Reducción del déficit, reducción del bienestar

El Consenso de Washington ha sido visto desde el principio como el enésimo intento de la clase política y económica para socavar el poder basado en el pueblo y sustituirlo por una estructura de poder alternativa al sufragio universal, la célebre dictadura de los mercados. Esto es lo que se oculta detrás de lo que se ha dado en llamar «globalización» o lo que subyace en el fondo de la gran mayoría de los actuales tratados de comercio. Los más suspicaces ven incluso los principios del Consenso contaminando muchos artículos del tratado para crear una constitución en la UE.

Toda objeción fue tachada de paranoia de radicales e izquierdistas trasnochados hasta que comenzó a ser evidente que el Consenso no logró los resultados esperados. La parte favorable a la teoría es que se llegó a demostrar que el crecimiento, efectivamente, está ligado al comercio, pero se deben dar incentivos para dicho comercio; es más, la liberalización del comercio a veces deteriora esos incentivos. Mientras fue posible, se logró el crecimiento a través del comercio con incentivos como la reducción de los derechos a las exportaciones, un tipo de cambio más competitivo, la industrialización sustitutiva de importaciones, las mejoras de la infraestructura para el comercio exterior y la creación de zonas francas.

En los últimos años han proliferado propuestas para matizar o superar el Consenso. Las más audaces han llegado a proponer un Posconsenso de Washington que podría desembocar en un necesario cambio de paradigma en lo relativo a cuestiones de desarrollo económico.

Uno de los principales problemas detectados en la aplicación de estas recetas es que en la mayor parte de los casos las estrategias se centraron más en la eficiencia del sistema de intercambio comercial que en ampliar la productividad y por ende el crecimiento, por lo que estas reformas no servían para inducir el crecimiento. Es más, en muchas ocasiones el efecto era justo el contrario del pretendido, con industrias locales que se venían abajo, impotentes para competir frente al producto importado libre de aranceles. Así que lo único que mejoraba eran las cuentas de resultados de las multinacionales extranjeras y las cifras de desempleo de los países en los que se aplicaban las recetas.

La cosa comenzaba a ser desastrosa desde el primero de los conceptos del decálogo, la disciplina fiscal: no más déficit fiscal, presupuestos equilibrados. La disciplina presupuestaria es un elemento esencial en los programas negociados por el Fondo Monetario Internacional con los miembros que desean obtener sus préstamos. Y para que no se dijera que los estadounidenses no tomaban la misma medicina que recetaban al resto del planeta, el concepto también obtuvo un notable eco en Washington, lo que condujo a la institucionalización de los presupuestos equilibrados mediante la aprobación de la Ley Gramm-Rudman-Hollings en 1993, la misma contra la que ha tenido que bregar recientemente el presidente Obama frente a su Parlamento.

La teoría era, al menos sobre el papel y hablando solo de números, perfectamente admisible. Grandes y sostenidos déficits fiscales constituyen la fuente primaria de los trastornos macroeconómicos que se manifiestan como procesos inflacionarios: déficit de balanza de pagos y fuga de capitales. Un déficit presupuestario que sobrepase el 2 por ciento del PIB se considera prueba fehaciente de que las políticas económicas del gobierno están fallando estrepitosamente, a menos que este exceso de gasto público se haya utilizado en inversiones de infraestructura productiva, que siempre terminarán dando réditos a medio o largo plazo y equilibrarán el dispendio anterior. El problema es que todo esto está muy bien en el campo teórico, pero cuando hablamos de gobiernos reales que tienen que administrar las vidas de ciudadanos reales, la teoría hace aguas por todos lados. Para empezar, el equilibrio fiscal es una entelequia que casi nunca ha sido alcanzada (ni aun en los países desarrollados y mucho menos en Estados Unidos). Si se quiere tender a ello, el único camino es la disminución del gasto público, fundamentalmente en los sectores sociales. Y aquí sí que no hay recetas mágicas. Menos gasto público solo puede significar un deterioro de los servicios públicos y del Estado del Bienestar, en especial en los sistemas de salud, educación, seguridad social, etc. Otra cosa muy distinta es intentar reducir el déficit adelgazando el gobierno, esto es, persiguiendo con mano dura el derroche de los gobernantes, eliminando cargos inútiles, etc.

Por otra parte, la contención en el gasto público puede ser muy útil en un escenario de crecimiento sostenido —escenarios en los que, curiosamente, le da por gastar más a los gobiernos—, pero cuando se trata de aplicar en situaciones de crisis puede no servir para otra cosa que para aumentar el sufrimiento de una población ya de por sí castigada, impidiendo acumular capital y aumentar la productividad.

Por lo que se refiere al diagnóstico de las crisis económicas, las causas que los pensadores y economistas neoliberales encontraron fueron esencialmente dos, ambas, por cierto, inaplicables en la situación global actual. La primera, el excesivo crecimiento del Estado, del proteccionismo, de la regulación y del peso de las empresas públicas, numerosas e ineficientes. La segunda, el llamado populismo económico, consistente en la incapacidad de los gobiernos para controlar tanto el déficit público como las demandas de aumentos salariales del sector público y privado. Traducido al lenguaje del común de los mortales, la gente trabaja poco, gana mucho y vive muy bien, protegida por sus indemnizaciones por despido, su seguro de desempleo y su sanidad pública. Y eso, al parecer, es malo. Todo eso estaba muy bien hasta que llegó en 2008 una crisis planetaria que algunos ya califican de sistémica y cuyo origen no puede estar más alejado de estos dos focos.

Ciertamente puedo entender el escepticismo de algunos ante estas críticas por mi parte, que a fin de cuentas, y como ya he confesado en la introducción del libro, soy un «analfabeto económico». Afortunadamente no estoy solo. Me acompañan personalidades tan relevantes como Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001 y exvicepresidente del Banco Mundial, Noam Chomsky o Naomi Klein, que ven en el Consenso de Washington un medio para abrir el mercado laboral de las economías del mundo subdesarrollado a la explotación por parte de compañías del Primer Mundo.