Quien más y quien menos ya ha hecho sus apuestas sobre el tema. The Wall Street Journal informaba de que un sondeo de la división de banca de inversión del banco británico Barclays entre mil inversores reflejaba que casi el 50 por ciento de ellos creen que al menos un país dejará la zona del euro en 2012. Incluso la deuda estatal francesa se ha visto afectada por la situación, pues la diferencia entre el rendimiento de los bonos de Francia y los de Alemania se encuentra en el punto máximo desde la creación del euro. La deuda de doce de los diecisiete países del euro se ha encarecido y, además de los casos extremos de Grecia e Italia (cuyos bonos a diez años deben pagar intereses superiores al 28 y 6,7 por ciento, respectivamente), la situación afecta seriamente a España, país que durante un tiempo estuvo pagando la tasa de interés más alta desde que se implementó el euro (6,78 por ciento), aunque la cosa se calmó bastante después de las elecciones.
Hasta ahora, aunque los votantes de los países ricos de Europa no están dispuestos a financiar indefinidamente a los más pobres, la existencia del euro era considerada un tema sagrado para sus gobiernos. La visión de una Europa unida, capaz de hacer valer su herencia histórica en el siglo XXI, se convirtió en un tema tabú y también en un callejón sin salida: ningún político se atreve a negarla, pero nadie puede movilizar a los votantes para tomar las decisiones que se requieren para darle solidez real. La unión se ve como una necesidad; la solidaridad, al menos desde los gobiernos, se contempla como algo imprescindible, pero cuando se trata de vender esas ideas en época de elecciones la cosa se complica bastante. Los votantes de los países más favorecidos, especialmente los alemanes, se sienten penalizados por hacer las cosas bien y disfrutar de una economía boyante, mientras contemplan cómo sus preciados recursos van a parar a otros países en los que, según su percepción, se han llevado a cabo políticas irresponsables.
Así que la encrucijada está clara. En un extremo de la balanza está el escenario, no deseado por nadie, el de la catástrofe sin precedentes que supondría la desaparición de la moneda única; en el otro habría la alternativa de buscar un camino decidido hacia una integración más profunda, donde la unión monetaria sería complementada por una unión fiscal. Es muy difícil tener una moneda común en un entorno en el que cada país, aun con las restricciones que impone Bruselas, tiene un amplio margen de maniobra para decidir sus propias políticas económicas y fiscales. Eso es precisamente lo que da lugar a esos agravios comparativos tan difíciles de digerir por los votantes. Una alternativa que se menciona insistentemente sería la de la famosa «Europa de dos velocidades»: hacer una división de la Unión Europea entre los países del centro (Francia, Alemania, Países Bajos, Luxemburgo y Austria), los cuales preservarían el euro, y los demás, que serían considerados periféricos. Los líderes políticos de Alemania, Angela Merkel, y Francia, Nicolas Sarkozy, están unidos cuando piden disciplina fiscal y mayores compromisos de ahorro para los demás, pero muestran profundas discrepancias a la hora de definir cómo usar los recursos comunitarios del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, creado para hacer frente a la crisis.
Pero no nos engañemos y contemplemos el asunto desde una perspectiva simplista: no se trata de que Merkel y los que la secundan sean una pandilla de privilegiados, perversos y egoístas que se niegan a compartir su bienestar con el resto. De hecho, es posible que los políticos de los países menos afectados por la crisis sean los más dolorosamente conscientes de que todos estamos en el mismo barco y que su holgada posición de hoy puede invertirse por completo mañana a causa de factores que escapan a su control. Pero se deben a su electorado. Cada cuatro años tienen que responder a la embarazosa pregunta que les plantean sus conciudadanos: «¿Qué has hecho con mi dinero?». Apoquinar para nuevos rescates, a cambio de un empeoramiento, aunque sea sutil, de sus condiciones de vida es algo que los ciudadanos de esos países no están dispuestos a hacer y que, de hecho, supone un castigo a sus políticos. Basta con mirar a Alemania, donde las encuestas muestran que dos tercios de los alemanes se oponen a la ayuda adicional para los rescates. Merkel, conocedora de lo impopular que era la ayuda a un país que había hecho trampas, fue manteniendo una actitud ambigua que oscilaba entre ofrecer fondos con durísimas condiciones y amenazar con la expulsión del euro a los países con déficits desbocados. A pesar de ello, ha perdido seis elecciones seguidas y se le augura un futuro político no demasiado brillante. O Eslovaquia, donde el trabajador medio apenas llega a mileurista y no está de humor para garantizar la deuda de países como Grecia o Portugal.