Pero aún hay más en cuanto a los intereses en imponer este modelo a escala mundial, que podrían ser no solo económicos, sino también geoestratégicos. En su documento de estrategia de Seguridad Nacional, presentado en septiembre de 2002, la Casa Blanca no solamente consolidaba el concepto de supremacía militar por medio de la guerra preventiva para mantener su papel en el mundo y afrontar posibles amenazas, sino que hacía referencia expresa al Consenso de Washington, algo que llama la atención en un entorno esencialmente militar: «Trabajaremos activamente para llevar la esperanza de la democracia, el desarrollo, el libre mercado y el libre comercio a cada rincón del planeta». Hay que entender, aunque a algunos nos resulte ciertamente cuesta arriba, que en el sistema intelectual neoliberal la «única libertad real es la libertad comercial». Lo notable es que el evangelio de marras es, ante todo, una cuestión de fe, ya que lo que nos demuestra la experiencia empírica en todos los lugares donde se han aplicado estas medidas es que la población ni es más libre ni vive mejor, más bien al contrario.
Los países del Primer Mundo imponen las políticas del Consenso de Washington sobre los países con economías débiles mediante el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, además de recurrir sin el menor atisbo de pudor a todas las formas imaginables de presión política y extorsión que, de ser practicadas por particulares, entrarían de lleno en el Código Penal. El Consenso de Washington no ha producido ninguna expansión económica significativa salvo la de la deuda externa, que mantiene a decenas de países anclados al subdesarrollo.
Hay una verdad incómoda que nadie se atreve a formular. Para los países desarrollados, y en especial para los Estados Unidos, la formulación del Consenso representaba la concreción de medidas para que los países desarrollados aprovecharan las oportunidades derivadas y evitaran los inconvenientes de la emergencia de nuevos competidores en el mercado. Las oportunidades, desde luego, fueron utilizadas de la forma más beneficiosa posible. En cuanto a los nuevos competidores, no hubo problema: jamás aparecieron, al menos no en la órbita de los países que recibieron la «ayuda» del FMI y el Banco Mundial.
En todo caso los conflictos que han sacudido la teoría y la práctica económica están haciendo que tanto el FMI como el Banco Mundial se replanteen sus metodologías de actuación. El «estatalismo» excesivo, por supuesto, sigue descartado; pero el FMI y el Banco Mundial han evolucionado e incorporado (en virtud de su carácter práctico) propuestas sociales a sus programas de ajuste. Ya no se discute sobre conceptos contrapuestos de planificación y mercado, políticas de demanda y políticas de oferta, sustitución de importaciones y apertura de las economías. En realidad ya no se sabe qué hacer.
Otro aspecto superado de la doctrina es el de su segundo punto, el control de la inflación como parámetro central de la economía. De aquí venía el manejo de la política monetaria vía tasa de interés encareciendo y limitando la oferta monetaria en los momentos de auge para evitar el sobrecalentamiento. Ahora el sobrecalentamiento no es precisamente lo que más preocupa, sino todo lo contrario.
El principal problema del Consenso de Washington es que excluye el tema de la equidad. Es grave, porque los lugares en donde más se aplican las políticas de ajuste derivadas del consenso e implementadas por el FMI son precisamente aquellos en los que la desigualdad es más grande y en los que esta representa el mayor impedimento para el desarrollo. En el año 1990 Williamson argumentaba la exclusión directa de los problemas de equidad del modo siguiente: «Intenté describir lo que normalmente se creía acertado, más que exponer mi opinión. Es decir, mi pretensión era elaborar una lista positiva más que una lista normativa […]. De manera deliberada excluí de la lista cuanto fuera básicamente redistributivo —no lo que tuviera consecuencias equitativas como un subproducto de la búsqueda de objetivos de eficiencia—, porque pensé que el Washington de los ochenta era una ciudad muy desdeñosa con las preocupaciones sobre la igualdad».
Muy revelador. El Consenso no contempla la igualdad porque, en el fondo, en Washington la igualdad era algo que traía bastante sin cuidado. ¿Hay entonces que entender que a las instituciones supranacionales que han hecho esta doctrina, como la OMC, el FMI, el Banco Mundial, la Comisión Europea o las Naciones Unidas, les pasa lo mismo? Es posible. Estas organizaciones legislan y dictan patrones de comportamiento (qué está bien, qué está mal), pero lo hacen sin que la ciudadanía les pueda pedir cuentas (sus dirigentes no se eligen por sufragio popular), de forma que toman decisiones que no convienen a casi nadie para que así los gobiernos puedan adoptar medidas impopulares y a la vez decir: «No es nuestra culpa», «Nos lo mandan desde la OMC», «Nos lo manda la Comisión Europea», «Es para cumplir con el parámetro de estabilidad».
El Consenso excluye igualmente temas como el problema ecológico, que son vitales. Las propuestas son antiestatalistas, pero se habla muy poco de la obligación gubernamental de luchar para mantener condiciones auténticas de competencia en los mercados.
El Banco Mundial puso en práctica un enfoque que supuso un cambio parcial de planteamiento, ya que admitía que la intervención del Estado podía ser positiva siempre que se limitara a sustentar al mercado y se circunscribiera a los siguientes campos:
Aunque con algunas novedades, la reconsideración de las funciones del Estado que hizo el Banco Mundial a partir de su «Informe sobre el Desarrollo Mundial» de 1991 no fue, a la postre, sino una prolongación del planteamiento de la década de 1980 y estuvo sometida a críticas muy considerables. Se podría decir que admitir que el Estado sirve para algo no era precisamente revolucionario: simplemente lo reconocía como factor de desarrollo y le asignaba funciones aceptadas por todo el mundo.11