Polarización

La polarización, el aumento de la desigualdad entre regiones y países, ha sido una consecuencia directa de la aplicación del Consenso de Washington, pero se habla mucho menos de la polarización dentro de los propios países, con enormes masas de población obligadas a sumergirse en economías precarias y miserables, una clase media destruida y herniada por el peso del coste del Estado, y unos pocos que llamaremos «ganadores». Este es el peligro de aplicar las recetas del Consenso en los países occidentales como consecuencia de la actual crisis financiera, que se produzca una «tercermundialización» de Europa, en la que todos pierdan menos un reducido grupo de privilegiados formado fundamentalmente por el gobierno, la oligarquía vinculada a ese gobierno y los representantes o intermediarios locales del capital transnacional extranjero.

Naturalmente, cuanto más pequeño y más débil es un país, más obligado se verá a seguir las políticas de libre mercado amistosas con el capital y las empresas extranjeras. Los países africanos son mucho más vulnerables que, por ejemplo, Brasil. Pero incluso Brasil se ha abstenido de causar cualquier agravio a los mercados financieros y también acumuló grandes excedentes presupuestarios a pesar de los graves problemas de pobreza del país.

Volviendo al caso argentino, Menem tuvo que aliarse con sectores tradicionalmente antiperonistas que ocuparon importantes cargos en el gobierno. Hacia el final de la presidencia de Menem virtualmente no quedó ninguna empresa en manos del Estado. Se privatizaron la petrolera YPF, Aerolíneas Argentinas, Entel, Gas del Estado, la Caja Nacional de Ahorro y Seguro, Obras Sanitarias, los aeropuertos, Correos, la energía eléctrica, la seguridad social, dos plantas siderúrgicas, el Mercado de Hacienda de Liniers, las radios, los canales de televisión, las carreteras y los ferrocarriles. Lo curioso es que, aunque la doctrina liberal dictaminaba terminar con los monopolios estatales, las empresas adjudicatarias gozaron de un monopolio virtual, con lo que se había sustituido el monopolio del Estado, que a fin de cuentas tenía como objetivo primordial el servicio público, por el monopolio privado, cuyo fin es el lucro. Los usuarios se convirtieron en rehenes de las empresas, que fijaron tarifas abusivas y redujeron los servicios a los territorios que menores ganancias les brindaban alegando criterios de rentabilidad. El servicio ferroviario, por ejemplo, quedó reducido al gran Buenos Aires y dejó aisladas importantes zonas del país.

Entre 1980 y 1995 los activos totales de las cien principales multinacionales aumentaron un 697 por ciento y el empleo total de las mismas empresas en ese periodo disminuyó un 8 por ciento. El Consenso de Washington ha sido el peor enemigo de la clase obrera, los empleados y los pequeños y medianos empresarios.

Detrás de estas empresas se encuentra un ejército de pequeños y grandes inversores. Los pequeños inversores, ciudadanos corrientes de los países industrializados, no tienen la menor idea de los efectos políticos de la rentabilización de su capital en los pueblos del Tercer Mundo. Los grandes inversores, que suelen ser bancos o empresas afines, son los que llevan la batuta del espectáculo.

Latinoamérica, víctima principal del Consenso, es un claro exponente de cómo las desigualdades internas se han acentuado en los países y regiones en los que se aplicaron las recetas. En 1980 había ciento veinte millones de pobres en el continente, pero en 1999 el número había aumentado hasta doscientos veinte millones. En este continente el 20 por ciento más rico es casi diecinueve veces más rico que el 20 por ciento más pobre, cuando la media mundial es que los ricos sean solo siete veces más ricos que los más pobres. Ferrocarriles, telecomunicaciones, líneas aéreas, suministros de agua potable y energía fueron prácticamente liquidados en todo el continente y entregados a macroempresas estadounidenses y europeas; se redujeron gastos públicos en educación, salud, vivienda y ayudas sociales; se abolieron las medidas de control de precios, se congelaron salarios y millones de trabajadores fueron despedidos por los nuevos dueños de las empresas públicas privatizadas. También se realizaron importaciones masivas (con disminución de tarifas aduaneras, por supuesto) para alimentar el consumismo de las clases altas y de las clases medias con ganas de ser altas, lo que provocó la desaparición de empresas nacionales y un incremento adicional de las tasas de desempleo. Según la Organización Internacional del Trabajo, el 84 por ciento de los empleos que se crearon en los años dorados de aplicación del Consenso fueron precarios y con salarios inadmisibles. Vamos, lo que viene siendo todo un éxito.

Pero las cosas pueden ser peor. Durante la Guerra Fría, en especial durante la década de 1980, si no querías liberalismo por las buenas, te acababa cayendo por las malas, en el seno de lo que se dieron en llamar «guerras de baja intensidad» (los campos de entrenamiento militar en la Escuela de las Américas, la Contrarrevolución en Nicaragua, la paramilitarización en Guatemala o Colombia, los Escuadrones de la Muerte en El Salvador…). Fue la edad de oro de los dictadores, que encontraron apoyos encubiertos a sus golpes de Estado y posteriormente a sus regímenes dictatoriales, a condición de que asumieran las tesis económicas que se les sugerían (algo que hicieron gustosos Pinochet, Videla, Ríos Montt y un largo etcétera).

Todos esos desmanes son posibles porque el neoliberalismo es una máquina y, por lo tanto, amoral. ¿Puede decirse, ahora que está de capa caída, que el Consenso de Washington ha fracasado? Bueno, según se mire… Para quien lo impulsó y para los que han prosperado a su costa, desde luego que no ha fracasado. Para los países que lo aplicaron cándidamente pensando que, como les decían, era lo mejor para su desarrollo, ha sido más bien una estafa. Joseph Stiglitz señala tres evidencias claras de ese fracaso: la trayectoria de los países poscomunistas, la generación de economías duales y el milagro asiático, cuyo éxito económico coincide con la no aplicación del Consenso de Washington en parte de esta región.