UNA ERA CONFLICTIVA
El conde de Toreno tituló su obra clásica Historia del levantamiento. Guerra y revolución de España y este título define perfectamente el orden de los sucesos acaecidos en el sexenio 1808/1814, decisivo en la historia de nuestra patria. Primero se produjo un levantamiento, luego una guerra contra el invasor y, simultáneamente, una revolución que alteró el orden político-social vigente desde hacía siglos. El alzamiento fue desde un punto de vista jurídico ilegal, puesto que la junta que Fernando VII dejó al ausentarse de Madrid reconoció las renuncias de Bayona. En el alzamiento participaron todas las clases sociales, aunque desde el principio fue creencia generalizada que el pueblo se rebeló con más unanimidad que las clases altas, y esta opinión se ha expresado lo mismo en sentido elogioso que denigrativo; el inquisidor general llamó al Dos de Mayo «escandaloso tumulto del pueblo bajo». Otros, en cambio, lo decían en sentido elogioso, lo que motivó una respuesta indignada de Capmany, diputado en las Cortes de Cádiz: «Cuando nuestro pueblo se movió en masa se movieron todas las partes que la componían». Eso es cierto, pero, dentro de la enorme variedad de comportamientos, creo que hay algo de verdad en la afirmación del protagonismo popular, desinteresado. Mor de Fuentes, que estaba en Madrid el 2 de mayo de 1808, vio a los mozos de cuerda correr a los lugares donde se combatía con los franceses. Se aprecia un contraste con las clases dirigentes, los que tenían algo que perder; cuando llegaron a Jaén noticias de lo sucedido en Madrid, el ayuntamiento acordó «no hacer movimiento alguno que pueda alterar el sosiego y subordinación en que se halla este pueblo», y este caso no fue único ni mucho menos. Al encontrarse momentáneamente sin autoridades reconocidas, la sociedad española actuó con una espontaneidad que nos suministra una valiosísima radiografía.
El rechazo a una intervención extranjera realizada con procedimientos tan viles era general, pero ¿qué querían específicamente las clases populares? Los actos de violencia a que se entregaron las masas en los primeros días pueden dar algunas pistas. En Valencia las turbas asesinaron a muchos residentes franceses, pero éste fue un hecho aislado y duramente reprimido. En general fueron actos contra personas concretas acusadas de sabotear el movimiento: autoridades, altas autoridades; en Valladolid fue arrojado al Esgueva el director de la Escuela de Artillería de Segovia; en La Coruña fue asesinado el gobernador militar; en Sevilla, el conde de Águila, figura destacada de la Ilustración; en Cádiz, el capitán general, marqués del Socorro; en Badajoz, el gobernador militar, conde La Torre del Fresno; en Cartagena, el general Borja… Perecieron también los corregidores de Jaén, Huesca, Manresa, Villena y otros. La mayoría de estos atentados sin motivos reales, a veces mezclando odios personales con los motivos patrióticos; el exministro Soler fue asesinado en un pueblo de La Mancha, al parecer porque había impuesto cuatro maravedises en cuartilla de vino. Las reacciones fueron diversas; ya hemos dicho que los asesinatos de franceses en Valencia fueron castigados; en Granada, la Junta mandó ahorcar a doce complicados en la muerte del corregidor de Vélez Málaga, que fue extraído con violencia de La Cartuja. En esta explosión de odio salvaje no se puede ver más que una malquerencia contra las autoridades disfrazada de patriotismo. Las autoridades restablecieron el orden; no hubo peligro real de subversión del orden social instituido, pero sí detalles significativos: en muchas partes los campesinos procuraron rehuir o disminuir el peso que representaba el pago del diezmo.
Estos incidentes de los primeros días son borrones lamentables, indicios de insatisfacción, preludio de sucesos posteriores, pero, en conjunto, el ejemplo de un pueblo que, abandonado por sus más altas autoridades, se rebela contra la imposición extranjera, tiene una grandeza innegable. La declaración de guerra de la Junta de Asturias a Napoleón asombró a Europa, y más cuando comprobó que no era una amenaza vana; aquello podía ser el principio del fin del coloso. Por desgracia suya y nuestra, Napoleón no sabía nada de los españoles; su reacción le dejó sorprendido y desorientado; mil veces maldijo su ocurrencia no por arrepentimiento, sino por haber sido la causa de su caída, como confesó en su destierro de Santa Elena. Pensaba que los ciento cincuenta mil hombres que había metido arteramente en España, aparentando que se dirigían a Portugal, serían más que suficientes para reprimir cualquier resistencia; no fue así, en Bailen capituló un ejército de veinte mil hombres, hecho sin precedentes que causó una impresión inmensa en Europa; las columnas dirigidas contra Lisboa, Valencia y Zaragoza fracasaron en su empeño. No llevaba el rey José un mes de residencia en Madrid cuando tuvo que replegarse más allá del Ebro.
No había terminado el año 1808 cuando Napoleón al frente de la Grande Armée entró en España para restablecer la situación. Lo hizo sólo a medias: entró en Madrid, pero regresó a Francia ante la noticia de que Austria reanudaba las hostilidades; desde entonces la guerra prosiguió monótona, con alternativas, sin que en ningún momento hubiera una paz, ni siquiera un armisticio. Una situación única en las guerras napoleónicas. En la Península llegaron a combatir más de trescientos mil hombres, los mejores que tenía Napoleón; no todos franceses, había muchos polacos, italianos y de otras nacionalidades, sin contar los mamelucos que pintó Goya. El ejército español, ni aun reforzado con la excelente infantería inglesa que desembarcó en Portugal a las órdenes de Wellington, estaba en condiciones de hacer frente al ejército francés; si pudo hacerlo es porque, como ha destacado Miguel Artola, los franceses nunca pudieron oponer a Wellington más de cincuenta o sesenta mil hombres; las cuatro quintas partes de los soldados franceses estaban amenazadas por las guerrillas. Era un tipo de guerra nuevo, una guerra de desgaste que después ha servido de modelo a otras muchas; las guerrillas eran partidas de cien, quinientos e incluso mil hombres integradas por patriotas, aventureros, bandoleros y, sobre todo, desertores de ambos ejércitos. Sus armas eran la movilidad, el conocimiento del terreno y la complicidad de la población civil. Ni pedían ni daban cuartel. Aquella guerra fue de una violencia extrema por ambas partes.
Junto al hostigamiento de las guerrillas, el ejército francés, de ordinario vencedor en campo abierto, se estrelló ante la resistencia de heroicas ciudades. De la de Zaragoza escribió el mariscal Lannes a Napoleón: «Nunca he visto tal encarnizamiento. He visto mujeres que se dejan matar en la brecha». Zaragoza y Gerona sucumbieron, pero no así Cádiz, defendida por formidables fortificaciones que habían sido construidas pensando en un posible ataque inglés. Aburrido de aquel tipo de guerra que no podía ganar, Napoleón acometió la conquista de Rusia con las consecuencias conocidas. La decisiva campaña de 1813 ante una gran coalición europea inflamada por el ejemplo de españoles y rusos hubiera podido ganarla si en Leipzig hubiera podido disponer de los veteranos que tenía inmovilizados en España. Perdió en los dos frentes. Después de la batalla de Vitoria (1813), en la que se recuperó gran parte del inmenso botín que llevaban los invasores, el ejército anglo-hispano portugués invadió el territorio francés; estaba ya en Burdeos cuando los aliados entraron en París.
La Guerra de la Independencia fue para España lo que la Fiesta de la Federación había sido para Francia: la ocasión de demostrar que la unidad nacional forjada durante siglos había impregnado la conciencia de todos y que podía combinar esa conciencia de unidad con el respeto a la diversidad regional. Las juntas constituidas de forma espontánea alumbraron un órgano central que dio paso a una regencia formada por tres miembros. No formaban parte de ella dos supervivientes del Antiguo Régimen que participaron en la Junta Central: Jovellanos y Floridablanca; ambos murieron sirviendo a la Junta Central, a la que daban un tinte conservador junto con el prestigio de sus nombres y sus eminentes servicios.
La Regencia, integrada por tres nombres de escaso relieve político, se plegó a las exigencias de los sectores más avanzados, que pronto empezaron a llamarse liberales, voz de origen hispano en su acepción política, que pedían la convocatoria de Cortes con el doble fin de ratificar la legalidad del gobierno nacido de la insurrección y servir de instrumento a las reformas que pedían los sectores más avanzados de opinión. Napoleón había ya tenido la misma idea y había convocado en Bayona a una serie de notables; la mayoría se excusaron; los que acudieron elaboraron, o más bien suscribieron, una constitución que Napoleón pensaba sería aceptable para todos los españoles, pues mantenía los principios esenciales del Antiguo Régimen e introducía moderadas reformas. La Constitución de Bayona no tuvo ninguna efectividad, mientras que la de Cádiz llegó a ser durante décadas un referente privilegiado no sólo para los liberales españoles, sino para los extranjeros.
La apertura de las Cortes en 1810 fue un hecho decisivo en nuestra historia institucional; tras largo forcejeo con la Regencia, que pensaba en una variante de las Cortes tradicionales, éstas fueron elegidas por sufragio universal masculino, prescindiendo de la representación estamental (brazo noble, eclesiástico y ciudadano); admitieron doce representantes americanos y, lo que era más grave y novedoso, se declararon representantes de la soberanía nacional dentro de la teoría de la división de poderes. El rey seguiría siendo pieza importante, pero no única, del gobierno de la nación. Este principio, más la serie de disposiciones acerca de la organización territorial, libertad de prensa, abolición de la Inquisición, de los señoríos y otros rasgos fundamentales del Antiguo Régimen, se consignaron en la Constitución de 1812 y en las leyes complementarias.
Fue la de Cádiz una Constitución avanzada, no fruto del consenso, más progresista de lo que podía tolerar una sociedad todavía, en su conjunto, muy tradicional. Proclamaba la unidad religiosa, pero a nadie se le ocultaba que la Iglesia ya no tendría órganos represores.
A pesar de la erosión que en los reinados anteriores había sufrido la imagen de la realeza, chocaba a muchos la desaparición del absolutismo regio; tampoco parecía acertada la introducción de un centralismo radical e igualitario que ignoraba los fueros y tradiciones regionales y locales, según el modelo del jacobinismo francés. No era éste el único rasgo de afrancesamiento que denunciaban los enemigos de la Constitución; contestaban también su legitimidad, porque ni los diputados tenían poder para hacerla ni sus nombramientos eran representativos, pues estando la mayor parte del territorio ocupado por el enemigo se habían elegido gran número de suplentes entre los refugiados en Cádiz, en su mayoría de ideas más avanzadas que las que predominaban en la nación.
En efecto, la Constitución de Cádiz, a pesar de que se ordenó que los párrocos la leyesen y explicasen a sus feligreses, tuvo poco respaldo popular. Cuando Femando VII, liberado de su confinamiento en el castillo de Valencay, regresó a España no tuvo ninguna dificultad para disolver las Cortes, anular la Constitución y volver al régimen anterior. No hubo reacción popular, y los pronunciamientos liberales posteriores se basaron en individuos, en grupos, no en masas.
Encontró Fernando un país devastado por seis años de una guerra terriblemente violenta; en las ciudades el invasor había realizado algunas obras urbanísticas; en los pueblos todo era desolación; las exigencias de la intendencia francesa no se apiadaron ni siquiera en 1810, cuando la deficiente cosecha provocó la muerte por inanición de infinitas personas. En ciertos sectores el destrozo fue permanente; la cabaña lanar de Soria era la más reputada del mundo; sus lanas alcanzaban altos precios en el extranjero, pero las ovejas fueron requisadas para alimentar al ejército invasor y la famosa raza merina quedó virtualmente extinguida. La rapiña de joyas, plata y objetos artísticos tuvo como principal objetivo las iglesias y conventos, pero también afectó a muchos nobles palacios y al mismo patrimonio real; mientras Napoleón languidecía en Santa Elena, su hermano José vivía en América una existencia fastuosa gracias a las joyas que se llevó del Palacio de Oriente. Otras habían servido para costear la guerra y Carlos IV también se llevó no pocas al destierro; así acabó la colección amasada por los reyes de España durante siglos y en la que figuraban piezas únicas.
Entre los muchos problemas que a su regreso encontró El Deseado estaba el trato que había que dar a los que entonces se llamaron los afrancesados y hoy llamaríamos colaboracionistas; entonces su conducta mereció una reprobación general, aunque no se pronunciaron sentencias de muerte; no hubo contra ellos una represión tan feroz como las que recientemente hemos visto en varios países europeos, porque tampoco eran hechos análogos; los inculpados se exculpaban diciendo que utilizaron sus cargos en beneficio de los patriotas, partiendo de la base de que la victoria de los franceses parecía un hecho irrevocable. En los últimos años hay una tendencia a reivindicar el ideario y la conducta de los afrancesados, que serían, según esta interpretación, reformadores, ilustrados, que habían aceptado el dominio extranjero para liquidar el Antiguo Régimen. Pero el hecho de que todos, casi sin excepción, estuvieran a sueldo del invasor desarbola esta teoría. El ejemplo de los constitucionales de Cádiz demostraba que dentro de las filas nacionales se podía trabajar por la libertad. Hubo entre los afrancesados hombres de valía como Fernández de Moratín, Meléndez Valdés, el arabista Conde, muchos miembros del alto clero: Alberto Lista, Llorente, Reinoso… No les unía ningún lazo ideológico; unos, como el abate Marchena, pertenecían a lo que llamaríamos la extrema izquierda; la mayoría eran liberales moderados, y no faltaban los de tendencia absolutista. Los que de buena fe creyeron que colaborando con el rey José hacían obra patriótica pronto debieron desengañarse al comprobar que era un rey títere, que quien mandaba era Napoleón, y no en beneficio de España precisamente. El golpe más duro fue el decreto que anexionaba a Francia los territorios al norte del Ebro; Cataluña, medio Aragón, Navarra y el País Vasco eran arrancados a España. Después de la batalla de Vitoria muchos de los afrancesados más comprometidos, quizás doce mil, se refugiaron en Francia; fue la primera de nuestras emigraciones políticas. No pocos se afincaron allí y aun prosperaron, por ejemplo, el banquero Aguado; otros volvieron a favor de sucesivos indultos, y este problema se zanjó en plazo no muy largo.
Entre todas las pérdidas que la guerra ocasionó a España la mayor fue, sin duda, la emancipación de América. Era un hecho que tarde o temprano tenía que producirse, pero que sin la invasión napoleónica hubiera podido realizarse de forma gradual y pacífica. Los legisladores de Cádiz consideraron que los habitantes blancos de aquellas regiones eran españoles a todos los efectos; la salvedad del color de la piel estaba ligada al espinoso problema de la esclavitud, que tardaría mucho en resolverse. Los planes de Napoleón incluían un posible dominio de las Indias españolas. Cuando en 1812 las tropas francesas ocupaban la casi totalidad de la Península los americanos encontraron un motivo para proclamar su independencia, reforzando la posición de los precursores, de los que, como Miranda, ya trabajaban en ese sentido; era una minoría; las circunstancias incrementaron su número y se produjo la guerra civil, pues el gobierno de Fernando VII sólo con gran trabajo pudo reunir los diez mil hombres de la expedición de Morillo. Aquella guerra civil asumía la vieja rivalidad entre peninsulares y criollos enlazando con otros motivos e impulsos: la libertad de comercio, el apoyo de Inglaterra, que por una parte auxiliaba a España contra Napoleón y, por otra, alentaba la insurrección de las colonias, el ejemplo de los Estados Unidos… La batalla de Ayacucho (1824) señaló el fin del dominio español en América. De lo que fue un inmenso imperio sólo quedaban Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
La pérdida de los ingresos procedentes de América se sumaba a las consecuencias de la guerra para convertir en desastrosa la situación de la Real Hacienda, y otra agravante era la deflación que aumentaba los costos reales y agravaba la carga tributaria. Para hacer frente a tantos y tan graves problemas hubiera sido necesario un estadista muy dotado; Fernando VII no lo era; tampoco fue inferior a sus predecesores; era un hombre mediocre, demonizado luego por unos y otros: por los liberales, por la arbitraria reposición del absolutismo y la persecución a los constitucionalistas; luego también por los absolutistas extremos y los carlistas, porque al final entregó, por razones más bien personales, el poder a los que antes había perseguido. No hay que omitir, sin embargo, que el pueblo madrileño siguió teniéndole afecto, y en la generalidad de España, aunque se apagó el inicial entusiasmo que había despertado, tampoco fue aborrecido hasta que una maquinaria propagandística se puso en marcha.
No eran solamente los liberales los decepcionados; mucho más grave era el descontento del ejército. Desde su profesionalización en el siglo XVIII tenía unas posibilidades de actuación corporativa que le proporcionó la guerra y el eclipse de la Monarquía. El ejército será el gran protagonista de la Edad Contemporánea española. Pero a ese ejército profesional se le unió otro irregular formado por los voluntarios, los guerrilleros, los que después de la guerra no querían reintegrarse a la vida civil. No era fácil la soldadura entre dos ejércitos tan distintos: uno de raíz aristocrática, formado en academias; otro popular, curtido en los combates. A esta fractura interna se unía la imposibilidad de pagar unos cuadros sobredimensionados. A los soldados rasos se les intentó compensar con repartos de tierras concejiles; el problema de la oficialidad era más difícil, había cuerpos privilegiados, como la Guardia Real y los artilleros de carrera, que hacían pruebas de hidalguía y tenían mejor paga, y otros que en tiempo de paz sobraban, que se quedaron en el ejército con media paga, excepto algunos cuyos méritos eran relevantes, como Díaz Porlier y Espoz y Mina, ambos guerrilleros de humilde extracción y relevantes méritos, sin ideología definida, pero impulsados hacia el bando liberal, porque la restauración del régimen absoluto por Femando VII limitaba sus aspiraciones.
Muchos de estos descontentos hallaron un punto de encuentro en las logias masónicas. Resulta curioso que una institución renombrada por su secretismo sea hoy muy bien conocida, porque el secuestro de sus archivos en la última guerra civil ha permitido esclarecer sus actividades. Descartados sus orígenes fabulosos, resulta que hasta fines del siglo XVIII sólo hubo en España algunos masones de origen extranjero. Una masonería nacional no la hubo hasta que los marinos que habían regresado de Brest organizaron una logia en Cádiz que fue descubierta y disuelta. Esta primitiva masonería tenía en su versión británica tintes aristocráticos y religiosos; la versión francesa era más radical, más impregnada en las luces, con algunos rasgos de esoterismo y ritual prerromántico que añadían sal y pimienta a sus ceremonias. La invasión francesa trajo logias militares a las principales ciudades, a las que se afiliaron algunos españoles, por curiosidad unos, buscando los beneficios de la fraternidad masónica otros. A no pocos ciudadanos de a pie encantaría mudar su gris existencia convirtiéndose por unas horas en Caballero Kadosch o Príncipes del Sublime Secreto. Era un medio de ascensión social, muy lejos de toda demagogia. Algunos liberales, perseguidos después de 1814, pensaron que las logias, por su secretismo, podrían ser un lugar adecuado para murmurar y conspirar; así se formó esa masonería política, tan alejada de sus genuinos orígenes y que en ciertas épocas influyó bastante en la vida española. Alcalá Galiano, hijo del héroe de Trafalgar, nos informa con sabrosos detalles de este aspecto meramente político de aquella masonería.
Las intentonas liberales del sexenio 1814-1820 fracasaron, dejando tras de sí el rastro de algunas ejecuciones; no tenían apoyo popular.
La moribunda Inquisición empleó sus últimos años de existencia en colaborar con los esbirros del absolutismo. El clero secular era tibiamente realista y el regular ferozmente antiliberal no sólo por motivos doctrinales, sino personales; sabía que su existencia estaba en juego; los franceses habían extinguido los monacales y los liberales proyectaban hacer lo mismo. El exclaustrado muerto de hambre fue una triste realidad en aquella primera mitad del siglo XIX.
Si el panorama interno español no era atrayente, el exterior tampoco incitaba a la esperanza; en el Congreso de Viena España no recibió el reconocimiento a su contribución esencial a la derrota de Napoleón; no se exigió a Francia una indemnización por los daños de guerra, sólo se devolvió una parte de los tesoros públicos robados, y el mariscal Soult pudo seguir disfrutando de la magnífica colección de pinturas que había extraído de Andalucía. Verdad es que ni la altura de nuestros negociadores ni las instrucciones que recibían estaban al nivel de una asamblea dominada por genios de la diplomacia como Talleyrand y Metternich. El mayor interés de Femando VII era que sus padres siguieran lejos de España, en el romano palacio Barberini, y que a su hermana se la compensara por la pérdida de sus dominios de Italia.
No estuvo Fernando más afortunado en sus gestiones para que la Santa Alianza le ayudara a recuperar las posesiones de América; las potencias del Este (Prusia, Rusia y Austria) eran moderadamente sensibles al argumento de la legitimidad, pero Inglaterra prefería la independencia de las antiguas colonias, en las que vislumbraba un prometedor mercado libre. Lo sorprendente es que en España los decisivos acontecimientos de América no despertaran mucho interés; el comercio de Cádiz estaba arruinado, pero en la mayoría de la nación se comentaban más los asuntos internos. Un ejército reunido con gran trabajo, que en los alrededores de Cádiz esperaba el momento de zarpar para América, escuchó con agrado las propuestas de Rafael del Riego y otros mandos que les aseguraban era más patriótico y mucho menos arriesgado restaurar la Constitución de 1812 que trasponer el Océano para ayudar a los últimos defensores de la soberanía española en Indias. Los autores de esta vergonzosa deserción vagaron varias semanas por Andalucía, en medio de poblaciones indiferentes, con unas tropas que disminuían a ojos vistos. El pronunciamiento estaba destinado al fracaso cuando las guarniciones de otras ciudades se sumaron y obligaron a Fernando a ceder. Comenzaba otro capítulo de aquel agitado reinado: el Trienio Liberal (1820-1823).
Todas las fuentes: historias locales, memorias, periódicos, coinciden en el carácter ostentoso y bullanguero del Trieno, por lo menos en su primera fase; todo era pretexto para la celebración vocinglera y jubilosa: un decreto, un nombramiento, la visita de un héroe de la libertad…; se ponían luminarias, se organizaban manifestaciones acompañadas del son de bandas y cohetes, se pronunciaban discursos callejeros, se colocaban placas, se levantaban monumentos de arquitectura efímera: arcos, columnas, pirámides con retumbantes inscripciones.
Otro rasgo típico era el empeño de asociar, de grado o por fuerza, a la Iglesia a estas manifestaciones jubilosas en las que nunca faltaba el repique de campanas. No faltaban los clérigos liberales que de buena gana tomaban parte en estas expansiones, pero incluso ellos debieron sentirse molestos con la obligación que se les impuso de convertirse en pedagogos y propagandistas del régimen recién implantado mediante lecturas del texto constitucional, exhortaciones desde el púlpito y adoctrinamiento colectivo. Cita un cronista sevillano un documento suscrito en 6 de mayo de 1821 por todos los párrocos de Sevilla exhortando a sus feligreses a asistir a sus explicaciones de la Constitución, «con instancias que en su apremiante estilo o afán de mostrar decidido apoyo a los designios del Poder o la intención de consignar la tenaz resistencia del pueblo a su instrucción doctrinal en los derechos y deberes de los ciudadanos». Tiene también relación con esta política de asegurarse el fundamental concurso de la Iglesia la orden de colocar en las fachadas de las parroquias una inscripción recordatoria de que la Constitución reconocía el catolicismo como única religión del Estado. Algunas de estas lápidas deben quedar; una vi, si no me es infiel la memoria, en la parroquia de Santiago de Totana.
Mal se compaginaban estos intentos de utilizar la gran fuerza moral que aún restaba a la Iglesia con una política anticlerical que se fue radicalizando con rapidez. La supresión de la Inquisición sólo fue lamentada por los más fanáticos; lo que sí lamentamos hoy es que las turbas celebraran el hecho con la destrucción de sus archivos. Otra de las primeras medidas fue la supresión (no acompañada de expulsión) de los jesuitas, que habían sido reintegrados por Femando VII. La ley de regulares suprimía la totalidad de los monacales (benedictinos, Jerónimos, cartujos) alegando su inutilidad, pues poseían grandes extensiones de tierras y no desempeñaban misiones pastorales. Al sur del Tajo había pocos monasterios, pero en el norte tal medida tuvo muchas repercusiones; el monasterio de Poblet fue saqueado e incendiado por campesinos, antiguos vasallos del cenobio. En Castilla la Vieja y en Galicia aquellos inmensos cenobios (Sahagún, Celanova, Sobrado, San Esteban…) quedaron abandonados y sus dominios engrosaron a avispados compradores de bienes nacionales. Los conventos de frailes no fueron suprimidos en bloque, pero se cerraron muchos y se facilitaron las secularizaciones; más de siete mil frailes de los treinta y cinco mil que había en 1820 colgaron los hábitos en sólo dos años. En cambio, sólo eligieron la secularización 867 monjas.
Fernando VII intentó bloquear la ley de regulares utilizando el derecho de veto que le reconocía la Constitución. También quiso utilizar el mismo derecho cuando las Cortes volvieron a poner en vigor, reformado, el decreto de abolición de señoríos de 1811; en ambos casos cedió, asustado, ante motines populares debidamente orquestados. Fallaban los mecanismos constitucionales, si es que alguna vez habían funcionado. Alcalá Galiano, una de las figuras más destacadas del Trienio, escribió más tarde con la clarividencia que da una dilatada perspectiva: «La Constitución había sido restablecida en 1820 por sociedades secretas y por las tropas. Fue, pues, costumbre llevar sus cosas adelante por medios ocultos o por la violencia. Las elecciones eran mera fórmula; se resolvía todo en conciliábulos, y al tiempo de obrar y pesar las razones casi siempre se echaba la espada en la balanza».
Durante muchos años en España sólo se ha hecho una historia política que se quedaba en la superficie de los hechos; no era una historia falsa, sino incompleta; aceptaba como válidas razones que muchas veces eran sólo pretextos; los que gritaban «Viva el rey absoluto» respondían a una mística secular, pero a la vez solían tener motivos personales para desear la permanencia del absolutismo. En el otro bando es difícil creer que la tan repetida consigna «Constitución o muerte» expresara la decisión de morir por un texto legislativo. ¡Demasiado heroísmo cívico para ser creíble! Hoy estamos desvelando motivos más prosaicos (no incompatibles con leales convicciones), pero los resultados de estas investigaciones ofrecen un material heterogéneo, contradictorio a veces, no fácil de interpretar. El seguimiento de carreras individuales parece el método más prometedor para explicar lo que muchas veces parece no tener explicación racional.
En la agitada historia del Trienio discernimos ya características que habrán de repetirse en movimientos posteriores: la radicalización progresiva, la división de los vencedores, el divorcio entre una masa que en un principio había sido aquiescente o pasiva y luego censura que los vencedores abusen de su victoria, en resumen, un balanceo perpetuo que peca por exceso o defecto y pocas veces coincide con el sentir general de la nación. Riego, el héroe popular, resultó ser un fantoche engreído al que el gobierno tuvo que desterrar a su tierra asturiana. Con arreglo a la restaurada Constitución de Cádiz se elige un parlamento en el que, a falta de partidos políticos, se dibuja desde el principio el contraste entre moderados y exaltados. Al margen surgen sociedades patrióticas que son medios de presión sobre el gobierno, según describió Galdós en La Fontana de Oro, novela ambientada en este famoso café madrileño.
Los parlamentarios, sobre todo los del bando exaltado, intuían que sólo podían atraerse a las masas completando las medidas políticas, como la supresión de la censura de prensa, con otras de alcance social, como el reparto de propios y baldíos y la supresión del régimen señorial, no ya en el aspecto jurisdiccional, que los señores tenían poco interés en conservar, sino en la clarificación de propiedad de la tierra; materia litigiosa que los tribunales resolvieron unas veces a favor de los pueblos y otras, las más, a favor de los señores.
La orientación antirreligiosa se intensificó en el último año del Trienio a pesar de los intentos del rey por detenerla. Femando VII nunca había aceptado de buen grado la abolición del régimen absoluto, pero quizás se hubiera resignado a colaborar con un régimen que le garantizara los derechos amplios que le reconocía la Constitución como jefe del Ejecutivo; al comprobar que no era así comenzó a conspirar con los enemigos interiores del liberalismo, que eran muchos y ya organizaban partidas armadas, y con los enemigos exteriores, que también eran muchos, porque, en su versión final, los gobernantes del Trienio acentuaron su radicalismo, a la vez que se ahondaban las divisiones dentro de la grey liberal; contra los masones se crearon unas pintorescas sociedades secretas con el nombre de comuneros que aspiraban al disfrute del poder acogiéndose a fórmulas más castizas. En 1823 las potencias reunidas en el Congreso de Verona confiaron a Francia una misión de intervención armada en España; no se trataba sólo de solidaridad monárquica, sino de prevenir el «contagio revolucionario» que ya se había manifestado en Nápoles, Piamonte y Portugal, en donde la Constitución gaditana había servido de paradigma a los movimientos liberales. Chateaubriand no era un reaccionario al estilo español, pero creyó que una expedición victoriosa robustecería su prestigio personal y el de la dinastía; por eso aceptó la misión y envió a España a «Los Cien Mil Hijos de San Luis», que no eran tantos pero sobrepasaron el número cuando se les unieron las numerosas partidas realistas que pululaban por el norte de España.
Que el gobierno «exaltado» de la última fase del Trieno creyera posible rechazar la invasión demuestra hasta qué punto desconocía la situación del país, que en unos sitios acogió a los invasores con simpatía, en otros con indiferencia. El clero, que en un principio comprendía no pocos simpatizantes del liberalismo, había sido maltratado; los pueblos no acababan de ver las ventajas de una desamortización empantanada; incluso la reducción del diezmo a la mitad no produjo ventajas a los campesinos porque lo que dejaban de pagar cómodamente en especie lo pagaban de más en metálico en nuevas contribuciones. No hubo grandes encuentros ni sitios heroicos; tras proferir algunas bravatas, el gobierno liberal partió de Madrid para Andalucía llevando a Fernando como rehén. El último episodio tragicómico tuvo lugar en Sevilla: cuando se le comunicó al rey que debían continuar hasta Cádiz se negó en redondo y el gobierno lo declaró en estado de enajenación mental para obligarle a continuar su peregrinación.
La resistencia en Cádiz fue breve; Femando VII fue liberado y comenzó lo que, con la retórica fraseología de moda, se llamó «la ominosa década» (1823-1833). La persecución contra los liberales fue cruel, tanto por parte del gobierno como de los realistas. Entre éstos se destacó un grupo más radical que no hallaba bastante enérgicas las medidas represivas; no se había restaurado la Inquisición porque Francia se oponía; Fernando, temeroso de la exaltación de sus propios partidarios, buscaba acomodos, atraía incluso afrancesados, trataba de hallar una vía media entre los energúmenos de uno y otro bando. En Cataluña los odios parecían más encendidos por causas que no eran sólo ideológicas; había allí una tradición de guerra y guerrilleros que lanzaba muchas gentes al monte al menor pretexto. Las bandas realistas habían llegado a constituir un esbozo de gobierno en la Seo de Urgell; tras la caída del régimen constitucional tildaban a Fernando de blando, a sus ministros de masones. Tan grave llegó a ser la situación que el rey marchó a Cataluña y restableció la paz sin necesidad de combatir, lo que demuestra que aún conservaba parte de la popularidad que había tenido. Lo mismo indica el fracaso de las tentativas de los desterrados; los extremistas de uno y otro bando se hacían ilusiones, máxime si eran víctimas de los espejismos que son propios del destierro.
Parte de esos espejismos han pasado a la historia tradicional, casi toda de factura liberal, porque ni los carlistas ni los tradicionales, en general, han tenido antes de Menéndez Pelayo ningún historiador capaz de influir en la opinión; ello ha contribuido a enturbiar la visión de una época que ya de por sí es difícil de comprender; hicieron un monstruo de un rey antipático y desafortunado; crearon mitos, plasmados en estatuas y poemas, de los mártires de la libertad: Riego, Mariana de Pineda, Torrijos, pero no hubo monumentos ni recuerdo para los cincuenta y dos prisioneros realistas que mandó arrojar al mar el comandante militar de La Coruña, Méndez Vigo, sin que tal atrocidad perjudicara su carrera. Aquel reinado nefasto tuvo un desenlace imprevisto: Fernando, sin sucesión directa, casó por cuarta vez y tuvo dos hijas, Isabel y Luisa. El hecho alarmó a los ultras, que ya especulaban con la sucesión de don Carlos, hermano de Fernando y de ideas totalmente reaccionarias. Ni Fernando ni su mujer, María Cristina, eran liberales, pero querían que reinara su hija; para ello tenían que promulgar aquella ley que redactaron las Cortes reunidas por Carlos IV y que, por razones desconocidas, había quedado congelada. Intrigas palatinas llenaron los últimos momentos de aquel reinado desastroso; el nuevo se iniciaba con la regencia de una extranjera y una profunda división en el país.
Aun sin problema sucesorio, el reinado de Isabel II habría sido tormentoso por el malestar económico y las divisiones ideológicas. A ellas se añadió la más larga de nuestras guerras civiles.
El fenómeno del carlismo ha suscitado abundante literatura que aún no ha desvelado todos sus secretos porque es de gran complejidad. Parte de aquellos agraviados catalanes que Fernando VII había castigado ya se podían considerar carlistas y tenían simpatizantes en toda España. ¿Por qué, a pesar de heroicos esfuerzos, fracasó el carlismo? Tenía un fallo inicial, su candidato, el presunto Carlos V, era una nulidad ideológica; de su insigne homónimo no tenía más que las siglas. Sólo tenía dos ideas bien claras: que nada debía innovarse del régimen absoluto y que sus vasallos tenían el deber de combatir para colocarlo en el trono que le correspondía como rey legítimo. Tenía apoyos exteriores: los soberanos de Austria, Prusia y Rusia sentían por él cierta solidaridad y le procuraron algunos subsidios, pero las potencias liberales, Inglaterra y Francia, le eran hostiles. Por esta parte, empate. La solución tenía que ventilarse dentro de España.
Un mapa del teatro de operaciones puede dar algunas pistas acerca de la desigual inclinación de las regiones en la confrontación dinástica: el carlismo sólo pudo constituir un mini-Estado en el País Vasco-Navarro, que dominó casi en su totalidad, pero sin poder conquistar ninguna de las cuatro capitales. En Cataluña, el carlismo no dominó un territorio fijo; ocupó pueblos, algunos importantes, donde recaudaba un botín y luego los abandonaba, lo mismo que antes habían hecho los guerrilleros de la Independencia. En Valencia, el genio de Ramón Cabrera llegó a construir un embrión de Estado con centro en Morella. En el resto de España no hubo más que partidas en continuo movimiento que saqueaban, cortaban las vías de comunicación, inmovilizaban fuerzas, pero eran incapaces de acciones decisivas.
Los Cristinas o isabelinos tuvieron de su parte el factor que podemos llamar institucional: el testamento real, la jura de la heredera en Madrid, el aparato burocrático, el apoyo del ejército regular y de la nobleza y de la burguesía. El desequilibrio era demasiado grande; en lo más enconado de la lucha podemos calcular que don Carlos tuvo de su parte ochenta mil hombres en armas, de ellos la mitad en el País Vasco y el resto en Cataluña, Valencia y partidas sueltas. Los isabelinos eran, por lo menos, el doble, sin contar la Milicia Nacional que comprendía todos los varones útiles y guarnecía las ciudades. Si, a pesar de todo, la guerra carlista duró siete años y hubo momentos en que parecía que iba a triunfar el pretendiente se debió a las discordias internas del bando isabelino y a que las tropas carlistas estaban más motivadas, como suele decirse; los batallones del País Vasco eran muy sólidos y estaban bien aleccionados por un clero adicto que les predicaba su obligación de combatir por su Dios, su rey y sus fueros. En las otras regiones el soldado carlista tenía menos base ideológica; abundaban los aventureros, los campesinos arruinados, los que consideraban atractiva o al menos soportable una vida azarosa en la que tenía asegurado un rancho y una peseta diaria.
Dentro del campo carlista también había personalismos y divisiones; en su territorio Ramón Cabrera no reconocía rivales, pero en Cataluña los jefes de las partidas sólo estaban de acuerdo en que no obedecerían a ninguno que no fuera catalán. La corte itinerante de don Carlos procuraban imitar la rigurosa etiqueta borbónica y también era semillero de intrigas; don Carlos sentía propensión por la camarilla clerical, vista con malos ojos por los militares. Se daban cuenta de que no podían triunfar si no ampliaban el territorio ocupado y entraban en Madrid. Varias expediciones recorrieron las provincias sin resultados durables; entraban en una ciudad, exigían unos donativos, reclutaban algunos partidarios, pero la población permanecía apática y temerosa de las represalias. Por último, se decidió don Carlos a emprender una expedición real que salió de Navarra con sus batallones más escogidos, marchó a Cataluña, luego se le unió Cabrera con importantes refuerzos y tras una marcha de meses llegó a las puertas de Madrid, pero no se atrevieron a forzar la entrada, que parecía fácil. La maniobra no carecía de riesgos, porque los seguía el ejército del general Espartero, pero en el punto que estaban las cosas sólo un golpe de audacia podía salvar la causa carlista.
El regreso de un ejército no vencido, pero tampoco vencedor, a unas provincias ya cansadas y exhaustas aceleró el fin de la guerra; los vascos quisieron salvar lo que para ellos era esencial, sus fueros, y los jefes militares su carrera; en el convenio que Espartero firmó con Maroto se comprometió a recomendar a las Cortes que mantuvieran los fueros (lo fueron en lo esencial) y a integrar a los jefes carlistas en el ejército regular. Estas fueron las bases del Convenio de Vergara, aceptadas por aquellas provincias sin entusiasmo, pero sin especial hostilidad. Los batallones que siguieron fieles a don Carlos cruzaron con él la frontera. Todavía se mantuvo un año Cabrera al frente de sus voluntarios valencianos y catalanes. Aquí no hubo acuerdo ni capitulación, sino entrega o destierro.
Aquellos siete años de lucha feroz, además de retardar la reconstrucción del país, agravaron las discordias internas entre los que empezaron a llamarse moderados y los progresistas. A primera vista el reinado de Isabel II en sus dos fases: minoría (o regencia), de 1833 a 1843, y gobierno personal de la reina, de 1843 a 1868, ofrece la imagen de un pandemónium en el que las figuras se agitaban como en un corto de celuloide rancio sin que se puedan distinguir los motivos. La guerra radicalizaba posturas, pero no modificaba las tendencias esenciales que hay que descubrir tras la sucesión de ministerios y alzamientos que forman la trama de la historia convencional. El marco jurídico del Estado no era fruto de un consenso; cada partido tenía su propia visión, su propio programa, y por eso, las constituciones, no tenían la solidez que requiere la ley fundamental del Estado. La Constitución de 1812, suspendida en 1814, reintegrada en el Trienio, sustituida en 1834 por el mucho más moderado Estatuto Real, fue el paradigma de la Constitución progresista de 1837; los moderados implantaron otra en 1845; temporalmente suspendida durante el Bienio Progresista (1854-1856), volvió a estar vigente hasta la Revolución de 1868. Eran constituciones partidistas, no marcos aceptados por todos dentro del cual se desarrollara el juego normal de los partidos.
El marco político de aquel reinado se sintetiza así:
1833-1840: Regencia de María Cristina, de tendencia moderada, salvo el paréntesis progresista motivado por el Motín de La Granja.
1840-1843: Regencia del general Espartero, progresista, derrocado por generales de tendencia moderada.
1843-1854: Mayoría de edad de la reina. Gobiernos moderados.
1854-1856: Bienio progresista.
1856-1868: Gobiernos moderados y unionistas. Conspiraciones progresistas y derrocamiento de la Monarquía isabelina.
Dentro de este marco institucional se desarrolla lentamente el proceso de sustitución del Antiguo Régimen por el nuevo. El antiguo orden de cosas se venía desmoronando ya desde fines del siglo anterior: reformas Carolinas, primeras desamortizaciones, etc. La evolución siguió con altibajos durante el siglo XIX, dejando incluso algunos flecos pendientes para el XX, pero los hechos esenciales correspondieron al reinado de Isabel II, porque la Constitución de Cádiz no fue más que un enunciado de principios que no tuvieron inmediata aplicación.
En el plano institucional, pero fuera de la órbita legislativa, lo primero que hay que hacer constar es la desaparición del principio de legitimidad, facilitado por la escasa popularidad de los primeros Borbones y el frágil soporte del ideario ilustrado en este punto, porque si la Monarquía no tenía fundamento religioso ni popular, ¿en qué se basaba su pretensión de acaparar el poder absoluto? En el siglo XIX cada partido reconoce sólo como legítimo al rey que comparte sus ideas, y este concepto contagió incluso al carlismo, que empezó a exigir a sus reyes legitimidad de ejercicio además de legitimidad de origen, o sea, que tenían que aceptar el ideario carlista.
Segunda novedad, también de gran trascendencia: la aparición del ejército como factor decisivo que, en parte, venía a llenar el vacío de poder producido por el ocaso de la Monarquía absoluta. El ejército profesional había sido creado por los Borbones inspirándose en el modelo prusiano; era un ejército aristocrático en el que los mandos tenían que demostrar su hidalguía. La tropa se nutría de levas, de mercenarios, pero, cada vez más, de la conscripción, las quintas. Un abismo separaba esta tropa obediente de los jefes. La Guerra de la Independencia transformó este ejército, le inyectó savia popular y lo convirtió en un elemento políticamente peligroso. Fernando VII prácticamente disolvió este ejército después del Trienio; hizo un convenio con los franceses para que mantuvieran varios años sus fuerzas de ocupación y luego empezó a reorganizar un ejército aristocrático y adicto, acompañado de unos voluntarios realistas que reforzarían su lealtad monárquica.
La guerra carlista trastornó estos planes. El ejército permaneció fiel a la Monarquía, pero se contagió de las luchas partidistas; hubo jefes militares progresistas y otros afectos al moderantismo; como poseían la fuerza, era grande la tentación de hacer uso de ella en sus opciones partidistas. Así nació la técnica del pronunciamiento: un jefe prestigioso, popularizado por sus victorias contra los facciosos, denuncia los vicios del personal gobernante y anuncia su intención de derrocarlo. Las variantes eran muchas: unas veces el pronunciamiento triunfa sin oposición, otras hay lucha. Incluso, en una ocasión, los protagonistas no fueron los jefes, sino los sargentos de la Guardia Real (motín de La Granja). Para que su poder fuera efectivo los generales tenían que disponer de tropas disciplinadas; se las facilitaron las quintas, el servicio militar obligatorio, casi universal para los pobres y odiado por su dureza; los ricos se eximían mediante la redención a metálico. Este poder militar no era clasista; formaba parte del juego político; cada uno de los protagonistas se inscribía en la órbita de un partido y gobernaba mediante civiles de este partido; los progresistas se apoyaban en Espartero, el general que impidió que los carlistas tomaran Bilbao, pero las tareas de gobierno las llevaban a cabo burgueses como Olózaga y Madoz. De modo análogo, los moderados tenían como principal sostén a Narváez, el espadón de Loja, pero en las directivas económicas intervino Salamanca y Claudio Moyano en la reorganización de la enseñanza. De esta manera, la preponderancia militar no llegó nunca a ser una dictadura, fue una mezcla de militarismo y civilismo en dosis diversas, hasta que la Restauración inclinó la balanza hacia el segundo término de la ecuación.
La división territorial tuvo un alcance mucho mayor que el meramente administrativo. El Antiguo Régimen ya conocía las provincias. Durante la ocupación francesa se hizo una división inspirada en los departamentos. El Trienio también hizo una división provincial, muy semejante a la definitiva, realizada en 1833, y no tan artificial como se ha dicho. En la base estaba el ideal, ya formulado por los ilustrados antes de la revolución liberal, de uniformar y centralizar. El otro término de esta relación dialéctica era la natural variedad de España, manifestada en cada crisis del gobierno central, bien se tratara de las Juntas en la defensa contra Napoleón, bien de las que surgieron en los alzamientos revolucionarios, culminando en la fragmentación cantonal. Cada uno de estos territorios tenía como centro una ciudad de predominio indiscutible. La política local recibió un refuerzo extraordinario al instaurarse el régimen constitucional. Bajo las apariencias de unos ayuntamientos electivos seguían existiendo oligarquías en las que se mezclaban nombres tradicionales con otros surgidos de los cambios sociales. En los momentos de crisis se evidenciaba el protagonismo de las ciudades: Bilbao, Barcelona, Zaragoza, Málaga, Sevilla, Cádiz, La Coruña…
Una de las razones de esta influencia urbana radica en que en las ciudades se desarrollaron los nuevos marcos de sociabilidad, al margen de la Iglesia y a veces contra la Iglesia: cafés, tertulias, ateneos, logias masónicas… También el auge extraordinario que tomó el teatro empalmaba con algunas aspiraciones de los ilustrados, aunque en otro sentido, con otra ideología; y la proliferación de diarios y semanarios. Una fermentación que contrastaba con la pasividad de un mundo rural muy mayoritario pero sumido en la rutina y en el eterno problema de la tierra, fuente casi única de ingresos. El resultado global de las desamortizaciones favoreció más a las ciudades que a los pueblos.
Las desamortizaciones tenían, como sabemos, precedentes, pero el grueso de las operaciones se efectuaron en el reinado de Isabel II, concentrándose en dos grandes bloques: la desamortización eclesiástica de Mendizábal y la civil de Madoz, y si la primera se ha hecho más famosa por su carga ideológica y por los destrozos enormes que acarreó a nuestro patrimonio artístico y documental, la segunda tuvo mayores y más nefastas consecuencias para la población rural; la venta de los bienes de propios y baldíos, unida a la generalización de los cerramientos de fincas, la prohibición de antiquísimos usos de aprovechamiento colectivo (espigueo, rastrojera), la decadencia de la enfiteusis y otras formas jurídicas en beneficio de un concepto muy cerrado de la propiedad individual agravaron la situación del campesinado modesto hasta límites extremos, con la agravante de que aquellos centros benéficos (hospitales, asilos), que tradicionalmente acogían a los desheredados, también sufrían las consecuencias de las desamortizaciones, y la Iglesia ya no estaba en condiciones de prodigar limosnas.
En las propias ciudades, especuladores y burgueses se beneficiaron del régimen liberal, mientras el nivel de vida de los desheredados se mantenía muy bajo, e incluso descendía, si ello era posible. La mendicidad, el bandolerismo y el contrabando con múltiples repercusiones, incluso artísticas y literarias, proliferaron, sobre todo en el sur. La España romántica no se concibe sin la estampa del bandolero que con su trabuco despoja a los viajeros. El contrabando tomó una extensión increíble, sobre todo en dos ramos, el tabaco y los textiles; era un negocio en el que participaban personajes de todo rango, y que tomó visos políticos porque los fabricantes catalanes se quejaban de la competencia de los tejidos ingleses y reclamaban no sólo la represión del contrabando, sino la defensa legal por medio de leyes proteccionistas; fue uno de los motivos de su oposición a Espartero, anglófilo impenitente.
Tradicionalmente la ciudad, si por una parte esquilmaba al campo, por otra ayudaba en períodos de crisis con sus limosnas y asilos a los que acudían a ella. Este equilibrio se quebró al empobrecerse tanto la Iglesia como los ayuntamientos con las desamortizaciones. En las casas de expósitos las horribles tasas de mortalidad se mantenían e incluso aumentaban. El escaso desarrollo industrial ofrecía pocas oportunidades a los que iban a la ciudad en busca de trabajo. Esta acentuación de las diferencias sociales tuvo consecuencias diversas; bajo las apariencias de unos cambios políticos se perfilaban cambios sociales que asustaban a los beati possidentes, para los cuales la propiedad llegó a ser el valor más alto, casi una religión. La tradicional desconfianza hacia el pobre, que en la época ilustrada había justificado la creación de unos asilos con ribetes carcelarios, inspiró medidas discriminatorias hacia el jornalero, categoría inferior a la del artesano. Se excluyó de la Milicia Nacional a quienes no acreditaran un ingreso mínimo de cinco reales diarios y, dentro de esta lógica, que era sustentada por todo el liberalismo doctrinario europeo, se estableció un sistema electoral censitario que limitaba los derechos cívicos a una exigua minoría; cuando llegaban al poder los progresistas rebajaban el nivel requerido; los moderados lo elevaban, pero todo dentro de unos márgenes estrechos. Al terminar aquel reinado sólo unos cien mil ciudadanos, en un país de dieciséis millones de habitantes, tenía derecho al voto. Esto en cuanto al Congreso. Para ser senador había que disfrutar de un cargo elevado o una fortuna considerable.
Conscientes de que bajo las apariencias de unas luchas meramente políticas se estaban incubando unos conflictos sociales, los gobernantes de uno y otro signo fueron creando instrumentos represivos. Tras el Trienio, la desaparición de la Inquisición fue un hecho compensado en parte con la creación de un Cuerpo de Policía. Algún tiempo más tarde (1844) el ministerio moderado de González Bravo creó la Guardia Civil, con misiones especialmente rurales. Policía y Guardia Civil ponían en manos de los gobernantes unas fuerzas armadas de las que sus predecesores carecieron o tuvieron sólo de forma rudimentaria (alguaciles. Santa Hermandad), y pudieron utilizarlas tanto para la persecución de la delincuencia vulgar o como instrumentos de presión política.
Las transformaciones institucionales tuvieron, como reflejo obligado, una gran actividad legislativa y codificadora, si bien la lentitud del proceso de transformación requirió muchos años, muchos ensayos, muchos retoques. Concretando este vasto movimiento en pocas fechas esenciales digamos que la Novísima Recopilación editada en 1805 fue el último código universal; después fueron apareciendo los códigos especializados: el de Comercio en 1829, el Penal en 1848, la Ley Hipotecaria en 1861, pero el fundamental Código Civil no llegó a su formulación definitiva hasta 1889 por las complicaciones surgidas al tener que respetar las leyes forales de carácter civil de Cataluña y el País Vasco. Son códigos laicos. No empiezan, como la Novísima, reproduciendo una antigua ley sobre «la obligación de todo cristiano y modo de creer en los artículos de la Fe». Las Constituciones posteriores a la de 1812 no empiezan, como ésta, con una invocación a la Santísima Trinidad; las moderadas mantienen la unidad religiosa basada en la religión católica, pero la progresista de 1837 se limita a constatar que es «la que profesan los españoles». No se consentían manifestaciones externas de otros cultos, pero en ciertos momentos las agresiones anticlericales, espoleadas por la guerra civil, fueron de enorme violencia: quema de conventos y matanzas de frailes en Madrid, Barcelona y otras ciudades. Su actitud ante el clero y la religión en general fue el criterio más seguro para diferenciar el programa de los progresistas del de los moderados. En las alas extremas se situaban, en un lado los carlistas y, por otro, los demócratas, nueva formación aparecida al calor de las revoluciones europeas de 1848, que en España apenas tuvieron repercusión por la mano dura de Narváez.
En conjunto, la Iglesia fue la gran perdedora en la gran transformación que sufrió España, sobre todo el clero regular. El concordato de 1851 marcaba el reconocimiento por la Santa Sede de la Monarquía isabelina, insistía en la confesionalidad del Estado, reconocía las enormes transferencias de propiedad realizadas por las desamortizaciones a cambio de una dotación estatal para las atenciones de culto y clero, pero la reducción a sólo tres de las órdenes religiosas autorizadas, la secularización de las universidades y la libertad de prensa eran otras tantas brechas por las que podían penetrar las nuevas corrientes ideológicas. La práctica religiosa, ya no obligatoria, descendió en cuantía variable, menos en las clases altas y medias que en las bajas, menos en el norte que en el sur. En Andalucía la población campesina empezó a desertar de la misa dominical, aunque se mantuvieran las manifestaciones de religiosidad popular con un contenido más folklórico que auténticamente religioso. Y este proceso no hacía más que comenzar.
Las clases medias resultaron reforzadas en estas décadas con la incorporación de nuevos estratos o el robustecimiento de los ya existentes gracias a la desaparición de las trabas gremiales. El teatro, el periodismo, la literatura folletinesca, aumentaron el número de los que vivían (más mal que bien) de su pluma. El concepto de clase media no era sólo económico, sino cultural; implicaba cierta preocupación por los asuntos públicos y por eso fue un semillero de políticos profesionales; estaba muy relacionado con el ya mencionado auge de los nuevos centros de sociabilidad, se explayaba en los juegos florales, requería (ésta era herencia del pasado) facilidad para versificar puesta al servicio de la sensibilidad romántica; como la práctica del duelo, un delito tolerado, incluso exigido en ciertos casos y a ciertas personas. Los «lances entre caballeros» todavía eran frecuentes en los comienzos del siglo XX, aunque pocas veces con resultados mortales. La indumentaria seguía manteniendo el rango de símbolo diferenciador; el porte de levita y chistera seguía separando las clases altas y medias de las bajas.
El estamento nobiliario sufrió mucho menos que el eclesiástico las consecuencias de la revolución liberal. La desaparición del mayorazgo y la obligación de repartir la herencia entre todos los hijos dio al traste con muchas fortunas nobiliarias; desaparecieron títulos de Castilla, pero se crearon muchos más basados en hechos de armas (Espartero fue Príncipe de Vergara) o en el dinero (marquesado de Salamanca). Las categorías inferiores siguieron el proceso descendente iniciado en épocas anteriores; se generalizó el uso del don y en la década de los treinta dejaron de confeccionar los municipios los padrones de hidalgos. Desaparecieron las Salas de Hidalgos de las antiguas chancillerías y dejaron de expedirse las ejecutorias de bellas miniaturas, pero el aprecio social por los grados superiores de la nobleza siguió siendo grande. En conjunto, el antiguo estamento nobiliario reconoció a doña Isabel y participó en las tareas parlamentarias de las que salió el nuevo Derecho que el pretendiente carlista quería abolir. Mientras los municipios y las iglesias de estatuto abolían las probanzas, se mantenían con igual rigor para el ingreso en las Ordenes Militares y las Maestranzas de Caballería, permanecían los escudos en las fachadas y los genealogistas seguían teniendo abundante clientela en España y sus antiguos dominios americanos. Los pleitos sobre el carácter de los antiguos señoríos inundaban los tribunales con resultados diversos; en la mayoría de los casos tribunales fallaron a favor de los señores, porque los pueblos no pudieron demostrar que las rentas que pagaban por las tierras procedían de los abolidos derechos jurisdiccionales, no de la propiedad ordinaria. Añadamos que no pocos aristócratas participaron en la rebatiña de las desamortizaciones y siguieron encabezando la nómina de los grandes latifundistas del país.
Después de 1840, terminada la guerra civil, se multiplicaron los síntomas positivos en el orden material; se reorganizó la Hacienda y el Estado recuperó el crédito en las bolsas internacionales. Se abrió la de Madrid, aunque su principal actividad fue la especulación sobre los fondos públicos. La producción agraria aumentó lo suficiente como para hacer frente a un notable incremento de la población, si bien hay que hacer constar que fue consecuencia de nuevas roturaciones más que de un incremento de la productividad. El déficit originado por la pérdida del mercado americano se cubrió con el notable incremento de la producción minera. La esperanza de encontrar un yacimiento fue uno de los espejismos de la época y en no pocas ocasiones se tornó realidad. Acudió bastante capital extranjero atraído por las riquezas mineras; otra parte considerable se invirtió en la construcción de los primeros ferrocarriles. Los Rotschild franceses se comprometieron a fondo en los negocios de España, incluyendo los préstamos estatales. Seguían dormitando las viejas ciudades mesetarias, pero la vida urbana se despertaba con vigor en el litoral; comenzó en Barcelona el Ensanche de Cerda, que no fue sólo una empresa urbanística; encerraba también una filosofía de la vida en una ciudad moderna.
¿Progresó España en 1840-1868 al mismo ritmo que las demás potencias europeas? Es difícil decirlo; en todo caso, la diferencia no sería grande, pero continuaba la inestabilidad interna; bajo unas apariencias tranquilizadoras continuaba bullendo la lava del volcán. El caudillismo militar seguía siendo predominante; al envejecido Espartero sucedió don Juan Prim en la jefatura de los progresistas; catalán de Reus, fue una de las figuras más brillantes del siglo, pero su espíritu estaba minado por la ambición, lo mismo que O’Donnell, que acaudillaba la Unión Liberal, una tentativa integradora de la oposición entre moderados y progresistas. Otros espadones, singularmente don Francisco Serrano, duque de la Torre, eran camaleones que cambiaban de color cuando convenía a sus intereses personales. Fallaba la clave de bóveda del sistema: Isabel II, idealizada en sus primeros años por los liberales, no estaba a la altura de las circunstancias; por razones de Estado se le obligó a casarse con su primo don Francisco de Asís; la unión fue un fracaso del que la reina se consoló con aventuras sentimentales que causaron su descrédito. La rodeaba en Palacio una camarilla de aduladores, aventureros y falsas devotas como la monja de las llagas. Pero la verdadera causa del odio que inspiraba a los partidos avanzados era que los mantenía sistemáticamente alejados del poder.
Los años finales del reinado fueron muy agitados. La guerra de Marruecos (1859-1860) fue un intermedio pensado por el gobierno O’Donnell para desviar la atención de los asuntos internos; cosa que se logró sólo por un breve espacio de tiempo. Contribuyó al malestar general el paso de una situación de euforia económica a otra de contracción a partir de 1861, que produjo quiebras y paro lo mismo en las ciudades que en el campo. En la capital se produjeron hechos de extraordinaria gravedad: la noche de San Daniel fue un violento choque entre la policía y los estudiantes en la Puerta del Sol con motivo de la destitución del rector de la universidad en 1865. En el mismo año se reunió el primer congreso obrero español. El siguiente, la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil originó un gran derramamiento de sangre en las luchas callejeras y posteriores ejecuciones.
La situación había llegado ya a un punto sin retorno. Una vez más tomó el gobierno Narváez, mientras progresistas, demócratas y republicanos firmaban en Ostende un pacto para derrocar a los Borbones. Por una coincidencia fatal murieron casi a la vez los dos apoyos más firmes de Isabel II: O’Donnell y Narváez, mientras encabezaban la sublevación dos antiguos favoritos: Prim y Serrano. Contaban también con la escuadra del almirante Topete, fondeada en Cádiz, y las guarniciones andaluzas. Las consignas que gritaban los sublevados eran rotundas: ¡Viva España con honra! y ¡Abajo los Barbones con toda su descendencia! Sólo hubo un choque, favorable a los sublevados, en el puente de Alcolea, cerca de Córdoba. La reina, que veraneaba en San Sebastián, se internó en Francia con el favorito de turno sin intentar más resistencia, lo que da idea de su aislamiento (septiembre de 1868).