Las agencias de calificación

El mercado de bonos es, como hemos visto, una enorme y compleja maquinaria que constituye el verdadero motor de buena parte de la economía. Para los gobiernos y para muchas corporaciones los bonos son el medio fundamental de obtener dinero. Y todo depende de que los inversores compren o no esos bonos basándose en la seguridad —o inseguridad— que les inspiran. Una parte fundamental de este asunto son las agencias de calificación. Las más conocidas son Fitch, Moody’s y Standard & Poor’s.

En The New York Times el periodista y escritor Calvin Trillin se recreaba cruelmente explicando cómo los intelectualmente menos dotados de su universidad se veían obligados a trabajar en Wall Street, una perspectiva aburrida con una remuneración moderada. Con el tiempo Wall Street se convirtió en el centro del universo, el lugar más excitante del planeta, donde «sucedían las cosas» y, de paso, donde se pagaban sueldos jamás soñados. ¿A dónde fueron los zoquetes de la clase? «Los tipos que no pueden tener un empleo en Wall Street se van a trabajar a Moody’s». Fueron estas agencias las que convirtieron las hipotecas subprime y otros ingenios bancarios en una trampa, otorgando la máxima calificación a productos que ahora se consideran basura y además aceptando encargos remunerados para que esos productos tóxicos tuvieran la máxima nota. Pero no nos confundamos, no fue porque en ellas trabajen zopencos que no pueden encontrar hueco en ningún otro lugar de la industria financiera, sino, posiblemente, por razones mucho más oscuras.

De hecho, si analizamos su trabajo, parece tratarse de algo sumamente complejo. Cuando una empresa o un gobierno quieren emitir deuda requieren los servicios de una o más calificadoras de riesgo. El equipo de analistas pasa semanas o meses revisando la información que les proporciona el cliente. Si se trata de riesgo soberano, las agencias analizan el riesgo político (desde el nivel de democratización y la libertad de prensa, hasta la seguridad pública), la estructura económica y la perspectiva de crecimiento, las vulnerabilidades frente al exterior, la política fiscal y la monetaria. Luego el equipo informa a un comité formado por cinco o siete empleados de alto nivel que decidirá la promoción o degradación de la nota por mayoría. Es una decisión colegiada. El emisor tiene el derecho a apelar si se siente agraviado por el resultado. Las calificaciones son revisadas cada doce meses si la situación del país es estable. De lo contrario, se cambia inmediatamente.

Es decir, podemos decorarlo como queramos pero, en el fondo, estamos hablando de estimaciones, de apuestas. Apuestas de muy alto nivel, qué duda cabe, pero apuestas a fin de cuentas. Las agencias miden el grado de probabilidad de que alguien cumpla a corto o largo plazo, pero, a pesar de su presuntamente altísimo grado de especialización, el número de variables que entran en juego es tan descomunal que resulta casi imposible acertar de pleno. A pesar de ello nadie en el mundo económico se toma estas estimaciones como algo meramente orientativo, sino que más bien se asumen como palabra revelada.

Las agencias constituyen un cártel opaco y sumamente poderoso: las tres grandes controlan más del 90 por ciento del mercado de calificaciones de empresas y países. Si todo funcionase como debiera, las notas de solvencia contribuirían a mejorar la información que hay en los mercados sobre un determinado producto financiero o la deuda de un país. Lo que sucede es que las cosas funcionan de una manera algo distinta: cualquier lector de prensa financiera ya sabía a mediados de 2007 que la banca de inversión estadounidense, y en particular Lehman Brothers, estaba atravesando una época muy complicada. Sin embargo, las agencias mantuvieron su calificación hasta el día mismo de la bancarrota.

Lo llamativo es que ni siquiera es la primera vez que ocurre algo así. Las agencias han fallado en muchas y notorias ocasiones, desde el escándalo de Enron a la quiebra de Venezuela. «No vieron llegar la crisis por ningún lado y ahora se dedican a hacer el problema más grave con una sucesión de rebajas de las calificaciones exageradas para no perder más credibilidad», explica José Luis Alzola, del Observatory Group. En opinión de Guillermo de la Dehesa, presidente del Center for European Policy Research, las agencias «tienen un serio problema, y es que no responden de su información equivocada como lo hacen, por ejemplo, los auditores que dan fe de la bondad de las cuentas auditadas. Están dados de alta como periodistas financieros, protegidos por la libertad de expresión refrendada por una enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Pero al mismo tiempo sus ingresos provienen de haber conseguido una licencia entregada por los reguladores financieros públicos para llevar a cabo dicho servicio público de suministro de información independiente y veraz en un régimen de oligopolio».19

Cabe entonces preguntarse legítimamente de dónde procede el inmenso poder de estas empresas, especialmente cuando se ha demostrado por activa y pasiva que las calificaciones van siempre a la zaga de la realidad. Es más, empeoran notablemente la realidad. Tal como dice un postulado de la física moderna, el observador influye en el resultado del experimento. No solo son incapaces de ver la crisis con antelación, sino que, cuando esto ha ocurrido, rebajan la calificación, provocando que el país o la empresa en cuestión desciendan otro peldaño hacia el abismo.

Portugal es el mejor ejemplo de este proceso. En junio de 2011 Moody’s rebajó de golpe cuatro tramos la calificación portuguesa, metiéndola de lleno en el terreno de los bonos basura y agravando aún más una situación ya de por sí delicada. Lo más curioso es que la situación en ese momento era igual, si no levemente mejor, que la de los meses anteriores.

Moody’s justificaba su decisión por el hecho de creer que Portugal necesitaría un segundo rescate, cosa que ellos mismos están contribuyendo a que se produzca. La rebaja de Moody’s lo complica todo y supone una suerte de profecía autocumplida: al bajar la nota cuatro escalones de golpe alerta del riesgo de Portugal y eleva de golpe los tipos de interés en los mercados de deuda, lo que hace más difícil el acceso de Lisboa a los mercados y supone una invitación a los especuladores.