EL REINADO DE ALFONSO XIII
En el Antiguo Régimen los cambios de reinado eran acogidos con esperanzas de cambio a mejor y se acrecentaba la tendencia a planificar, aconsejar, contribuir a la mejora de la nación. Todavía en el siglo XIX el advenimiento de Femando VII y luego el de Isabel II fueron acompañados de pronósticos venturosos que no se cumplieron; quizás por eso la proclamación de Alfonso XII y luego de su hijo no suscitaron demasiado interés; la literatura regeneracionista no estuvo ligada a cambios en la cúpula del poder. La proclamación de la mayoría de edad de Alfonso XIII (1902) no tuvo consecuencias apreciables en la marcha de los acontecimientos, aunque el joven rey, un muchachito consentido, rodeado de una aduladora servidumbre palatina con aires de camarilla, quería intervenir en la vida política algo más de lo que le permitía el marco constitucional. Estaba animado de las mejores intenciones, pero no tenía ni los poderes ni las cualidades necesarias para dominar las tendencias que corroían el edificio levantado por el canovismo y para el que no se veía ninguna alternativa. Mirando en conjunto aquel reinado, y a pesar de que hubo momentos brillantes y avances innegables, se nos aparece como un plano inclinado que condujo al régimen hacia su traumático final.
No había paralelismo entre este modelo y el que prevalecía en Europa; la Europa de 1900 en parte era producto de las guerras napoleónicas, pero más directamente de las revoluciones de 1848 y la guerra francoprusiana. Era una Europa en plena expansión económica y científica, pero muy dominada por los nacionalismos, las rivalidades nacionales y un militarismo que esombrecía el horizonte y dedicaba una gran parte de los recursos de los Estados a una futura guerra que se consideraba inevitable. La fundación del Imperio alemán había despertado temores que Bismarck trató de disipar; renunció a nuevas conquistas; se aseguró la alianza de Austria y de Italia sin romper la amistad con Rusia y puso empeño en mantener buenas relaciones con Inglaterra. Los acuerdos de Berlín regularon las apetencias colonialistas sobre el continente africano. América no figuraba políticamente en los planes bismarckianos. Guillermo II, soberano impulsivo, sin programa definido, al adoptar un gran programa de expansión naval se enajenó la amistad de Inglaterra, y al apoyar las ambiciones balcánicas de Austria se indispuso con Rusia. En cambio, la Francia vencida tejía con gran habilidad el cerco diplomático de Alemania. Sin que en ninguna de las partes implicadas hubiera una voluntad de guerra, por el juego de las alianzas, por el sometimiento de los gobiernos a unos planes militares elaborados por los Estados Mayores sin atender las realidades políticas, se estaba forjando la Guerra Europea pero no fue el choque instantáneo previsto, sino una interminable guerra de desgaste; cuatro años que cambiaron Europa y pusieron fin a la Belle Époque, a la fase final del «largo siglo XIX».
En nada coincide este esquema con el desarrollo histórico de la España de Alfonso XIII, aunque sufriera sus consecuencias. España aparecía como una potencia marginal y secundaria que no tenía ni la capacidad ni la voluntad necesarias para intervenir con voz propia en lo que solía llamarse «concierto europeo». Cuando en 1900 las potencias europeas enviaron una fuerza militar conjunta a China, donde había estallado el movimiento xenófobo de los boxers, España no participó. En cambio, París atraía a literatos y artistas españoles; el anticlericalismo militante de la Francia de 1900 encontró aquí bastante eco. Alemania atraía a los conservadores, a los científicos, a los melómanos. Persistían hábitos germánicos en las corrientes derivadas del krausismo. Pero en España no interesaba la alta política, ni la diplomacia secreta de las cancillerías que acabaron llevando a Europa al desastre; por razones de vecindad y por la existencia de un «problema del Estrecho» se acordó buscar para el joven rey una novia inglesa; España tuvo una participación en el tratado de Algeciras, que demostró el creciente aislamiento de Alemania en el plano internacional. Pero en este terreno de la política internacional España no tenía ni la voluntad ni los medios de desempeñar un papel destacado.
Respondiendo a las críticas de la dictadura de Primo de Rivera, el conde de Romanones escribió un libro en el que defendía el patriotismo de los «viejos políticos» y su obra de gobierno. Las cifras que cita y que reflejan los progresos materiales de España en la etapa de la Restauración son exactas; España aumentó su riqueza en términos absolutos, pero ¿acortó distancias en una Europa en plena expansión? Es dudoso; por lo pronto el crecimiento demográfico era lento; los 18,5 millones de habitantes de 1900 rozaban a duras penas los 20 diez años después, no por deficiente natalidad, que (salvo en Cataluña) era alta, sino por unas elevadas tasas de mortalidad, producto de la deficiente alimentación de las clases populares y de unas condiciones higiénicas deplorables. El incremento de la emigración en los primeros años del siglo actual es otro dato revelador. A mediados del XIX hubo una importante emigración desde Almería, Murcia y Alicante hacia la región de Oran, recién conquistada por los franceses. La gran estampida europea hacia los Estados Unidos no atrajo a los españoles, que preferían los países de habla hispana, con importantes repercusiones a uno y otro lado del océano; sin el medio millón de españoles que desembarcaron en Buenos Aires y allí se apiñaron sin intentar una verdadera colonización, la huella italiana en la República Argentina hubiera sido predominante. En menores proporciones Brasil, México y Cuba también recibieron contingentes importantes. Los motivos, las circunstancias y los lugares de origen abarcaban un amplio abanico; el jornalero andaluz, extremeño o manchego no podía permitirse el lujo de una travesía costosa; los gallegos y asturianos continuaban una tradición secular, hallaban allá apoyos familiares, algunos regresaron a disfrutar aquí de la fortuna adquirida. En los pueblos de Aragón azotados por la sequía y en las superpobladas huertas levantinas, Francia se ofrecía también como una buena salida; los españoles en Francia, que en 1901 eran sólo 80 000 ascendían a 351 000 en 1931.
Las estadísticas sobre producción y niveles de vida comparados están llenas de trampas insalvables, pero algunas cifras pueden proporcionar una aproximación. La imagen que proporcionan es la de un país que se esfuerza por seguir a los que van en cabeza en Europa en su carrera desenfrenada. En las últimas décadas del XIX la economía de la Europa occidental había crecido a un promedio del 1,4 por ciento anual; España alcanzaba un aceptable 1,1. Pero en 1910 el ingreso medio por habitante era, en Alemania, 35 libras oro por habitante; en Francia, 38; en Inglaterra, 53; en España, 20. Marchábamos al par de las demás naciones, pero el retraso de la primera mitad del XIX no había podido recuperarse.
Mejor que cifras abstractas se obtiene una idea del nivel de vida estudiando los presupuestos familiares; las dos o tres pesetas dianas de un peón, las cuatro o cinco de un trabajador cualificado eran en realidad bastante menos porque sólo se cobraba por día efectivo de trabajo, y aunque un litro de leche costaba diez céntimos y veinte un kilo de pan, sólo bastaban al sustento de una familia dedicando el 50, el 60 y hasta el 70 por ciento de los ingresos a alimentación. La familia del trabajador vivía siempre al borde de la miseria, atenida a la caridad pública o privada en caso de enfermedad o paro y acudiendo, siempre que era posible, a reforzar sus magros ingresos con el trabajo de mujeres e hijos.
A pesar de las oportunidades que les brindaban estas circunstancias no fue nada fácil la tarea de los «redentores sociales»; agrupar y organizar aquellas masas inestables exigió grandes esfuerzos. El Partido Socialista Obrero Español se fundó en Madrid en 1879, en una reunión a la que acudieron 14 tipógrafos, otros tres obreros especializados y cinco intelectuales. Su presidencia la tuvo hasta su muerte el tipógrafo Pablo Iglesias. En 1886 apareció el primer número de El Socialista y se creó en Cataluña la Unión General de Trabajadores, pero no fue en Cataluña, sino en las zonas industriales del norte donde el Partido Socialista arraigó, lentamente; en las primeras elecciones a las que se presentó Pablo Iglesias, el año 1891, en Madrid, sólo obtuvo mil y pico votos. El talante hosco, estrechamente obrerista de aquel socialismo inicial, desanimó a los intelectuales que ensayaron una aproximación; Unamuno, que colaboró entre 1894 y 1896 en el semanario bilbaíno La Lucha de clases, se despidió muy pronto dando un portazo: «Soy socialista convencido (escribía a un amigo) pero los que aquí figuran como tales son intratables: fanáticos necios de Marx, ignorantes, ordenancistas, ciegos a las virtudes de la clase media… Me incomodé cuando les oí la enorme barbaridad de que para ser socialista hay que abrazar el materialismo». A Unamuno, como a Costa y otros intelectuales de fuerte personalidad e independencia, la disciplina partidista les repugnaba; les atraían algunos aspectos del anarquismo, sin llegar a identificarse con ésta ni con ninguna otra tendencia. Con el tiempo las posturas se suavizaron; hubo auténticos intelectuales en el PSOE pero sin que el «obrero intelectual» alcanzara en el partido el relieve que tuvo en otros países europeos.
El individualismo hispano casaba mejor con las tendencias anarquizantes que adquirieron mucha fuerza entre las masas proletarias catalanas y los jornaleros andaluces, sin olvidar su presencia en Zaragoza y otros puntos. El ápice de esta tendencia fue el anarquismo terrorista que en toda Europa causó pavor por los magnicidios acumulados entre uno y otro siglo y que en España se manifestó en atentados como los del Liceo barcelonés y la bomba de Mateo Morral con ocasión de la boda de Alfonso XIII. Las represiones policiales suscitaban represalias: asesinatos de Cánovas y Canalejas. Este furor ciego, patológico, contra lo que los anarquistas consideraban una sociedad injusta eran actos individuales de psicópatas, pero estaban relacionados con estados de ánimo colectivos que también desembocaban en actos de violencia incontrolables como los crímenes de la Mano Negra en Jerez y las terribles luchas sindicales de la Barcelona de los años veinte.
La Restauración había reconocido a los obreros el derecho de huelga, pero dentro de unas normas que no se respetaban; los huelguistas cometían actos de violencia, tenían poca capacidad de resistencia porque sus pobres ahorros se agotaban pronto; si tenían que capitular, la revancha de los empresarios era implacable; aprovechaban la victoria para despedir sin indemnización no sólo a los dirigentes, sino a los obreros más ancianos. Los choques con la Guardia Civil podían resultar mortíferos porque las fuerzas de Orden Público no disponían de más elementos disuasivos que el sable y el fusil; en 1902 un choque con los huelguistas de La Línea se saldó con treinta muertos.
Una cantidad de víctimas igual o mayor se había producido en Riotinto cuando los vecinos se manifestaban contra la emisión de gases sulfurosos que realizaba la empresa británica para beneficiar el cobre. Ocurrió la tragedia el 4 de febrero de 1888 y estaban los liberales en el poder. No se exigieron responsabilidades, no se abrió siquiera un expediente. Los políticos liberales mostraban tan escaso celo como los conservadores por realizar una política de reformas sociales; quizás menos aún. Cánovas coincidía con Bismarck en la necesidad de atajar los progresos del socialismo realizando reformas, aunque la guerra de Cuba y su asesinato le impidieron llevarlas a cabo. En 1900 Silvela promulgó la ley sobre accidentes de trabajo y otra limitando la jornada laboral de los menores. Tres años después las Cortes conservadoras crearon el Instituto de Reformas Sociales y aprobaron la ley sobre el descanso dominical. El papa León XIII había publicado en 1891 la encíclica Rerum Novarum, moderadamente reformista, pero lo suficiente para que ni los partidos de turno ni la propia Iglesia la acogieran con entusiasmo. Los burgueses de cualquier credo o partido veían la salvación del obrero en el sometimiento a la moral tradicional, sobriedad, hábitos de ahorro (!), sociedades de socorros mutuos y, por parte del Estado, la vigilancia sobre la pureza de los alimentos y, a lo sumo, alguna intervención para garantizar un precio máximo del pan.
La conflictividad social se aliaba muchas veces con otro problema que, en principio, nada tenía que ver, el anticlericalismo. Bajo este término se englobaban actitudes muy distintas: desde el agnosticismo respetuoso al odio más exaltado. El famoso artículo 11 de la Constitución canovista marcaba un punto de equidistancia que irritaba a los extremistas de uno y otro signo y que no casaba bien con el vigente Concordato de 1851 que declaraba el carácter católico del Estado y el monopolio eclesiástico de ciertos servicios esenciales; no sólo la enseñanza pública sería religiosa en todos sus grados, sino que se reconocía a los obispos el derecho a inspeccionar su cumplimiento en los centros docentes. Se había desvinculado el registro civil de las certificaciones parroquiales, pero el casamiento religioso era el único reconocido para unos ciudadanos que, en principio, se reputaban católicos: quienes quisieran contraer matrimonio civil debían hacer constar documentalmente su condición de no católicos. Américo Castro recordaba con indignación que para casarse «por lo civil» tuvo que aportar abjuración escrita de la religión católica. Se mantenía el carácter religioso de los cementerios; quienes profesaran otra religión, quienes murieran en circunstancias que acarrearan la excomunión, por ejemplo, los que morían en duelo, debían recibir sepultura en un cementerio civil separado del católico.
Otro punto que el concordato dejaba sin aclarar era el de las órdenes religiosas autorizadas; mencionaba a las de san Vicente de Paúl y san Felipe Neri «y otra orden de las aprobadas por la Santa Sede»; nunca se determinó cuál sería esa tercera. A favor de esa imprecisión pulularon las órdenes antiguas y de nueva creación, con especial dedicación a la enseñanza, lo que tenía un doble resultado, superponer a la enseñanza oficial otra más estrictamente confesional y dotar a dichas órdenes de recursos económicos, no pocas veces con la largueza que revelan las construcciones emprendidas, mientras que el clero secular sólo escasos complementos podía agregar a la dotación oficial.
En tomo al 1900 la extinción de las congregaciones religiosas en Francia, fruto de las pasiones exacerbadas por el «caso Dreyfus», provocó el éxodo a España de comunidades enteras, que se instalaron en antiguos cenobios abandonados, como el de Silos; fue una invasión pacífica que en número no superó algunos centenares y en calidad aportó a la Iglesia hispana un refuerzo nada desdeñable; muy acorde además con la tradición de un país que por haber recorrido muchas veces las vías amargas del exilio estaba moralmente obligado a otorgar una reciprocidad hospitalaria. Otros motivos igualmente fútiles servían de pretexto para actitudes anticlericales: congresos católicos, peregrinaciones a Roma e incluso episodios individuales sacados de la crónica de sucesos, como el que dio pie a que Pérez Galdós estrenara en 1901 el drama Electra, con repercusiones en toda España de increíble apasionamiento.
En ese vendaval había, sin embargo, más ruido que nueces; los grados de anticlericalismo eran muchos; en general, era más fuerte en el sur y el este que en el centro y norte; más en las ciudades que en los campos; más en las clases bajas que en las altas y medias; pero las excepciones a estas reglas eran tan numerosas que le quitan mucho valor; había muchas familias de clase media en las que la mujer era asidua practicante, los hijos iban a un colegio de frailes y el padre de familia despotricaba contra la Iglesia en la tertulia vespertina. No había nada de común entre el agnosticismo de correctas maneras de muchos intelectuales como Ortega o Ramón y Cajal y el odio feroz del proletariado anarquizante; durante un siglo se había alimentado de una subliteratura en la que se pintaba a los curas como aliados de los capitalistas, enemigos del pueblo, y a los conventos como antros en los que se albergaban los vicios más repugnantes. Hay que tener esto presente para comprender sucesos ulteriores.
La Iglesia observaba estos hechos con indignación, clamaba contra los abusos de la libertad de prensa, algunas veces intentó acudir a los tribunales con nulo resultado. Se aferraba a los procedimientos tradicionales: obras de caridad, misiones. Las Damas catequistas reunían grupos de obreros a los que enseñaban artículos del catecismo a cambio de algunos donativos de ropa o alimentos («¡Las tías zorras…!», exclamaba un personaje de Baroja).
En principio, ni por su personal ni por su programa podía incluirse a los partidos de turno en el debate clerical, pero la estrategia política fue marcando distancias. El Partido Conservador absorbió a gran parte de los antiguos carlistas, pero continuaban irreductibles los integristas, un grupo desgajado del carlismo, al que acusaba de no ser bastante enérgico en la defensa del dogma católico. Eran pocos, pero muy combativos y con bastante penetración en el clero. A su frente estaba don Ramón Nocedal, que desde El Siglo Futuro dirigía furibundas campañas contra los mestizos, los traidores que, con el marqués de Pidal al frente, habían constituido una Unión Católica aliada del Partido Conservador. Las disensiones alcanzaron tal violencia que el papa Pío X intervino reprobando los excesos del integrismo. El gesto tenía más valor porque Pío X, sucesor del acomodaticio León XIII, no estaba lejos de ser él mismo un integrista, intransigente en las negociaciones con la República Francesa y perseguidor del Modernismo, tendencia surgida en medios universitarios católicos con el propósito de cerrar las grietas que se estaban abriendo entre el catolicismo y las nuevas tendencias científico-filosóficas. Que en la Iglesia española el Modernismo careciera de representantes y que en el tratamiento del problema integrista el papa adoptara una actitud moderada indica el escaso nivel intelectual del clero español. Razón y Fe, la revista de la Compañía de Jesús, se distinguía por su conservadurismo; en los seminarios se educaba a los futuros sacerdotes en una atmósfera de aislamiento frente a nocivas influencias exteriores. A los obispos parecían preocuparle más los mínimos grupitos protestantes que la apostasía de las masas. La facultad regalista de elegir prelados garantizaba a la Monarquía la adhesión de las altas autoridades eclesiásticas, pero en la masa clerical no faltaban integristas y carlistas.
Las relaciones entre anticlericalismo y problemas sociolaborales eran complejas; había un republicanismo popular de anticlericalismo muy agresivo en ciertas regiones; en Valencia lo capitaneaban Blasco Ibáñez y Rodrigo Soriano; en Cataluña, Alejandro Lerroux, de quien se sospechaba (la cuestión sigue sin aclararse) que recibía secretos apoyos del ministerio de la Gobernación para que apartara a la masa obrera del catalanismo. Dentro del socialismo el anticlericalismo era de rigor, aunque no tema prioritario; más bien temía que los republicanos lo convirtieran en «el opio del obrero» y lo apartaran de sus fines esenciales. Sospecha no infundada, porque el Partido Liberal, al quedar sin objetivos políticos y no queriendo entrar en la senda de las reformas laborales, prefería desviar la atención popular hacia curas y frailes; estrategia confesada en fecha tardía cuando ya las cosas no tenían remedio, por el conde de Romanones.
En este panorama confuso y contradictorio se produjo un hecho de orígenes mal esclarecidos y de consecuencias importantes: la Semana Trágica de Barcelona. El origen fue un llamamiento de reservistas hecho en julio de 1909 para enviarlos a la zona española del protectorado de Marruecos donde se habían producido agresiones de los rifeños. En son de protesta las sociedades obreras de la capital y su comarca decretaron la huelga general. La autoridad militar respondió con la declaración del estado de guerra. Hubo disturbios en muchas ciudades, pero sólo en la capital catalana adquirieron extraordinaria gravedad; se asaltaron armerías, se levantaron barricadas y hubo muchos muertos y heridos en los enfrentamientos con la tropa. La revuelta no tuvo plan, ni finalidad clara ni caudillo definido. Lerroux, que estaba en el extranjero, regresó e invitó a los revoltosos a «levantar el velo de las vírgenes y elevarlas a la categoría de madres» o, dicho con más claridad, a seducir a las monjas. Lo que sorprende es el carácter ferozmente antirreligioso del levantamiento; los setenta edificios incendiados no eran fábricas, cuarteles, oficinas ni palacios: exclusivamente iglesias, conventos, centros asistenciales y colegios religiosos. Hubo una réplica militar dura ante la inercia de la población civil, no simpatizante con los revoltosos pero tampoco dispuesta a jugarse la vida en defensa del orden. Un tribunal militar dictó cincuenta condenas a muerte, sentencia no excesiva en aquellos tiempos teniendo en cuenta la gravedad de los sucesos, que habían originado centenares de víctimas. La sorpresa fue la tremenda reacción internacional contra el gobierno Maura; salieron a relucir los tópicos sobre la España inquisitorial; hubo manifestaciones en muchas capitales; en Bruselas se levantó un monumento a Francisco Ferrer Guardia. Ferrer era un pedagogo libertario catalán, sospechoso a la policía por su amistad con Mateo Morral, el autor del atentado contra los reyes en la calle Mayor. Se le condenó a muerte como instigador de los sucesos de 1909, aunque las pruebas no eran terminantes. La aureola de sabio y mártir de la libertad era pura propaganda; Ferrer fue un fanático de recia voluntad, pero de cortos alcances, y eso en el interior de España se sabía muy bien, pero los enemigos de lo que Maura representaba aprovecharon la ocasión para montar una campaña política de gran violencia. Los gritos de «Maura sí» y «Maura no» resonaron en toda la Península. ¿Cuál era el motor de tal apasionamiento?
Antonio Maura, abogado mallorquín, demostró su fuerza de voluntad ascendiendo a cumbres oratorias en una lengua que no era la materna; empezó su carrera política de la mano de su cuñado Gamazo, figura relevante del Partido Liberal. Ministro de Ultramar en 1892, elaboró un proyecto de autonomía para Cuba que de haberse aplicado en sazón oportuna pudo haber procurado una salida airosa al problema cubano. Incómodo dentro de su propio partido, se pasó al Conservador, sucedió a Silvela en la dirección del mismo y alcanzó la Jefatura del Gobierno en 1907. Sus proyectos eran ambiciosos; aspiraba a terminar con el ostracismo en que vegetaba España tras el 98; para ello debería asumir sus responsabilidades en el norte de África y rehacer una escuadra; pero lo que alarmó a la clase política fue su proyecto de sanear la vida pública española, acabar con el sistema caciquil, vigorizar las entidades municipales y satisfacer las aspiraciones regionalistas, pensando sobre todo en Cataluña. Estas medidas no eran muy del agrado del rey, con el que no simpatizó nunca porque su carácter estaba muy alejado de la obsequiosidad palatina. No agradaba a las izquierdas, y menos aún teniendo como brazo ejecutor a un duro como su ministro de Gobernación, don Juan de la Cierva. Y lo que es más grave, también suscitaban muchos reparos dentro de su propio partido sus jactancias de insobornable y sus proyectos de acabar con la red caciquil que era el escabel en que se asentaba la política corriente.
El rey se alarmó al comprobar la intensidad que tomaba la protesta antimaurista. Pablo Iglesias declaró que contra Maura consideraba lícito recurrir al atentado personal. Podría haber un deslizamiento de los liberales hacia la República. La colaboración entre los dos grandes partidos gubernamentales estaba rota. La salida impuesta fue la dimisión del gobierno y la elección de nuevas Cortes; pero Maura no perdonó el gesto al rey ni a los liberales y declaró que no podrían contar con su colaboración los que habían puesto «la turbina en la cloaca». Era el final del Pacto del Pardo. Los capitostes conservadores no compartían aquella decisión victimista y, según su parecer, suicida. La jefatura del partido pasó a Eduardo Dato y Maura quedó en una situación ambigua, ni dentro ni fuera, aclamado por unas «juventudes mauristas» que tenían ya un aire anticipado de gilrroblistas y pieza de repuesto (o más bien, pieza de museo) utilizable en circunstancias excepcionales.
Don José Canalejas era gallego, como Montero Ríos, Pablo Iglesias, Dato ¡y tantos otros! Persistía la oriundez periférica de los grandes muñidores de la política, con la excepción cada vez más acusada de los catalanes. Canalejas gobernó la política española durante un azaroso bienio, 1910-1912. Sus retos más apremiantes eran recomponer la colaboración de los partidos de turno, hacer frente a la agitación laboral y reconducir por vías pacíficas una cuestión clerical que seguía presente en las primeras páginas de los periódicos y en los disturbios callejeros. Canalejas, que comprendía lo poco que se jugaba en tan aparatosa controversia, trató de apaciguarla con algunas concesiones a los energúmenos de ambos bandos; autorizó el uso de símbolos externos en los lugares de culto no católico y el Congreso aprobó una Ley del Candado que limitaba la instalación de nuevas órdenes religiosas, pero que quedaría sin efecto si no se dictaba una ley general de asociaciones antes de dos años, como así sucedió. A las provocaciones callejeras, al anticlericalismo soez de Nakens en El Motín y otros libelos del mismo jaez contestaban los católicos militantes ya con defensas doctrinales de una unidad católica sin fisuras, herencia de Lepanto y el concilio de Trento, ya con aparatosos despliegues de religiosidad popular, contramanifestaciones y congresos multitudinarios como el Congreso Eucarístico que contó con la presencia ostensible de Maura y todos los exministros conservadores.
En materia social Canalejas sólo llevó a cabo retoques, sin valientes medidas de fondo que su partido no hubiera apoyado. Aunque le repugnaba la aplicación de la pena de muerte no dudó autorizarla en casos especialmente graves como la sublevación republicana de la fragata Numancia o el atroz linchamiento del juez de Cullera. Al producirse una amenaza de huelga general de ferroviarios ordenó la militarización del personal. De esta suerte, execrado por la extrema derecha también se convirtió en blanco de los anarquistas; uno de ellos, en solitario, lo mató de un tiro en la madrileña Puerta del Sol. Así era entonces de rudimentaria la protección policial de los políticos.
Con el asesinato de Canalejas el Partido Liberal recayó en sus divisiones y su inoperancia; García Prieto, Alba, Romanones tenían sus propias clientelas, se sustituían en el poder hasta agotar una legislatura, cuidaban de mantener en sus programas algunas notas diferenciales que no escondían una unidad sustancial cuyo principio básico era el mantenimiento del status quo. En esta situación sorprendió a España el estallido de la Guerra Europea que apasionó extraordinariamente, no por lo que tenía de lucha por la hegemonía política de Europa, que entonces entrañaba la hegemonía mundial, sino por las afinidades ideológicas que se atribuían a los contendientes proyectando hacia el exterior nuestras divisiones internas. Las izquierdas eran aliadófilas, porque Francia era la defensora de la libertad y los derechos del hombre; olvidaban que a su lado luchaba la Rusia zarista. Los militares y los católicos hacían hincapié en la afrenta de Gibraltar, admiraban la eficacia del militarismo prusiano, no querían acordarse del atropello de Bélgica ni del exterminio de los armenios. El Estado español no había contraído compromisos formales; sólo acuerdos sobre Marruecos y el ámbito del Estrecho. En el palacio de Oriente se equilibraban las influencias de la reina, inglesa, y de la reina madre, austríaca. Don Alfonso ganó gran popularidad fuera de España creando un servicio de información sobre prisioneros y desaparecidos. Por encima de sus preferencias la inmensa mayoría de los españoles deseaba la neutralidad. Romanones creía que esa postura podía dañar gravemente a España en el caso de una victoria de los aliados. Luego se vio que no era así. Abandonó pronto su primer impulso de sumarse a los Aliados.
Fue acertada nuestra política de neutralidad aunque, junto con ventajas indudables nos llegaran las salpicaduras del conflicto. Quedaba abierta la frontera francesa, y por ella se exportaron productos que los aliados demandaban y pagaban sin discutir. Los mares eran peligrosos a causa de la guerra submarina decretada por Alemania y que afectaba, sobre todo, a la exportación de productos alimenticios a Inglaterra. Nuestro mercado interior quedó muy desorganizado; hubo desabastecimientos importantes, enriquecimientos súbitos, improvisaciones lucrativas. Las 6273 empresas creadas en el quinquenio 1911-1915 con un capital global de 1218 millones de pesetas pasaron en el siguiente a ser 12 454 con 4427 millones. ¡Gran oportunidad para especuladores y arribistas! Y gran consternación en muchas familias obreras que a duras penas habían conseguido arrancar al patrono un pequeño aumento de salario mientras el coste de la vida subía un 50 por ciento. Eran circunstancias propicias para la gran huelga general revolucionaria con la que hacía tiempo venían soñando anarcosindicalistas y socialistas como instrumento para forzar la caída del régimen. El comité central de huelga señaló como fecha el 13 de agosto de 1917 y como objetivo el derrocamiento de la legalidad vigente y unas «elecciones sinceras» que prejuzgarían el futuro de la nación.
Resulta increíble que personas inteligentes y responsables, como Julián Besteiro y otros dirigentes socialistas, creyeran que se podía derribar a un régimen con actos de violencia callejera; la burguesía republicana y regionalista no respondió; el campo estuvo ausente; el movimiento se limitó a una semana de sangrientos choques entre huelguistas y soldados en Madrid, varios puntos de Cataluña y Asturias; en total, setenta muertos, infinidad de heridos, miles de detenidos, consejos de guerra y duras penas, la mayoría luego conmutadas; el comité de huelga fue condenado a cadena perpetua pero sus componentes recobraron la libertad al ser elegidos diputados el siguiente año. Pero la huella de la huelga revolucionaria de 1917 era aún profunda en 1931.
Alemania pidió el armisticio en noviembre de 1918. Tras cuatro años de hostilidades Europa era un campo de ruinas; los vencedores estaban exhaustos y los vencidos deshechos. Unas paces duras, injustas, aumentaron los daños de la guerra. Imperios seculares se derrumbaron; Alemania, convertida en república democrática, conservó su unidad, pero desaparecieron el Imperio austrohúngaro, el otomano y el zarista, sustituido este último por una dictadura del proletariado con ambiciones de encabezar una revolución universal. España, en conjunto, ganó con su política de neutralidad. Se equivocaron los que creyeron que sería objeto de postergación por parte de los vencedores; por el contrario, en la Sociedad de Naciones, generosa utopía que tuvo principios prometedores, España tuvo un puesto de miembro semipermanente de su Consejo, y su representante, don Salvador de Madariaga, fue una de las personalidades más influyentes y respetadas de aquella institución.
Como resultado de una balanza comercial favorable durante los años de guerra, la reserva de oro del Banco de España creció hasta más de ochocientas toneladas. Sabemos que el destino final de esta suma colosal fue el pago (a precios abusivos) de los suministros de la URSS a la España republicana durante la guerra civil, pero mientras permaneció en los sótanos de la calle Alcalá fue una garantía muy sólida para nuestras finanzas públicas. El enriquecimiento de ciertos sectores de la sociedad española repercutía por conductos diversos sobre el conjunto; en una Europa arruinada España aparecía como un islote de prosperidad. Algunos se pasaron de listos, como los que compraron marcos alemanes de postguerra a precios de saldo y se encontraron con que no eran más que papel mojado, pero otros especuladores más avisados, como don Juan March o don Francisco Cambó, obtuvieron fortunas colosales. La forma desordenada del crecimiento, las injusticias consiguientes, los reajustes necesarios tras el hundimiento de industrias improvisadas podían haberse resuelto con una dirección firme, apelando a lo poco que había disponible: los restos de los dos grandes partidos históricos, el prestigio que aún rodeaba la figura de Maura, llamado en dos ocasiones a presidir gobiernos de concentración nacional, la colaboración de los nacionalistas de la Lliga Catalana… En conjunto, parches de cuya ineficacia se quejó Alfonso XIII en un discurso improvisado en Córdoba y que sentó muy mal a la clase política. Ciertamente, los problemas eran muchos y muy graves:
a) Religioso. El único que, sin desaparecer, perdió intensidad. Las interminables discusiones entre clericales y anticlericales y entre católicos liberales e integristas dejaron de estar a la orden del día. Se criticó la consagración de España al Corazón de Jesús y el discurso que con tal motivo pronunció el rey en el Cerro de los Ángeles. En cambio, Alfonso XIII se opuso rotundamente a un gran plan de propaganda y acción social católica que había diseñado el Episcopado.
b) Problemas sociales. Más enconados que nunca en el quinquenio 1918-1922, con dos focos principales de actividad: Cataluña y la Baja Andalucía. La industria en la comarca de Barcelona y en la cuenca del Llobregat había sufrido en gran medida las consecuencias de la crisis postbélica. La masa obrera, en gran parte producto de la inmigración desde otras regiones, había escapado de la influencia del radicalismo lerrouxista y gravitaba en torno a la Confederación Nacional del Trabajo de carácter anarcosindicalista que mantenía su hegemonía con una disciplina de hierro. La violencia era múltiple; frente al Sindicato Único, dominado por los Genetistas, autoridades y empresarios apoyaban un Sindicato Libre que agrupaba disidentes y mercenarios. Centenares de víctimas regaron con su sangre las calles de Barcelona, y de otras ciudades; en Zaragoza fue asesinado el cardenal Soldevilla; en Madrid, Eduardo Dato pagó con su vida la represión contra los sindicalistas barceloneses. Hubo condenas a muerte dictadas por tribunales militares, deportaciones, enrolamientos forzosos en la Legión Extranjera; en 1923 la represión casi había acabado con el anarcosindicalismo catalán, pero el fuego permanecía bajo las cenizas, y también en Aragón, Valencia y centros urbanos de Andalucía.
Pero las masas campesinas del sur seguían otra estrategia y otros derroteros. Las noticias que llegaban de la revolución rusa despertaron viejos mitos milenaristas sobre una inminente «vuelta de la tortilla» en la zona clásica del latifundismo andaluz, las campiñas de Jaén, Córdoba, Sevilla y Cádiz. «Apóstoles» llegados de Cataluña les predicaban la Buena Nueva: unión, acción directa, ningún contacto con políticos o socialistas pasteleros. Repartían folletos y fundaban ateneos libertarios como alternativa a la taberna donde pasaban las horas ante un vaso de vino y un platillo de altramuces. Durante el que se llamó «trienio bolchevique» (1919-1921) menudearon las huelgas, incendios de cosechas y algún que otro atentado. Pero el jornalero andaluz demostró menos capacidad de resistencia que el catalán; se cansó pronto, dejó de cotizar, de asistir a las reuniones, volvió a la postura fatalista sin haber conseguido nada. En el resto de España los comportamientos fueron muy variados; en Galicia primaba la cuestión de los «foros» o rentas tradicionales que gravitaban sobre los predios agrícolas. En estos años se avanzó mucho en el problema de la redención de estos censos, que se completó algún tiempo después. En este panorama agitado las campiñas de Castilla, cuya producción triguera estaba protegida por los aranceles, fueron un islote pacífico donde se desarrollaba un interesante experimento de asociacionismo católico.
c) Problema de Marruecos. Los tratados internacionales habían atribuido a España un protectorado sobre la costa del reino de Marruecos. Era un hueso duro de roer; en el oeste de este montuoso territorio de 20 000 kilómetros cuadrados de extensión había algunas ciudades (Tánger, Tetuán, Larache, Xauen) de muy antigua tradición hispana, aparte de las dos plazas de soberanía, Ceuta y Melilla. Pero la mayor parte del territorio estaba ocupado por tribus indómitas que no reconocían ninguna autoridad. Cada cabileño tenía su viejo fusil del que se servía con habilidad; la importancia de las cabilas se medía por el número de fusiles: unos centenares, las más pequeñas; unos millares, las mayores; si en un momento dado se unían, su fuerza resultaría temible, y esto es lo que sucedió por la torpeza de los que dirigían la política africana. El Alto Comisario, general Berenguer, había conseguido, mezclando algunas demostraciones de fuerza con agasajos a los «moros notables», que se reconociera el protectorado español en la zona oeste. En el este, después de alejar de Melilla el acoso que padecía, el general Silvestre emprendió una ofensiva para enlazar con la zona sometida del oeste y terminar la «pacificación». Pero desestimó la fuerza de la harka que tenía enfrente y en tres días de combate la mayor parte de su ejército quedó destruido, contándose él mismo entre las víctimas. El desastre de Annual (julio de 1921) fue tan terrible por las pérdidas como vergonzoso por la ineficacia de los mandos.
d) Problema militar. Estrechamente relacionado con el problema de Marruecos pero con raíces muy anteriores. Don Carlos Seco Serrano ha explicado en una obra clásica ya citada (Militarismo y Civilismo en la España contemporánea) cómo Cánovas se esforzó, con notable pero no completo éxito, por apagar el ruido de los sables que dominaba desde la Guerra de la Independencia el escenario político español. La Restauración consagró la supremacía del poder civil, pero el militar seguía siendo muy fuerte. Como herencia de la Guerra de Cuba, Alfonso XIII heredó un ejército hipertrofiado, con una oficialidad numerosa y mal pagada; 500 generales y más de 20 000 oficiales para 100 000 soldados; los gastos de personal absorbían la mayoría del presupuesto y el disponible para material era insuficiente.
En el pueblo seguía muy arraigado el odio a las quintas, que es uno de los rasgos de nuestro siglo XIX; el quinto arrancado a su familia era un obrero o un campesino que no podía pagar la redención, y esa injusticia adquiría caracteres dramáticos en tiempos de guerra. La Ley de Servicio Militar de 1912 hizo universal la obligatoriedad del servicio, pero las clases altas y medias no estaban dispuestas a que sus hijos recibieran el trato que se daba en los cuarteles a los reclutas ordinarios, y surgió la figura del soldado de cuota que mediante el pago de una cantidad comía y dormía en su casa, y servía en activo sólo durante seis meses. Yo he visto patentizada la división interna de aquella sociedad cuando en el cuartel formábamos a un lado los cuotas, altos y lustrosos, tratados con miramientos por los sargentos, y, en otro, los quintos de reemplazo, bajitos y de piel renegrida, marcados por el trabajo desde la infancia.
Aquel divorcio entre ejército y sociedad civil que Cánovas intentó cerrar rebrotó en los años siguientes al desastre del 98; la oficialidad reaccionaba de modo desproporcionado a las críticas y su actitud llegó a ser tan violenta que los políticos, asustados y en contra de sus convicciones, votaron (1906) una antidemocrática Ley de Jurisdicciones que atribuía a tribunales militares el conocimiento de los delitos contra la Patria y el Ejército.
Esa fachada monolítica que el ejército ofrecía ocultaba profundas divisiones internas, sobre todo por cuestiones de favoritismo en los ascensos; un sector importante defendía las escalas cerradas, los ascensos exclusivamente por antigüedad. El encarecimiento de la vida ocasionado por la Guerra Europea incidió tan negativamente en los sueldos militares como en los civiles. El malestar se concretó en la creación de unas Juntas de Defensa que algunos tildaron de «sindicalismo militar». Las Juntas constituyeron un poder de facto con el que los gobiernos tuvieron que contar hasta que, divididas y desacreditadas, desaparecieron.
El desastre de Annual fue un golpe muy fuerte para el prestigio de las Fuerzas Armadas, no sólo por el hecho en sí, sino porque hubo grupos que resistieron hasta la muerte en Zeluán y Monte Arruit esperando un socorro que no llegó a tiempo. El general Picasso elaboró un expediente que revelaba faltas gravísimas en los mandos, y no son pocos los que creen que en el golpe dictatorial de 1923 influyó el deseo de que las Cortes no discutieran ese expediente.
e) Regionalismos y nacionalismos. El espíritu uniformizador y El reinado de Alfonso XIII 313 centralista de la Constitución de Cádiz pasó con leves retoques a la legislación posterior. A lo largo del XIX, paralelamente al despliegue de los particularismos en toda Europa, también en España se fue ensanchando la brecha entre la España legal y la España real que en unas regiones sólo ocasionó desajustes y en otras con más tradición de autogobierno llegó a convertirse en problema de primera magnitud.
El incremento de competencias del Estado, que fue invadiendo todas las áreas de actividad, suscitaba rechazos, atacaba tradiciones, reforzaba las tendencias hacia la afirmación de lo propio, de lo que caracteriza, de lo que distingue. La sustitución del universalismo ilustrado por el apego a las raíces populares propio del romanticismo tuvo en España los mismos efectos que en toda Europa, con más o menos intensidad, según las regiones. La historiografía es un buen criterio de distinción en este punto; hasta hace pocos decenios Andalucía no tuvo más historia que la que redactó Joaquín Guichot a mediados del pasado siglo, en contraste con una historiografía local muy rica en Cataluña, Galicia, Navarra y provincias vascas, las historias locales convivían con otras que abarcaban la totalidad del país. En muchos casos se trata de una historiografía lastrada por condicionamientos ideológicos y sentimentales; parten de una imagen mítica y no siempre resisten la tentación de alterar o seleccionar los hechos. Suele haber en estos casos un empeño especial por dar una imagen de continuidad; verdad a medias; algunas relaciones había entre el foralismo vasco y catalán y el rebrote nacionalista, pero más bien como reinterpretación de unas situaciones pretéritas, de unos hechos sacados de contexto.
Las migraciones internas que enviaron oleadas de obreros del sur a las regiones industriales del norte suscitaban rechazos, expresados, por ejemplo, en La Aldea Perdida de Palacios Valdés; la llegada de mineros de otras regiones turbaba el panorama apacible de los valles asturianos. El mismo tema, pero con mucha más fuerza, llegando al más crudo racismo, está en la base del separatismo de Sabino Arana. En Cataluña la reacción, sin ser tan fuerte, no dejó de existir, tomando tintes culturales y religiosos. Los nacionalismos han acogido gentes de diversas tendencias, pero en sus orígenes predomina la ideología derechista, católica, con gran influencia clerical. En el caso de Cataluña, el nacionalismo federalista de Pi y Margall y el romanticismo literario y tradicionalista de Verdaguer y los Juegos Florales eran dos rutas diversas que conducían a conclusiones análogas: la defensa de la tierra, de lo nuestro.
Pero en el caso de Cataluña también había otro factor: el económico. El auge de Cataluña exigía un esfuerzo constante y un apoyo sin reservas del Estado, porque el Principado no es rico en materias primas; la falta de carbón obstaculizaba la implantación de una siderurgia, la industria textil era poco competitiva, necesitaba aranceles protectores. Si el mercado interior no crecía la expansión industrial se agotaba, y en parte eso explica la negativa reacción de Cataluña ante el 98: imposible crecer, pensaban muchos, si seguimos integrados en un país con limitados horizontes. La estrecha vinculación entre política y economía explica la indignación por la inoperancia de los partidos de la Restauración y la exigencia de autogobierno. El programa de las Bases de Manresa elaborado en 1892 por un grupo de entidades no era independentista, pero abarcaba un espectro amplísimo de reivindicaciones. Los avances políticos se sucedieron con rapidez: creación de la Lliga regionalista, Solidaridad catalana, respuesta a la Ley de Jurisdicciones que englobaba a los diputados catalanes de todo signo; Mancomunidad catalana (federación de diputaciones), importante concesión del gobierno Dato en 1913 aplicable a cualquier región, pero que sólo en Cataluña tuvo efectividad. Nada cedía el gobierno central de sus atribuciones, pero bastó que colaborasen las cuatro diputaciones provinciales para obtener avances sustantivos, sobre todo en el terreno cultural.
El catalanismo de principios de siglo ofrecía un elenco de personalidades encabezadas por la figura señera de Cambó, empresario, mecenas, político de amplia visión que trabajó por el progreso de Cataluña en beneficio propio y de toda España. Pero también había maximalistas; pocos días antes de que Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, impusiera la dictadura militar ocurrieron en Barcelona, en la celebración anual en homenaje a Casanovas, incidentes antiespañoles que irritaron profundamente al ejército.
Eran, pues, muchas y muy graves las circunstancias que ensombrecían el panorama político en el otoño de 1923; pero la más grave era la inoperancia total de los partidos clásicos. El último gobierno constitucional del reinado de Alfonso XIII integrado por los más destacados políticos liberales, demostró la misma parálisis que parecía aquejar a todo el régimen; la situación en Cataluña no mejoraba; tampoco la guerra de Marruecos, estancada; el gobierno rescató los prisioneros entregando al jefe rifeño Abd el Krim una cantidad que utilizó en la compra de armamento. El descontento era general y el golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923 recibió una aprobación casi universal. Un estado de espíritu generado por el cansancio y la indignación que en el ciudadano corriente, el hombre de la calle, generaba un estado de cosas que el duque de Maura, en sus Memorias, describe así: «Tenían fines subversivos las huelgas generales renovadas sin cesar, con el solo intervalo indispensable para prepararlas, después de producidas por la anterior los máximos estragos y libertados sus autores merced a alguna patente de impunidad, que solía ser la amnistía, arrancada a la misericordia o al miedo de los gobernantes. Una buena mañana se declaraban en huelga los funcionarios de Correos, otra los de Telégrafos, otra los de Hacienda… Casi todos los días “hombres de acción” (definición eufemista de ladrones y asesinos) sembraban el dolor y la muerte con explosivos, arramblando de paso con los bienes ajenos. Frecuentemente, asimismo, jurados o tribunales venales o pusilánimes absolvían a los pocos facinerosos que capturaba la policía».
Cataluña era la región más castigada por este estado de cosas y donde más se reclamaba una solución al precio que fuera. No es una coincidencia que de allí arrancase el movimiento militar. Tampoco es coincidencia que la sombra de la Rusia soviética se extendiese amenazadora sobre Europa y que el fascismo italiano ofreciese en sus primeros momentos imágenes tranquilizadoras tanto para el hombre de la calle como para la Monarquía, puesto que la de Víctor Manuel parecía adaptarse perfectamente con la dictadura mussoliniana. La complicidad de Alfonso XIII con Primo de Rivera no está demostrada, pero sí la aceptación complacida del hecho consumado. Sorprendió la noticia al rey en San Sebastián, y la única medida que tomó al suceder el pronunciamiento fue aconsejar la huida a Francia de don Santiago Alba, ministro de Estado, en quien el dictador personificaba, no sabemos bien por qué, todos los males de la «vieja política».
Según el propósito anunciado por los militares sublevados, no se trataba de establecer un cambio de régimen, sino de sacar al país del letargo en que había caído por la decadencia del sistema. ¿Sería un paréntesis más o menos largo o un cambio total de sistema? Los ejecutores del golpe de Estado no lo aclararon; en la primera fase, el llamado Directorio militar, parecía que consideraban su labor como interina. La segunda fase, el Directorio civil, apuntaba en la dirección de un cambio de régimen que hacía imposible toda vuelta atrás, todo empalme con la legalidad representada por la Constitución de 1876, nunca formalmente derogada.
El régimen de Primo de Rivera no tenía ninguna semejanza con los de Espartero, Narváez o Serrano. No era el gobierno de militares de un partido determinado; era una interina toma del poder por parte de la clase militar sin adscripción ideológica determinada aunque muy influida por el regeneracionismo, por los principios de Costa e incluso el maurismo. Generales reemplazaron a los ministros, militares de menos graduación a los gobernadores civiles; apolíticos de confianza se pusieron al frente de las comisiones gestoras municipales. Algo influyó en la parva ideología de los sublevados el corporativismo y otros principios fascistas pero destacaban con más nitidez las negaciones que las afirmaciones: no al desorden, no a cualquier tipo de separatismo. Se apoyaba, sin insistir demasiado, en la legalidad monárquica, y también se quiso evitar cualquier viso de clericalismo; las gestiones del clero por obtener una subida de sueldo cayeron en el vacío.
Dos grandes retos se ofrecían de entrada al Directorio: el orden público y la guerra de Marruecos. El primero se resolvió rápidamente; cayó la piedra en el charco y se callaron las ranas; se detuvo a unos cabecillas, otros huyeron; apenas hubo que recurrir a la violencia. Fue como cuando a un profesor que no consigue hacerse respetar, sucede otro nuevo del que se temen las reacciones. Espectacular fue sobre todo el cambio en aquella Barcelona inhabitable convertida en una balsa de aceite de la noche a la mañana. Lo de Marruecos era más serio. Primo de Rivera no formaba parte del grupo de los militares africanistas. No creía que fuesen rentables los esfuerzos que España hacía para dominar aquella tierra pobre e indómita. Incluso estaría dispuesto a cambiar Ceuta por Gibraltar; postura que lo enfrentaba a los africanistas, entre los que ya descollaba Francisco Franco, jovencísimo general. En 1924 se sublevaron las cabilas de la zona occidental del Protectorado que hasta entonces habían permanecido pacíficas. La evacuación de los numerosos puestos militares distribuidos por el interior resultó una tarea penosa, sangrienta y desmoralizadora. Fue la propia megalomanía de Abd el Krim la que resolvió la situación, provocando el levantamiento en el Marruecos francés. En 1925, tras un acuerdo de cooperación militar franco-español, fue ocupada la bahía de Alhucemas, a la vez que el mariscal Pétain, con 150 000 hombres, restablecía la autoridad de la potencia colonial en la zona francesa. El 1926 el jefe rifeño se entregaba a los franceses, que lo deportaron a la isla de Reunión. Terminaba la que para España había sido durante demasiados años una pesadilla.
Muchos analistas creen que en este momento Primo de Rivera podía haber dejado el poder de forma airosa; el propio Primo lo pensó, pero renunció porque el Poder atrae y porque se dio cuenta de que no dejaba una herencia estable; apenas se rumoreó su retirada los «viejos políticos» (bestia negra del dictador) se agitaban, se reorganizaban; aquel trienio habría sido sólo un intermedio sin consecuencias. En vez de retirarse, Primo de Rivera convirtió la dictadura militar en dictadura civil. Sin duda, una de las torpezas del dictador fue su odio implacable a esos «viejos políticos» que no eran peores que el resto de sus conciudadanos; era el sistema que representaban lo que estaba corrompido, pero las personas eran aprovechables y, en gran parte, deseosas de cooperar. También fue muy torpe su actitud respecto a sus compañeros de armas. El cuerpo de artillería tenía la tradición de mantener las «escalas cerradas», esto es, rechazar los ascensos que no fueran por antigüedad para evitar favoritismos. No demostraron mucho sentido del deber ni de la realidad los artilleros cuando respondieron a la orden de renunciar a dicho privilegio con un amago de sublevación. Fracasó, pero dejó posos amargos que se unieron a otros que, por motivos diversos, minaban la disciplina militar. Si no había unidad en el ejército, la dictadura no tenía razón de ser. Idéntica falta de tacto se puso en evidencia en el tratamiento del problema regionalista; es verdad que en el caótico año 1923 la audacia de los separatistas requería una respuesta. Circulaban mapas en los que Cataluña y Euskadi, separadas por el río Gallego, aparecían como repúblicas contiguas que se repartían los recursos hidráulicos del Alto Aragón. Otros panfletos preconizaban la alianza de las repúblicas de Cataluña, Euskadi, Galicia y el Rif. Pero se trataba de grupos pequeños, radicalizados; la Dictadura no debió perder la gran baza que significaba el apoyo de la burguesía catalana, ni el rey debió perder el apoyo que Cambó le brindó en momentos difíciles.
Alfonso XIII se identificó en los primeros años con la Dictadura; esto es indudable, y lo que, en último término, le costó la corona. En sus años juveniles pecó por exceso de protagonismo; después se encontró cómodo descargando en Primo de Rivera la responsabilidad de gobernar un país que parecía ingobernable; había llegado a ser un consumado deportista; el polo y el tiro de pichón le ocupaban agradablemente muchas horas. Cuando los expresidentes del Congreso y el Senado le recordaron que si no convocaba Cortes faltaría a su misión como soberano constitucional hizo oídos sordos. Se encontraba cómodo y además creía servir los intereses de España. No se opuso a la transformación del Directorio militar por un Directorio civil, que significaba lo contrario de lo que sugerían las palabras; no era el comienzo de una normalización de la vida política, sino el intento de perpetuar el régimen dictatorial bajo unas apariencias de civilismo constitucional. Es posible que influyera el ejemplo del fascismo italiano, que por entonces (1925) se convertía en partido único, pero los casos eran muy diferentes: en Italia había unas raíces sociológicas nacidas de la Gran Guerra que apuntaban al partido único, y unas figuras prestigiosas (D’Annunzio, Gentile) que respaldaban esas tendencias. En España la Unión Patriótica y el Somatén fueron caricaturas lamentables que se deshicieron sin dejar rastro en cuanto les faltó el apoyo de los sables. Y no mayor aprecio mereció una Asamblea Nacional consultiva nombrada a dedo donde se discurseó durante algún tiempo sin ningún resultado. El nuevo personal político se componía de ingenuos, oportunistas, despistados y algunos elementos caciquiles; pero la mayoría del viejo aparato resistió, sintiéndose a la vez inseguro y agraviado.
Sin embargo, en el trienio 1926/1928 el espectador descubría en el panorama español imágenes halagüeñas, y así lo reflejaron no pocos visitantes. Confluían la paz interior y exterior lograda con la pleamar de la Prosperity que emanaba de la bolsa neoyorkina y encontraba eco en una Europa restaurada. Al terminar la Gran Guerra ya se conocían el automóvil, el avión, el teléfono, la máquina de escribir, la radio, el cine y otros descubrimientos, pero fue en los años veinte cuando pasaron a formar parte de la cultura de las masas. Los indicadores económicos de la época dictatorial reflejan la favorable coyuntura: el consumo de electricidad pasó de 1040 millones de kW/h. en 1922 a 2609 en 1930. Los vehículos de motor matriculados crecieron en el mismo tiempo de 11 052 a 25 658. El primer millón de toneladas de acero se alcanzó en 1929. La mejora de las comunicaciones recibió especial atención: un ambicioso plan de ampliación de la red ferroviaria no tuvo tiempo de ejecutarse y se gastó mucho dinero en obras que quedaron a medio hacer; pero mejoró mucho la red de carreteras y los teléfonos no sólo se multiplicaron por tres en siete años, sino que gracias a la cooperación con la tecnología norteamericana fueron durante años los más avanzados de Europa.
Dos nombres simbolizan esta faceta de la Dictadura: el conde de Guadalhorce, creador de las confederaciones hidrográficas, y don José Calvo Sotelo, autor de los estatutos municipal y provincial y, desde 1925, ministro de Hacienda. Le incumbía la difícil tarea de financiar esta política de inversiones públicas sin aumentar de forma ostensible el déficit y la Deuda Pública. Difícil tarea en la que logró un éxito limitado: mediante la creación del Monopolio de Petróleos (Campsa) y mejoras en la gestión de tributos logró un aumento sustancial de ingresos, pero no tanto que no se produjera un déficit, porque el proyecto de impuesto sobre la renta encontró mucha resistencia y no pudo implantarse. Quizás una política social más avanzada hubiera proporcionado raíces más profundas a la dictadura, pero es dudoso e inverificable. La verdad es que el cambio relativamente rápido de la imagen del dictador es un buen tema para el estudio de la psicología de las masas. Las causas profundas de su deterioro no hay que buscarlas ni en la defensa de la legalidad constitucional, que interesaba a muy poca gente, ni en los desacreditados caciques ni en el sector minoritario del ejército que se creía agraviado ni en los sindicatos obreros, porque la CNT no se había repuesto de la represión y el Partido Socialista estaba dividido e incluso, en una porción significativa, dispuesto a colaborar. Influía en su moderación el informe adverso que de su viaje a Moscú trajo don Fernando de los Ríos. La posición más radical se desgajó del PSOE formando el Partido Comunista Español. Las manifestaciones públicas de protesta vinieron del sector intelectual y estudiantil, contestadas con torpes e ineficaces medidas represoras: sanciones a Unamuno y Blasco Ibáñez, cierre del Ateneo de Madrid y huelgas universitarias. Éstos eran ya síntomas muy preocupantes, pero la masa del pueblo permanecía indiferente. La oposición más temible precisamente porque no se basaba en la violencia, sino en la sátira demoledora, se amplificaba rápidamente en aquellos medios que más podían perder con cambios sociales profundos: en las tertulias burguesas, en los salones aristocráticos, en las sacristías. Se criticaba y ridiculizaba todo lo que hacían el dictador y sus acólitos.
El rey acabó por darse cuenta de la soledad que lo rodeaba. Menudearon los contactos con los viejos colaboradores traicionados, las peticiones de consejo, las insinuaciones a Primo sobre la conveniencia de «buscar una salida». Pero el dictador se hacía el sordo, no quería confesar que lo que había edificado era un castillo de naipes y aseguraba a sus íntimos que no se dejaría borbonear. Hasta que, aumentando la tensión, Primo cometió un error garrafal: dirigir una consulta a los capitanes generales preguntándoles si seguía disfrutando de su confianza. Reconvenido por el monarca dimitió y, siguiendo una tradición ya secular, se expatrió a París, donde murió poco después.
Esto ocurría en enero de 1930. Muy poco antes se había iniciado la crisis económica universal como consecuencia de la bajada de valores en Wall Street, pero las consecuencias tardaron en sentirse en España. Se manifestaron más como crisis monetaria (baja de la cotización de la peseta) que como crisis económica, pero los enemigos de la Monarquía (pues ya no se trataba de una crisis de gobierno, sino de régimen) explotaron mucho esa carta. El monarca sentía el peso de la soledad, acrecentada por la muerte de su madre, que nunca vio con buenos ojos la aventura dictatorial. Empezó a jugar con la idea de la abdicación, pero antes decidió pilotar él mismo la «vuelta a la normalidad». Tarea difícil, quizás no imposible dirigida por políticos más diestros. Pero los elegidos fueron, primero Dámaso Berenguer, jefe del Cuarto Militar del rey, muy desacreditado por su gestión como Alto Comisario en Marruecos. Después, tras su rotundo fracaso, el almirante Aznar, todavía más inútil.
Berenguer empezó a poner en práctica la acordada fórmula de vuelta a la normalidad mediante escalonadas concesiones. Se aflojaría la censura poco a poco; se celebrarían elecciones locales, y más tarde se elegiría una asamblea constituyente. La táctica de concesiones graduales resultó catastrófica; no amortiguaba la caída, sólo la hacía más lenta y dolorosa. Es posible que, si en vez de ese procedimiento suicida, se hubieran convocado elecciones generales la situación se hubiera salvado, de momento. O quizás sólo se hubiera logrado que la agonía fuera más larga. Lo cierto es, siguiendo el hilo de mis recuerdos, que a la Monarquía y su representante la hundieron, más que los seis años de dictadura primorriverista, los quince meses de una torpe transición en la que el país se ejercitó en vilipendiar a la Monarquía y su representante. Huelgas, manifestaciones y pintadas inundaban España de un cabo a otro; el desgaste de la autoridad era terrible y el «¡Sálvese el que pueda!» grito general. Periódicos colaboracionistas descubrían de pronto aficiones republicanas; logias y talleres masónicos se animaban con el ingreso de nuevos miembros. Los que pretendían continuar o recuperar una vida política activa tomaban posturas diversas; intelectuales apolíticos se agrupaban ofreciéndose «al servicio de la República». Dos conocidos políticos conservadores, Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura, hijo de don Antonio, plantaban banderín de enganche para una república respetuosa con las tradiciones. Otros, sin ir tan lejos, se desvinculaban no del régimen, sino de su representante. Don José Sánchez Guerra se declaraba «monárquico sin rey» y fue precisamente él quien protagonizó el episodio más humillante de aquel descenso a los infiernos: recibió encargo de formar un gobierno que preparara elecciones constituyentes y fue a la Cárcel Modelo a pedir la colaboración de algunos miembros del comité revolucionario allí detenidos. Colaboración que no logró. Saltándose las formas legales, un grupo de militares intentó acelerar el proceso mediante un pronunciamiento en Jaca que terminó con el fusilamiento de dos oficiales. Así, las medidas duras se mezclaban de forma incongruente con las del más puro entreguismo.
Los resultados de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 sorprendieron por su contundencia a los propios republicanos. Triunfaban en el conjunto del país las candidaturas monárquicas, pero vencían los republicanos en casi todas las capitales de provincia, cuyo voto se reputaba más auténtico. Nada más saberse el resultado ondearon banderas republicanas por todo el país y en algunas localidades (Barcelona, Eibar) se proclamó aquel mismo día la República. En palacio, el Rey, aparentemente tranquilo, desoía las propuestas de Cierva de intentar una defensa armada del régimen. Parece que la deserción de Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil, fue factor determinante en su decisión de no intentar una defensa armada de su corona. La noche siguiente marchó al exilio, que vivió en tono menor, siguiendo la tónica de declive de la idea monárquica. Carlos IV y María Luisa vivieron su exilio romano en el inmenso palacio Borghese. Isabel II mantuvo todavía aires de corte en el palacio Castilla de París. Alfonso XIII se limitó a ocupar una suite en un hotel de Roma. Desde allí siguió los avalares de la política española, aunque pronto se convenció de que Franco nunca le devolvería el trono.