tropas de choque a los mineros; provistos de abundante dinamita y de las armas de la fábrica de cañones de Trubia, los sublevados asaltaron cuarteles de la Guardia Civil, fusilaron civiles, invadieron Oviedo, destruyeron la Cámara Santa y la Universidad. Los refuerzos que llegaban desde Castilla La Vieja eran incapaces de detener aquel ejército revolucionario; por eso Gil Robles ordenó el envío de unidades del ejército de Marruecos, regulares y legionarios, lo que dio a la contienda un sesgo aún más feroz. Dos semanas duró la lucha. Nunca ha podido hacerse el recuento exacto de las bajas, sólo se sabe que los muertos fueron centenares, miles los heridos y miles también los detenidos, entre ellos Largo Caballero; Prieto, que inexplicablemente se había implicado en esta descabellada intentona, consiguió huir.

Al mismo tiempo, pero por razones distintas, se desarrollaba otro episodio revolucionario en Cataluña. Lluís Companys, que había sucedido a Maciá como presidente de la Generalitat, proclamó el «Estado catalán dentro de la República Federal Española». Pero las masas obreras permanecieron quietas y bastaron unos disparos de cañón para provocar la rendición de los sublevados. El catalanismo puro tenía muchos votantes, pero pocos militantes.

La sensación de que el gobierno había triunfado duró poco. Era capaz de reprimir, pero no de crear, mucho menos de ilusionar, y los radicales aparecían cada vez más como un lastre. Fue don Niceto, que quizás se creía maquiavélico cuando estaba labrando su propia tumba, quien transmitió al gobierno la queja de un súbdito alemán a quien personajes próximos a Lerroux estaban extorsionando con la esperanza de que le autorizarían el funcionamiento de un aparato de juego de ruleta llamada estraperlo. El escándalo fue el comienzo del fin para los radicales. Recayó el gobierno en un político gallego de segunda fila, don Manuel Portela Valladares, a quien don Niceto pensaba manejar; su plan recordaba el más viejo estilo caciquil: formar un encasillado en el que predominaran candidatos moderados; como si pudieran fabricarse elecciones desde el Ministerio de la Gobernación igual que sucedía antes de la Dictadura. El plan fracasó y las elecciones, celebradas en un clima de gran crispación, dieron unos resultados tan alejados de lo que pretendía Portela que insistió en dimitir en el acto.

Sin embargo, los resultados de aquellas trascendentales elecciones de febrero de 1936 no eran muy distintos de los registrados en las anteriores; la mayoría de los electores votó lo que había votado antes, pero los anarcosindicalistas esta vez no se abstuvieron, y aunque su aportación no llegaba al millón de votos bastaron a desnivelar la balanza; en Cataluña volvió a ganar la Esquerra, en Andalucía ganó el Frente Popular y también, por pequeño margen, en Madrid.

Para mejor comprensión de este panorama electoral hay que tener presente que dos grandes partidos se habían roto ante la presión de los acontecimientos: Martínez Barrio se había separado de Lerroux, descontento por su política de alianza con Gil Robles, y había fundado partido propio. El partido socialista no se había escindido legalmente, pero las diferencias entre el sector de Prieto, pragmático y moderado, y el de Largo Caballero, radical y procomunista, se habían ahondado de tal forma que se combatían incluso llegando a la agresión personal. Las alianzas electorales variaban según las regiones, pero había dos referentes principales: el Frente Popular era una coalición muy amplia que tenía como base el partido socialista, mientras las derechas, muy divididas, formaban alianzas ocasionales. El resultado en votos mostraba un país dividido en dos de forma casi matemática; según Tuñón de Lara, las izquierdas obtuvieron 4 645 116 votos; las derechas, 4 503 524, y el centro medio millón. Pero las particularidades de la ley electoral, que primaba a los vencedores, hicieron que este empate no se correspondiera con el reparto de escaños, netamente favorable a las izquierdas.

A un país dividido en dos mitades debería corresponder o un gobierno de coalición o el gobierno de una mitad en consenso con la otra mitad. Pero no era ése el clima que predominaba en la primavera de 1936; la masa no era extremista, pero había sectores muy violentos en ambos bandos; era la hora de las venganzas, de las revanchas, y cuando un gobierno (el que formó Casares Quiroga) se declara beligerante contra sus adversarios puede temerse lo peor. Todo fue esperpéntico en aquel semestre rojo que siguió al bienio negro, desde la huida de Portela y otros que se sentían amenazados hasta la forma de destituir al presidente de la República; porque Alcalá Zamora había tenido la habilidad de hacerse odiar por todos; su renuncia o destitución sería consecuencia de su manera caciquil de conducirse, pero elegir como motivo de la destitución que no debió pronunciar la disolución de las Cortes, cuando las izquierdas la venían reclamando y le debían su triunfo es el colmo de la incongruencia.

La sustitución de Alcalá Zamora por Azaña resultaba además nefasta, porque retiraba de la política activa a un hombre que todavía conservaba prestigio y una visión clara de la realidad; pero para don Manuel, cansado de la política activa, desengañado, pesimista, era una tentación refugiarse en sus soliloquios y ver los toros desde la barrera del Palacio de Oriente. Debió tener, por lo menos, más acierto al elegir presidente del gobierno, porque Casares Quiroga, miembro de un partido regionalista gallego (ORCA), ni dominó la situación ni se enteró de la conspiración militar que desembocó en la guerra civil.

Otros personajes habían aparecido entre tanto en escena. La Falange Española no era más que un grupúsculo que obtuvo pobrísimos resultados en las urnas, pero José Antonio Primo de Rivera tenía cultura, energía y vocación de entrega a la política en una coyuntura en la que sabía que podía dejarse la piel; Francisco Franco todavía no era conocido como posible figura política, pero sus relaciones con Gil Robles y sus gestiones con Portela para que hiciera caso omiso del resultado de las elecciones y proclamara el estado de guerra demuestran que ya estaba muy implicado en la política activa.

La conflictividad era muy variada: rural y urbana; económica e ideológica (incluyendo grandes dosis de anticlericalismo). Había huelgas y lo contrario: el trabajo ejecutado sin permiso del dueño y del que se pasaba factura. El gobierno creía disminuir la tensión con una censura que nada resolvía, porque los hechos eran patentes. Como el sector más conflictivo era el agrario, en especial en todo el Sur y Sudeste, el gobierno tomó dos medidas básicas: evitar a toda costa enfrentamientos con la fuerza pública que pudieran causar derramamiento de sangre; pasara lo que pasara no debía haber otro Casas Viejas. En segundo lugar, acelerar los asentamientos de jornaleros reduciendo al mínimo los trámites.

Los proyectos para hacerse con el poder por medios violentos menudeaban en ambos campos. Las juventudes socialistas se entrenaban militarmente. Primo de Rivera contrató pistoleros. Los carlistas, muy disminuidos en Vizcaya y Guipúzcoa por la competencia nacionalista, tenían todavía masas aguerridas en Navarra y Álava. No se ha demostrado que hubiera una trama organizada de las izquierdas más radicales para hacerse con el poder. Por parte de las derechas sí había dos, una monárquica, que confiaba obtener el apoyo de Mussolini, y otra militar, cuyos hilos tejía el general Emilio Mola desde su puesto de gobernador militar de Pamplona. He dicho «por parte de las derechas» y no sé si la expresión es exacta, porque en la conspiración había de todo: monárquicos y republicanos, católicos y masones. Generales como Aranda, Cabanellas o Queipo de Llano de ninguna manera cabían en la rúbrica derechas; unos conspiraban por motivos personales, otros porque creían que la marcha de los acontecimientos ponía en peligro al ejército como unidad corporativa, y otros estaban convencidos de que España se estaba deslizando hacia la anarquía; opinión compartida por muchos viejos y auténticos republicanos. Caro Baroja refiere que Portela dijo a su tío poco antes de las elecciones: «Si las ganan las derechas la República durará algo. Si ganan las izquierdas cuente usted con su fin». Y ya terminada la guerra, en julio de 1939, escribía Prieto a Negrín: «Pocos españoles de la actual generación están libres de culpa por la infinita desdicha en que han sumido a su patria. De los que hemos actuado en política, ninguno».

Suele citarse el asesinato de Calvo Sotelo por Guardias de Asalto como desencadenante de la sublevación; en realidad, ya estaba todo previsto; se contaba con fallos, pero no con que fueran tantos y tan grandes; la sublevación triunfó en ciudades donde los conjurados tenían pocas esperanzas de éxito y fracasó en otras donde se daban circunstancias propicias para el triunfo. Un hado adverso quiso que la conspiración reuniera las condiciones necesarias y suficientes para transformar el previsto golpe de Estado en guerra civil; si el pronunciamiento hubiera triunfado en Madrid o en Barcelona todo se hubiera resuelto en un día o en pocos días; si hubiera fracasado en Sevilla, todo el artilugio conspiratorio se hubiera hundido, porque la intervención del ejército de África era la pieza clave del plan.

Los autores de ese plan sabían que era aventurado; aunque descuidado e incompetente, el gobierno había tomado algunas precauciones: había colocado hombres que le parecían seguros en los altos puestos de mando; había multiplicado los permisos a la tropa, de forma que en julio de 1936 los cuarteles estaban casi vacíos. No se contaba con los aviadores. La Marina estaba más dividida, pero, en conjunto, si entre la oficialidad había muchos favorables a los insurrectos, la marinería era francamente hostil. Luego estaba el enigma del comportamiento de la Guardia Civil y los Guardias de Asalto. Fueron muy diversos y no podían preverse a priori. Pero lo que más distinguía el movimiento proyectado del pronunciamiento clásico era la actitud de las masas; si el gobierno les distribuía armas serían miles de hombres fuera de control. Por eso. Mola avisaba que el alzamiento previsto debía ser duro, inexorable. El terror como medio de intimidación fue, desde el primer momento, una reacción habitual y ya muy experimentada en las fuerzas gubernamentales y una táctica premeditada en las insurrectas. Pero ninguna previsión podía imaginar el grado de horror que alcanzaría.

La sublevación comenzó el 17 de julio en Marruecos, se extendió a la Península el 18 y durante varios días se sucedieron las vicisitudes, los cambios de mano, conquista y reconquista de ciudades de uno y otro bando. Cuando la situación se estabilizó hasta cierto punto, cuando pudo hacerse un balance y bosquejar unas fronteras, se advirtió: primero, el mapa era resultado de un forcejeo, no respondía a realidades humanas; había comarcas muy derechistas en mano de rojos (por ejemplo, el Maestrazgo) y viceversa. Segundo, la zona gubernamental era más amplia, poblada e industrial que la nacional, argumento que esgrimía Prieto por las ondas de la radio como garantía de victoria. Las grandes ciudades, las grandes industrias, el oro del Banco de España, estaban en poder del gobierno. Los sublevados (prescindiendo de los territorios insulares) formaban dos áreas: una al norte (Castilla-León y Galicia), extensa, pero asediada; en Aragón, los nacionales retrocedían hacia Zaragoza empujados por las columnas anarquistas catalanas. En el norte tenía que hacer frente a los focos vascos y asturianos. En el sur la progresión hacia Madrid había quedado detenida en Somosierra y el Alto del León.

El otro bloque, al sur, era más pequeño, pero más dinámico; aplastados los intentos de resistencia del proletariado urbano en Sevilla, de los mineros de Riotinto y de algunos campesinos, Queipo de Llano hacía la primera demostración de la eficacia de la propaganda radiofónica como arma de guerra. No todo era pura jactancia en las palabras de Queipo: por el Estrecho estaba pasando poco a poco el ejército colonial, los recursos alimenticios del Valle Bélico crearían allí un oasis de bienestar y las fábricas de armamento de Sevilla fueron una fuente de aprovisionamiento de municiones para el ejército del norte, que hasta la conquista de Bilbao carecía de suministro propio. Era vital por eso para los mandos nacionales reunir ambas zonas, pero el inicial control del Estrecho por la escuadra gubernamental retrasó el paso del ejército de África. Si el 25 de julio hubieran estado reunidos en Sevilla los treinta mil hombres del ejército marroquí podrían haber avanzado por Córdoba hacia Madrid y resolver la guerra en pocos días. En vez de eso dicho ejército fue llegando por pequeños paquetes, en aviones proporcionados por Mussolini, y una vez en España se desmenuzó en pequeños contingentes, enviando moros y legionarios a levantar la decaída moral de Valladolid, otros a aliviar la presión de los mineros sobre Oviedo, y cuando se organizaron las columnas no se atrevieron a marchar en línea recta por terreno enemigo sin cubrir los flancos, sino que en una operación cautelosa, muy acorde con el espíritu minucioso de Franco, avanzó por el oeste, apoyando el flanco izquierdo en la frontera de un Portugal amistoso. Tras muy sangrientas batallas en Mérida y Badajoz llegaron a Talavera de la Reina el 3 de septiembre, enlazando con las tropas de Mola. Desde allí la progresión se hizo todavía más lenta; defendiendo el flanco derecho con el Tajo, las columnas se desvían hacia Toledo (donde resistía el Alcázar) por motivos más bien propagandísticos que militares. Llegaron las columnas franquistas a las afueras de Madrid el 1 de noviembre. ¡Habían tardado tres meses en recorrer la distancia que los separaba de Sevilla! En esos tres meses el gobierno de la República había tenido tiempo de rehacerse, introducir un poco de orden en sus filas y recibir ayuda internacional. Otro posible desenlace rápido se desvaneció cuando el CTP (Cuerpo de Tropas Voluntarias) italiano, tras la fácil conquista de Málaga, intentó un avance rápido en dirección a Guadalajara para enlazar con otra ofensiva franquista desde el Jarama hacia el este. Las dos operaciones fracasaron y la caída de Madrid, que Franco asociaba, sin demasiados motivos, con el fin de la guerra, se aplazó por tiempo indefinido. Lo que se había proyectado como golpe de Estado fulminante se transformó en guerra, larga y costosa.

Hubo otra ocasión de acelerar el fin de la guerra cuando, en la primavera de 1938, tras la caída del frente del norte, los nacionales avanzaron por el frente de Aragón hasta Lérida. Hubiera sido posible continuar el avance hasta Barcelona, pero se impuso un criterio de prudencia porque existía el peligro de una intervención francesa en favor del gobierno Negrín, y la ofensiva nacionalista, aunque consiguió aislar Cataluña, patinó en las montañas del Maestrazgo sin conseguir llegar a Valencia. Esta falsa maniobra fue consecuencia de los condicionamientos que la política internacional imponía a los combatientes de los dos bandos.

En 1936 la Alemania de Hitler no sólo había avanzado mucho en su rearme, sino en la formulación de una nueva estrategia basada en la utilización de aviones y tanques, mientras Francia pensaba en una guerra al antiguo estilo y confiaba en la Línea Maginot. El gobierno francés de Frente Popular encabezado por el socialista León Blum deseaba ayudar a sus correligionarios de España, pero su capacidad armamentística no alcanzaba ni de lejos a la de Alemania. Además, Hitler contaba con el apoyo incondicional de Mussolini, mientras que los marxistas franceses sólo a regañadientes eran sostenidos por los conservadores británicos, dispuestos a hacer sacrificios para evitar la guerra. Al fondo estaba la gran incógnita, la Rusia de Stalin, a la que no se quería de ninguna manera dar ocasión para que se inmiscuyera en los asuntos del Mediterráneo. Del choque de estas opuestas tendencias surgió un punto muerto: la No Intervención, que significaba el fracaso rotundo de la tendencia a la resolución pacífica de los conflictos, la aceptación egoísta del sacrificio de un pueblo en aras de los intereses de las grandes potencias. El grado de cumplimiento de la No Intervención fue variado y, en general, deficiente, tanto en cuanto al suministro de hombres como de material. Italia fue la primera en intervenir ayudando a los franquistas a controlar el Estrecho y estorbando el desembarco de tropas catalanas en Mallorca. No era un secreto que los italianos aspiraban a reforzar su posición en el Mediterráneo como consecuencia de la guerra y que los alemanes tenían también planes sobre las Canarias.

Después de vacilaciones iniciales Mussolini se comprometió a fondo con la causa franquista; le iba en ello su prestigio, sobre todo después del revés de Guadalajara. En total envió unos cincuenta mil hombres, pero más decisivos fueron los dos mil cañones, la mayoría viejos, pero con una potencia de fuego terrible, como se evidenció en la fase final de la campaña de Cataluña. Alemania envió pocos hombres, pero seleccionados, especialistas en tanques y los aviadores de la Legión Cóndor.

Los países amigos del Frente Popular enviaron una cantidad equivalente de hombres y material. Sin los ratas soviéticos el dominio del aire por los aparatos italianos y alemanes se hubiera hecho abrumador. Fue Rusia la que aportó a los republicanos la mayoría del material bélico del que tenían necesidad; pagado, eso sí, a precio de oro; de aquella reserva de oro que se había ido acumulando en el Banco de España a lo largo de muchos años. La aportación humana se concretó en las Brigadas Internacionales sobre las que existe copiosa documentación, renovada en los últimos años por la apertura de los archivos soviéticos. Se confirma el predominio del comunismo en su reclutamiento y dirección, pero hubo también muchos aventureros e idealistas en sus filas. La guerra siempre pone de relieve lo mejor y lo peor del ser humano.

La contienda española apasionó y dividió a la opinión mundial, que proyectaba sobre el conflicto español sus propios problemas y desgarraduras. En general, los partidos derechistas y los católicos sentían simpatías por los sublevados, pero esto sólo puede afirmarse con muchas reticencias y excepciones, como lo muestra la división de los católicos franceses. El propio papa Pío XI era víctima de sentimientos encontrados; sentía el dolor de la Iglesia española tan salvajemente atacada y a la vez desconfiaba de la ideología nazi-fascista que se estaba introduciendo en España y cuyas raíces anticristianas conocía por experiencia propia. Para la Unión Soviética la guerra de España fue una oportunidad para aflojar el cerco exterior y adquirir cierto barniz democrático a los ojos de los mal informados, pues precisamente la guerra de España coincidió con las más terribles purgas del régimen estalinista. Es posible que muchos de los asistentes al II Congreso Internacional de Intelectuales reunido en Valencia en 1937 ignorara o tuviera un conocimiento incompleto de estos hechos, pero resulta imperdonable que se vilipendiara a Gide por haber expresado una moderada crítica en Retour de l’URSS. La única excusa que podrían alegar Negrín y sus seguidores es que Rusia era el aliado más seguro de la República española. Así lo manifestó más tarde refiriéndose a la «odiosa servidumbre» a que tuvo que someterse. En mayo de 1938 enunció trece puntos como bases de una paz sin vencedores ni vencidos; en febrero de 1939, cuando ya la suerte de la República estaba jugada y perdida, redujo los trece puntos sólo a tres: independencia de España, autodeterminación de los españoles en cuanto a su futuro y compromiso por ambas partes de renunciar a represalias. Unas intenciones muy nobles, pero carentes de realismo. La única manera de evitar represalias hubiera sido una ocupación internacional por tiempo indefinido. Igualmente ilusorio era su plan de continuar la lucha en la zona centro, tras la caída de Cataluña, en espera de la conflagración inminente. Azaña y Martínez Barrio, refugiados en Francia, se negaron a secundar el plan con toda razón, como mostró la experiencia. ¿Qué hubiera ocurrido si al llegar las Panzerdivisionen a Hendaya hubiera gobernado en España un régimen hostil al Eje?

No por desplome súbito, sino por sus pasos contados, por un proceso de continuo deterioro, la situación de la Segunda República, que en agosto de 1936, estabilizados ya los frentes, parecía no sólo defendible, sino técnicamente ventajosa, sufrió grandes reveses en el verano de 1937, quedó en posición de inferioridad tras el aislamiento de Cataluña en 1938 y acabó en desastre a principios de 1939. Las causas son conocidas y pueden resumirse en dos: insuficiente apoyo externo y falta de unidad interna. La República recibió ayudas, pero fueron más eficaces aquéllas de las que se benefició Franco. Hizo un esfuerzo por superar la anarquía inicial, consiguió construir un ejército eficiente, pero sus gobiernos carecieron de la férrea autoridad que tuvo el de Francisco Franco. La disidencia interna más importante era la que separaba a falangistas y tradicionalistas. El Decreto de Unificación fue pura fachada: falangistas y roquetes seguían divididos; casi el único que usaba a la vez la camisa azul y la boina roja era Franco, pero a efectos prácticos, a efectos militares la unidad de mando se cumplió sin consentir la menor transgresión. ¡Qué contraste con lo que ocurría en la zona republicana!, divisiones, tensiones que al fin desembocaron en las sangrientas jornadas de mayo de 1937 en Barcelona que significaron la destrucción de la CNT.

No es de extrañar por ello que el último acto de aquella tragedia por parte gubernamental fuera el estallido de una guerra civil dentro de la Guerra Civil: casadistas contra negrinistas, o sea, partidarios de romper con los comunistas, tendencia preconizada por Segismundo Casado, jefe del ejército del Centro, contra el propósito de continuar la resistencia encarnada por el doctor Negrín. La primera postura estaba apoyada por don Julián Besteiro y la mayoría de los oficiales de carrera, confiados en que «entre militares nos entenderemos mejor», lo que revela un total desconocimiento de la mentalidad de los vencedores, en los que no cabía un átomo de generosidad con los vencidos, como lo demostraron exigiendo a los casadistas, una vez eliminados los comunistas, la rendición incondicional. El mismo criterio inhumano se aplicó a Besteiro, muerto poco tiempo después en la prisión de Carmena sin consideración a los servicios que había prestado a la causa de la paz.

Motivos de disensión fueron también, dentro del bando republicano, las querellas nacionalistas, apaciguadas, pero no extintas, por la lucha contra el enemigo común. La instalación del gobierno central en Barcelona relegó a segundo plano la autoridad de la Generalitat de Cataluña. Su presidente, Lluís Companys, fugitivo tras la ocupación militar en la última etapa de la guerra, fue extraditado por las autoridades parisinas sometidas a Hitler y fusilado en el castillo de Montjuich en octubre de 1940. La autonomía vasca, concedida in extremis por las Cortes republicanas, tuvo una fugaz existencia. Aun después de la ocupación del País Vasco por las tropas franquistas, el gobierno republicano tenía interés en mantener una apariencia de colaboración; Negrín incluyó en su gabinete a don Manuel Irujo como ministro de Justicia. Una de las tareas que se propuso fue autorizar el culto católico, lo que suscitaba grandes resistencias entre los más extremistas y también en el propio clero catalán, que no tenía interés en que se propagara la falsa imagen de una libertad religiosa recobrada tras los horrores padecidos. A lo más que se llegó fue a una tolerancia de hecho en la que, como en los primeros tiempos del cristianismo, se decía misa y se celebraban otros actos de culto en lugares escondidos ya conocidos por los fieles.

La persecución a la Iglesia fue, aparte de una atrocidad, un tremendo error, y de los que más perjudicaron a la causa republicana. A pesar de las leyes sobre laicización del Estado hubiera podido llegarse a un acuerdo, pero la intransigencia y el maximalismo ya reflejados en algunos artículos de la Constitución republicana se convirtieron en persecución abierta desde los primeros días del nuevo régimen. No esperaron a ver qué actitud tomaba la Iglesia ante el pronunciamiento; desde el 18 de julio los hostigamientos y agresiones tan frecuentes desde las elecciones de febrero, se convirtieron en persecución abierta, y tan encarnizada que más de una vez un angustiado alcalde o gobernador civil esperaba en balde la llegada de auxilios porque los auxiliadores estaban muy ocupados quemando iglesias. El paroxismo del odio pertenecía a los anarcosindicalistas, y como en los primeros tiempos su influencia en Cataluña era total, allí se dieron casos increíbles; el arzobispo de Tarragona, Vidal i Barraquer, debió su vida a la intervención de Companys, pero Ventura Gassols, a pesar de ser consejero de Cultura de la Generalitat, tuvo que huir por proteger a católicos. Lo mismo le ocurrió a Carrasco i Formiguera, con la agravante de que los nacionales lo apresaron cuando se dirigía a Vizcaya, todavía en poder de los bizcaitarras, y lo fusilaron a pesar de que el mismo Papa solicitó su indulto.

Parece imposible llevar más allá el odio, y los esfuerzos hechos por una y otra parte para acercar posturas fueron baldíos; la propaganda republicana, que aprovechó con tanta habilidad episodios como los de Guernica y el fusilamiento de García Lorca, fracasó al querer explicar al extranjero lo que sucedía en España. Al decir que el monasterio de El Escorial se encontraba «en perfecto estado a pesar de la proximidad del frente», callando que sus moradores habían sido asesinados, al poner como ejemplo de tolerancia que en plena guerra la Junta para la Ampliación de Estudios editaba un texto visigodo sobre la Virgen María, es lógico que pensaran: «¿Esto es todo lo que podéis alegar?».

En el bando opuesto también hay mucho que señalar y criticar, singularmente la pastoral colectiva del episcopado español de 1 de julio de 1937 calificando de Cruzada la guerra que dirigía Franco. Una pastoral desafortunada, tanto por la doctrina como por las consecuencias, aunque puede alegarse en descargo de los autores las circunstancias espantosas en que entonces vivía la Iglesia española. No tienen razón los que hoy exigen a la Iglesia que pida perdón por ello; no tienen razón porque no es lógico que las víctimas pidan perdón a los verdugos. Es sobre su conducta en la época posterior, durante el franquismo, cuando la Iglesia española tiene muchas explicaciones que dar y muchas cosas de qué arrepentirse.

Como en 1808, los acontecimientos de 1936 pueden calificarse de «Guerra y Revolución». Muy señaladamente en la zona republicana, y también acerca de este punto, hubo y sigue habiendo polémica. Los anarcosindicalistas no querían que las hostilidades se utilizaran como pretexto para aplazar la revolución social. Los demás partidos no eran de la misma opinión; incluso los comunistas pensaban que había primero que ganar la guerra. Se llegó así a una situación compleja; hubo en la zona republicana ciudades y comarcas en las que las relaciones de producción se alteraron poco y otras en las que se produjeron cambios revolucionarios. Muchas industrias pequeñas, familiares, siguieron funcionando sin cambios. En las empresas importantes los sindicatos obreros sustituyeron al empresario huido o muerto. En otros casos se les asignó un puesto directivo, pero casi siempre se registró una baja en la producción.

En el sector agrario fue donde se registraron los cambios más revolucionarios: las colectivizaciones agrarias llegaron a sumar cinco millones y medio de hectáreas, casi la mitad del suelo cultivable; la mayoría regidas por la CNT, FAI, pero muchas también por la UGT. En principio, el ingreso en la colectividad era voluntario, pero fueron muchos los casos de adscripción violenta. Hubo al principio un entusiasmo seguido de una desilusión, una baja de productividad y un distanciamiento con el gobierno que culminó con la disolución de las comunas agrarias creadas y regidas por los anarquistas en Aragón. Al terminar la guerra el experimento podía darse por fracasado. En la zona franquista la rigurosa disciplina y la prohibición de huelgas impulsaron la producción, y éste fue otro factor nada despreciable de su victoria militar.

Aunque en la guerra de España se probaron nuevas armas, en conjunto fue una guerra antigua, más parecida a la Primera que a la Segunda Guerra Mundial, incluso por el desnivel entre las víctimas en el frente y en la retaguardia. Aunque hubo algunos bombardeos impresionantes de ciudades que sufrieron mucho (Madrid, Barcelona, Guernica) y también asedios durísimos (Oviedo, Teruel, Belchite), la mayoría de las bajas de guerra, las bajas de militares, lo fueron en el frente: algo más de ciento cuarenta mil, bastantes de ellas de extranjeros, voluntarios en uno y otro bando. Pero hubo una cantidad de bajas por represión política que en conjunto debieron igualar o superar esta cifra.

Es ingrato este tema de las víctimas civiles por motivos políticos, sociales, religiosos. No raras veces por motivos personales. Es, repito, un tema ingrato, pero imposible de silenciar, porque es el componente más atroz de la guerra civil. Los cálculos que se han venido haciendo son muy dispares y en parte reflejan no sólo la insuficiencia de las fuentes, sino la fuerte carga ideológica del tema, la mezcla y la imprecisión de los conceptos. Los prisioneros fusilados en la plaza de toros de Badajoz en 1936, los guerrilleros muertos después de 1939, ¿pueden computarse como bajas de guerra o como represaliados? Últimamente se están haciendo investigaciones serias que, si no resuelven el problema, nos acercan a su solución; los trabajos coordinados por Santos Juliá en Víctimas de la Guerra Civil corrigen las cifras de Salas Larrazábal y proponen, para 24 provincias; un total de 72 527 víctimas de la represión franquista y 37 843 para la republicana (22 provincias). Propone dicho autor duplicar las cifras para calcular la de toda España, pero teniendo en cuenta que entre las provincias investigadas se cuentan las de mayor población (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, etc.), me parece más lógico un incremento del 40 ó 50 por ciento, en cuya hipótesis habría habido 108 000 ejecuciones imputables a los franquistas y 57 000 a los gubernamentales. Diferencia lógica, por otra parte, pues la represión franquista se extendió a toda España y duró hasta bastantes años después de terminada la contienda.