Cuando Carlos Saúl Menem asumió la presidencia de la República Argentina, en julio de 1989, el país se encontraba sumido en un profundo caos económico y social. En el lapso de diez años Menem revolucionó el país a través de un atrevido «plan de convertibilidad» que prácticamente polarizó la economía argentina aplicando, contra viento y marea, las recetas más ortodoxas del Consenso de Washington.
Nombró ministro de Economía a Miguel Roig primero y luego a Néstor Rapanelli, ambos altos ejecutivos de la empresa Bunge y Born. El llamado Plan Bunge y Born estableció el control de precios, el cierre a las importaciones y la convocatoria de negociaciones entre empresarios y sindicatos. También se aprobaron la Ley de Reforma del Estado y la Ley de Emergencia Económica, que esbozaban un amplio plan de privatizaciones y dotaban al ejecutivo de amplias facultades. El plan fracasó. La inflación no se detuvo y la recesión fue en aumento. En consecuencia asumió la cartera de Economía Antonio Erman González, quien en 1990 lanzó un nuevo plan. Una de las primeras medidas fue el canje compulsivo de depósitos a plazo fijo por bonos externos. Esto ocasionó pérdidas irreparables al sector de pequeños y medianos ahorradores que cayeron, víctimas del Consenso.
El contumaz fracaso del Consenso de Washington es la prueba más palpable de que la economía no es una ciencia. Si lo fuera, los economistas habrían modificado sus hipótesis hace mucho tiempo, dado que los resultados de sus experimentos sociales han sido devastadores, al menos si se aplican los criterios de reducción de la pobreza, desigualdad y crecimiento. Si un edificio se viene abajo o una vacuna mata a los pacientes, el arquitecto o el laboratorio responsables son demandados ante los tribunales. Han hecho mala ciencia y son culpables de negligencia criminal. Pero cuando se aplican políticas sociales desastrosas, que afectan a las vidas de millones de personas, no hay responsables. La economía tiene tanto de ciencia como de ideología junto con un tercer ingrediente: la conveniencia de los que hoy en día sostienen la balanza del poder mundial.
Cabe preguntarse cuál es la razón de que estas políticas no dejaran de practicarse tan pronto, ya que era evidente su ineficacia. Las razones ideológicas pasan aquí al primer plano. Solo entre 1982 y 2002 fundaciones privadas neoliberales en Estados Unidos gastaron más de 1.000 millones de dólares en think-tanks, centros de investigación, universidades, patrocinio de académicos individuales y sofisticadas estrategias de comunicación. El resultado fue volver a poner en circulación planteamientos socio-darwinistas que llevaban décadas siendo considerados obsoletos, radicales y absurdos. Hace apenas treinta años ningún líder político o académico se habría atrevido a expresarse en unos términos que, hasta el estallido de la crisis financiera, se convirtieron en corriente mayoritaria.
El grado de prepotencia que llegó a adquirir esta doctrina queda puesto de manifiesto en las palabras de Jeffrey Sachs, el promotor de las «políticas de choque» que llevaron a Bolivia a la ruina: «Siempre le dije a los bolivianos que lo que tenían era un país miserable y una economía pobre con hiperinflación; si eran valientes, tenían estómago y hacían todo muy bien, finalizarían con una economía pobre y con precios estables».
Pero si hemos de ser justos, hay que reconocer que no toda la culpa es de los «malvados capitalistas neoliberales». Las fuerzas progresistas han sido absolutamente incapaces de plantear cualquier desafío ideológico serio contra el pensamiento y la política neoliberales. De hecho, ni siquiera lo han intentado seriamente, y si el neoliberalismo está en crisis no es porque ellos hayan hecho absolutamente nada, sino por la fuerza de los hechos. Desde la oposición se ha vociferado mucho, pero cuando se ha llegado al gobierno se ha asumido la concepción de que no se puede actuar «contra los mercados» sin correr el riesgo de una crisis provocada por el poder omnímodo de las empresas multinacionales. Algunos han intentado convencer al enemigo vendiéndole la idea de que el Estado benefactor constituye un elemento clave en el comportamiento eficiente de una economía capitalista, ya que no solo mejora el capital humano de la sociedad (en educación y en sanidad), sino que contribuye a la cohesión social y a la participación de los ciudadanos, factores más incentivadores de la productividad que la inestabilidad o directamente el miedo.
Por otro lado, estas teorías, por perversas que nos parezcan al común de los mortales, siempre encontrarán defensores porque hay que reconocer que el Consenso de Washington ha sido muy generoso con algunos. Cada año la lista de multimillonarios del mundo publicada por la revista Forbes se hace más larga; en la actualidad asciende a setecientos noventa y tres. De combinarse su riqueza se podría acabar con la deuda global de los países en desarrollo. ¿Le parece exagerado? Pues ahí va otro dato igualmente cierto y revelador: la suma de las fortunas de los tres individuos más ricos del mundo es mayor que la suma del PIB de los cuarenta y ocho países más pobres.
Esta es la esencia del misterio de que algo tan evidentemente ineficaz haya reinado durante tanto tiempo. El Consenso de Washington fue promovido por unos pocos cuyos intereses no llamaban a engaño. Si uno se fija en máximos valedores del engendro, queda bastante claro dónde tienen puestos sus afectos. El secretario del Tesoro norteamericano, Robert Rubin, proviene de Wall Street, al igual que los anteriores secretarios, Roger C. Altman y Nicholas Brady. Todos trabajan en sociedades de inversión. Ernest Stern, antiguo presidente del Banco Mundial, es director de la banca J. P. Morgan, y el actual presidente, James Wolfensohn, también era directivo de un banco de inversión.