En cierto sentido el crédito es la economía. Pero cuando hablamos de creación de dinero a partir de la deuda, del registro del movimiento del dinero, de la contabilidad, es fundamental algo cuya importancia es a menudo despreciada por los profanos: el balance general. El balance suministra la radiografía completa de cualquier empresa.
Se suele atribuir la paternidad del invento a Luca Pacioli, italiano nacido en Sansepolcro en 1445. Las partes segunda, tercera y cuarta de su obra La Summa tratan de aritmética comercial, teneduría de libros y monedas, una extensa exposición de la contabilidad por partida doble. El profesor Fernández Pirla, en su obra Teoría económica de la contabilidad, reproduce una frase lapidaria legada por el gran genio alemán Goethe: «El método de partida doble es una de las más maravillosas invenciones del género humano». Y refuerza esta opinión, en lo que al autor de La Summa se refiere, con otra cita no menos erudita correspondiente a Oswald Spengler: «Monje genial, brillante matemático (fue profesor de Leonardo da Vinci), puede colocarse sin reparo junto a sus contemporáneos Colón y Copérnico».
La grandeza del invento reside en que desde entonces se puede ver con claridad meridiana y en dos columnas bien diferenciadas el activo (lo que tienes) y el pasivo (lo que debes) de cualquier empresa y muy especialmente de los bancos. Y es precisamente en las disonancias entre esas dos columnas en lo que reside la clave de la actual crisis.
El colapso generalizado de las bolsas mundiales con Wall Street a la cabeza fue indicativo de que la burbuja financiera del capitalismo especulador sin fronteras, la reproducción del dinero por el dinero, se desmoronaba merced al apalancamiento financiero (el endeudamiento sin respaldo) y la «economía de papel» fundada sobre el cadáver de la economía real. La filosofía especuladora del apalancamiento (una economía virtual montada sobre el crédito y el endeudamiento) estalló cuando la falta de confianza de los tenedores de bonos y acciones (el dinero de papel) los llevó a «efectivizarlos» en dinero real.17
Entonces se destapó la mentira y la falta de respaldo de centenares de miles de millones de dólares transferidos por asientos financieros y papeles que, cuando los tenedores quisieron convertirlos en dinero contante y sonante, se encontraron con la sorpresa de que el efectivo no estaba donde debería estar: en los bancos.
Hay expertos que sostienen que una cantidad equivalente a algo más de la suma del PIB de Estados Unidos y la UE juntos circula en papeles sin respaldo. La caída del sistema de apalancamiento financiero dejó una montaña de papeles inútiles llamados «activos tóxicos», que aún permanecen en la cartera de los bancos y empresas que controlan los sistemas financieros y económicos productivos de los países a escala global. Los banqueros no los blanquean por temor a mostrar que han quebrado. Nadie quiere oficializar sus pérdidas vendiendo los títulos sin valor que tiene en propiedad, por lo que sobreviven con ayudas estatales o compras temporales de los bancos centrales. Lo cierto es que existen miles de millones de dólares en deudas incobrables.
Un banco es una institución cuya primera operación básica consiste en recibir dinero, pagando un interés, para prestarlo con un interés algo más alto. Los depósitos de cuenta corriente y a plazo y los préstamos tomados constituyen el pasivo del banco. Los créditos otorgados y los títulos en los que el banco invirtió el dinero constituyen su activo, junto a la reserva monetaria con la que el banco hace frente a los requerimientos cotidianos de liquidez por parte de los depositantes.
Además, está el capital de los accionistas, que representa la riqueza neta del banco. En el balance surge de la diferencia entre el activo y el pasivo. Los gobiernos y los bancos están obligados a mantener una cierta relación capital propio/activos. En términos generales es del 8 por ciento sobre el conjunto de activos.
Sin embargo, si los inversores advierten que el banco está en situación de insolvencia, se desprenderán rápidamente de las acciones, precipitando la caída. El nivel medio de apalancamiento de los bancos estadounidenses es de 35 a 1, y de 45 a 1 en el caso de los europeos. Esto es, si en Estados Unidos falla 1/35 del activo del banco, este entra en quiebra; en la Unión Europea la misma consecuencia tendría la pérdida de operatividad de 1/45 del activo. Evidentemente se trata de una situación de gran precariedad. Basta una pequeña caída del valor de los activos para eliminar todo el capital de estos bancos.
Señalemos además otra forma de apalancamiento que también agravó la crisis bancaria. Una forma de aumentar las ganancias bancarias consistió en tomar préstamos a muy corto plazo, por los que pagaban una baja tasa, para invertir en títulos a largo plazo que rendían una tasa más alta. Los bancos tomaban muchos préstamos que debían renovar semanalmente o incluso en plazos más cortos. En el momento del estallido de la crisis los bancos de inversión estaban fondeando más de un cuarto de sus balances con deuda que se renovaba cada veinticuatro horas.
¿Por qué se incurría en semejantes riesgos? Porque a mayor riesgo, mayor beneficio, y a mayor beneficio, mayor bonificación para los que han tomado ese riesgo. Al menos así fue hasta que estalló la burbuja. Las gigantescas bonificaciones de las que disfrutaban la mayoría de los banqueros provenían de aumentar el riesgo en el que ponían a sus respectivos bancos, a sus inversores y al resto de la sociedad. En una perversión del sistema se estaba premiando principescamente una actitud perniciosa: el acrecentar cada vez más el peligro de que su pasivo llegase a superar el activo, es decir, de caer en la insolvencia.
Los activos tóxicos no son otra cosa que inversiones fallidas, algunas de las cuales no contaban con las más mínimas garantías. El término en sí es engañoso y contribuye a extender la idea de que el colapso del sistema es producto de una especie de epidemia de un virus maligno y sorpresivo, cuando en realidad estamos hablando, simple y llanamente, de una mala gestión. No se trata de activos cuyo precio haya caído o sea difícil de determinar: es mucho peor que eso. Se trata de activos incobrables que nadie quiere ni va a querer comprar. Bueno, en realidad sí que habría gente dispuesta a comprarlos por un precio irrisorio, pero aquí volvemos a la magia de la contabilidad. Los dueños de esos activos no pueden venderlos a ese precio porque mientras los tengan, tóxicos o no, siguen siendo activos, pero si se deshacen de ellos a su precio de mercado automáticamente pasan al capítulo de pérdidas, dejando las finanzas del propietario en una situación muy delicada.
Un buen ejemplo de ello son los inmuebles que muchas entidades bancarias tienen a la venta. El sector financiero español posee activos inmobiliarios problemáticos «no reconocidos» de 50.000 millones de euros. Dentro de los activos tóxicos se incluyen suelos y viviendas adjudicadas, crédito promotor y constructor moroso o subestándar e hipotecas morosas. Si los propietarios los vendiesen a precio de mercado, se encontrarían con un inmenso agujero en su balance. Esto es justo lo que ha sucedido en todas las quiebras que hemos visto en los últimos tiempos.
La otra forma que tiene un banco de quebrar es el pánico bancario, una retirada masiva de depósitos bancarios llevada a cabo por gran cantidad de clientes de un banco. Estos retiran sus depósitos cuando creen que el banco es o podría ser insolvente. Se trata de una especie de profecía autorrealizada: cuantas más personas retiran sus depósitos, la probabilidad de impago se incrementa y esto estimula posteriores retiradas. Tal cosa ocurre porque, como hemos visto, los bancos solo guardan en caja una parte muy pequeña de la cantidad depositada. Lo peor del asunto es que los clientes de los otros bancos, al ver quebrar el primero, se contagian del pánico y la resultante cadena de bancarrotas puede causar una larga recesión. Hasta ahora no hemos tenido pánico bancario, por fortuna, pero eso no ha evitado una cadena de bancarrotas cuyas consecuencias estamos pagando todavía.