Las deudas soberanas europeas parecen estar en caída libre con España, Italia y Grecia, a pesar de sus cambios de gobierno, en el ojo del huracán. Parece que a los mercados no les basta con los cambios de gobierno en los países críticos y siguen sin confiar en la capacidad de los líderes europeos de salir con éxito de la crisis de deuda soberana. La rentabilidad exigida por la deuda de numerosos países de la zona euro aumenta con cada nuevo indicio de que la recuperación caerá en el estancamiento —o la recesión— en 2012, y los países con más problemas para controlar su déficit, como España o Italia, tienen cada vez más dificultades para lograr financiación.
La presión sobre España es un mensaje directo al nuevo gobierno resultante de las elecciones, que tendrá que adoptar sin demora nuevas medidas de reducción del déficit —Bruselas ya duda de la capacidad para situarlo en el objetivo del 6 por ciento— para calmar la tensión de los mercados. Si finalmente Papademos en Grecia, Monti en Italia y Rajoy en España son capaces de llevar a buen puerto sus reformas, las bolsas cambiarán su tendencia.
Aparte de los beneficiarios interiores, también hay beneficiarios en el exterior. Los Estados emergentes, pese a lo que se ha dicho, no han entrado a comprar deuda de una manera importante. Los grandes beneficiados por la crisis de deuda de Europa, pero también de Estados Unidos, serían China y Rusia, porque siguen creciendo. En cualquier caso, estas economías, en especial China, no tienen ningún interés en la caída de la moneda europea, más bien al contrario. Si colapsa el euro, segunda moneda de referencia mundial, el mercado caerá, y eso es algo que China, que cimenta su desarrollo en el comercio exterior —y la UE es uno de sus principales clientes—, no puede permitir.
A pesar de que en la actualidad priman los intereses a corto plazo y quien más y quien menos se encuentra más preocupado por la salud de su propio bolsillo que por temas de mayor alcance, lo cierto es que una de las principales consecuencias de la globalización económica es de carácter mucho más grande e histórico de lo que muchos sospechamos. Los gobiernos de tecnócratas impuestos desde instituciones supranacionales auguran la desaparición de las soberanías nacionales, el fin de la era de las naciones-Estado iniciada con la independencia de los Estados Unidos en 1783 y la Revolución Francesa en 1789. Ese concepto abstracto e insidioso, el «Nuevo Orden Mundial», que todos los últimos presidentes de Estados Unidos y de los países europeos anuncian efusiva y reiteradamente desde el atentado de 2001 contra las Torres Gemelas, con una contumacia en la repetición que recuerda aquello que dijo Goebbels de que una mentira, si se repite lo suficiente, acaba convirtiéndose en verdad, no es más que el nombre con el que la élite de las altas finanzas ha bautizado a su proyecto político, cuya finalidad última es el establecimiento de un gobierno mundial, lo que implica la desaparición, después de dos siglos, de las naciones-Estado, los países soberanos.
En la actualidad las naciones-Estado tienen una capacidad cada vez más limitada para ejercer su autoridad, mientras que las grandes corporaciones privadas y las instituciones globales o multinacionales tienen cada vez mayor poder de decisión sobre las cuestiones fundamentales que afectan a la ciudadanía. Cuando un nuevo presidente accede al cargo ya es comentario común, no solo entre los ciudadanos, sino entre los analistas políticos, anunciar que el designado tendrá un campo de maniobra muy estrecho y su gestión y las medidas que tome dependerán en buena medida de los designios de Bruselas, el FMI, los mercados o lo que aconseje, siempre con la mejor de las intenciones, Angela Merkel. Los bancos y las grandes corporaciones, que en teoría deberían estar reguladas y regidas por los estados, se permiten el lujo de aconsejar e incluso amenazar directamente a estos. Si se tiene en cuenta que sus dictámenes influyen de modo decisivo en las tasas de interés que gravan los créditos de una nación, no resulta difícil de comprender que esos consejos rara vez caen en saco roto. La crisis sistémica —económica y financiera— que estalló en 2008 está acelerando aún más esa transferencia de soberanía. El «gobierno mundial» ha dejado de ser una quimera y ha empezado a tomar cuerpo a través de corporaciones privadas que ejercen auténticos oligopolios sobre sectores estratégicos de la economía gracias al imparable proceso privatizador inherente a la globalización.
De ahí que la crisis del euro solo pueda tener como desenlace lo que se conoce como «gobernanza económica europea», que consiste en la cesión de la soberanía fiscal y económica de los países europeos a una entidad no democrática cuyo funcionamiento no es transparente ni está expuesto al escrutinio público: la Comisión Europea. Los ejecutivos de Portugal, España, Grecia e Italia, quiéranlo o no sus ciudadanos, van a estar sometidos a estricta vigilancia, al menos a medio plazo, por el sacro imperio germánico de Angela Merkel, por su virrey en la Galia, Sarkozy, por el Banco Central Europeo, por el Fondo Monetario Internacional y, sobre todo, por esos mercados y agencias de calificación que hoy son los que marcan el paso del nuevo orden mundial. Se impondrán sacrificios y recetas que pasan por liberalizar servicios públicos, reformar la negociación colectiva para adaptar las condiciones laborales a las necesidades de cada empresa, reformar la contratación y el despido, endurecer los requisitos para la jubilación, reducir el salario de los funcionarios, adelgazar las cuentas públicas… En un mundo sometido a la dictadura de los mercados, donde el verdadero poder efectivo no reside en el pueblo, ni siquiera en las naciones, sino en corporaciones privadas globales, ¿qué soberanía, qué autoridad le queda a los estados? Se nos dice que la extrema flexibilidad en los salarios, si no directamente los recortes, son necesarios si el resto de la zona euro quiere recuperar con prontitud su competitividad respecto a Alemania.