Del dicho al hecho

Un gran ejemplo de cómo una misma concepción teórica puede funcionar de maravilla en un sitio (por razones completamente imprevistas e insospechadas) y ser catastrófica en otro es la desregulación. El Consenso establecía que la desregulación es una forma de promover la competencia. Este proceso fue iniciado en los Estados Unidos por la administración Carter, pero fue profundizado durante el mandato de Reagan. Como todos sabemos, la desregulación del mercado financiero ha sido determinante en los abusos que han conducido a la presente crisis. Sin embargo, se puede argumentar que en otros países, especialmente en América Latina, donde había economías de mercado altamente reguladas, al menos sobre el papel, la cosa funcionó relativamente bien. Es cierto, pero no porque la desregulación sea buena, sino porque incidió sobre un mal mayor: la corrupción. En un buen número de países de América Latina las redes regulatorias son administradas por burócratas mal pagados. El potencial para la corrupción es, por lo tanto, alto. La actividad productiva puede ser regulada por la vía legislativa, por decreto gubernamental o por decisión tomada caso por caso. Esta última práctica está bastante difundida en Latinoamérica y resulta perniciosa, ya que crea incertidumbres y provee oportunidades para la corrupción. También suele ser discriminatoria en contra de los pequeños y medianos empresarios, los cuales, a pesar de que son importantes creadores de empleo, raras veces tienen acceso a las esferas más altas de la burocracia. Pues bien, si eliminamos buena parte de las regulaciones, también nos quitaremos de en medio una gran cantidad de mordidas y sobornos que se quedan en los bolsillos de los reguladores. La economía, como resultado, mejora. ¿La desregulación es mala? No. La corrupción es mala.13

Así pues, según Stiglitz, los objetivos de la política económica no pueden reducirse al incremento del PIB y meros criterios numéricos. Se deben incluir otros factores que el Consenso pasa por alto de manera sistemática:

  1. La mejora del nivel de vida, con especial acento en materias que, además, inciden de forma decisiva en el desarrollo global de la sociedad, como la educación y la salud.
  2. Un desarrollo sostenible ecológica y políticamente. Esto último es fundamental, porque no basta con que un determinado gobierno tome una serie de medidas que luego serán revocadas por el siguiente. Tiene que haber una continuidad.
  3. Un desarrollo igualitario.
  4. Un desarrollo democrático.

Resulta pues evidente que el Consenso de Washington es una agenda incompleta. Incluso sus defensores reconocen que no se tuvo en cuenta el papel de las instituciones en el desarrollo económico y que se tendió a minimizar el de la política social. El caso de Rusia es citado como ejemplo del simplismo y la ignorancia histórica con la que, a veces, se ha defendido el Consenso de Washington. El proyecto, apoyado por la administración norteamericana y presentado por el FMI, de convertir a Rusia, en pocos años, en una economía de mercado moderna basada en el modelo de capitalismo anglosajón ha fracasado dramática y espectacularmente. El FMI desembolsó decenas de miles de millones de dólares durante años no ya sin resultado positivo visible, sino con un resultado aparente absolutamente negativo. El PIB ruso cayó de hecho a mínimos históricos.

Otro caso, bastante cruel, es el de Bolivia y sus «ajustes estructurales». Bajo otro modelo Bolivia sería una potencia económica (población diminuta de nueve millones de habitantes en un territorio amplio de poco más de un millón de kilómetros cuadrados e inmensamente rico en gas) en lugar de ser el país más pobre de América del Sur. En general, los datos del continente para el que fue concebido originalmente el Consenso no pueden resultar más descorazonadores. América Latina entró en el tercer milenio con más de cuatrocientos cincuenta millones de habitantes, más de un tercio de su población viviendo en la pobreza (con ingresos inferiores a los 2 dólares diarios) y casi ochenta millones de personas padeciendo pobreza extrema, con ingresos inferiores a 1 dólar diario. Dada la magnitud de la crisis que estamos viviendo en todo el mundo y que según datos de la FAO significa un retroceso de quince años en la lucha contra el hambre, podemos ver las consecuencias del llamado Consenso de Washington, y no es de extrañar que el propio Williamson se retracte de muchos de sus planteamientos originales.14

En un país tras otro de los que han aplicado estas medidas la población se ha desanimado y con razón, apareciendo lo que los autores han bautizado como la «fatiga reformista». Las encuestas de opinión de finales de la década de 1990 en Latinoamérica son sospechosamente similares en sus resultados a los que se pueden observar ahora mismo en Europa. Los latinoamericanos sentían que sus economías no marchaban bien, que su calidad de vida era más baja que la de generaciones anteriores y que la pobreza alcanzaba índices sin precedentes. La gente mostraba gran angustia acerca del empleo y los ingresos. La percepción del presente no era favorable y la del futuro era aún más incierta. Hoy, algo más de diez años después, si hiciéramos la misma encuesta en Lisboa, Roma, Madrid, Atenas o Dublín nos encontraríamos con los mismos resultados.

De no haber sido por la crisis financiera actual, que ha sido vendida como una especie de catástrofe natural, seguiría estando vigente el concepto de que la globalización es buena para todo el mundo, y si la evidencia parece indicar a algún ciudadano despistado que no es buena para él, eso se debe probablemente a que:

  1. No trabajó lo suficientemente duro;
  2. No fue lo suficientemente competitivo, o
  3. No esperó lo suficiente para que sus beneficios fueran evidentes.

Claro que desde esos mismos sectores es desde donde se han dado las interpretaciones más libres del postulado del Consenso. «Disciplina fiscal» pasa a significar «acumular grandes excedentes presupuestarios y no gastarlos aun cuando una gran cantidad de personas en el país padezcan hambre». «Reordenamiento de las prioridades gubernamentales» se traduce como «practicar la recuperación de costos con respecto a la salud y la educación y hacer que la población pague por la totalidad de los gastos en esos sectores». «Reducir el gasto público» significa «eliminar los subsidios a los alimentos básicos, la energía, el transporte público y demás». La «reforma tributaria» tiende a equivaler en la práctica a menores impuestos para los ricos. «Tasas de interés flexibles» significa siempre aumentar estas tasas, ya que la flexibilidad en raras ocasiones se aplica hacia abajo. La «privatización» se convierte en oportunidades para el pelotazo de particulares avispados o bien relacionados, además de para las corporaciones transnacionales.

Los efectos de esta retórica se han dejado sentir en todo el planeta. La austeridad fiscal ha generado paro y ruptura del contrato social; el énfasis excesivo en la lucha contra la inflación ha elevado los tipos de interés y se ha sustentado a menudo en monedas apreciadas, lo que ha provocado más desempleo. La privatización de empresas públicas ha desembocado en precios más altos de bienes y servicios. La liberalización comercial ha destruido empleo y ha aumentado la pobreza. La liberalización de los mercados financieros sin un marco regulatorio adecuado ha provocado un fuerte aumento de los tipos de interés y ha sido fuente de la inestabilidad financiera. Las tasas de interés flexibles, unidas a la crisis financiera, han conseguido que los créditos sean escasos y onerosos, especialmente para las pequeñas y medianas empresas, que son las que ofrecen la mayor parte de las oportunidades laborales. De nuevo tenemos otro factor que contribuye al desempleo.