En un mundo en el que los mercados operan en una frontera salvaje del Far West, sin ley y sin ética, parece como si las leyes del comercio estuvieran escritas en las tablas de Moisés y que quebrantarlas fuera el mayor de los pecados. Al menos así lo es a ojos de la organización destinada a velar en teoría por su cumplimiento. La Organización Mundial del Comercio (OMC), menos conocida y con menos reputación entre los críticos de la globalización, se ha convertido, sin embargo, en una verdadera arma de destrucción masiva.
No es ni mucho menos una comparación exagerada. En los últimos años los saqueos llevados a cabo por las multinacionales al amparo de la globalización y de fachadas multilaterales como la OMC no han sido muy diferentes del impacto de la guerra. La globalización empresarial ha arrasado con el empleo y los medios de vida en muchos países, ha profundizado las desigualdades, ha conducido al deterioro del nivel de vida de grandes masas de población en todo el mundo y ha limitado aún más el ya de por sí precario espacio que quedaba en muchos países para el desarrollo. Filipinas, que debe de ser el único país que aparece en la práctica totalidad de los ejemplos de este libro, ha sido citada por The New York Times para mostrar la destrucción desatada por los acuerdos de la OMC y cómo los empleos y exportaciones de la agricultura filipina, en lugar de crecer, que era lo que teóricamente se pretendía, han descendido.
La última década ha sido, gracias a la impresionante mejora de los transportes y las comunicaciones, el periodo histórico en el que el comercio se ha desarrollado y crecido con mayor ímpetu. Sin embargo, esta potencial fuente de prosperidad global ha visto sus beneficios limitados a las grandes multinacionales.
Tratándose como se trata de un organismo relativamente joven, en su corta vida la Organización Mundial del Comercio se ha labrado una oscura reputación como una de las influencias más nefastas en el desarrollo social y ecológico del planeta. Hasta ahora sus acuerdos han beneficiado sobre todo a las grandes empresas multinacionales, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que la industria ha participado muy de cerca en el diseño de estos.
El floreciente comercio mundial es un pastel enorme del que solo participan, como mucho, quinientos comensales entre empresas norteamericanas, japonesas y europeas. Para el resto solo quedan porciones insignificantes, las migajas. La tercera parte del comercio mundial se desarrolla en el seno de las propias empresas multinacionales y sus sucursales. Estas, junto a empresas filiales, etc., funcionan de forma autónoma. Otro tercio se produce entre las diferentes multinacionales que comercian entre ellas. Tan solo el tercio restante del comercio mundial tiene lugar entre empresas de capital nacional, Estados, etc.
El tremendo poder de estas empresas queda perfectamente ejemplificado en el controvertido asunto de las patentes biológicas. El capítulo sobre patentes, incluido en los acuerdos de la última ronda mundial de liberalización comercial, exige que todos los países miembros de la Organización Mundial del Comercio reconozcan las patentes de microorganismos y establezcan un sistema de protección de derechos de propiedad intelectual, bien sea por medio de patentes o por un sistema alternativo. Un verdadero ejército de expertos en etnobotánica al servicio de las compañías recorre las selvas y los humedales africanos y exploran extensos territorios en México, en Brasil, en India o en otras regiones igualmente ricas en diversidad biológica a la búsqueda de especies silvestres cuyas propiedades curativas pueden servir para el desarrollo de nuevos medicamentos. También se escruta el conocimiento que las poblaciones indígenas tienen sobre su empleo.
No es de extrañar que la primera generación de transgénicos haya estado dominada por los intereses de la industria en aumentar sus ventas de agroquímicos, produciendo variedades de cultivos transgénicos resistentes a los herbicidas. Ni que una mayoría de las transnacionales de la biotecnología estén desarrollando una segunda generación de semillas transgénicas cuyas características ventajosas solo se activarán cuando se apliquen en los campos de cultivo determinados productos químicos producidos por esa misma industria. Ni que la mayoría de los supuestos rasgos ventajosos de los futuros cultivos manipulados genéticamente consistan en cualidades que facilitan su procesamiento por la industria alimentaria, o su almacenamiento y transporte a grandes distancias, o que vayan destinados a esa minoría de la población mundial a la que los excesos alimenticios están acarreando problemas de salud. Para el resto de las economías agrícolas esto solo supone hambre, miseria y desempleo.
La OMC defiende la libertad de comercio entendida como libertad para que los grandes grupos financieros puedan invertir donde se les antoje, sin ningún tipo de limitación en la cuantía o el tiempo, sin que nadie les pueda decir lo que pueden o no producir, ni qué proveedores o clientes deben tener. Esta situación, por lo general, acaba teniendo como fruto restricciones en materia de derechos laborales y sociales.
En la actualidad, tras la extracción y quema de combustibles fósiles, el aumento de ventas de automóviles, el peligro de la proliferación incontrolada de organismos modificados genéticamente, la deforestación —con daños incalculables—, las industrias contaminantes, la concentración de la propiedad de la tierra, la privación del acceso al agua, la educación o la salud, la explotación laboral, así como la presencia de regímenes de inversión que consagran los derechos del capital multinacional en detrimento de las mayorías del mundo, se halla de una forma u otra la OMC.
Esta organización ha servido sobre todo para perpetuar la pobreza de los países en desarrollo. Ningún país se ha desarrollado simplemente por medio del libre intercambio. Para que una industria naciente pueda vivir y desarrollarse, el país que la tiene debe contar con el derecho a protegerla a través de impuestos aduaneros para los productos extranjeros que hacen competencia. Esto es precisamente lo que prohíbe la OMC.