REVOLUCIÓN Y RESTAURACIÓN
Como ya había ocurrido en el Trienio, en el Sexenio Revolucionario (1868/1874) se cumplió la ley de que la reacción contra una situación gobernante iba más allá de lo necesario para sintonizar con los deseos de la mayoría de la población. A un régimen moderado en exceso sucedió un golpe de timón a la izquierda, generando una inestabilidad que agotó pronto las posibilidades del nuevo régimen. En efecto, en el corto período de seis años se sucedieron los siguientes gobiernos:
1868: Gobierno provisional encabezado por el general Serrano.
1869: Cortes constituyentes. Regencia de Serrano que nombra primer ministro a Prim.
1870: Proclamación de Amadeo I. Abdica en febrero de 1873.
1873: Primera república.
1874 (enero): Golpe de Estado del general Pavía. Dictadura militar con Serrano como presidente del Ejecutivo. En diciembre, golpe militar en Sagunto; el general Martínez Campos proclama rey a don Alfonso XII, que entra en Madrid el 14 de enero siguiente. Entre tanto, gobierno-regencia presidido por don Antonio Cánovas del Castillo.
Como puede apreciarse, la velocidad de los acontecimientos fue tal que no basta señalar el año, hace falta indicar el mes y en ocasiones el día. Cinco cambios de régimen en seis años. La línea de eventos dibuja un círculo que comienza con un destronamiento y termina con la entronización de un hijo de la reina destronada. El motor de los cambios es siempre una fuerza armada acompañada de comparsas civiles; mas, por primera vez, aparecen grupos proletarios que combaten sin respaldo militar. A los antiguos conflictos se mezclaban otros proporcionando a esta época una densidad histórica que (como el levantamiento de 1808) ofrece al historiador la oportunidad de analizar el contenido y aspiraciones de aquella sociedad hasta en sus capas más profundas.
Al socaire de aquella revolución surgieron en las ciudades más dinámicas juntas revolucionarias de tendencias muy avanzadas, y también unos Voluntarios de la Libertad, nueva versión de la Milicia Nacional, con un programa que incluía aspiraciones políticas, económicas y sociales: sufragio universal, libertad de cultos, abolición de las odiadas quintas y de los derechos de consumo percibidos a la entrada de las ciudades sobre artículos alimenticios. Triunfante la rebelión, se formó un gobierno provisional en el que el general Serrano representaba a los unionistas y Prim a los demócratas. Se apoyaba en las clases burguesas que identificaban la República con la anarquía y no quería cambios sociales profundos; todo lo más, algunas medidas compensatorias para las clases populares. Las juntas y los voluntarios fueron disueltos. Antes de terminar el año 1868 ya en algunos puntos de Andalucía los proletarios habían expresado violentamente su frustración por el giro que tomaban los acontecimientos.
Las elecciones, cuyo grado de sinceridad no es fácil determinar (sin duda hubo una gran abstención de los elementos reaccionarios), dieron una gran mayoría al gobierno, pero por primera vez resultaron elegidos cincuenta y dos diputados republicanos, la mayoría en las ciudades periféricas. La discusión de la Constitución de 1869 dio lugar a torneos oratorios dentro del gusto de la época. El cénit se alcanzó en el tema de la libertad religiosa, defendida por don Emilio Castelar, «el hombre del Sinaí». Fue aprobada con el voto en contra de cuarenta diputados partidarios de mantener la unidad religiosa. El otro gran debate, concerniente a la forma de gobierno, también se saldó con una gran mayoría a favor de la Monarquía, pero ¿qué Monarquía? La búsqueda de un monarca por parte de Prim es uno de los actos más bochornosos de nuestra historia, e indirectamente fue la causa de la guerra francoprusiana, porque la Francia de Napoleón III se opuso, con muy malos modos, a la elección de un príncipe alemán. Al fin aceptó Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel II, recién proclamado rey de Italia.
Don Amadeo hubiera sido un buen rey constitucional, pero carecía de apoyos sólidos. Apenas desembarcó en Cartagena recibió la noticia de que el general Prim, su principal valedor, había sido asesinado en Madrid, probablemente por republicanos exaltados. También recayeron sospechas sobre el conde de Montpensier, cuñado de Isabel II y aspirante a sucederle. Las cortes reconocieron rey a don Amadeo por una mayoría corta y nada entusiasta, dividida en banderías acaudilladas por Sagasta, más conservador, y Ruiz Zorrilla, monárquico sin convicción en la etapa del rey Amadeo que tras la Restauración fue un furibundo conspirador republicano. La «buena sociedad» de Madrid hizo el vacío al nuevo rey; los problemas se acumulaban. Los católicos rehusaban todo contacto con el hijo del rey piamontés, que había despojado de sus dominios al Papa. Los carlistas se preparaban para una nueva guerra y en Cuba surgía el separatismo armado. Aquella lucha contra todos descorazonó al joven rey. La ocasión para abandonar un trono que se había convertido en una carga se la proporcionó un decreto separando de la carrera a jefes artilleros insubordinados. El día siguiente de su abdicación (11 de febrero de 1873) Congreso y Senado reunidos votaron por gran mayoría la República. No era una aspiración mayoritaria, pero no les quedaba otra salida a los hombres que habían hecho la revolución. No querían la vuelta de los Borbones. Mucho menos la del Pretendiente carlista. Y no era cosa de volver a mendigar otro candidato en las Cortes de Europa.
La primera República tuvo una existencia muy breve y agitada; se discutió una Constitución, pero no hubo tiempo de promulgarla; se sucedieron cuatro presidentes del Poder Ejecutivo: dos catalanes, Figueras y Pi i Margall, y dos andaluces. Salmerón y Castelar, lo que concuerda con el protagonismo de estas dos regiones; Cataluña tenía una importante masa obrera industrial; Andalucía tenía también focos industriales, como Málaga, y la mayor concentración de jornaleros agrícolas; dos sectores que veían impacientes cómo se desarrollaban las etapas revolucionarias sin que mejorasen sus míseras condiciones de trabajo. Los conflictos habían comenzado muy pronto, desde 1868; en Málaga los obreros asaltaron el palacio de los marqueses de Larios, los más importantes y multiformes empresarios de Andalucía; también fueron asaltados los fielatos de consumos. La municipalidad, asustada, ofreció a los obreros en paro un jornal de seis reales, pero los trabajos que les encargaba eran simplemente destrucciones: destrucción de murallas (un rasgo muy corriente en aquel período), destrucción de conventos (también actividad típica y funesta desde el punto de vista artístico). En Jerez, lo mismo los campesinos que los trabajadores de las bodegas estaban muy radicalizados, a pesar de que la industria vinícola no estaba en crisis, pero los salarios y las condiciones de trabajo eran malas. Lo mismo sucedía en Cataluña: los obreros textiles querían, sobre todo, una reducción de las agobiantes jornadas de trabajo. ¡Pedían la jornada de sesenta y cuatro horas! Los patronos, asustados por las tentativas librecambistas del gobierno, se resistían. En Cataluña, la situación era más complicada que en Andalucía, porque había una agitación carlista importante y un incipiente nacionalismo, latente en el partido republicano federal que acaudillaba Pi i Margall. Tanto Cataluña como Andalucía eran el punto de mira de los propagadores de la I Internacional. Como es sabido, Marx dedicó mucha atención a los problemas españoles, pero en aquellas primeras fases el socialismo de inspiración marxista quedó ampliamente superado por las tendencias anarquistas que lideraba Bakunin.
El foco catalán y el andaluz eran los más preocupantes para el gobierno por su radicalismo, pero no los únicos; había también mucha inquietud en las zonas mineras del norte, en Alcoy, población alicantina de antigua conflictividad industrial, y, por supuesto, en Madrid. Pero la explosión del cantonalismo se verificó, salvo excepciones, en el gran arco litoral desde Cataluña hasta Andalucía. El cantonalismo era, desde el punto de vista político, la caricatura del federalismo; concebía éste el Estado español como el resultado de la unión voluntaria de grandes unidades territoriales independientes, combinando, según el modelo proudhoniano, variedad y unidad, gestión política y reforma social. Pero si en Cataluña federalismo y cantonalismo podían apoyarse en una tradición histórica, en Murcia y Andalucía no fueron más que pretextos para expresar un localismo irracional y un conato de revolución social de tintes demagógicos. Cada ciudad proclamó su propio cantón, gobernado por una junta revolucionaria que repartía armamento, acuñaba moneda y en algunas ocasiones declaraba la guerra al cantón vecino.
Pi i Margall sentía escrúpulos por combatir a los que se reclamaban de su doctrina y entregó la presidencia a Salmerón, republicano unitario que no dudó en confiar al ejército la misión de reducir a los cantones; sin grandes dificultades se restableció el orden en Granada, Sevilla, Valencia, Alcoy y otras ciudades, pero cuando le sometieron algunas sentencias de muerte pronunciadas por tribunales militares prefirió dejar la presidencia. Se hizo cargo de ella don Emilio Castelar, dispuesto a salvar la República al precio que fuera; la conquista de Málaga requirió grandes esfuerzos y la del cantón de Cartagena no se produjo hasta el año 1874; los cantonales cartageneros se batieron con heroísmo; disponían de un arsenal bien provisto y enviaron buques de guerra en misiones que estuvieron a punto de provocar un conflicto internacional.
Las maneras expeditivas de Castelar disgustaban a muchos diputados; Castelar se sentía respaldado por todos aquéllos, monárquicos, republicanos o indiferentes, que temían la generalización del caos y la anarquía; estaban recientes los sucesos de la Commune de París, tenía asegurado el apoyo de don Manuel Pavía, gobernador militar de Madrid, que había tomado parte activa en la represión de los cantonales, pero Castelar no quería un golpe de Estado; se presentó a las Cortes el 2 de enero de 1874 y fue derrotado; el día siguiente, después de una noche de insomnio, los diputados fueron expulsados del Parlamento por las tropas enviadas por Pavía. El general Serrano se hizo cargo de la presidencia del Ejecutivo con carácter interino, pero sin muchos deseos de abandonarlo. Era una situación parecida a la del mariscal Mac Mahon en Francia, con la diferencia de que el mariscal sólo tenía que preocuparse de solventar las consecuencias de la derrota frente al imperio alemán y en España, después del aplastamiento del cantonalismo, quedaban dos conflictos militares pendientes: el carlismo en el norte y, en Cuba, la rebelión encabezada por un rico hacendado con el apoyo de criollos y esclavos negros. La indefinición del gobierno de Serrano, falto de legitimidad, de programa y de apoyos sólidos, auguraba un rápido desenlace; lo mismo que un año antes la República había llegado a falta de otra salida, ahora la restauración monárquica se perfilaba como la única solución. Don Antonio Cánovas del Castillo, consejero de Isabel II, que había obtenido de ella su abdicación en favor de su hijo Alfonso, trabajaba confiado en una restauración por cauces legales; se le anticipó el general Martínez Campos con el pronunciamiento de Sagunto (29 de diciembre de 1874) y triunfó porque enfrente no había nada consistente.
El breve experimento republicano tuvo consecuencias profundas y durables. Los daños materiales se cifraban en pérdidas humanas durante los múltiples disturbios, descenso de la producción industrial, daños en el patrimonio cultural y agravamiento de la situación financiera. La deuda pública, que en 1868 sumaba 3390 millones de pesetas, pasaba de 10 000 millones en 1874. Uno de los arbitrios para hacer frente al déficit fue la venta de las minas de Riotinto a una compañía inglesa por 93 millones de pesetas. Ciertamente, aquel yacimiento riquísimo estaba muy mal gestionado, pero su enajenación se hizo con tal precipitación y tal falta de estudios previos que no se valoraron zonas importantes de la cuenca, por lo que las ganancias de la compañía fueron escandalosas. Los burgueses que en un principio fueron favorables a la revolución quedaron asustados por el radicalismo obrero; la Iglesia herida por la libertad de cultos y la destrucción de edificios religiosos, y los propios republicanos muy divididos entre sí. No pocos (los posibilistas de Castelar) dispuestos a transigir con una Monarquía que respetara los principios democráticos.
La primera República dejó en las masas proletarias sentimientos encontrados de nostalgia, frustración y aun traición de ideales soñados, y en las clases medias el despego hacia una época de confusión y anarquía; faltó a los dirigentes republicanos pragmatismo y unidad ante los enemigos comunes. Pero hay que reconocer que eran hombres de buena voluntad, dotados de una ética laica de raíz krausista que podría servir de ejemplo a los políticos de nuestros días. No todo fue negativo en aquel ensayo: la aspiración a una sociedad más justa, el interés por la educación popular, tan desatendida, su postura antiesclavista, la proclamación de la libertad religiosa, eran semillas arrojadas a un campo todavía inmaduro.
La Restauración se materializaba en la proclamación de un príncipe de diecisiete años de edad que había recibido educación en Inglaterra, por indicación de Cánovas, como preparación a su papel de rey constitucional, que se manifestó dispuesto a desempeñar en el manifiesto que lanzó desde el colegio militar de Sandhurst. La carrera de su mentor es típica para el estudio de las posibilidades de ascenso que ofrecía el Nuevo Régimen; en el Antiguo ese ascenso apenas podía conseguirse más que con ilustres apellidos o el dinero, pero Cánovas, hijo de un malagueño maestro de escuela, se abrió paso en Madrid como periodista y autor literario, colaboró con el general O’Donnell, fue ministro en gabinetes unionistas de fines del reinado de Isabel II; durante el Sexenio derivó hacia posturas conservadoras y preparó una restauración por vías pacíficas. El golpe de Estado de Sagunto no lo apartó de su camino; Martínez Campos fue recompensado, pero el jefe indiscutible de la nueva situación política era Cánovas, y esa autoridad la conservó hasta su muerte, pues se esforzó por lograr una alternativa más progresista dentro del nuevo régimen y el jefe de esa opción alternativa, que fue Sagasta, estaba lejos de tener la cultura y el prestigio del jefe conservador.
Entre los muchos problemas con que se encontró la Monarquía restaurada ninguno era tan grave como la guerra carlista. El carlismo había atravesado años muy difíciles y parecía llamado a extinguirse por la incapacidad de los sucesores del titulado Carlos V, muerto en el destierro; su hijo Carlos, conde de Montemolín, hecho prisionero en San Carlos de la Rápita tras una descabellada aventura, renunció a sus derechos, luego se retractó de la renuncia y murió totalmente desacreditado. Recayó luego la jefatura carlista en un don Juan cuya vida y costumbres eran la antítesis de los ideales carlistas. Se le forzó a renunciar basándose en el principio de la legitimidad de ejercicio, que había que acumular a la de la sangre. El desconcierto en el bando carlista era grande.
De este bache vinieron a sacarle las dotes del nuevo candidato, Carlos María Isidro (Carlos VII), y, sobre todo, los sucesos del Sexenio. Un importante sector de opinión, sobre todo en las clases conservadoras y el clero, vieron en el carlismo la opción más adecuada contra el anticlericalismo, la subversión social y el desprestigio de la rama borbónica isabelina. Don Ramón Nocedal encaminó este sector neocatólico hacia el carlismo con la esperanza, infundada, de que podría triunfar por medios pacíficos. Se renovaba la vieja pugna entre la orientación clerical y la militar, encabezada ésta por don Ramón Cabrera; pero, signo de los tiempos. Cabrera había cambiado mucho; su exilio en Inglaterra, donde casó con una dama protestante de alto rango, le hizo ver los asuntos de España bajo un prisma distinto; el antiguo «tigre del Maestrazgo», con el cuerpo cubierto de heridas, se negó a acaudillar una nueva guerra civil, reconoció al rey liberal y fue proscrito por el rey carlista.
La impopularidad del rey Amadeo parecía ofrecer una ocasión propicia al carlismo, pero fueron los excesos de la República los que caldearon el ambiente y atrajeron nuevos reclutas al carlismo. Las motivaciones fueron variadas, pero, como en la primera carlistada, la defensa de la religión, presuntamente amenazada, fue esencial. No andan descaminados los que dicen que las carlistas fueron las últimas guerras de religión. La cuestión foral también estuvo presente, e incluso con más fuerza, porque el federalismo había reavivado sentimientos latentes en la antigua Corona de Aragón; por eso el Pretendiente dirigió una proclama a catalanes, valencianos y aragoneses prometiendo la devolución de los fueros: «Y España sabrá que en la bandera donde está escrito Dios, Patria y Rey están escritas las legítimas libertades». Pero tanto allí como en algunas comarcas de Castilla los carlistas no pudieron constituir más que partidas volantes, mientras que en las provincias vascas y Navarra se formó, como en la primera guerra, un miniestado con una administración, una universidad, la de Oñate, que expedía títulos, y una Corte en Estella, descrita por Valle Inclán en su Sonata de Invierno. Pero como en la primera guerra, las capitales seguían en poder de los liberales, al amparo de sus murallas, sus guarniciones y una burguesía urbana cuya mentalidad e intereses no eran los de la hidalguía rural, tradicionalista y enemiga del centralismo liberal. Los fines de los combatientes carlistas seguían siendo los mismos, los expresados en las estrofas del Oriamendi: «Cueste lo que cueste / se ha de conseguir / ver al rey don Carlos / en su corte de Madrid». Tergiversan y mienten los nacionalistas cuando pintan a los adalides carlistas como independentistas. La transformación de carlistas derrotados y frustrados en nacionalistas fue un fenómeno posterior.
Como en la primera guerra, los carlistas cometieron el error de primar como objetivo la conquista de Bilbao, empeño que no consiguieron y en el que perdieron sus mejores jefes. La Restauración fue para su causa un golpe definitivo; ya no podían presentarse como defensores únicos de la religión y la paz social. A pesar de sus gestas heroicas y algunas victorias resonantes (en Lácar estuvo a punto de caer prisionero el propio Alfonso XII), la desproporción de fuerzas era demasiado grande; en febrero de 1876 Primo de Rivera reconquistó Estella. Pocos días después el rey carlista repasaba la frontera con quince mil hombres, núcleo de otra emigración política.
La segunda guerra carlista no había terminado, como la primera, con un pacto, y por eso las condiciones del vencedor fueron más duras: no hubo reconocimiento de grados a los militares vencidos, los fueros vasconavarros fueron suprimidos, los antiguos organismos de gobierno vasconavarros sustituidos por diputaciones, se implantaron las impopulares quintas, que muchos mozos evadían expatriándose a Francia o Ultramar. Aun así, quedaron importantes retazos: el Código Civil de 1889 recogió normas de las antiguas regiones forales. Respecto a la participación de las provincias vascas en los gastos generales del Estado, se llegó, después de muchas discusiones y resistencias, a la concesión de unos conciertos económicos en virtud de los cuales recaudaban y administraban sus contribuciones, pagando al Estado una cuota que siempre ha sido inferior a lo que exigiría la estricta justicia (véase el librito aleccionador de Gonzalo Martínez Diez, Fueros si, pero para todos). Consecuencia de aquellas ventajas fiscales fue el auge de la banca vizcaína, sólo superada por la madrileña.
El movimiento pendular característico de la política contemporánea española pasaba de la agitación del Sexenio a la calma chicha de la Restauración; si la primera se consumió pronto en su propia hoguera, la calma superficial de la segunda marchaba a un ritmo lento en el que se repetían gestos tradicionales, como un reflujo de pasadas modas; en el Palacio de Oriente volvía a sonar la marcha de alabarderos, volvían las recepciones y las capillas públicas, volvían también las fiestas mundanas en los viejos palacios de la aristocracia madrileña y en los palacetes que surgían a lo largo de la Castellana. Se tranquilizaba la burguesía urbana y rural, y los aislados chispazos de protesta social la confirmaba en la necesidad de apoyar la Monarquía restaurada; se recobraba también la Iglesia de pasadas alarmas; se organizaban misiones para volver a la buena senda a los descarriados; se restablecían las órdenes religiosas a pesar de las limitaciones que imponía el concordato, e incluso, a fines del siglo, hallarían refugio en España religiosos expulsados de la Francia republicana.
Francia y Suiza eran las dos únicas repúblicas europeas; el régimen monárquico estaba tan asentado en Europa que los republicanos españoles preferían referirse a las repúblicas americanas como referentes de un régimen que proporcionaba paz y prosperidad. Se citaba como ventaja del régimen monárquico la de poder anudar alianzas mediante enlaces regios. Después de una interrupción de varios años, España sentía la necesidad de tener una política exterior. Tras la guerra francoprusiana y la proclamación del imperio alemán (1871) hubo años de paz y tranquilidad porque la nueva potencia hegemónica no abusó de su victoria; Alemania, liderada por Bismarck, se alió con Austria e Italia y mantuvo buenas relaciones con Inglaterra y Rusia. Alfonso XII, aconsejado por Cánovas, tomó nota de esta realidad; tras un matrimonio por amor de breve duración, contrajo matrimonio con una sobrina de Francisco José de Austria, María Cristina de Habsburgo, pero este acercamiento al grupo hegemónico de las potencias centrales no llegó a ser alianza formal; España prefirió un aislamiento poco espléndido cuyas consecuencias pagaría en 1898, pero ¿hubiera aceptado alguna potencia europea garantizar a España sus colonias? En cuanto a la opinión pública, estaba tan mal informada de la realidad europea que reclamó la guerra contra Alemania por la pretensión de ésta de ocupar unos islotes del Pacífico (las Carolinas) que teníamos completamente abandonados.
Durante la Restauración la vida política se estructura en los partidos con más vigor que antes, porque éstos son más definidos y porque decae el poder militar. Se impone, en palabras de Seco Serrano, el Civilismo sobre el Militarismo. No había habido una depuración masiva de los mandos militares y todavía se registraron algunos chispazos, algunos pronunciamientos impulsados desde su exilio parisino por Ruiz Zorrilla, el que fue ministro demócrata de Amadeo, convertido luego al republicanismo. Pero el fracaso de estas tentativas patentizaba el cambio de mentalidad acaecido en los altos rangos militares; abundaban los de antecedentes republicanos, pero recordaban los actos de insubordinación de la tropa durante la República. La Monarquía les garantizaba prestigio social y buenos sueldos: un coronel ganaba en 1900, 7500 pesetas; un capitán, 3000; un segundo teniente, 1950 (un maestro de escuela, 825). Muchos militares seguían interesados en la política, pero dentro del marco de los partidos políticos, única fuerza organizada; según dijo don Antonio Maura en uno de sus discursos parlamentarios, no había en España otro tipo de organización sobre el que pudiera sentarse el poder: «Aquí no hay jerarquías sociales; aquí, ni sacerdocio, ni milicia, ni aristocracia, ni categoría social alguna lleva incluida participación alguna en las funciones públicas; la sociedad española es la más llana y menos articulada de Europa». Esto era cierto, y en gran parte herencia del absolutismo austríaco y borbónico que había respetado las diferencias económicas, pero no había consentido rivales en el uso de la soberanía. Desaparecido el absolutismo regio, se habían constituido por generación espontánea unas agrupaciones artificiales: los partidos.
El partido conservador, liderado por Cánovas, era sucesor del moderado isabelino, remozado en su doctrina y reforzado con aportes de personas de clase alta y media desengañadas o interesadas; gobernó durante ocho de los diez años del reinado de Alfonso XII. El liberal se formó trabajosamente, teniendo como núcleo antiguos progresistas y demócratas, y no pocos republicanos posibilistas. Su jefe, don Práxedes Mateo Sagasta, estaba muy lejos de tener la autoridad de Cánovas, pero tenía más don de gentes y se adaptó perfectamente a su papel de pieza de recambio y banderín de enganche para constituir el turno pacífico de partidos que fue el eje de la Restauración. Otros partidos minoritarios quedaron alejados del poder o recibieron un puñado de actas como migajas del festín; el partido carlista quedó debilitado por la escisión de los católicos intransigentes, integristas, capitaneados por don Ramón Nocedal, con escasa fuerza numérica, aunque sólida implantación en el clero. El partido socialista se fundó en 1879 teniendo como base la Asociación del Arte de Imprimir, pero hasta 1909 no consiguió Pablo Iglesias un acta de diputado por Madrid; los nacientes partidos regionalistas no tenían todavía representación parlamentaria.
El consenso que Cánovas buscaba para la Constitución excluía los extremos; se basaba en un bipartidismo poco diferenciado; aun así, tenía el mérito de no ser una Constitución partidista; era la sexta después de las de 1812, el Estatuto Real de 1834, la Constitución progresista de 1837, la moderada de 1845 y la que surgió de la revolución de 1868; la Constitución republicana de 1873, aunque diseñada, no llegó a tener efectividad, como tampoco la tuvo la napoleónica de Bayona. ¡Demasiadas constituciones para que el país las tomara en serio! La de 1876 duró medio siglo; estuvo en suspenso desde 1923 por el golpe de Estado de Primo de Rivera, aunque no fue formalmente abolida hasta que se promulgó la Constitución republicana de 1932. La de 1876 instituía una Monarquía fuerte; el rey no sólo era jefe del Ejecutivo, sino que tenía un derecho de veto sobre el Legislativo y participaba en la composición de un Senado que, por el origen y categoría de sus miembros, contrapesaba el carácter democrático del Congreso. Otra baza muy fuerte para la institución monárquica: el rey era el jefe nato de todas las fuerzas militares de mar y tierra. El carácter transaccional de la Constitución se aprecia en que reconocía los derechos individuales, pero dejaba para una regulación posterior quiénes tenían derecho a sufragio. La vieja disputa entre unidad religiosa y libertad de cultos se zanjó con una declaración de tolerancia que respetaba el carácter confesional del Estado y restringía las manifestaciones públicas de cultos no católicos.
Alfonso XII murió en plena juventud (1885). Se temió que republicanos y carlistas aprovecharan la circunstancia de recaer la regencia en una extranjera para provocar disturbios; Cánovas pensó que un gobierno liberal era más adecuado a la situación y entregó el poder a Sagasta. No se alteró la tranquilidad de un país bien hallado con la paz después de las aún recientes agitaciones. La tentativa republicana de Villacampa, instigada desde París por Ruiz Zorrilla, fue la última militarada hasta el golpe de Primo de Rivera en 1923. Contribuyó a la estabilidad el nacimiento de un hijo póstumo, el futuro Alfonso XIII. Contribuyó también al clima de estabilidad la coyuntura económica favorable que atravesó Europa entre los años setenta y noventa (Segunda Revolución Industrial), de la que España participó en modesta medida. Entró mucho capital extranjero, sobre todo en el negocio minero por la gran demanda exterior; los compradores de Riotinto y otras minas de cobre hicieron negocios fabulosos a costa de esquilmar nuestros yacimientos; lo mismo puede decirse de los yacimientos de plomo argentífero de Andalucía y Murcia, del mercurio de Almadén y de las minas de hierro de Vizcaya; hasta diez millones de toneladas anuales llegaron a salir del puerto de Bilbao con destino a los altos hornos de Inglaterra y Alemania; en España se convertía en acero un escaso millón, suficiente para dar un inusitado aspecto industrial a la ría del Nervión y arruinar a la siderurgia andaluza; Vizcaya tenía muy cerca el carbón de Asturias, y no lejos el de Gales, de mejor calidad, mientras los rudimentarios altos hornos de Málaga, alimentados con carbón vegetal, sólo consiguieron arrasar bosques; en cuanto terminaron las guerras carlistas la supremacía vizcaína volvió a imponerse.
La agricultura también tuvo décadas de bonanza: el trigo de la Meseta se defendió de la competencia americana con barreras arancelarias; los vinos tuvieron años de enorme prosperidad aprovechando la devastación de los viñedos franceses por la filoxera antes de sufrir los nuestros la misma plaga. La economía catalana era más compleja: tenía una viticultura de calidad, exportaba frutos secos, pero su principal motor era la industria textil, algodón sobre todo, pero también lana (Sabadell, Tarrasa). No eran fábricas competitivas a nivel europeo por su pequeño tamaño; por eso coincidían los catalanes con los agricultores castellanos y andaluces en reclamar una protección arancelaria. Ese auge económico que llegó hasta mediados de los noventa impulsó el crecimiento urbano con ritmos muy distintos, desde el espectacular despegue de Bilbao a la atonía de Cádiz. Madrid y Barcelona llegaron al medio millón, con características muy distintas, pero con el similar resultado de impulsar una industria de la construcción que daba ocupación a muchos jornaleros de zonas agrarias deprimidas. El banquero Salamanca se había arruinado como consecuencia de la revolución de 1868; veinte años después, el barrio que lleva su nombre volvía a multiplicar sus calles, anchas para la época, y sus edificios señoriales con anchas puertas cocheras.
La calma chicha de la Restauración fue la edad de oro de los dos partidos turnantes; sus diferencias eran leves: si decimos que en el conservador había más aristócratas y en el liberal más burgueses, la afirmación resultaría engañosa, porque las excepciones eran muchas; más exacto sería decir que en el liberal había sectores anticlericales que faltaban en el conservador, que tenía resabios librecambistas que faltaban en el segundo, que guardaba algo de la tradición populista, de la afirmación de la soberanía nacional, de los derechos del hombre y del ciudadano; por eso, mientras Cánovas había retrocedido desde el sufragio universal masculino hasta un voto censitario que reducía los votantes a menos de un millón, entre propietarios, funcionarios y «capacidades», Sagasta volvió en 1890 al sufragio universal, aunque tan decidido como su rival a ganar las elecciones como fuera, con la diferencia de que Cánovas disponía para el trabajo sucio de un experto excepcional, el antequerano Romero Robledo, mientras que Sagasta no necesitaba a nadie para realizar una tarea que conocía a fondo.
El castellano tiene, para designar estas prácticas políticas electorales, una palabra de rancio abolengo, pues deriva de costumbres que estuvieron en uso en las Indias: caciquismo; se aplicó al gobierno municipal antes de aplicarse a la totalidad; era vicio antiguo y tampoco exclusivo de España; los prefectos de Napoleón III no eran menos enérgicos en la defensa de los candidatos gubernamentales que nuestros gobernadores de la Restauración, y lo mismo podría decirse de otros países y regímenes donde el sufragio fue sistemáticamente manipulado; pero en España el sistema adquirió un virtuosismo excepcional, vigente no sólo en período electoral, sino en todo tiempo y lugar, combinando el rígido centralismo ubicado en el edificio edificado en el siglo XVIII en la madrileña Puerta del Sol para Casa de Postas con los miles de centros de administración local (nueve mil ayuntamientos) conectados unas veces directamente y otras a través de los gobiernos civiles. El aparato era el mismo para los dos grandes partidos de turno; los demás partidos también disponían de medios de tutela y presión, pero de forma localizada y rudimentaria, lo que limitaba su eficacia.
El sistema combinaba el palo y la zanahoria; para los pequeños favores bastaba dirigirse al cacique local; en asuntos de más envergadura éste acudía al representante provincial del partido, y en caso necesario a Madrid. Esta inmensa tela de araña cubría toda la nación, funcionando de forma alternativa, unos años en favor de los liberales, otros de los conservadores, lo que no impedía que un cacique del partido en la oposición también tuviera poder, porque se respetaban; hoy por ti, mañana por mí. Era frecuente que en una familia hubiera miembros de los dos partidos. Para que en el momento crítico de la elección municipal o nacional se recogiera el fruto era preciso cuidar asiduamente el huerto; en el archivo de Romanones se conservan miles de cargas que revelan cómo el gran hombre gestionaba a uno un empleíllo, a otro la exención de quintas… En estos casos era frecuente que el candidato saliera por su distrito en virtud del de la ley electoral, es decir, por falta de contrincante; en cambio, el candidato cunero, sin arraigo en la provincia, necesitaba mayores esfuerzos, y algunas (raras) veces se daba el caso de que a pesar de los pucherazos, suspensión de alcaldes recalcitrantes y otras medidas extremas, el candidato oficial fuera derrotado.
El caciquismo tenía también aspectos paternalistas; los grandes caciques conseguían ventajas para sus distritos, sobre todo si llegaban a ministros: don Juan de la Cierva dotó a Murcia de universidad; los Pidal hicieron mucho por Asturias. Los ejemplos podrían multiplicarse. El caciquismo se ha defendido, o, por lo menos, explicado, como instrumento necesario para adaptar una sociedad con bajo nivel cívico, económico y cultural a un sistema político muy avanzado. Con el paso del tiempo fue evolucionando; los gobiernos encontraban, sobre todo en las grandes ciudades, más resistencias; se logró la estabilidad de los funcionarios, que antes cambiaban con los cambios de gobierno (lo que en Estados Unidos llamaban spoil system), dando lugar a la dramática figura del cesante. Pero seguía siendo vital para muchos miles de españoles que su partido estuviera en el poder, de ahí la rápida rotación de gobiernos: seis en los diez años del reinado de Alfonso XII; ocho en los diecisiete años de Regencia. Cuando un gobierno conservador estaba más de dos años disfrutando de las mieles del poder, los liberales se impacientaban, amenazaban romper la baraja, y viceversa. Se evitaba que la Corona tuviese que intervenir; el gobierno dimitía alegando dificultades internas y sus rivales accedían al poder y fabricaban desde Gobernación una mayoría confortable en torno a dos tercios, dejando al partido en la oposición el resto, y algunos pocos escaños para republicanos y carlistas en sus reductos más sólidos.
Este cuadro, trazado a grandes brochazos, necesitaría de algunas o muchas pinceladas adicionales para representar fielmente lo que fue la vida política española medio siglo. Habría que decir que si en los niveles medios y bajos de la vida política había mucha corrupción, las altas figuras rara vez incurrieron en ella; por el contrario, no fue el conde de Romanones el único a quien su afición a la política le costó mucho dinero. Otra advertencia: la solidez de los dos grandes partidos turnantes era más aparente que real; dentro del canovista había disidencias que después de la muerte del jefe llegaron a la ruptura completa; en cuanto al liberal, era un conglomerado, una federación de grupos liderados por grandes caciques regionales; tras la muerte de Sagasta (1903) los liberales se dividían en romanonistas, albistas, garciprietistas, etc. Al debilitamiento interno se unía el ataque exterior de los movimientos obreros y del republicanismo, que trataba de recuperarse del descrédito y la represión que sufrieron tras el episodio cantonalista.
La guerra de Cuba sólo hasta cierto punto puede considerarse un detonante exterior al sistema, pues, en realidad, el descontento que reinaba en la gran isla era fruto del favoritismo y desgobierno de la metrópoli. A Cuba llegaron a lo largo del siglo XIX hombres y capitales tras la emancipación del continente; creció la población y la prosperidad; la producción de azúcar en grandes ingenios se convirtió casi en un monocultivo que necesitaba grandes masas de trabajadores; la esclavitud seguía imperando a pesar de las promesas de abolición; también llegaban emigrantes españoles que aumentaban la población urbana y solían dedicarse al comercio; funcionarios e inmigrantes formaban un partido españolista enemigo de reformas, sostenidos en la metrópoli por todos los que se beneficiaban de aquel estado de cosas: políticos cuneros, exportadores castellanos y catalanes de trigo y textiles, grandes propietarios absentistas y beneficiarios de la explotación de la mano de obra negra. Las anunciadas reformas políticas y sociales no llegaban. Entre 1868 y 1878 tuvo lugar una guerra, o más bien guerrilla, provocada por el malestar de los hacendados criollos, a la que puso fin el general Martínez Campos con promesas y algunos miles de duros oportunamente distribuidos; pero el descontento seguía; el grito de Baire dio comienzo a otra guerra más breve, pero más encarnizada y de carácter más popular; negros y mulatos nutrían la mayor parte de los grupos insurrectos.
Martínez Campos empleó, esta vez sin éxito, la misma táctica que en la guerra anterior. Sagasta, descorazonado, pasó el testigo a Cánovas. El jefe conservador declaró que para combatir el separatismo España sacrificaría «hasta el último hombre y la última peseta». Martínez Campos fue reemplazado por Wéyler, dispuesto a emplear medidas radicales; se enviaron a Cuba más de 150 000 hombres; las partidas insurrectas no sumaban ni la cuarta parte, pero contaban con el apoyo de la población rural; para evitarlo, Wéyler ordenó concentrar esa población rural en áreas vigiladas; así se lograban éxitos militares que hacían prever una victoria, pero se suscitaba otro peligro terrible: la mala imagen exterior, basada en relatos sobre el sufrimiento de la población civil. La prensa amarilla de Estados Unidos se apoderó del tema, lanzó una campaña de insultos y calumnias, preparó a la opinión pública para una guerra contra España. Así, la guerra de Cuba tomaba una preocupante dimensión internacional.
Cánovas fue asesinado en 1897 por el anarquista italiano Angiolillo, según dijo para vengar a los anarquistas procesados y ejecutados en Barcelona. Recaía el poder en los liberales; un envejecido Sagasta tuvo que hacer frente al más espinoso problema con el que se había enfrentado España desde la Guerra de la Independencia. La tardía concesión de la autonomía a Cuba no surtió ningún efecto; se dibujaba con claridad el peligro de una confrontación con Estados Unidos, cuyo interés por anexionarse la Perla de las Antillas era notorio; por lo pronto, exigían a España que humanizase la guerra; bajo cuerda barajaban dos soluciones: intervención armada o adquisición por medios diplomáticos. El presidente MacKinley era partidario de la segunda. Ocurrió entonces un hecho cuya génesis sigue siendo misteriosa: el hundimiento del acorazado Maine anclado en el puerto de La Habana. La imputación a una mina española era absurda; lo menos que deseaba España era provocar un conflicto con Estados Unidos. Sin embargo, ésa fue (y sigue siendo) la tesis oficial de Estados Unidos.
El gobierno norteamericano declaró la guerra a España impulsado por la opinión pública; hubiese preferido comprar la isla, con lo que tendría más libertad de acción, pero si hacía una «guerra de liberación» tenía que concederle la independencia. En cambio, el gobierno español recibió el ultimátum con la natural consternación, pero también con cierta sensación de alivio, porque en el estado a que habían llegado las cosas una derrota honrosa proporcionaba una salida al Régimen. El país estaba harto de aquella guerra; indignaba a las masas populares que sólo fueran los que no podían pagar las dos mil pesetas que costaba la redención de un soldado; se comentaban amargamente los tremendos fallos políticos y militares; Cajal, en sus Memorias, nos ha dejado testimonios de la incompetencia que producía muchas más bajas por enfermedades que por acciones de guerra en las filas del ejército. Crecía una agitación de tipo republicano y proletario que amenazaba al trono, a la dinastía. Se imponía el fin de la guerra al precio que fuera; las potencias europeas veían con simpatía la causa de España, pero no hasta el punto de ofrecerle ayuda militar; en vender la isla no había que pensar, sólo quedaba ser derrotados con honor.
Este propósito se cumplió a medias; no se podía pedir a España que venciera a un coloso; en 1898 los Estados Unidos tenían cuatro veces más habitantes que España y triple renta per capita; la relación era de 1 a 12. Esto no lo sabía el público. El gobierno sí. Pero la derrota estuvo también marcada por el signo de la improvisación y la incompetencia; la orden al almirante Cervera de salir del puerto de Santiago de Cuba fue tan absurda como la forma de salir los buques: uno a uno, ofreciendo fácil blanco a un enemigo muy superior. Para los que no se dejaban engañar por irresponsables campañas de prensa, el resultado de las hostilidades estaba previsto, lo que sorprendió fue la rapidez y magnitud del desastre, y también la dureza de las condiciones de paz, pues, a más del abandono de Cuba, los negociadores norteamericanos exigieron la entrega de Puerto Rico, donde no se habían registrado alteraciones, y de Filipinas, donde sí había una guerrilla de carácter independentista. Parece que en la exigencia de Filipinas influyó el gobierno inglés, que temía que aquel archipiélago cayera en poder de los japoneses.
Tal fue, en muy resumidas cuentas, el desastre del 98 que tanta tinta hizo correr y en el que se añadieron, a las pérdidas materiales, abatimientos y desengaños colectivos; se tomó conciencia de la verdadera dimensión de España, del puesto que ocupaba en el mundo o, como entonces se decía, en el concierto de las naciones, pero las temidas revueltas internas no se produjeron; alguna partida carlista merodeó unos días por el Maestrazgo; algunos republicanos creyeron llegada la ocasión propicia, pero, en definitiva, no se alteró el orden interno. Otro matiz favorable cabe apuntar: no hubo venganzas raciales en las pérdidas coloniales; los españoles que quisieron liquidar sus negocios en Cuba y Puerto Rico lo hicieron sin problemas y aportaron capitales a la empobrecida metrópoli. Los que prefirieron seguir allá no fueron molestados.
La honda conmoción producida por la pérdida de las últimas colonias fue un hecho nuevo; el español no tenía tradición imperialista; vio con disgusto las guerras de Flandes, acogió indiferente e incluso aliviado la pérdida de los dominios europeos por el Tratado de Utrecht. Ni siquiera se conmovió por la separación de Portugal, aunque en este caso ya no estaban sólo en juego intereses dinásticos, sino solidaridades peninsulares íntimamente ligadas al ser de España. Tampoco le afectó, y esto sí parece inexplicable, la emancipación de América. ¿Cómo explicar entonces el trauma que ocasionó el 98? Pues, aunque se comentó y censuró que el pueblo siguiera abarrotando los cosos taurinos y la mayoría de los ciudadanos estuviera más preocupado por sus problemas personales que por los del país, es evidente que aquellos acontecimientos causaron frustración y dejaron huella. Las explicaciones pueden ser múltiples: los ciudadanos habían vivido en su propia carne la tragedia; los odios internos que relegaron a segundo plano los acontecimientos del continente americano estaban amortiguados al finalizar aquella centuria; había más información, se habían seguido al día las contingencias de la guerra, pero, sobre todo (y esto me parece un factor esencial), la conciencia nacional estaba más despierta por la acción de la prensa y de la escuela; había un nacionalismo español, no tan vivo como los que habían surgido en el resto de Europa, pero lo suficientemente activo como para provocar amargura, desencanto; no afán revanchista, sólo un leve prejuicio antiyanqui.
En el conjunto de Europa también produjo malestar aquella derrota, síntoma del declive de la hegemonía europea en el mundo. España despertó simpatías puramente platónicas; el káiser Guillermo II de Alemania, muy dado a ensoñaciones y proyectos fantásticos, pensó en una acción conjunta que mostrara la solidaridad europea, pero sus consejeros le hicieron ver que nada podría hacerse sin la colaboración de Inglaterra, la primera potencia naval, y los ingleses, aunque también miraban con aprensión el acelerado crecimiento y el talante agresivo de su antigua colonia, no sólo no se sumarían a una eventual demostración, sino que en este caso concreto revivían viejos fantasmas contra el país católico, inquisitorial, de donde había partido la Invencible. Cuando el primer ministro, lord Salisbury, en un discurso famoso aludió a las naciones moribundas, aunque el tema tenía relación con China, todos entendieron la alusión a España. Poco antes, Inglaterra había infligido a Portugal la humillación de un ultimátum que puso fin a sus planes de enlazar Angola y Mozambique, y los franceses también recibieron en Fashoda un palmetazo semejante al que recibió Portugal en aquel emblemático 98. América para los yanquis y África para los ingleses. El papel de los latinos estaba en baja, pero ninguna nación sufrió esta adversa coyuntura con tanto rigor como España.
Las reacciones provocadas por el desastre se asocian no sólo con indispensables reajustes en la economía nacional y en la estructura del Estado, sino con una toma de conciencia más profunda, que podría relacionarse con el hecho de que a fines del siglo XIX ya empezaban a designarse como intelectuales a los escritores influyentes en la vida pública. Caro Baroja escribió, a propósito de las personas que concurrían a la tertulia de su tío, que la llamada generación del 98 no es más que «una lucubración pedantesca para opositores a cátedras de literatura», y no es el único que piensa así; mas, sin entrar en debates sobre dicha generación, es evidente que se dio un contraste, como el que ya existió en el siglo XVIII, entre una decadencia política y un alto nivel cultural, y que la literatura regeneracionista continúa la línea de los arbitristas y proyectistas, de los preocupados por los Males de la Patria (título de una obra de Lucas Mallada) y sus posibles soluciones.
Es también indudable que antes del desastre existía ya una abundante literatura crítica. Costa es el caso más conocido, pero los ejemplos abundan; veamos, por ejemplo, cómo hablaba el historiador Cesáreo Fernández Duro en 1882: «En la aldea, quien hace ahorros se va a la capital a prestar al 60 por ciento. En más alta esfera, el que nació con bienes de fortuna en poco se separa de esta senda. ¿Cómo queréis que así prospere el país?». Los hombres del 98 tenían un sentido social; hijos de la burguesía, sentían la falta de solidaridad de ésta con las clases desfavorecidas; se acercaron a los círculos ácratas y socialistas, luego se apartaron al ver que eran recibidos con mal talante; unos se refugiaron en la mera creación literaria, otros siguieron teniendo una vocación política dificultada por los tupidos filtros que oponía el caciquismo. Quizás tienen razón los que niegan la existencia de una «generación», pero es imposible negar que los acontecimientos de aquel año influyeron en el pensamiento y la obra de Azorín, Unamuno, Baroja, Menéndez Pidal, Asín Palacios y que su exuberancia, su creatividad, fueron un contrapunto positivo a circunstancias muy negativas. Para salir de la sima lo primero era tomar contacto con la realidad de la España profunda, despojarse de los oropeles románticos, buscar un sendero, una meta, y ahí surgían las diferencias: partidarios de la tradición, partidarios de la europeización. Divergentes en los medios, convergían en los fines: promover las aguas estancadas y trabajar por una España mejor.