LOS ORÍGENES.
LA ROMANIZACIÓN.
ESPAÑA VISIGODA
Sólo puede hablarse de una historia de España cuando los diversos pueblos que la forman comienzan a ser percibidos desde el exterior como una unidad. Mucho después llegará la asunción de ese mismo sentido de unidad por los propios hispanos. Desde mediados del primer milenio a. J. escritores griegos comenzaron a dar noticias sobre pueblos del remoto occidente recogiendo tradiciones aún más antiguas. La más remota se refiere a la fundación de Cádiz por colonos fenicios; por la misma fecha comienzan las entradas de indoeuropeos (celtas) a través de los Pirineos, pero de ellas sólo tenemos información arqueológica, mientras que de las culturas del sur y del Mediterráneo, además de abundantísimo material, tenemos escritos que revelan fechas, nombres, datos concretos que poco a poco disipan las nieblas del anonimato y van dando forma y color a los acontecimientos. Pero para estos primitivos informantes ya había ciertos rasgos que abarcaban lo mismo a los pueblos históricos del sur y del este que a los anónimos del norte y del oeste: vivían en un mismo espacio, grande, lejano, en los confines del mundo, pues más allá sólo existía un océano sin límites conocidos. Allí se situaban personajes y hechos maravillosos; historia y mitología se confundían. Había pueblos guerreros, poseedores de grandes riquezas agrícolas y ganaderas; pero eran las riquezas mineras: hierro, cobre, estaño, oro y plata, las que más excitaban la imaginación. Eran riquezas no sólo tangibles, sino transportables, que convertían el mito en apetecible realidad, accesible a los más osados. Roma, con más conocimiento de causa, hizo suyos esos mitos concernientes a la vastedad del país, lo numeroso de su población, el valor de sus gentes, la abundancia y variedad de sus recursos. Con esos elementos, en gran parte ciertos, en otra parte deformados, se creó la imagen unitaria de Hispania destinada a perdurar a pesar de todos los posteriores avatares.
En mis libros de texto infantiles constaba la dualidad que está en la base de nuestra historia primitiva: España fue poblada por iberos y celtas, de cuya unión surgieron los celtiberos. Ochenta años después sigue manteniéndose este hecho esencial de la Hispania protohistórica; hubo unos pueblos iberos en el sur y en el este cuya procedencia se ignora, unos pueblos celtas, indoeuropeos, que atravesaron los Pirineos por ambas extremidades y se desparramaron por el interior, y unas tribus que se llamaron a sí mismas celtiberas en el valle del Ebro y las tierras contiguas de la Meseta. Hay opiniones diversas acerca de esas irrupciones célticas; pudieron ser invasiones masivas o infiltraciones. Tal vez se combinaron ambos fenómenos. La primera oleada, alrededor del año 1000, afectó a la mitad norte de España; la segunda fue más amplia, llegó hasta las tierras del sur, aunque con menos fuerza, mezclándose, diluyéndose, rellenando huecos, pero sin alterar el carácter predominantemente ibérico del sur y del este. Esa segunda oleada coincidió con el apogeo del Hierro y la máxima expansión de los «campos de urnas» (cinerarias). Sin embargo, ni el uso del hierro ni el rito de la incineración fueron exclusivos de los celtas. Más unidad les daba la lengua, reconocible por topónimos diseminados desde el extremo oeste de Europa hasta el Asia Menor, desde los galos, britanos y galaicos hasta los gálatas de Anatolia. Algo de esa antigua comunidad subsiste aún entre irlandeses, bretones y galaicolusitanos; algunas sensibilidades, algunos objetos. Muy celtizada aparece la cultura de los castres, que ocupó todo el noroeste peninsular. Quedan aún millares de castres coronando los montes de Galicia, confines asturleoneses y norte de Portugal, testimonios de una cultura poco desarrollada, con viviendas circulares de piedra y ramaje agrupadas sin orden dentro de un recinto defensivo. En el área celtizada había unidades y federaciones de grupos humanos unidos por lazos familiares, gentilicios, no formas superiores de organización política.
Mención aparte merece el pueblo vasco, de misteriosos orígenes. No es cierto que fuera impermeable a influencias exteriores; quedan huellas de presencia céltica y romana; el cristianismo penetró en fecha más temprana de lo que se creía. También parece probado que la lengua vasca abarcó en tiempos remotos un área más extensa que en la actualidad; por ejemplo, en los altos valles pirenaicos. Pero sigue siendo una incógnita tanto el origen de esa lengua como el del pueblo que la habla.
El estudio de las culturas ibérica y tartesia ha recibido en los últimos años un gran empuje por el extraordinario número y calidad de los hallazgos arqueológicos, en especial en el valle Bélico, pero también en las costas desde el Algarve portugués hasta el Rosellón y el Languedoc. No formaban los iberos una unidad étnica, sino cultural; sobre una importante base en la cultura megalítica del Bronce tardío (segundo milenio a. J.) las relaciones comerciales con las culturas avanzadas del Mediterráneo oriental, griegos y fenicios, dieron lugar a un magnífico despliegue, superior al del resto de la Península y comparable con la cultura etrusca y otras mediterráneas.
Entre esas culturas ibéricas sobresale la de Tartesos, cuyo apogeo coincidió con los siglos VII-VI a. J. Su área se circunscribía al valle inferior del río Betis o Tartesos, hoy Guadalquivir, incluyendo la ría de Huelva, donde se han localizado yacimientos importantes ligados a la explotación de las minas de plata, hierro y cobre. El área de influencia de Tartesos fue muy amplia, incluyendo casi toda Extremadura, parte de La Mancha y toda la costa mediterránea del sureste. Los elementos de aquella cultura incluyen capítulos tan avanzados como el urbanismo, vías de comunicación, escritura, industrias de lujo, poesía, estratificación social y formas políticas superiores. Los viajes de los griegos les permitieron conocer directamente esta cultura, y sobre la realidad bordaron mitos relacionados con su visión sobre los orígenes de la Humanidad, en la que mezclaron héroes y reyes fabulosos (Habis, inventor y propagador de técnicas) y otros datos de cuya certeza no se puede dudar porque están apoyados con los resultados de las excavaciones, que no cesan de incrementarse.
Se piensa hoy por los especialistas que Argantonio (literalmente «El Hombre de la Plata») fue un personaje real, aunque los griegos tabularan acerca de su longevidad, como la de otros monarcas benéficos. También parece probado su filohelenismo. No es imposible que en ocasiones solemnes se revistiera de las fastuosas joyas que forman el tesoro del Carambolo o de otras análogas, y que habitara un palacio semejante al descubierto en Zalamea de la Serena (Badajoz), un cuadrado de 25 x 25 metros repleto de objetos de lujo y de consumo, y que además de palacio sería santuario, pues la Monarquía tartésica era de tipo sagrado orientalizante. Los contrastes sociales eran grandes; existía una nobleza, un artesanado, unos campesinos tal vez de condición servil. El hallazgo de liras y otros instrumentos musicales sugiere la existencia de esclavas cantoras y tañedoras de instrumentos, e inevitablemente pensamos en las bailarinas de Gades, tan apreciadas en la antigua Roma. La religiosidad parece que era también de tipo avanzado, con diosas de la fecundidad, de las que nos han quedado muestras espléndidas.
Este mundo refinado entró en crisis hacia el año 500 a. J. a consecuencia de luchas por el predominio que abarcaron todo el ámbito mediterráneo; cae Tiro en poder de los persas y le sustituye Cartago como núcleo semítico expansivo con gran poderío militar; luchan griegos y cartagineses, se debilita la presencia griega en el sur de Hispania y se incrementa la púnica en puntos costeros (Adra, Almuñécar, Gades), con penetraciones hacia el interior. Hay huellas numerosas de decadencia e incluso desaparición de focos tartésicos. La monarquía orientalizante fue sustituida por poderes locales regidos por estirpes guerreras. Se multiplican los símbolos guerreros, tanto en las esculturas como en el ajuar funerario, en el que abundan los ejemplares del soliferreum (lanza) y la espada curva (falcata). Los miembros de estas aristocracias ecuestres se enterraban en sepulturas individuales que a veces son de imponente tamaño. Los poblados también acusan este clima bélico: son oppida, puntos fortificados. Los enemigos que combatían serían varios: los cartagineses, las bandas de merodeadores lusitanos y otros pueblos célticos o celtizados del interior; las propias oligarquías en lucha entre ellas y con los vecinos. El resultado de esta crisis fue la conversión de Tartesos en Turdetania, una región que comprendía un área más restringida, el bajo Betis, con una población posiblemente idéntica, con una considerable riqueza agrícola y minera, y una herencia cultural considerable. Los romanos la encontraron más equilibrada, más pacífica, dispuesta a comprar a los romanos paz y seguridad a cambio de independencia.
En el Mediterráneo oriental, desde Almería hasta el sur de Francia, prosiguió la evolución de los pueblos iberos, más influidos aquí por la cultura griega, que a través de Rosas, Ampurias y otras colonias emanaba de Massalia (Marsella), que por la semítica, que, sin embargo, tenía una fuerte presencia en Baleares. Esa cultura ibérica de gran influencia clásica penetraba en el mundo celtibérico de la cuenca del Ebro con bastante fuerza, como se demuestra, por ejemplo, en los restos de Azaila y otros poblados con presencia de templos de origen griego. Esas tribus celtibéricas, que se extendían hasta la Meseta (Numancia), no perdieron sus virtudes guerreras, como pudieron después comprobar los romanos. En otros espacios mesetarios, que en conjunto debieron estar muy poco poblados, había tribus (vacceos) dedicadas al cultivo cerealista, pero eran más frecuentes las actividades de tipo pastoril (lusitanos, vettones), lo que explica la existencia de toscas esculturas zoomorfas que quizás indicaban vías pecuarias o límites tribales. Pero incluso en estas zonas más agrestes existía un avanzado trabajo del metal, ya para decoración, ya para armamento.
Y en el noroeste un mundo celtizado, sin refinamientos materiales, sin escritura, sin acusada estratificación política ni social, que quizás mantenía alguna relación con el mundo tartesioturdetano para el aprovisionamiento de estaño, y tal vez también con los pueblos de la Armórica y Comualles, que aún no habían entrado en el ámbito histórico.
Éste era el panorama que ofrecía Hispania en el siglo III a. J. cuando la rivalidad entre Roma y Cartago la introdujo en el ámbito de la historia universal. La secuencia de los hechos es bien conocida y no es preciso relatarla: Cartago había desplazado a sus competidores de la costa norte de Berbería y sur de Hispania; había entrado en contacto y en conflicto primero con las colonias griegas de occidente y luego con la emergente potencia romana. La primera guerra púnica expulsó a los cartagineses de Sicilia; como compensación los cartagineses decidieron ampliar su presencia en Hispania, de donde ya obtenían metales y soldados mercenarios. En 226 a. J. firmaron con los romanos un tratado que fijaba el Ebro como límite de sus zonas de influencia. Hacia la misma fecha fundaron Cartago Nova en un excelente puerto natural del sureste peninsular. Desde aquí iniciaron una penetración hacia el interior que les llevó hasta la actual Salamanca; pero de esas correrías no quedó huella perdurable. Donde la colonización cartaginesa alcanzó intensidad fue en la Turdetania y el sureste, zonas donde, unas veces manu militari y otras mediante alianzas con reyezuelos y oligarquías locales, establecieron una infraestructura económica, de escaso interés cultural, pero que constituyó una sólida apoyatura en la segunda guerra púnica.
Se inició ésta con motivo (o pretexto) de la toma de Sagunto por Aníbal; era una colonia griega situada en el área de influencia cartaginesa, pero protegida por lazos de amistad con Roma. La épica defensa de la ciudad, llevada hasta el sacrificio final, ha sido explotada por la historia tradicional, pregonera del valor y el patriotismo español, con una falta total de visión adecuada de los hechos. Pero eso pertenece ya al pasado. La segunda guerra púnica (218-201 a. J.) se desarrolló en dos escenarios: mientras Aníbal, con un ejército en el que figuraban muchos mercenarios hispanos, atravesaba los Pirineos y los Alpes para atacar Roma y, tras grandes triunfos iniciales, quedaba empantanado en el sur de Italia, un ejército de ciudadanos romanos cortaba la vía de los suministros que desde Hispania llegaban a Aníbal; contaba con el apoyo de las colonias griegas (Marsella, Ampurias) y los que pudiera granjearse en un país a cuyos pueblos no interesaban unos ni otros, dispuestos a someterse al más fuerte o venderse al mejor postor. Muerto Cneo Escipión le sucede Escipión el Africano, que conquista Cartago Nova y Cádiz, último reducto del poderío cartaginés en la Península. El desplome de la Hispania cartaginesa influyó de manera decisiva en el final, victorioso para Roma, de su pugna secular con Cartago, que en adelante desaparece del horizonte peninsular. La tercera guerra púnica sólo sirvió para ratificar esa desaparición no sólo de España, sino de la historia universal; advertencia a todos de que Roma era una potencia implacable que no admitía la derrota ni la existencia de un posible enemigo.
Los pueblos de Hispania padecerían las consecuencias del imperialismo romano; aunque habían llegado a tierras hispanas de forma accidental, las ventajas conseguidas, los triunfos alcanzados, la acogida indiferente o benévola que hallaron en Turdetania, las riquezas que ofrecía a los codiciosos, no sólo mantuvieron la presencia militar de Roma, sino que gradualmente se extendió a todos los pueblos, a todos los territorios. Un tópico de la historia tradicional se basa en que mientras César sometió la Galia en sólo ocho años, Roma necesitó doscientos para conquistar Hispania. Es cierto que la resistencia de los pueblos hispanos fue larga y encarnizada, pero la duración real de la lucha fue mucho menor. Para someter el Sur y el Levante, o sea, el ámbito propiamente ibérico, les bastó reprimir algunas resistencias aisladas y ofrecer paces ventajosas que en algunos casos incluían repartos de tierras y liberaciones de pueblos avasallados; el caso más conocido es el de los habitantes de Lascuta, en la actual provincia de Cádiz, a los que se liberó de los lazos de vasallaje que los unían a los de la vecina Hasta Regia. Se da la circunstancia de que Hasta fue probablemente la capital del antiguo reino de Tartesos, lo que quizás estuviera en el origen de esta situación de vasallaje.
Los episodios más duros de la lucha tuvieron lugar en el centro, en tierras celtibéricas y lusitanas. Lucha sin cuartel en la que algunos jefes militares romanos cometieron atrocidades como degollar o vender como esclavos pueblos con los que se habían concertado treguas o se les había prometido reparto de tierras. En sentido contrario, tampoco hay que magnificar exageradamente a bandas dedicadas tradicionalmente al bandidaje, como serían las que acaudillaba Viriato. En cuanto a la épica gesta de Numancia no fue la de una población aislada contra toda la potencia romana; los numantinos estaban apoyados por las tribus celtiberas de las comarcas vecinas. El final de la resistencia no fue el suicidio, sino la capitulación de los pocos supervivientes.
La caída de Numancia (133 a. J.) representó el final de varias décadas de resistencia, la más dura que habían encontrado las legiones romanas. Siguieron años de tranquilidad, turbada sólo por las repercusiones de las luchas civiles de los propios romanos (guerras sertorianas y pompeyanas) que propiamente hablando no pertenecían a la lucha de los pueblos hispanos contra Roma. Hacía mucho tiempo que estaba ya en marcha la romanización cuando Augusto decidió terminar con la independencia de que aún disfrutaban las tribus del norte: galaicos, cántabros y astures. Más que la defensa de las poblaciones del llano, el motivo de las hostilidades fue la explotación de las riquezas mineras de aquellas regiones. Las hostilidades duraron diez años con algunos intervalos: desde el 29 al 19 a. J. Sólo entonces se pudo considerar enteramente pacificada Hispania. Una paz que suscita muchas reservas y que un historiador romano expresó así: «Llaman pacificar un país a destruirlo». En la larguísima historia de la resistencia de Hispania contra Roma hubo bastantes episodios que justificaban esta opinión.
La romanización fue un hecho decisivo en nuestra historia; está en la base de la existencia de España como unidad nacional. Fue un proceso muy largo; empezó con la conquista y en cierta medida continuó aún después de la caída del Imperio, porque la Iglesia cristiana en algunos aspectos tomó el relevo. De manera sintética pueden resumirse así sus principales manifestaciones:
Inmigración: los cinco o seis millones de habitantes que se calcula formarían la población hispana se acrecentaron con colonos llegados de Italia, una veces de forma individual, otras en verdaderas oleadas; muchos miles se asentaron en calidad de soldados veteranos después de sus años de servicio en las legiones; otros llegaron atraídos por las posibilidades económicas, como propietarios, administradores o empleados. Los recién llegados se fundieron pronto con la masa indígena; el propio emperador Trajano parece haber tenido antecesores hispanos por la rama materna. Hay también constancia de la llegada de galos y aun de orientales (sirios, judíos…).
Urbanización: fenómeno de gran importancia relacionado con la inmigración, pero también producto de la política de Roma y del impulso de la economía, aunque la ciudad romana era más bien un área residencial para clases acomodadas y un centro de poder que un núcleo de actividades secundarias. A las ciudades preexistentes, como Cádiz, Hispalis, Ampurias, la colonización romana agregó otras nuevas: Valencia, Zaragoza, Itálica, Mérida… A juzgar por la exigüidad de sus recintos (entre doce y sesenta hectáreas) sólo excepcionalmente alcanzaría alguna de estas ciudades los 50 000 habitantes. Otras, como Gerona (la parva Gerunda de Prudencio), apenas llegarían a los cinco mil. Pero su influencia era muy superior a lo que indican estas cifras. Seguían las normas del urbanismo romano: plano ortogonal, foro, templos, centros cívicos; en muchos casos, teatro, anfiteatro, alcantarillado y conducción de agua potable, es decir, un urbanismo de un nivel que se perdió con el fin del Imperio y que no volvió a alcanzarse hasta épocas muy recientes.
Inmigrados romanos y nativos asimilados formaban, con sus servidores y clientes, la población de estas ciudades. Su calificación jurídica era diversa: hubo ciudades dotadas de todos los privilegios cívicos, como si fueran réplicas de Roma, mientras que otras, de origen nativo, sometidas bajo pactos, tenían que pagar tributo (stipendiarias). Privilegiadas eran las colonias en las que se asentaban soldados licenciados, a los que se atribuía un lote de tierra: Mérida, Valencia, Zaragoza, León… El binomio Hispalis-Itálica presenta gran interés: Hispalis (Sevilla) fue fundación fenicia sobre un primitivo asentamiento ibérico; en sus proximidades se encontró el tesoro del Carambolo, formado por joyas ¿reales? del siglo VI. Sometida a Roma, recibió ciudadanos romanos a los que discurseó Julio César.
A diez kilómetros de Hispalis se encuentran las ruinas de Itálica, asentamiento precoz (206 a. J.) de veteranos elevado a categoría de colonia por Adriano. Nada más evocador que recorrer la parte excavada de la ciudad, contemplar su perfecta urbanización, las lujosas moradas de donde se han extraído mosaicos y estatuas; ciudad aristocrática, complemento de Hispalis, gran centro comercial y burgués gracias a la navegabilidad del Betis, ruta cómoda y barata para la exportación de los productos del valle.
Como las ciudades, las vías romanas no fueron superadas en Europa hasta el siglo XVIII: calzadas y puentes construidos con técnicas avanzadas, descuidados después o reparados de forma chapucera, aseguraron un mínimum de intercomunicación en Europa durante dos milenios. No era un tejido espeso porque su coste, a cargo de los municipios, era alto, aunque en su construcción interviniera mano de obra requisada, incluyendo soldados de las legiones. Su finalidad era doble: económica y política, con predominio de la segunda, lo que explica su trazado, ahorrando curvas, con pendientes más accesibles a la marcha del legionario que a los vehículos. La Vía Augusta era una obra colosal que iba desde Gades a Roma, un recorrido de casi tres mil kilómetros esmaltado por mansiones y miliarios, de los que se han recogido gran cantidad. Era el cordón umbilical que ligaba Hispania a la Urbe, mientras las vías trazadas en el interior de la Península aseguraban la ligazón entre las diversas provincias y dotaban de unidad administrativa y económica al conjunto ejerciendo variedad de funciones. Gracias a la Calzada de la Plata, que unía Hispalis con Mérida y Astorga, los turdetanos ya no temían las incursiones de los depredadores lusitanos; las legiones vigilaban las zonas insumisas y la vital producción de las minas del Bierzo, que proporcionaron al Estado y la economía de Roma la mayor parte del oro que necesitaban.
La lengua fue otro factor principalísimo de romanización y de cohesión interna. No sabemos cuántas lenguas indígenas se hablaban en España; lo que es seguro es que un galaico no podía entenderse con un balear. No hubo un plan programado de enseñanza del latín ni se exigió su uso a los pueblos sometidos, pero se fue imponiendo lentamente, primero entre los indígenas asimilados, con más retraso entre las masas rurales. Consta que en la Bélica en el siglo I se hablaba casi exclusivamente latín y lo mismo ocurría en la Tarraconense; más tardía fue la latinización de la Lusitania y la Gallecia, donde, después de finalizada la época imperial, aún proseguía trabajosamente, con el concurso de la Iglesia cristiana, la tarea de latinización; al final quedó sólo un reducto, el dominio del vasco, en la zona más refractaria a la romanización. La paulatina disgregación de la antigua lengua en los siglos oscuros originó una multitud de dialectos romances, entre los que tardíamente se iría imponiendo la mayor fuerza expansiva del castellano.
La romanización de la sociedad hispana fue también un proceso lento y complejo. En las sociedades avanzadas del Sur y del Levante fue rápida y sencilla la asimilación de las élites indígenas a las categorías superiores de la sociedad romana. La riqueza, los servicios prestados y los matrimonios mixtos eran los cauces que facilitaban esa asimilación. La categoría más alta, la senatorial, requería la posesión de una fortuna considerable en bienes rústicos y la presencia continua, o al menos frecuente, en Roma. La categoría siguiente era la de los caballeros (equites). También desempeñaban altas tareas administrativas, aunque no de la categoría de las senatoriales. Con frecuencia, su fortuna procedía del comercio, de los negocios, y ello deslustraba un poco su condición, porque en Roma estaba muy viva la preocupación por lo que mucho después se llamó en España la limpieza de oficios; las tareas manuales estaban desprestigiadas y también el comercio al por menor. Cicerón dedicó a esta cuestión una larga parrafada en su tratado De Officiis, y concluyó que si bien el comercio al por menor es indigno de un hombre de noble cuna, mercatura magna el copiosa non est admodum vituperando, «el comercio al por mayor no es digno de censura». Quince siglos más tarde todavía se estaban debatiendo en España estas cuestiones.
Muy pocos, y todos de origen itálico, eran en Hispania los miembros de la clase senatorial, pero muchos, y de diverso origen, los équites, atraídos por las grandes posibilidades de hacer buenos negocios que aquí existían; increíble es la noticia de que en Gades había quinientos caballeros, más que en ninguna otra ciudad, excepto Roma; pero es indudable que debían ser numerosos teniendo en cuenta el extraordinario auge de aquel puerto y lo numeroso de su flota; en ella se fundían los recuerdos del pasado semítico, simbolizado por el famosísimo templo de Hércules, y la intensidad de una colonización romana que dio figuras como los Balbos y el agrónomo Columela.
Las clases trabajadoras estaban agrupadas en corporaciones o gremios que defendían las condiciones laborales y cierto grado de seguridad social. Otra cuestión que preocupaba mucho tanto a las clases altas como a las bajas era la referente a exequias y enterramiento; aquéllas las resolvían por sus propios medios, elevando de construcciones para uso familiar; los pobres se agrupaban en asociaciones para subvenir aquellos gastos.
Aunque existía un artesanado numeroso y competente, como lo demuestra la enorme cantidad de objetos que llenan nuestros museos, la gran mayoría de la población estaba adscrita a las actividades del sector primario: la pesca, con tradición antiquísima, porque ya los fenicios comercializaban los productos pesqueros obtenidos en las costas meridionales; el aprovechamiento de los bosques, extensísimos, que proporcionaban madera de construcción, leña y alimento, hasta el punto de que para muchas tribus del norte castañas y bellotas eran parte esencial de su dieta; la ganadería: cerdo, cabras, vacas, ovejas, en parte en régimen trashumante, con los consiguientes conflictos con los agricultores. Ya entonces, antes de que se produjeran cruces con los caballos árabes, los ibéricos tenían fama por su airoso porte, capacidad para el trabajo y ardor en los combates.
La explotación de los recursos mineros, ya ampliamente explotados por los colonizadores primitivos, recibió un gran impulso con los romanos; extendieron las prospecciones a regiones a las que nunca accedieron fenicios ni cartagineses, y fueron tan exhaustivas que son pocos los yacimientos de gran riqueza que se han descubierto después. Éste es uno de los aspectos en los que mejor se manifiesta la interacción entre el país conquistador y el conquistado; Roma se benefició enormemente de nuestras riquezas mineras, pero también dejó un legado en prospecciones, métodos y utillaje, infrautilizado pero no perdido en los siglos posteriores. Asombra que con una técnica tan inferior a la nuestra fueran capaces de cavar y entibar galerías, desaguar pozos y llevar la explotación hasta profundidades de más de doscientos metros. A un coste humano elevadísimo, por supuesto. Pocos años resistían unas labores tan duras los prisioneros de guerra, los esclavos y los condenados que a golpes de látigo las ejecutaban. Pero se ha comprobado también la existencia de trabajadores libres, sometidos, sin duda, a un régimen menos cruel.
Esclavos y hombres libres ejecutaban también las labores agrícolas, predominantes como en toda economía no desarrollada. A esa economía del Mundo Antiguo se la ha venido llamando esclavista siguiendo la clasificación marxista de los «modos de producción», hoy muy contestada. La esclavitud fue un fenómeno general en la Antigüedad, pero con grandes diferencias de tiempos y lugares. En Roma hubo una gran afluencia de esclavos en los últimos tiempos de la República y los primeros del Imperio como consecuencia de las guerras victoriosas, primera y principal fuente de la esclavitud. Su destino era muy variable; siempre y en todo lugar la suerte del esclavo ha dependido más del carácter del dueño que de las disposiciones legislativas. Los hubo que escalaron altos puestos en la administración imperial. Tirón, secretario de Cicerón, inventor de un sistema de taquigrafía, no debía pasarlo mal. Pero eran excepciones; la mayoría estaban descontentos con su suerte. Tot servi, tot hostes, escribió Séneca, o dicho en romance: «Tantos esclavos, como enemigos». Tan evidente era el peligro que corría un amo cruel que la ley ordenaba que si un esclavo mataba a su amo fueran ejecutados con el matador todos sus compañeros de esclavitud. Sin embargo, había pobres gentes que se autovendían para poder comer todos los días. También eran muchos los que pasaban a la categoría de libertos, ya comprándose con el peculio, el dinero ahorrado con permiso del dueño, ya porque éste lo liberaba por humanidad o por un cálculo interesado: el liberto no estaba a cargo de su amo, pero le debía ciertos servicios.
Desde el siglo II d. J. las cosas empezaron a cambiar: disminuyó el número de esclavos y mejoró su condición jurídica siguiendo el influjo de las ideas religiosas y filosóficas; el esclavo seguía sin tener personalidad jurídica, pero, entre otras medidas, su vida dejó de estar a merced de su dueño. En el dominio agrario empezó a extenderse la idea de que el trabajo hecho de mala gana por el esclavo mejoraría hecho por un semilibre, un colono. Pero este nuevo régimen de propiedad no se nutría sólo de antiguos esclavos; muchos pequeños propietarios a quienes amenazaba el despojo y la ruina preferían entregar su tierra a un señor poderoso y seguirla cultivando como colono; ganaban seguridad a cambio de perder libertad; no podían abandonar su parcela y debían entregar una parte de la cosecha; quedaban así prefiguradas dos instituciones típicas del Medioevo: la distinción entre dominio útil y dominio eminente de la tierra, y la servidumbre en forma de adscripción a la gleba.
El proceso de concentración rural se fue incrementando hasta dominar el panorama del agro en los últimos siglos del Imperio; por todas las regiones de Hispania se extendieron las villas de quinientas, mil y hasta dos mil hectáreas; muchas autosuficientes, porque además de las explotaciones agropecuarias y forestales disponían de las artesanías más necesarias. Cada vez con más frecuencia los dueños se retiraban de unas ciudades empobrecidas y cargadas de impuestos, dejando su administración en manos de unos decuriones de clase media empobrecidos también y que de buena gana abandonarían sus cargos de haber podido, pues eran responsables no sólo con su fortuna, sino con sus cuerpos de una fiscalidad agobiante. Con los grandes propietarios también abandonaban las ciudades sus clientes y servidores; disminuyeron o acabaron los espectáculos públicos y las distribuciones gratuitas de víveres. En cambio, el señor latifundista desafiaba a la administración, no pagaba impuestos, tenía cárcel y hasta un embrión de ejército propio. Había fortunas colosales, personas que tenían docenas de grandes fundos repartidos en lugares tan remotos entre sí como Hispania, Italia y África. Una de estas personas debió ser la Eteria o Egeria, probablemente una gallega que largo tiempo hizo turismo religioso por los Santos Lugares y países contiguos. Por la misma época, a comienzos del siglo V, dos grandes latifundistas, Didimo y Veriniano, defendieron bastante tiempo los pasos de los Pirineos frente a la invasión bárbara con sus propios recursos, con gentes reclutadas en sus latifundios.
Este exceso de concentración de la propiedad si, por un lado, explica la crisis de un Estado que había perdido el control sobre los ciudadanos más poderosos, por otro está en probable relación con un curioso y mal conocido fenómeno: el de los bagaudas, que entre fines del siglo III y (con máxima intensidad) la primera mitad del V, protagonizaron revueltas sociales en el suroeste de Galia y en la cuenca del Ebro. Aparecen luchando contra todos los poderes establecidos: los grandes propietarios, las legiones romanas, la Iglesia; más tarde, contra los visigodos. Era, por tanto, un movimiento de gran fuerza y amplitud, capaz de enfrentarse a ejércitos regulares. En su base parece que estaba el tremendo descontento de las clases bajas, esclavos rústicos, pastores, colonos, pero no es descartable que contaran también con profesionales que organizaran militarmente tales movimientos, puesto que fueron capaces de hazañas como la toma de Ilerda. Pero ¿por qué se circunscribió el movimiento en Hispania a la Tarraconense? Se ha pensado en la posible intervención de vascones. También se apunta que allí eran muchas y ricas las villas saqueadas. Desde allí los disturbios se propagaron hasta la Gallecia, donde los revoltosos operaban en 456. Después cesan las noticias, por otra parte muy dispares e inconcretas, sobre los bagaudas. Los epítetos de los cronistas (esclavos, rústicos, salvajes) no dejan dudas sobre la categoría de los sublevados. La revuelta fue, dice José María Blázquez, «una consecuencia de la intensa crisis económica y social del Bajo Imperio y de la decadencia de la ciudad».
La gran crisis del siglo III también señaló un corte en el panorama intelectual de Hispania; escritores hispanos constituyeron la médula de la Edad de Plata: los dos Sénecas, Lucano, Quintiliano, Marcial, Pomponio Mela, Columela, fueron figuras destacadísimas de una cultura que no por englobarse dentro del conjunto de la literatura romana tenemos que dejar de considerar como nuestra; salvando los excesos en que algunos historiadores han incurrido, no hay que caer en el extremo opuesto; las grandes figuras de la Hispania romana ejercitaban instintivamente ese arte de las fidelidades múltiples que los nacionalismos excluyentes de nuestros días parecen haber olvidado. Trajano tenía sangre ibera por la rama materna; de Adriano consta que se interesó por su Itálica natal; Teodosio tenía raíces hispánicas muy profundas; el caso del bilbilitano Marcial me parece especialmente ilustrativo: más de veinte años residió en Roma ejerciendo como poeta satírico una crítica demoledora que le proporcionó más fama que dinero; quizá con cierta sensación de fracaso se retiró a su ciudad natal, y no deja de ser interesante constatar que además de ciudadano de un municipio romano y bien introducido en la Urbe, que entonces simbolizaba la humanidad entera, reconocía con cierto orgullo su ascendencia celtibera: «ex celtis genitus et ex iberis».
Nada ilustra mejor la profundidad del corte operado en el siglo III como ver que tras aquel elenco de escritores hay un vacío impresionante y luego renace otra cohorte literaria, no tan brillante pero de ninguna manera desdeñable y plenamente inmersa en la cultura cristiana: Juvenco, Prudencio, Orosio… La obra poética del primero no está teñida de ningún nacionalismo. El galaico Orosio redactó, según las ideas de su maestro San Agustín, una Historia Universal con el intento de eximir de responsabilidad al cristianismo en la ruina del Imperio Romano. Siempre había habido calamidades y, por supuesto, no le faltaron datos para respaldar esta tesis. La figura de Aurelio Prudencio Clemente es mucho más importante; sus obras de controversia teológica no despiertan hoy el menor interés, pero sí sus relatos sobre los mártires; que éstos sean todos hispanos, que escribiera que: «Dios mira con agrado a los hispanos», son indicios que no hay que exaltar ni ignorar si tratamos de hacer de él una especie de precursor del «patriotismo español». Tal expresión sería un perfecto anacronismo; España, en el sentido actual, no existía entonces. Prudencio, ante todo, se sentía romano, y muy orgulloso de serlo, porque, según él, la distancia entre el romano y el bárbaro era la misma que separaba al bípedo del cuadrúpedo, pero esta romanidad esencial no era incompatible con el sentimiento de pertenecer a una parte privilegiada de aquel gran conjunto.
La decadencia y fin del Imperio Romano de occidente es uno de los grandes temas de la Historia Universal; las teorías para explicarlo son muchas y ninguna satisface por completo: a la antigua boga por la explicación militar, simbolizada en las hordas de bárbaros saqueando los palacios romanos, sucedieron las tesis basadas en las crisis económicas y sociales; la decadencia militar no sería una causa, sino un efecto. Ambos tipos de explicaciones no son incompatibles; hubo, sin duda, profundas causas sociales: ruina de los pequeños agricultores que perdían sus tierras o las donaban a un señor para volver a recibirlas en calidad de colonos, ensanchamiento de las diferencias sociales, revueltas; también graves problemas económicos y monetarios: formación de dos circuitos, uno de monedas de oro, sólo accesible a los privilegiados, y otro de monedas de bronce, responsables de una inflación que en vano se quiso restringir con edictos fijando precio a las mercaderías. Pero sin hablar de los cambios de mentalidad, también profundos, los motivos puramente político-militares fueron de gran envergadura; el Imperio padecía de una contradicción en su cúpula que nunca pudo solventar: teóricamente era una república, pero en realidad era, o trataba de ser, una monarquía; de donde nacían continuas luchas por el poder, sin que los intentos de crear una dinastía estable se consolidaran, con lo que los poderes de fado, los pretorianos, los legionarios, decidían con arreglo a sus intereses y preferencias.
Dos emperadores hispanos cerraron la época brillante, aunque con programas distintos: Trajano (97-117 d. J.) llevó el Imperio a su máxima extensión con la conquista de la Dacia y Mesopotamia; Adriano, tras largas visitas de inspección, pasó a la defensiva y ejecutó numerosas fortificaciones en el limes o frontera. La situación general permaneció estable hasta mediados del siglo III, cuando arreciaron las embestidas de las tribus germánicas, presionadas ellas mismas por los jinetes de las estepas sobre las líneas del Rin y el Danubio. Apareció entonces con claridad que el ejército romano era indisciplinado e insuficiente; trescientos mil hombres eran pocos para defender unas fronteras tan extensas, pero muchos para ser bien remunerados, porque se trataba de mercenarios desarraigados que no combatían en defensa de sus propios lares. Las inscripciones sepulcrales señalan la presencia de galos y otros pueblos en Hispania, y de militares de origen hispano en guarniciones del Rin y hasta de Oriente. La indisciplina de estos mercenarios llegó al colmo a mediados del siglo III; diversos jefes militares lucharon entre sí por el título imperial, y esta anarquía facilitó la ruptura de las líneas fronterizas de occidente, lo que acaeció, por lo menos, en dos ocasiones: entre el 262-268 y hacia el 276. Las consecuencias para Hispania fueron tremendas porque en el interior no había nada prevenido para resistir a los germanos; tres siglos antes los aguerridos cántabros y celtiberos les hubieran hecho frente, pero la Pax Romana los había desarmado; habían cesado las luchas tribales, se vivía en seguridad, las ciudades no estaban fortificadas; indicios de bienestar que podían transformarse en tragedia. Los textos literarios son poco explícitos, pero las ruinas detectadas por los arqueólogos son elocuentes: todo el litoral mediterráneo quedó arrasado; el interior sufrió menos, pero también se aprecian destrucciones en la Meseta, y no sólo en las ciudades, sino en las villas donde moraban los latifundistas.
Hubo después una recuperación y un reajuste general a las nuevas circunstancias en todo el Imperio, que tomó formas claramente monárquicas y contó en el siglo IV con emperadores enérgicos. Se restauraron las ciudades, pero en tamaño más pequeño y ceñidas por muros que hacían incómoda la estancia. Se restauraron también las villas rústicas, aunque sin la esplendidez de las anteriores. En esta última fase de la Hispania romana todo habla de un descenso de la población y la riqueza; la Bética dejó de exportar su aceite; muchas explotaciones mineras y la mayoría de las instalaciones pesqueras del Estrecho no reanudaron sus trabajos, o lo hicieron a pequeña escala. Los hallazgos artísticos son inferiores en cantidad y calidad. Abundan, en cambio, los hallazgos de tesorillos que denuncian un clima de temor e inseguridad.
Otra novedad importantísima trajo el Bajo Imperio: la propagación del cristianismo. Ningún tema de nuestra historia tiene orígenes tan oscuros, ninguno ha sido contaminado con tantas fábulas y leyendas; prescindiendo de las invenciones de los que podríamos llamar «falsificadores profesionales» del siglo XVII, ya de mucho tiempo atrás corrían relatos sobre los primeros tiempos cristianos que la crítica más elemental no puede admitir: Santiago no pudo predicar en España porque murió en Palestina antes de la dispersión de los apóstoles; de la Virgen del Pilar no hay noticias antes del siglo XIII; San Pablo manifestó su intención de predicar en Hispania, pero no hay ningún testimonio de que llegara a hacerlo; los «innumerables mártires de Zaragoza» fueron dieciocho… ¿Qué es lo que podemos decir con seguridad en esta materia?
Podemos afirmar que las religiones de los primitivos pueblos de Hispania fueron conservadas tenazmente entre campesinos y pastores, mientras en las ciudades se introducían las divinidades del Olimpo grecorromano y el culto a Roma y el emperador. En esos mismos medios urbanos hallaron seguidores cultos orientales como los de Isis y Mitra, y también halló acogida otra religión llegada de oriente, el cristianismo. El cuándo y cómo no se sabe, pero hay muchos indicios de que antes del siglo III ya estaba bien implantada en ciudades de las zonas más romanizadas, y que el África romana, o sea, la actual Túnez, debió desempeñar un papel importante en la evangelización. Religión urbana, pues, de clases altas y medias, no religión de esclavos y oprimidos, como se ha venido diciendo. Quizás la primera semilla se depositó en las juderías y luego se extendió a gentiles ansiosos de encontrar respuesta a los problemas de la vida y del más allá; no es casual que sarcófagos y necrópolis nos proporcionen sobre este cristianismo primitivo una información abundante, complementaria de la muy escasa que nos ofrecen los textos literarios. Muchos sarcófagos, los mejores, los más caros, venían de África y de Roma; sólo podían encargarlos familias que disponían de elevados recursos.
Las pocas noticias sueltas que tenemos del cristianismo hispano en el siglo III contrastan con la relativa abundancia de datos que poseemos del IV. A comienzos del mismo se celebró un concilio en Iliberis, la actual Granada, con asistencia de diecinueve obispos y veinticuatro presbíteros, la mayoría de la provincia Bélica, pero también hubo representantes de Cartagena, Evora, Toledo, Mérida y León, lo que demuestra no sólo la extensión de la nueva fe, sino una conciencia de unidad. La ausencia de obispos gallegos y cántabros es significativa. Sin embargo, Galicia se incorporó también, y con cierto protagonismo, a la nueva fe por la predicación del controvertido Prisciliano, sobre el sentido social de su doctrina se ha escrito mucho pero se ha probado poco.
La persecución desencadenada por varios emperadores contra la nueva creencia tuvo raíces políticas; los cristianos negaban el culto a Roma y sus símbolos, lo que se consideraba como un acto de traición. Arreció la persecución a fines del siglo III y comienzos del IV, precisamente como factor de lucha contra una de las presuntas causas de la decadencia. Incluso emperadores excelentes como Diocleciano creyeron que debían tratar de aniquilar aquel culto extraño, aquella mentalidad universalista contraria a las tradiciones de Roma. No sabemos cuántas fueron las víctimas de las persecuciones; centenares, quizás miles en toda Hispania; no se trataba de matar a todos los cristianos, sino a las cabezas, los dirigentes, privar a los simples adeptos de los derechos cívicos, destruir sus iglesias, libros sagrados y objetos litúrgicos. Algunos mártires consiguieron perenne celebridad después de que Constantino devolviera la paz a la Iglesia: santa Eulalia de Mérida, Justa y Rufina, que en Hispalis tenían un modesto comercio de objetos de loza; santa Engracia de Zaragoza, san Félix de Gerona y otros cuya memoria permaneció a través de los siglos, porque la veneración a los mártires y sus reliquias no fue sólo característica del cristianismo primitivo; se conservó con enorme fuerza a través de los siglos y sirvió de base a monumentos, peregrinaciones, ritos y numerosos testimonios de religiosidad popular.
No es fácil representarnos hoy, tras el descenso tan acusado del sentido de lo numinoso, de lo sagrado, lo que significaba para una población la posesión de reliquias de estos mártires; sólo más tarde y en mucho menor grado se valoraron también las reliquias de los confesores, de los que habían conseguido la bienaventuranza por sus virtudes, pero no habían derramado su sangre entre tormentos. Aquellos héroes y heroínas se consideraban protectores no sólo de individuos, sino del conjunto de la ciudad, a cuyo prestigio contribuían en grado sumo. El deseo de poseer estos protectores o de aumentar los que ya se tenían explica que durante los siglos posteriores, casi hasta nuestra misma época, los pueblos aceptaran y defendieran falsedades patentes y que en los templos se acumularan reliquias inverosímiles.
Descansar eternamente protegidos por estos intercesores era la máxima aspiración de los cristianos. Las ideas de los paganos sobre la supervivencia eran confusas y contradictorias; tan pronto se representaba a los muertos como sombras que vagaban por el Averno llenos de nostalgia por su pasada existencia terrestre, como se los imaginaban habitando en la tumba, prolongando la vida en compañía de sus seres queridos, como expresa la lápida sepulcral de una matrona de la Botica: Haec est domus mea cum meis, «ésta es mi casa (que comparto) con los míos». Las ideas de los cristianos sobre la vida de ultratumba eran más definidas y más consoladoras. Rechazaron la cremación de los cadáveres, tan frecuente en la Antigüedad, y practicaron sólo el rito de la inhumación, más acorde con la doctrina de la resurrección de la carne. El estudio de las necrópolis es tan interesante para conocer las mentalidades como los detalles de la vida del difunto; las inscripciones sepulcrales son, con mucho, las más frecuentes y proporcionan material para el estudio de la sociedad, demografía, profesiones y otros muchos aspectos de la vida en la Antigüedad.
El cambio de ideas y costumbres, el celo y proselitismo de los cristianos, aumentó paulatinamente su número; cuando en el año 313 el emperador Constantino les otorgó la libertad religiosa todavía eran minoritarios en el Occidente; dos clases, las dos clases extremas de la sociedad, permanecían refractarias: la más elevada, constituida por senadores y altos funcionarios, eran paganos por patriotismo, por afecto tradicional a la religión del Estado y sus dioses tutelares. También intervenía un factor cultural: ¿cómo renegar de las divinidades loadas y descritas por Hornero, Virgilio y Ovidio? En el otro extremo, la plebe urbana estaba muy apegada a los espectáculos públicos de los que disfrutaban gratis, y que la Iglesia cristiana proscribía, los de los anfiteatros por su crueldad, los teatrales por contrarios a la moral. La resistencia de la gran masa de los campesinos se basaba sobre todo en la ignorancia, la rutina y el apego a sus viejas creencias, que en muchos casos eran ritos, supersticiones antiquísimas, mezcladas con algunos elementos tomados del Olimpo grecorromano.
Tras la fugaz reacción protagonizada por Juliano El Apóstata fue otro emperador hispano quien infligió el golpe mortal al paganismo. Teodosio no era un hombre culto como Trajano y Adriano, sino un duro administrador y guerrero, salido de una familia riquísima de la Meseta. Por íntima convicción o por creer que la unidad religiosa fortalecería al Imperio, empeñado en una lucha a muerte contra los bárbaros, entre 390 y 392 dictó varios decretos prohibiendo el culto público y privado a los antiguos dioses; sólo el culto cristiano en su versión católica (crecía con gran fuerza en Oriente la herejía arriana) sería permitido. Su hijo y sucesor Arcadio asestó otro golpe a la cultura tradicional aboliendo los espectáculos públicos. Una generación más tarde ya el paganismo entre las clases altas se consideraba extinguido, mientras la religiosidad popular se degradaba al nivel de supersticiones residuales en los medios rurales (pagani).
La época visigótica es una especie de agujero negro en nuestro pasado por la escasez de información y la lentitud de los cambios; tuvo una duración aproximada de tres siglos, tanto como toda la Edad Moderna, pero si ésta ofrece información para llenar miles de volúmenes, todo lo que sabemos y podemos decir acerca del reino visigodo cabe en una docena; el arrasamiento causado por la invasión árabe se llevó por delante toda la documentación oficial. La privada debió ser muy poca; había tal escasez de soportes que se utilizaban láminas de pizarra para burilar toscamente unas palabras. La literatura visigoda, las fuentes de nuestra información, se reducen en lo esencial a unos escuálidos cronicones, una importante compilación jurídica, el Fuero Juzgo, y documentación eclesiástica, en la que sobresalen por su interés los cánones de los concilios, ricos en detalles también sobre la situación de la población laica.
Las fuentes arqueológicas también son de una pobreza extrema; se interrumpió la construcción de obras públicas; apenas hay restos de villas y, lo que es muy significativo, las excavaciones en los recintos urbanos han proporcionado muy poco y muy pobre material; sólo una delgada capa entre el nivel romano y el musulmán, de cronología incierta por la dificultad de distinguir lo tardorromano de lo visigodo. Estas carencias son por sí mismas elocuentes: testimonian la ralentización de las actividades, la ruralización de la sociedad. En este desierto destacan algunos oasis en los que se ha volcado la atención de los historiadores: la formación del primer estado hispánico, la fusión de razas, la obra de san Isidoro.
La formación de un Estado hispánico tenía su precedente en unas divisiones administrativas de la Hispania romana cada vez más ajustadas a la realidad; la última, debida al emperador Diocleciano, incluía la diócesis de Hispania en la prefectura de las Galias; dicha diócesis, a cargo de un Vicarias Hispaniarum, de cuya actividad tenemos pocas noticias, comprendía las provincias Bélica, Cartaginense, Tarraconense, Gallecia y Lusitania. Luego se le agregó la Baleárica y también pertenecía a dicha diócesis la Mauritania Tingitana, o sea, la mayor parte de Marruecos, aunque la romanización se limitara a las llanuras. El Estado visigodo, tal como quedó configurado tras la absorción del reino suevo y la expulsión de los bizantinos que se habían apoderado del litoral sureste, coincidía en lo esencial con la diócesis de Hispania y además comprendía la Septimania, o sea, el sureste de la Galia. Fue la prefiguración de un Estado español, y su pérdida fue lamentada como «la pérdida de España», motivo de una larga reconquista. Fue el referente privilegiado para muchas generaciones posteriores; una época deprimida, una sociedad injusta se idealizaron, poniendo el acento en el conquistador, en el elemento germánico, extendiendo arbitrariamente el goticismo y aupándolo sobre la masa infinitamente superior de los hispanorromanos, a pesar de la imposibilidad de demostrar la filiación de las capas superiores de la población hispana medieval respecto a sus hipotéticos antecesores visigodos, a pesar de que las comarcas cuyos habitantes reclamaban la hidalguía universal eran precisamente las que habían sido más refractarias a la penetración de los godos. Y estas inconsecuencias, estas palmarias contradicciones, dominaron el pensamiento e incluso buena parte de la literatura histórica de nuestro Siglo de Oro.
Despojada de estos oropeles, la España visigoda se nos aparece plena de contradicciones y con más elementos negativos que positivos. La cúpula del poder adolecía del mismo defecto que el Imperio Romano: una monarquía electiva, abierta por su propia esencia a todas las ambiciones. En teoría, todos los godos eran electores; en la práctica, solamente los más poderosos, los introducidos en el palacio real (officium palatinum) y el Consejo (Aula Regia). Después del III Concilio de Toledo también los prelados católicos intervinieron en la elección, y trataron de proteger la persona del rey mediante la ceremonia de la unción con el óleo consagrado que les daba el carácter de representantes de la Divinidad, y redactando los cánones más explícitos contra los que atentaran contra su persona; pero todo fue inútil contra la ambición de los jefes de facciones que no dudaban en recurrir a la sublevación y el asesinato para conseguir sus fines.
Error común es imaginarse a las tribus germánicas como hordas sedientas de sangre y de botín; había entre ellas grados de comportamiento relacionados con su más o menos larga convivencia con los romanos; vándalos y alanos dejaron bien acreditada su mala reputación. Los suevos esparcieron el terror por varias regiones de España antes de formar en Gallecia un reino relativamente estable. Los visigodos, cristianos de la secta arriana como los suevos y vándalos, frecuentaron las fronteras del Imperio desde Macedonia hasta los Pirineos, unas veces como atacantes, otras como defensores a sueldo. Su comportamiento y el de los emperadores parece incomprensible; asaltan y saquean Roma el año 410 y a poco los vemos subvencionados por Roma para que actúen en su nombre y limpien Hispania de las tribus que merodeaban y los bagaudas que saqueaban villas y ciudades. La explicación, sin embargo, es simple: los jefes bárbaros no eran caudillos sedientos de gloria y de conquistas, lo que querían era proteger a sus pueblos de los ataques de los nómadas de las estepas, proporcionarles un territorio donde encontraran seguridad y alimentos. La región ideal era África, o sea, Túnez, fértil en granos hasta la llegada de los nómadas de Arabia; dos veces trataron los visigodos de llegar allí sin conseguirlo; realizaron la hazaña los vándalos partiendo del estrecho de Gibraltar.
Los visigodos recibieron tierras en el sur de Francia y se les garantizaron unas raciones de trigo; a cambio pusieron un poco de orden, colaborando con los grandes propietarios y lo poco que quedaba del ejército imperial; una parte de ellos quedaron establecidos en Hispania, pero el centro del poder visigodo permanecía en la Galia; en 451 contribuyeron a rechazar la gran ofensiva de los hunos de Atila. La relación de los visigodos con los romanos fue cambiando de carácter al paso que la posición de los emperadores se debilitaba; de soldados asalariados se convirtieron en miembros de un Estado independiente, el reino de Tolosa, que seguía manteniendo con Hispania relaciones mal definidas y enviando al sur de los Pirineos colonos militares y populares que extendían su área de influencia en todas direcciones, aunque el estudio de sus necrópolis revela que sus asentamientos más densos estaban en la zona triguera de la Tierra de Campos y los rebordes montañosos que separan la cuenca del Duero de la del Ebro. El traslado definitivo del pueblo y la visigoda monarquía de la Galia a Hispania ocurrió como consecuencia de la batalla de Vouillé (507), en la que los francos derrotaron a los visigodos.
La nueva capital fue Toledo, elección explicable por su posición central y el carácter inexpugnable de su emplazamiento. Desde allí, los reyes visigodos completaron la unidad de Hispania. Atanagildo fue el primer rey visigodo que usó manto, cetro y corona, pero a costa de ceder a las tropas bizantinas enviadas por el emperador Justiniano unas bases en la costa que fueron ampliando con la colaboración de los habitantes de la Bética y la Cartaginense. Esta misma oposición de las poblaciones del sur al dominio visigótico explica la ayuda que prestaron a Hermenegildo, hijo de Leovigildo, usurpador del trono, derrotado y muerto en prisión. Cuando su hermano Recaredo sucedió a Leovigildo se convirtió al catolicismo, consciente de que la diferencia religiosa era el principal obstáculo para la fusión entre visigodos e hispanorromanos.
Fue abolida también la prohibición de matrimonios mixtos, dictada seguramente por el temor de que la minoría visigoda quedara diluida en la mayoría hispanorromana. No sabemos hasta qué punto se produjo una mezcla de razas, ni cuál era entonces el volumen de población; hay autores que la rebajan hasta menos de cuatro millones a causa de las epidemias, abandono de tierras cultivables y despoblación de las ciudades. Es posible que estos cálculos sean exagerados; de todas formas, los hispanorromanos se contaban por millones, mientras que los visigodos a lo sumo serían doscientos mil, pues solamente en algunas comarcas centrales formaban grupos compactos; por eso la mezcla de razas debió influir poco en la etnia hispana.
Lo mismo puede decirse de la cultura en general; el arrianismo desapareció en España sin dejar trazas de su lenguaje, prescindiendo de algunos nombres propios, sólo quedan una docena de vocablos en el español actual, entre ellos guerra, que nada tiene que ver con el latín bellum y en cambio está emparentado con el alemán Krieg; recuerdo de la especialización de funciones que se produjo en la Península: las armas, privilegio de los invasores; las artes de la paz para los sometidos. En la controvertida cuestión de la legislación visigoda advertimos, por encima de las dudas que todavía existen, cómo hay una confluencia del Derecho romano y de las leyes o costumbres germánicas, y cómo paulatinamente se llega a una síntesis en la que, permaneciendo algunos elementos germanos, prevalece, sin embargo, la tradición jurídica romana, que contaba con el apoyo de la masa de la población y el apoyo de la Iglesia Católica.
El largo proceso de construcción de un Estado llegó a su culminación entre la segunda mitad del siglo VI y la primera del VII; en el aspecto territorial, por la absorción del reino suevo y la recuperación de las comarcas conquistadas por los bizantinos, y en su estructura interna, por la equiparación de ambas razas, los matrimonios mixtos y la unidad religiosa realizada cuando en el III Concilio de Toledo, el año 589, una de las fechas más simbólicas de nuestra historia, Recaredo, con la mayoría de los nobles de su corte, abrazó el catolicismo. Fuera de la unidad religiosa sólo quedaron los judíos, motivo principal, aunque seguramente no único, de las crudas persecuciones que desde entonces sufrió esta activa minoría urbana.
Exaltado por este panorama. San Isidoro, arzobispo de Sevilla, prorrumpió en una Alabanza de España (De laude Spaniae), modelo de otras posteriores que, a pesar de su brevedad, es un texto fundamental para el estudio de la idea de España como nación:
«De todas las tierras que se extienden desde el mar de Occidente hasta la India tú eres la más hermosa. ¡Oh sacra y venturosa España, madre de príncipes y de pueblos! (…) Tú eres la gloria y el ornamento del mundo, la porción más ilustre de la Tierra (…) Tú, riquísima en frutas, exuberante de racimos, copiosa de mieses, te revistes de espigas, te sombreas de olivos, te adornas de vides. Están llenos de flores tus campos, de frondosidad tus montes, de peces tus ríos (…)».
El texto, que sirve de introducción a la Historia Gothorum, termina con un elogio a «la florentísima nación de los godos», sucesores de la «aurea Roma» en los favores de España. A pesar de su brevedad este texto sugiere varias consideraciones. A fines del siglo IV un poeta galorromano, Ausonio, evocó en un poema las principales ciudades del mundo, comenzando, como es lógico, por Roma, seguida de Constantinopla y otras. De España ensalza a Hispalis, a la que parece conceder categoría de capital («Submittit cui tota suos Hispania fasces»), y después a Córdoba, Tarragona y Braga. San Isidoro, al elogiar a España, no menciona ninguna ciudad, ni siquiera Toledo, la urbs regia. Sólo ensalza sus campos, sus montes, sus ríos. ¿Indicio de la ruralización, de la decadencia de unas ciudades en las que poco había que elogiar? Podría ser. El elogio de los godos también es sintomático; superada la diferencia de religiones, ningún obstáculo había para que ambas razas se unieran en lo que Isidoro pinta como místicos desposorios con frases que, a pesar de su aulicismo, no emplearía si los godos fueran sentidos por los demás españoles como opresores tiránicos. Pero lo que más nos interesa es la implícita y rotunda afirmación de una España con personalidad bien definida. Y que la suya no era una voz aislada lo confirma que la irrupción sarracena fuera después calificada como «la pérdida de España».
La familia de San Isidoro procedía de Cartagena y su traslado a la Botica pudo estar relacionado con los disturbios ocasionados por la invasión bizantina. Así se explicaría su entusiasmo por los godos cuando en toda España, y en especial en el sur, seguía considerándose a los emperadores de oriente como la verdadera y legítima fuente de poder. La figura del santo se yergue como un monolito en medio del desierto; objetivamente sus obras numerosas y variadas no son de gran calidad, pero en una Europa donde los estudios conocían un profundo eclipse fueron estimadísimas, como lo prueba el gran número de manuscritos conservados. No hubiera podido redactar sus Etimologías de no disponer de una biblioteca excepcionalmente rica para la época; proporcionar un compendio de tipo enciclopédico del saber antiguo cuando los copistas de los monasterios se afanaban principalmente en reproducir textos litúrgicos fue un servicio a la ciencia que influyó en el renacimiento carolingio y perpetuó su memoria. Un siglo después Alcuino de York le llamó «doctor de todas las iglesias de lengua latina».
Nos explicamos el entusiasmo de la Iglesia española y su adhesión a la monarquía gótica si pensamos en las ventajas inmensas que le proporcionó la conversión de Recaredo al catolicismo y el reconocimiento de éste como religión del Estado. El ya grande influjo que tenía como heredera de la cultura romana y soporte privilegiado de la sociedad hispana se acrecentó hasta convertirse en legitimador de las instituciones, aliado imprescindible de unos monarcas cuya autoridad era precaria, cuya vida misma estaba en continuo riesgo. La secular alianza del Trono y el Altar tuvo en esos años su comienzo. Se ensalza a los Concilios de Toledo como precedentes de las cortes, pero poco puede espigarse en sus actas que denote una intención de mejorar la estructura social, basada en la injusticia y la opresión de los débiles. Ningún interés tenían los obispos en promover reformas, y los sucesos relacionados con la deposición de Wamba son en este sentido bastante elocuentes: Wamba fue elevado al trono a la muerte de Recesvinto el año 672; sus ocho años de reinado registraron notables éxitos, narrados por San Julián, que como primado era la máxima autoridad de la Iglesia hispana; sofocó la rebelión del conde Paulo en la Septimania, dispersó una armada árabe que desde el norte de África pretendía alcanzar las costas de España, prosiguió la política de Chindasvinto y Recesvinto de fortalecer el poder real, acabar con la anarquía nobiliaria y robustecer el ejército; el pueblo visigodo había perdido gran parte de su vocación guerrera y los hispanorromanos hacía siglos que estaban poco familiarizados con las armas. Fue preciso ordenar a los terratenientes que enviaran un cupo de siervos para el ejército, pero solían enviar a los más inútiles. Wamba conminó con graves penas a los nobles y al alto clero (en la práctica venían a ser la misma cosa) que no obedecieran las leyes. Su descontento alentó la ambición de Ervigio; urdieron una trama para quitar el trono a Wamba sin quitarle la vida: le administraron una pócima que le privó momentáneamente del conocimiento, le revistieron del hábito monástico y le inhabilitaron mediante la tonsura clerical para ejercer el poder. Wamba acabó su vida en un monasterio. El alto clero intervino en la conjura, según resulta de las actas del XII Concilio de Toledo, que reconoció al usurpador como legítimo rey. El arzobispo de Toledo, Julián, que pocos años antes había ensalzado a Wamba, ahora colaboraba con sus enemigos. En aquellos años finales de la monarquía visigoda la postura de la jerarquía eclesiástica contrajo una grave responsabilidad, porque la actitud de los padres del XII Concilio no fue un hecho excepcional; Sisberto participó en las conjuras contra Égica, sucesor de Ervigio, y en el acto final del drama aparece la figura legendaria de Oppas, arzobispo de Sevilla, aliado de los invasores árabes contra don Rodrigo. La triste suerte de la Iglesia española después de la batalla del Guadalete se forjó en la conducta irresponsable de sus más altos representantes.
Al egoísmo y la anarquía en los estratos superiores de la nación se sumaban la inercia de unas masas populares nada interesadas en mantener un orden social injusto. La escasez de población urbana era consecuencia de la debilidad de los sectores secundario y terciario: la artesanía, reducida a cubrir las necesidades más elementales y la fabricación de objetos de lujo para los nobles y las iglesias, seguía encuadrada en el ámbito gremial, y el escaso comercio estaba monopolizado por los judíos, cuya situación se agravó desde la proclamación del catolicismo como religión oficial. Las medidas represoras distanciaron aquella minoría de las autoridades civiles y eclesiásticas, y éstas respondieron redoblando la violencia en una trágica espiral cuyas fases conocemos por la legislación recogida en el Forum Judicum. Recaredo obligó a bautizar a los hijos de matrimonios mixtos; Sisebuto decretó la conversión obligatoria de todos los judíos; el IV Concilio de Toledo reconoció que esta medida no era conforme al espíritu evangélico, pero, ante el hecho consumado, debían comportarse como cristianos. Una conspiración urdida contra el rey Égica acarreó la sentencia de esclavitud contra todos los judíos, pero quizás la medida no alcanzó efectividad, puesto que al ocurrir la invasión árabe vemos a los judíos cooperando activamente con los invasores.
La gran mayoría de la población pertenecía al campesinado. En una sociedad prefeudal no era fácil la existencia de los pequeños propietarios, godos o hispanorromanos; por eso muchos preferían «encomendarse» a un señor en calidad de bucelarios, un grupo que recuerda al de los clientes romanos; formaban el séquito del señor que los alimentaba y en el caso de los grandes señores podían suministrarle la base de un ejército privado.
Los colonos procedían de la situación existente en el Bajo Imperio; eran hombres libres en teoría, pero no podían abandonar la tierra que cultivaban, pues en una época de gran debilidad demográfica una tierra sin cultivadores carecía de valor. La prestación que el colono debía entregar al señor era variable: una parte de la cosecha o una cantidad fija. Su posición social era intermedia entre la libertad y la esclavitud, dependiendo en gran medida del carácter del señor y del villicus que administraba sus fincas.
No conocemos la proporción de siervos que había en la sociedad visigótica, pero no cabe duda de que era muy elevada. La Iglesia retomó el cambio de mentalidad que desde el Bajo Imperio había mejorado su suerte; se le reconocían ciertos derechos: podía casarse y tener un peculio con el que eventualmente podría conseguir la libertad. Pero, como gran propietaria, inmersa en el orden social existente, la Iglesia consideraba la esclavitud como una institución necesaria, consecuencia del pecado, en lo que seguía las huellas de San Pablo; aconsejaba que se tratara bien a los siervos, pero desaprobaba que algunos sacerdotes, llevados de un celo indiscreto, procedieran a manumisiones que podían arruinar a las iglesias; se consideraba que el mantenimiento de una parroquia requería el trabajo de doce siervos, lo que indica que el excedente generado por éstos era muy pequeño, de acuerdo con la escasa productividad de unas técnicas completamente estancadas.
La importancia que tenía la esclavitud en aquella sociedad nos lo revela el amplio lugar que ocupaba en la legislación, tanto civil como canónica; el Fuero Juzgo consagra las 21 leyes del libro IX, título I, al solo tema de los siervos fugitivos, que debía ser algo frecuentísimo; se conminaba con graves penas a los pueblos en los que se albergaban, a los que les daban trabajo en sus fincas, a los que facilitaban su huida… Hechos en los que se adivinan no sólo motivos de humanidad, sino deseos de aprovecharse de una mano de obra escasa, a la vez que denuncian el riesgo de un sistema que impulsaba a tantos a intentar la evasión. Una de las leyes prohibía al amo matar a su siervo so pena de destierro y confiscación de bienes, pero podía librarse de la pena simplemente buscando unos testigos que dijeran que el siervo lo había amenazado o que el amo no había tenido intención de matarlo. Otra ley prohibía a los «amos crueles» las mutilaciones corporales de sus esclavos. Los matrimonios entre señores y esclavos se consideraban una abominación digna de las mayores penas, y también las simples relaciones sexuales entre una señora y su esclavo. De los abusos de que hacían objeto tantos señores a sus siervas nada se dice. Son lacras permanentes del fenómeno esclavista, porque esas leyes visigóticas nos recuerdan cosas que pasaban no más lejos que el pasado siglo en Estados Unidos; agravados, por supuesto, en una época en la que la violencia era tan habitual que la ley eximía de responsabilidad al maestro que corregía al discípulo, aunque de las heridas recibidas se le siguiera la muerte.
El descontento de la gran masa de la población rural, libre o esclava, se manifestaba en revueltas de las que tenemos poca información. Ya hemos referido en páginas anteriores que en el movimiento priscilianista, muy activo en el noroeste, quizás hubiera, bajo apariencias religiosas, una inquietud de tipo social, hecho frecuente hasta los comienzos de los tiempos modernos. Prisciliano, de origen galaico, fue condenado por su misticismo heterodoxo, mezclado con ideas gnósticas y de exagerado ascetismo, en varios concilios, pero esta condena de carácter espiritual sirvió de pretexto al emperador Máximo para arrogarse el título de defensor de la fe ordenando su ejecución en Tréveris (385). Fue el primer hispano muerto bajo la acusación de herejía, aunque no por el poder eclesiástico, sino por el civil. La muerte de Prisciliano no impidió que sus seguidores se mostraran muy activos, sobre todo en la Gallecia, hasta finales del siglo VI.
Pueden también rastrearse motivaciones sociales en el extraordinario desarrollo de la vida monacal, posible refugio de seres maltratados, insatisfechos; formaban comunidades numerosas regidas por alguna de las muchas reglas que entonces se dictaron. Su importancia económica era grande: combinaban la oración con el trabajo, laboraban tierras, criaban ganados, por sí mismos y ayudándose por siervos. Procuraban también disponer de las artesanías esenciales para ser en todo lo posible autosuficientes. Otros buscaban la evasión por el camino opuesto: se aislaban en vez de agruparse; eran anacoretas, ermitaños, se enclaustraban en un lugar o, por el contrario, se dedicaban a un vagabundeo (los giróvagos); una picaresca con apariencias religiosas que siempre ha existido.
Nada tiene de extraño que en una sociedad muy sacralizada la religión fuera utilizada como válvula de seguridad por los descontentos. En las alturas el problema tenía otros matices; los altos cargos eclesiásticos fueron capturados por los ambiciosos que los utilizaron para sus propios fines. En realidad, la Iglesia más que responsable fue víctima de unas circunstancias cada vez más deterioradas. Las luminosas perspectivas abiertas por los Concilios III y IV, la unión religiosa, la unión de razas, el reforzamiento del Estado, todas aquellas promesas se derrumban después de la deposición de Wamba. Los sucesos ocurridos en los últimos reinados son muy oscuros; faltan fuentes; las pocas alusiones que pueden espigarse en las crónicas posteriores aluden a la división de la clase dirigente en facciones irreconciliables; sin duda por eso existen dos tradiciones acerca del rey Witiza: una favorable a su memoria y otra que lo describe como un tirano, justificando así la elección de Rodrigo contra las aspiraciones de los witizanos. La traición de éstos en la batalla del Guadalete y la legendaria pérdida de España fue el acto final del drama de un reino «dividido contra sí mismo», según la expresión evangélica, y condenado a perecer.