Accionariado y corrupción

En 1996 el Departamento de Justicia examinó las calificaciones no solicitadas llevadas a cabo por Moody’s. Casi al mismo tiempo un distrito escolar de Colorado demandó a Moody’s a causa de una calificación negativa no solicitada. El caso se solventó a favor de la calificadora, ya que el juez dictaminó que las declaraciones sobre el distrito escolar estaban protegidas por la Primera Enmienda, que da cobijo a la libertad de expresión. En 2001 Moody’s fue condenada a pagar 195.000 dólares por obstruir a la justicia mediante la destrucción de documentos durante una investigación. Fitch también ha recibido no pocas críticas por sus calificaciones no solicitadas.

A finales de 1980 Moody’s comenzó su expansión por Europa usando como ariete este tipo de calificaciones. Empezó a escribir cartas a las empresas europeas diciendo que tenían la intención de calificarlos. Moody’s invitaba a las empresas a participar en el proceso de calificación de forma voluntaria. Sin embargo, si no lo hacían, se les dejaba bien claro que disponían de la información pública necesaria para hacer una calificación de todos modos. El gancho, básicamente, era una amenaza implícita.

Pero ¿quién son realmente estas empresas? ¿A quién pertenecen? ¿Quiénes son sus dueños o sus accionistas? ¿Qué empresas hay tras estas empresas? Pues, aunque parezca mentira, no es una pregunta fácil de contestar.

En 1916 se fundó la calificadora Poor’s Publishing Company, pero surgió como S&P en 1941. En 1966 fue adquirida por el gigante editorial McGraw-Hill, y es la segunda calificadora del mercado. El accionariado de Standard & Poor’s es sorprendentemente sencillo en apariencia: la totalidad pertenece a The McGraw-Hill Companies. ¿Qué demonios hace una editorial metida en semejante negocio multimillonario? En realidad no debería resultar tan sorprendente, ya que esta editorial sobre todo se dedica a la publicación de libros de texto de economía y lo que hace S&P es publicar datos económicos. La aparente sencillez del asunto se esfuma cuando analizamos en detalle el accionariado. Son datos aproximados, pero muy reveladores (en %):

Barclays PlC

10

Deutsche Bank AG

3,6

Fayez Sarofim & Co.

4,3

FMR Corp.

2,3

Goldman Sachs Group Inc.

3,6

MacKenzie Financial Corp.

2,3

Mellon Financial Corp.

2,2

State Street Corp.

3,1

Moody’s fue fundada en 1909 por John Moody. Su principal accionista es el multimillonario inversor estadounidense Warren Buffett, a través de su compañía Berkshire Hathaway (en %):

AIG (American International Group)

2,1

AIM Management Group

3,1

Barclays PlC

3,1

Berkshire Hathaway

16,1

FMR Corp.

2,8

Goldman Sachs Group Inc.

5,3

State Street Corp.

2,8

Si comparamos ambos casos, veremos que algunos nombres se repiten. Pero si hiciéramos el desarrollo del accionariado de cada una de estas empresas, veríamos que, al final, acaban repitiéndose prácticamente los mismos nombres. La pregunta es: ¿cómo es posible que los gobiernos admitan que unas empresas privadas, participadas por poderosas firmas internacionales que, como es lógico, tienen sus propios intereses, vayan por ahí dictando sentencias de muerte económicas a diestro y siniestro?

Existe un tercer calificador de riesgo: Fitch Ratings. Fitch Publishing Company vio la luz en 1924. La mayor accionista de Fitch es la firma francesa de servicios de inversión Fimalac, presidida por Marc Ladreit, una de las mayores fortunas de Francia. Un reciente informe de la Comisión de Cambio y Bolsa de Estados Unidos criticó a las agencias por diversos problemas, incluyendo insuficientes controles sobre los conflictos de intereses de los empleados, por no hablar del accionariado. Es más, la Comisión se llevó una sorpresa mayúscula cuando descubrió que las empresas, en ocasiones, no siguen ni sus propios procedimientos. He aquí algunos de los ejemplos citados en el informe:

Y ¿por qué el gobierno estadounidense empieza ahora a fijarse en las agencias de calificación? Porque ahora mismo ellos son también parte perjudicada del asunto. La degradación de la deuda de Estados Unidos por parte de Standard & Poor’s, un hecho inédito en la historia económica, de AAA a AA+, ha sido un auténtico puñetazo sobre la mesa que pone de manifiesto que estas empresas no van a renunciar a su poder que, según ha exclamado el presidente del Banco Central de Austria, Ewald Nowotny, es «más grande que el de Dios».

Lo cierto es que el sistema no ofrece alternativas. Obtener una calificación es condición ineludible para que un título llegue a los mercados. Y, más aún, muchos fondos de pensión o aseguradoras compran los bonos si y solo si recibieron una calificación comprendida en el codiciado grado inversor. El Banco Mundial advirtió en un estudio que las calificadoras se enfrentan al «incentivo de sobreestimar» la calidad del título para mantener la relación con el cliente.

Durante una sesión de la Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera, creada por el gobierno de Estados Unidos, tres exanalistas de Moody’s admitieron haber sido presionados por la gerencia para mejorar la nota de ciertos productos financieros. Mark Froeba, exvicepresidente de derivados de esta agencia, acusó a los directivos de premiar con bonificaciones y ascensos a los analistas que cooperaban con los bancos de inversión y de castigar a quienes no lo hacían.

Tradicionalmente, cuando a un emisor de deuda se le bajaba su rating era por no poder pagar (Grecia) o no querer pagar (Argentina). Sin embargo, en el caso de Estados Unidos la justificación se encuentra en un momento de incertidumbre política a raíz de las dificultades en el Congreso norteamericano para subir el límite máximo de deuda. Además S&P violó el sacrosanto (hasta ese momento) principio del «country ceiling» invocado tantas veces en el pasado contra empresas solventes ubicadas en economías emergentes: «Ningún emisor de deuda puede tener un rating superior al del país donde está domiciliado». S&P rompió con esta tradición y dejó a muchas entidades domiciliadas en Estados Unidos con una calificación AAA, un agravio comparativo que ha molestado a muchas entidades que, en el pasado, se han encontrado con la situación contraria.

La reacción de los políticos no se hizo esperar. La misma semana en que S&P humilló a Estados Unidos, William Harrington, un exanalista de Moody’s, entregó a la Securities and Exchange Commission un documento de setenta y ocho páginas bastante comprometedor. En él Harrington describió el modus operandi de Moody’s en términos cercanos a lo que se podría interpretar como corrupción generalizada.