Desarrollo y seguridad

La herramienta fundamental del banco es la oferta de «créditos blandos» con largos periodos de vencimiento y tasas muy bajas de interés. En teoría vendría a ser una forma en la que los países ricos se comprometen a ayudar a los países pobres a avanzar en su vida económica.

El nombramiento de George Woods como presidente del Banco Mundial en 1963 fue trascendental. Woods provenía del mundo bancario, como presidente del First Bank de Boston. Él propuso una nueva política de préstamos, más arriesgada, con planes de amortización más largos. Como resultado de esta nueva política de préstamos del banco el número se duplicó durante la década de 1960, el volumen del personal se triplicó (sobre todo con economistas profesionales) y hubo una mayor cooperación con otros organismos como la FAO y la Unesco.

La presidencia de McNamara (1968-1981) es a menudo considerada como la edad de oro del Banco Mundial. En 1946 es contratado por Ford. Su carrera en la compañía le lleva a convertirse en el primer presidente que no pertenecía a la familia Ford. Sin embargo, iba a ser la política y no la industria la que definiría su biografía: en 1961 John F. Kennedy lo nombró secretario de Defensa. La guerra en Vietnam, la carrera en el desarrollo de misiles nucleares contra la Unión Soviética y el despilfarro de recursos en el Pentágono fueron razones aducidas por Kennedy para designar para este puesto a alguien de perfil teóricamente tan alejado de lo castrense como un especialista en nuevas técnicas de administración. McNamara vio en la guerra de Vietnam el banco de pruebas perfecto en el que aplicar sus conocimientos. El desarrollo del conflicto casa a la perfección con su convicción casi religiosa de que, si se tiene el control de todas las variables relevantes, el éxito es solo cuestión de tiempo. Es posible que en el mundo de los negocios esa peculiar visión de las cosas pudiera tener algún fundamento, aunque hay que recalcar que precisamente fue esa creencia la que condujo a los banqueros de Wall Street, y a nosotros con ellos, al desastre de la reciente crisis. Pero a pesar de que a los aguerridos brokers les encanta recrearse en esta analogía, la guerra y los negocios son cosas muy diferentes y la idea misma de que se pueden controlar los acontecimientos es absurda, porque el número de variables en juego es inconmensurable y, además, frente a ti hay un enemigo con ideas propias, a veces imprevisibles, que va a poner todo su empeño en complicarte la vida.

Para McNamara la solución a la guerra de Vietnam pasaba por el empleo masivo y abusivo de la superioridad tecnológica norteamericana. Lo único que hacía falta era contar con los casi infinitos recursos disponibles con una metodología racional y el problema se resolvería casi por arte de magia. Los generales estadounidenses, muchos de los cuales habían combatido en Corea o la Segunda Guerra Mundial, se encontraron de repente con decenas de tecnócratas invadiendo sus despachos para aplicar técnicas de investigación de operaciones a fin de organizar y optimizar el esfuerzo bélico. Todo debía pasar por la optimización, desde la planificación de misiones y la secuencia en que se cumplen, hasta la entrega de pertrechos y la consolidación de las líneas de abastecimiento. La programación lineal se convirtió en el nuevo mantra del Pentágono, como si McNamara quisiera que los campos de batalla de Indochina funcionaran como las cadenas de montaje de Detroit.

El eje de esta estrategia eran los bombardeos realizados por los aviones B-52. Entre 1965 y 1968 las misiones de los B-52 se incrementaron de cuatrocientas a mil doscientas salidas mensuales. Cada bombardero soltaba unas 30 toneladas de bombas en un patrón conocido como bombardeo de saturación. Los cráteres de las bombas de 250 kilogramos eran mucho más grandes y profundos que los de cualquier otro tipo de armamento. Se estima que quedaron veintiséis millones de cráteres en Vietnam, cada uno de entre 6 y 12 metros de diámetro y una profundidad de hasta 6 metros.

Convertir Vietnam en una especia de versión terrestre de la superficie lunar no fue la única marca visible que McNamara dejó en la geografía del país. El Pentágono también buscó privar al enemigo de su refugio en la selva aplicando 18 millones de galones del infame agente naranja, un poderoso herbicida cuyas secuelas todavía afectan a la vida de muchas personas en Vietnam y en los propios Estados Unidos. McNamara también ordenó el bombardeo de los diques del río Rojo para destruir el sistema de irrigación de lo que constituye el granero de Vietnam.

Cuando llegó McNamara al Pentágono, Estados Unidos tenía unos diez mil soldados en Vietnam. Para cuando lo abandonó en 1968 las tropas estadounidenses ya sumaban quinientos mil. Habían muerto cuarenta y un mil soldados estadounidenses y todavía morirían otros catorce mil antes de que Washington abandonara en 1973. Los vietnamitas salieron bastante peor parados, con más de dos millones de muertos.

El desastre de Vietnam le había convencido de que la seguridad nacional de Estados Unidos era incompatible con un mundo de pobreza. Como el propio McNamara dijo en un discurso de 1966: «Sin desarrollo no puede haber seguridad». Con vocación de ingeniero social, McNamara traduce este cambio de perspectiva teórica en la posición de que la pobreza podría ser erradicada mediante la intervención política directa.

En opinión del activista y escritor norteamericano Jerry Mander, McNamara mató a más seres humanos mientras dirigió el Banco Mundial que cuando fue ministro de Defensa de Estados Unidos y ordenó las matanzas de Vietnam. Jerry Mander esbozaba la siguiente semblanza de McNamara: «Avergonzado por el papel que había desempeñado en la guerra de Vietnam, quiso resarcirse socorriendo a los pobres del Tercer Mundo. Puso manos a la obra como buen tecnócrata que era, con la arrogancia de un auténtico creyente: “Veo en la cuantificación un lenguaje que añade precisión al razonamiento. Siempre he pensado que cuanto más importante es un asunto, menos numerosas deben ser las personas que toman las decisiones”. Confiando en las cifras, McNamara presionó a los países del Tercer Mundo para que aceptaran las condiciones que acompañaban los préstamos del Banco Mundial y transformar su economía tradicional con el fin de maximizar la especialización económica y el comercio mundial. Aquellos que se negaban eran abandonados a su suerte». Mander continúa: «Presionados por el banco, varios países no tuvieron más remedio que pasar por sus Horcas Caudinas. McNamara ya no destruía poblados para salvarlos, sino economías enteras. El Tercer Mundo se encuentra ahora con grandes embalses encenagados, carreteras en ruinas que no conducen a ninguna parte, edificios de oficinas vacíos, bosques y campos asolados, deudas monstruosas que nunca se podrán devolver… Esos son los frutos venenosos de la política llevada a cabo por el Banco Mundial, desde los tiempos de McNamara hasta la actualidad. Por muy grande que haya sido la destrucción que sembró este hombre en Vietnam, se superó a sí mismo durante su mandato en el banco».

Él fue el responsable directo de todos esos préstamos incomprensibles que, además, tuvieron unas consecuencias desastrosas, no solo porque sirvieron para apoyar regímenes dictatoriales, sino también en el terreno económico. Al principio de los años ochenta del siglo XX los países del sur, endeudados en exceso, sufren de lleno el alza brutal de las tasas de interés y la caída de los precios de las materias primas, cuya producción aumentan sin cesar para pagar su deuda, lo cual acrecienta la competencia entre ellos al mismo tiempo que la demanda no crece en el norte. Las consecuencias serán terribles para los pueblos del sur, que están obligados por el Banco Mundial a desangrarse para pagar a los acreedores. Hay críticos que ven en esto algo más que un trágico error y afirman que la gestión de McNamara durante veinte años tenía dos objetivos llevados a buen término: recuperar la ventaja sobre los países que habían afirmado su voluntad de independencia y aumentar la dominación sobre los pueblos del sur.

El argumento para la reforma de los años ochenta era que las nuevas condiciones a las que se enfrentaban los países del Tercer Mundo obligaban a reconsiderar sus patrones de desarrollo, con una fuerte tendencia hacia la «liberalización». En 1981 se produjo un cambio en la presidencia del banco con el nombramiento de Alden W. Clausen, exjefe del Bank of America. El cambio de McNamara a Clausen se correspondía con un claro movimiento hacia la derecha —en realidad sería más correcto decir «más a la derecha»— en los principales países donantes. Margaret Thatcher se convirtió en primer ministro del Reino Unido en 1979, Ronald Reagan fue elegido presidente de los Estados Unidos en 1980, y Helmut Kohl fue investido canciller de Alemania Occidental en 1982.

A pesar de las evidentes ventajas en el ámbito geopolítico, a los nuevos políticos conservadores todo aquello de la «ayuda al Tercer Mundo» les parecía que desprendía un sospechoso tufo a socialismo. El nuevo secretario del Tesoro en la administración Reagan, Beryl Sprinkel, de inmediato encargó un estudio para ver si el Banco Mundial albergaba «tendencias socialistas». El informe estableció que la institución debería fomentar una mayor adhesión a la apertura de mercados y al sector privado, que las asignaciones de préstamos deberían estar condicionadas a reformas de políticas en los países receptores, y que en ningún caso Estados Unidos debería reducir su gasto. Haciéndose eco de esto, Reagan dio un discurso en la reunión anual de 1983: «Millones de personas toman sus propias decisiones en el mercado; siempre va a asignar mejor los recursos que cualquier proceso de planificación del gobierno central».

La deuda externa (o deuda eterna) es una de las principales causas por las que los países no alcanzan el pleno desarrollo, a pesar de que muchos de ellos tendrían todas las ventajas para ello si tenemos en cuenta su demografía, su extensión territorial y la riqueza de sus recursos naturales. Por ejemplo, la República Dominicana debe el 30 por ciento de su PIB, Argentina cayó en el colapso en el 2002 por compromisos adquiridos en la dictadura de Jorge Videla (1976-1981) y las naciones de Centroamérica tienen el deber de profesar ciega obediencia a Washington si no quieren que les cobren sus préstamos impagables.

No obstante, el Banco Mundial no deja de financiar a estos países, otorgando créditos que, en muchos casos, se pierden en los laberintos de la corrupción del país. Tanta paciencia por parte del banco es muy loable. ¿O no? ¿Los países pobres se endeudan mucho o es que se les hacen demasiados préstamos?

Los gobiernos de América Latina han adoptado la inversión en infraestructura como la forma más disimulada de corrupción administrativa. La construcción de carreteras, presas, puertos y diversos tipos de trenes facilita la sustracción de recursos estatales por medio de la sobrevaloración de los procesos constructivos. Los líderes del partido de turno se hacen más ricos «invirtiendo» 30 millones de dólares en una carretera que solo vale 20 millones de dólares, puesto que 10 millones de dólares se desvían a sus cuentas bancarias abiertas en paraísos fiscales. Normalmente es el Banco Mundial quien pone el dinero, pero eso no quiere decir que sea la institución la víctima del fraude. El banco no da nada, presta. Y el préstamo hay que devolverlo, algo que recae sobre los sufridos ciudadanos del país.

Así se explica que a los gobiernos no les importe en absoluto endeudarse hasta más allá de los límites admisibles. A más deuda, más botín y, a fin de cuentas, otros tendrán que enfrentar las exigencias de pago o las consecuencias generadas por no cumplir con el compromiso, mientras ellos y sus descendientes disfrutan de una fortuna amasada a costa del bienestar de la nación. Por otro lado, el banco hace préstamos como instrumentos geopolíticos.

La cosa viene de antiguo. Por ejemplo, Estados Unidos intervino militarmente en la República Dominicana en 1916 bajo el pretexto de cobrar una deuda que adquirió el dictador Ulises Heureaux en su tercer y dictatorial gobierno de 1889 a 1899. Como es evidente, un préstamo facilitó la dominación estadounidense en el país, que aún hoy se hace notar. Esta táctica está teniendo discípulos aventajados. Venezuela apoyó con Petrocaribe la victoria de Leonel Fernández en las presidenciales dominicanas de 2008, lo que obligó a su gobierno a devolver el favor con la venta del 49 por ciento de las acciones de la Refinería Dominicana de Petróleo (Refidomsa) al Estado venezolano.

Los países que prestan a través del banco a los países pobres lo toman como una inversión. Un financiamiento difícil de pagar puede ser pretexto para que la nación deudora tenga que votar a favor de iniciativas ante la Organización de las Naciones Unidas. También es un buen método para imponer la instalación de empresas multinacionales con las condiciones fiscales menos convenientes para el país deudor, y lo mejor de todo es que no hay necesidad de cancelar la deuda. Cuanto más dure, más tiempo permanecerá el yugo sobre el cuello del país deudor.